Todos rebasamos a
nuestros padres cuesta arriba
Siempre he admirado a mi papá. Es un hombre trabajador, inteligente, gentil y simpático, con una profunda conexión con la naturaleza en la que se siente tan en paz; también es un dedicado bebedor, en ocasiones mezquino si lo encuentras en un mal momento. Mi padre no soporta las estupideces y nadie puede engañarlo más de una vez. Creció en un mundo arisco en el que se bebían enormes cantidades de cerveza y muchos puños se encontraban con muchas caras, un mundo en el que un hombre se ocupa de sus asuntos y cumple su palabra, de lo contrario, puede pudrirse en el puto infierno. Para él, el éxito se mide según qué tan fuerte y diligente seas. Sospecha de la gente cuyas ambiciones le parecen falsas. No tiene paciencia para la autocompasión: ¡sal al mundo y consigue un jodido trabajo! Mi papá es recio. Su conocimiento enciclopédico del bush australiano y su unidad con él me han inspirado de forma profunda. Mi relación con la naturaleza me ha traído la máxima satisfacción y alegría, y se lo agradezco a mi padre: la pesca, el senderismo, acampar desde pequeño, las maravillas de un cangrejo psicodélico retozando en una poza cinética. Esos momentos que compartimos avivaron en mí la llama y el deseo por comulgar con la naturaleza en cada oportunidad que tengo. «El hombre más rico es aquel cuyos placeres son los más baratos», dijo Thoreau, y mi padre me enseñó desde temprano a entender esa verdad tan esencial.
Por otro lado, me aterraba cuando era niño. Hablaba con suavidad cuando estaba enojado, y luego estallaba de pronto en un arranque de gritos violentos que me traumaron hasta la puta médula. Con frecuencia terminé sobre sus piernas, recibiendo fuertes nalguizas. Tenía siempre un nudo en el estómago cuando estaba cerca de él, temeroso de estar en problemas, de estar haciendo algo equivocado, de que hubiera algo inherente mal conmigo. Una sensación de catástrofe inminente.
Papá y yo tenemos el mismo cuerpo. Somos bajitos, rápidos, delgados y fuertes. Pero ahí es donde terminan las similitudes. Tenemos cabezas muy distintas. La de mi padre es dura y elegante; su complexión rubicunda con frecuencia se enrojece por el alcohol y la furia. Sus ojos azules perforan como un cuchillo resplandeciente; su nariz es clásica y recta; también se para muy erguido y mantiene todo en orden. Su nariz sumamente diferente a la nariz suave y redonda que mi hermana y yo compartimos, no sé por qué, pues mi mamá también tiene una nariz recta y normal. Mi cabeza es simiesca, como la de un mono, y se parece al mar que se asoma en mis ojos; es una cabeza que viene de aquella era en la que vivíamos en el mar, antes de que nos arrastráramos hacia la tierra. Yo vivo para flotar en el océano, para rendirme y dejarme arrastrar por las corrientes como cualquier otro pez o mamífero. Pero a mi padre le gusta pararse afuera del agua, atrapar a los peces, con una barriga llena de cerveza y esos afilados anzuelos con los que nos pesca un delicioso desayuno fresco. Nunca se mete al mar.