En marzo de 1967 viajamos a Estados Unidos por mar, una travesía de dos meses en un elegante crucero, el barco de vapor Oriana Express. Recuerdos marítimos…
Me encontré con un estrafalario reto cuando se me informó que la tradición dictaba que, cuando el barco cruzaba el ecuador, el rey Neptuno aparecía por arte de magia y escogía a un niño que sería pintado de verde y sumergido en la alberca. Era un evento incontrolable, inevitable y místico. Fui elegido el cordero sacrificial para la ceremonia una semana antes de que ocurriera. Viví aterrado durante días, preguntándoles a los adultos sobre el asunto todo el tiempo. ¿Cuánto tiempo me sumergirían? ¿Era el rey Neptuno un dios del mar benevolente o cruel? ¿Quién iba a pintarme? ¿Qué pasaría después? ¿Sobrevivían todos los niños? Tras días de trepidaciones y sin recibir una sola respuesta directa, llegó el gran día. Un tipo panzón y medio calvo, al que había visto por el barco siempre con cerveza en mano, se puso una horrible barba falsa y blandió un ridículo tridente de plástico. Me dio un helado verde y yo caminé por la parte poco profunda de la alberca mientras él hablaba de tonterías con los adultos. Mi primera experiencia de ansiedad existencial.
La mayoría de las noches nos dejaban a mi hermana y a mí —ella de seis años, yo de cuatro— hacer lo que quisiéramos en nuestro camarote. El barco proveía una niñera, pero nunca la conocimos; era solo una voz que salía de una bocina en la pared, ordenándonos: «Métanse a la cama y cállense». Sus espectrales reprimendas nos hacían reír sin parar.
Las barrabasadas continuaron cuando me rompí el brazo en el camarote. Me caí cruzando de una de las literas superiores a la otra por medio de un puente estilo La pandilla que construí con Karyn. Corrí llorando hacia la infinita inmensidad del comedor de los adultos. Entré a la sala que más bien me pareció como otra dimensión. Una barbaridad después de mi hora de dormir, la monstruosa y eterna arena llena de viajeros en traje chocando sus copas al son de Stan Getz exhalando «La chica de Ipanema» en su saxofón me dejó estupefacto y me paralizó; me quedé ahí parado con mi brazo roto, como si estuviera flotando hacia el espacio.
Los cuatro inmigrantes australianos dieron sus primeros pasos sobre suelo estadounidense. Al subirnos al taxi en el puerto, el conductor procedió a azotarme la puerta en la cabeza; la sangre salió disparada hacia todas partes; me subieron a una ambulancia y me cosieron. ¡Bienvenido a los Estados Unidos de América!