Nací Michael Peter Balzary en Melbourne, Australia, el 16 de octubre de 1962. Mi padre me dijo que ese día «¡hacía tanto maldito calor que podías freír un maldito huevo en la banqueta, amigo!».
Mi hermana mayor, Karyn, llegó a este triste y hermoso mundo dos años antes que yo. Nos parecemos, pero ella es más inteligente y bonita.
Casi todos los que leerán este libro me conocen como Flea. Ese nombre está en un futuro muy lejano. Como niño, soy Michael Peter Balzary, un pequeño chico rubio de Australia.
Australia es un lugar extraño. Me sobrecogen su gigantesco espacio abierto, su interminable cielo, su luz dadora de vida y, a la vez, opresivamente abrasadora. Todo está más vivo ahí: la comida, la fauna, el océano. Sin embargo, hay algo de premonitorio: como todas las cosas hermosas, tiene también una mezquindad que puede matarte, derribarte, dejarte hecho polvo. Cuando camino por los senderos del bush, me elevan e intoxican sus aromas, sus animales silenciosos y observantes, pero estoy siempre consciente de que alguna especie de monstruo serpientearaña podría matarme, o que puede cortarme el cuello un loco que ha absorbido demasiado de esa brillante luz, con demasiado tiempo y espacio como para dejar que las maniáticas tuercas en su cabeza den vueltas. Me siento así aun en sus ciudades. Los directores de cine Roeg, Wie y Kotcheff dieron en el clavo: muchísima paz y energía vibrante, pero siempre con la brutalidad y el terror. Puedo sentirlo. Un lugar esplendoroso, rejuvenecedor, aterrador y ponzoñoso. ¿Está maldito? ¿Los pueblos aborígenes, precarizados y asesinados, golpearon al hombre blanco, cobrando venganza de años de genocidio y abuso sistemático? Está, sin duda, embrujado. Hay lugares ahí en los que el racismo sigue a flor de piel; me revuelve el estómago. No lo sé, supongo que es solo un lugar abierto y honesto que te muestra todo lo que es (es mejor que el racismo esté a la vista, en lugar de ocultar el veneno en el azúcar, me dijo alguna vez mi funkadélico amigo Michael Clip Payne, y su sabiduría reventó mi burbuja de privilegio blanco), lo sientes todo ahí, lo que nace de la hipnótica y abrumadora tierra misma, que no se guarda nada.
Siento siempre una conexión umbilical con mi lugar de nacimiento. Es un pilar de mi vida, sin importar cuánto tiempo esté lejos de él. Mis primeros cuatro años me marcaron de forma profunda, y, sin embargo, la infancia es un sueño curioso y sus recuerdos borrosos son difíciles de descifrar. Australia y su transparencia, sus caminos de tierra, el olor de los bosques de eucalipto, canguros que dormitan perezosos bajo sombras secretas y se ponen en alerta de inmediato por el sonido de mi perro y yo avanzando por el sendero. ¡Aaah, el sabor de un pay de carne del panadero local, la salsa de tomate escurriendo por su crujiente masa! Los colores y las sensaciones de mi lugar de origen están profundamente grabados en todo lo que soy.