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La hacienda

Uno de mis recuerdos más precoces es llegar un poco tarde a clase el primer día de primaria. Cuando entré en el salón, los niños estaban correteando y brincando encima de las sillas, e incluso sobre los pupitres. Se había armado la de Troya.

Reaccioné con curiosidad. Miré a mis compañeros de clase y pensé si debía unirme a ellos. ¿Tiene sentido comportarse así? ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué debería hacerlo yo? Me quedé en la puerta un momento intentando resolver estas dudas.

La maestra llegó al cabo de unos segundos. Estaba furiosa. No era como habría querido que empezara el nuevo curso escolar. Tratando de hacer valer su autoridad y calmar a los alumnos, vio en mí una oportunidad para reconducir la situación.

—Miren qué bien se porta Avi —dijo al grupo—. ¿No pueden seguir su ejemplo?

Pero mi placidez no era señal de virtud. No había decidido que lo correcto era quedarme de pie tranquilamente esperando a que llegara la maestra; simplemente no había decidido si tenía sentido unirme al relajo que estaban armando.

Quería decírselo a la maestra, pero no lo hice, y ahora creo que fue un error. La lección que podrían haber aprendido mis compañeros de mi conducta —una lección que yo acabé aprendiendo por mi cuenta y que desde entonces he intentado transmitir a mis propios alumnos— no concernía a si debemos seguir o no a la muchedumbre, sino que debemos invertir un tiempo en pensar antes de actuar.

Al deliberar, mostramos la humildad de la incertidumbre. Esta es otra actitud ante la vida que me he esforzado por adoptar, cultivar en mis alumnos en Harvard e inculcar a mis hijas. A fin de cuentas, es lo que mis padres trataron de inculcarme a mí.

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Yo crecí en Israel, en la finca que mi familia tenía en Beit Hanan, una aldea situada unos veinte kilómetros al sur de Tel Aviv. La comunidad agrícola se remonta a 1929. Poco después de su fundación podía presumir de contar con 178 habitantes, pero en 2018 esa cifra solo había crecido hasta los 548. Cuando era un niño, la aldea se caracterizaba por sus huertos e invernaderos, en los que se cultivaban toda clase de frutas, verduras y flores. También era un moshav, un tipo especial de pueblo. A diferencia del kibutz, en el que la tierra se labra en comunidad, en un moshav cada familia posee su propia hacienda.

La nuestra destacaba por su gran plantación de nogales —mi padre era el representante oficial de Israel en el sector del cultivo de nueces—, pero también cultivábamos naranjas y uvas. Los nogales pueden superar los treinta metros de altura y, cuando era pequeño, los veía como auténticas torres, pero los naranjos, que despedían un olor característico e intenso cuando la fruta estaba madura, casi nunca medían más de tres metros y eran fáciles de trepar.

El cuidado de los árboles y la supervisión de la maquinaria necesaria tenía a mi padre, David, todo el día ocupado. Era un auténtico “arreglatodo” y, de hecho, lo recuerdo mayormente a través de cosas: los tractores que arreglaba, los árboles de los huertos que cuidaba y los aparatos que reparaba por toda la casa y la hacienda. Un recuerdo especialmente vívido que conservo de él es verlo subiéndose al tejado de la casa durante el verano de 1969 para asegurarse de que nuestra televisión recibiera la señal correctamente para poder ver el aterrizaje del Apolo 11 en la Luna.

Por muy hacendoso que fuera mi padre, el volumen colosal de trabajo significaba que mis dos hermanas y yo siempre teníamos muchas cosas que hacer en casa. Como criábamos gallinas, a una edad muy temprana empecé a recoger los huevos y a pasar muchas noches persiguiendo plumosos polluelos que se habían escapado de la jaula.

En los sesenta y los setenta, las primeras décadas de mi vida, Israel era un país pobre. Después de la Segunda Guerra Mundial, los refugiados judíos engrosaron un tercio la población. El número de habitantes de la región pasó de los dos millones a más de tres. Muchos llegaban de Europa, y las cicatrices del Holocausto seguían en carne viva. Además, los países árabes de Oriente Medio eran decididamente hostiles con Israel, pero el Estado estaba comprometido a mantener su territorio. Los conflictos se sucedían: a la guerra del Sinaí de 1956 la siguieron la guerra de los Seis Días de 1967 y la guerra de Yom Kipur de 1973. Aunque en mi infancia Israel solo contaba con unas décadas de vida, tenía hondas raíces en la historia reciente y antigua, y los israelíes eran —y siguen siendo— conscientes de que la supervivencia de su nación dependía de la reflexión que se hiciera sobre las consecuencias de sus elecciones.

También es un país bonito. Beit Hanan y la hacienda de mi familia fueron sitios espléndidos en los que crecer. Esta atmósfera de libertad inspiró mis primeros escritos, notas que iba tomando y apilando en el primer cajón del escritorio. Durante buena parte de mi edad adulta he encontrado consuelo en pensar que, si mi librepensamiento me acababa dando problemas, siempre podía volver muy feliz a la hacienda de mi infancia.

Es habitual creer que la vida es una suma de los lugares que visitamos. Pero esto es una ilusión. La vida es una suma de sucesos, y estos sucesos son fruto de decisiones, pero solo algunas de ellas dependen de nosotros.

Por supuesto, hay hilos de continuidad. La ciencia que hago está directamente conectada con mi niñez. Fue una etapa de inocencia consagrada a meditar sobre las grandes cuestiones de la vida, a disfrutar de la belleza de la naturaleza y a deleitarme en los huertos y en la compañía de los vecinos de Beit Hanan, sin temer por mi estatus o mi reputación.

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La cadena causal que me llevó hasta Beit Hanan empezó más o menos con la decisión de mi abuelo Albert (mi tocayo, aunque mi nombre esté traducido al hebreo) de huir de la Alemania nazi. Tuvo mejor vista que muchos y previó la alta probabilidad del cataclismo, la vertiginosa deriva de los acontecimientos que, ya antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, hacía prever que los judíos iban a ver mermado su abanico de opciones, que cada vez iban a afrontar consecuencias más funestas en caso de no escoger el camino adecuado.

Afortunadamente para él y para mí, Albert tomó la decisión correcta. Se fue de Alemania en 1936 y se mudó a Beit Hanan poco después de su fundación. Pese a tener pocos habitantes y verse igual de azotada por los emergentes vientos de guerra, la comunidad agrícola era un refugio en comparación con el resto del mundo. Al poco de su llegada, se unieron a él mi abuela Rosa y sus dos hijos. Uno de ellos era mi padre, de once años. Con el cambio de la sociedad alemana a la judía, pasó de llamarse Georg a David.

Mi madre, Sara, también fue a parar a Beit Hanan desde muy lejos. Nació y creció en Haskovo, cerca de la capital búlgara de Sofía. El azar geográfico que la hizo búlgara en vez de alemana la salvó a ella y a su familia durante la guerra. A pesar de aliarse con el régimen nazi, Bulgaria mantuvo su soberanía y, con ella, cierta capacidad para oponerse a las demandas crecientes de Adolf Hitler para que el país deportara a los judíos a Alemania. Ante los rumores que circulaban sobre los campos de exterminio, la Iglesia ortodoxa búlgara puso el grito en el cielo por las deportaciones y el rey búlgaro se armó de valor para negarse a las peticiones de Alemania. Valga decir que lo hizo alegando que Bulgaria necesitaba a sus judíos como mano de obra, pero el hecho fue que consiguió proteger a muchos de ellos. Así pues, mi madre pudo gozar de una infancia relativamente normal. Estudió en una escuela monástica francesa y acabó ingresando en la universidad en Sofía. Pero en 1948, con la Europa de posguerra en ruinas y la Unión Soviética expandiéndose al oeste, dejó los estudios y emigró con sus padres al nuevo Estado de Israel.

Los fundadores de Beit Hanan eran de Bulgaria, así que no fue casualidad que la familia de Sara acabara ahí. El pueblo rural era muy diferente de la ciudad cosmopolita y los estudios universitarios que había dejado atrás. Aun así, su nuevo hogar tenía su encanto. Al poco de llegar, Sara conoció a mi padre. Se enamoraron, se casaron y tuvieron tres hijos: mis dos hermanas mayores, Shashana (Shoshi) y Ariela (Reli), y finalmente yo, que nací en 1962.

En esos primeros años, mi madre se dedicó en cuerpo y alma a la familia y a la comunidad. Era una panadera de renombre en el pueblo y mi clóset daba fe de su talento para tejer suéteres, pero incluso en el relativo aislamiento de Beit Hanan siguió dedicándose a la vida intelectual. Con esto no me refiero solo a un interés erudito en el estudio, sino a un deseo de aplicar su intelecto al mundo. Y fue esto, junto con su integridad, lo que hizo que sus calibradas opiniones fueran valoradas por todo aquel que la conoció, desde los líderes de nuestra aldea a los visitantes que llegaban a nuestra hacienda para pedirle consejo. Yo me beneficiaba directamente de ello cada día. No cabe duda de que le importaba mucho mi rumbo vital, mis elecciones e intereses. E igual que un jardinero riega y nutre una planta, ella se dedicó y afanó por cultivar la curiosidad de sus hijos.

Pero también tenía intereses propios. Cuando yo era un adolescente, volvió a la universidad y terminó su licenciatura. Luego empezó estudios de posgrado y se doctoró en literatura comparada. Sin embargo, estos proyectos no la alejaron de nosotros; de hecho, animado por ella, solía asistir a sus clases de filosofía de la carrera y a instancias de ella devoré muchos de los libros que tenía que leer.

Mi madre fue el motivo por el que me enamoré de la filosofía, en especial del existencialismo. Soñaba con ganarme la vida pensando. Los fines de semana solía tomar una obra de filosofía, normalmente alguna de los existencialistas, incluidas las novelas que escribieron e inspiraron, y con el libro elegido me iba con el tractor a un lugar tranquilo en las colinas para leer durante horas.

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Desde esos tiempos felices en la granja familiar he pensado que, si la humanidad encuentra alguna vez un planeta habitable en el que fundar una colonia de nuestra civilización, la gente que la habite seguramente se parecerá en aspecto y comportamiento a la de Beit Hanan. Como demuestra la historia humana, las necesidades urgentes por establecer colonias de una civilización son recurrentes.

Por necesidad, se centrarían en el cultivo de comida y en el esfuerzo colectivo por apoyarse mutuamente entre los más mayores y los más jóvenes. Todos tendrían que ser habilidosos y saber hacer varias cosas, ser capaces de reparar y diseñar maquinaria, cultivar tierras y educar a los jóvenes. También creo que fomentarían la vida intelectual, a pesar de su lejanía. Y sospecho que, cuando los niños llegaran a la edad adulta, descubrirían la misma expectativa que yo: el servicio obligatorio a la sociedad.

El servicio militar, que en Israel es obligatorio para todos los ciudadanos mayores de dieciocho años, interrumpió mi plan de convertirme en filósofo y abordar algunas de las preguntas fundamentales que han obsesionado a la humanidad durante siglos. Todos debían hacer el servicio militar. Como yo había demostrado aptitudes para la física en la escuela, me seleccionaron para el Talpiot, un nuevo programa en que dos docenas de reclutas al año emprendían proyectos de investigación en temas de defensa y recibían una intensa instrucción militar. Tuve que detener mis ambiciones académicas; el estudio de Jean-Paul Sartre y Albert Camus, los filósofos existencialistas que había leído de joven, no encajaban con el nuevo rol que se me había asignado. Durante mis años de servicio militar, el estudio de la física fue lo más parecido que encontré a una actividad intelectualmente creativa.

Aunque llevábamos el uniforme de las Fuerzas Aéreas israelíes, nos adiestraron en todas las secciones de las fuerzas de defensa. Recibimos instrucción básica de infantería, hicimos cursos de combate en artillería e ingeniería y nos enseñaron a conducir tanques, a portar ametralladoras durante largas marchas nocturnas y a saltar en paracaídas desde un avión. Por suerte yo estaba en forma, así que las exigencias físicas eran duras pero llevaderas. Además de estas responsabilidades, me dedicaba con avidez a mis estudios académicos en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

El Talpiot nos obligaba a estudiar física y matemáticas, que se me antojaban lo bastante parecidas a la filosofía, y yo veía cualquier estudio universitario con mucho mejores ojos que arrastrarme por el lodo con un fusil a la espalda. Con esa oportunidad, hice todo lo posible para justificar la fe del Gobierno en mí. También fue el momento en que empecé a darme cuenta de que la filosofía planteaba las preguntas fundamentales, pero muchas veces no las podía resolver. La ciencia, empecé a ver, me podía dar mejores herramientas para buscar las respuestas.

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Tras tres años de estudio e instrucción militar, en teoría debía comenzar a cooperar con un proyecto industrial o militar con aplicaciones prácticas inmediatas. Pero yo seguí un camino más creativo, un camino que planteaba mayores retos intelectuales e investigadores. Fui a ver unas instalaciones que no figuraban en la lista oficial de centros de investigación y esbocé una propuesta revolucionaria. En aquel entonces me había labrado un buen expediente tanto en clase como en la instrucción militar, así que los que mandaban en el Talpiot aprobaron mi idea: primero concediéndome una prueba de tres meses y, al final, aprobándola para los cinco años de servicio que me faltaban, de 1983 a 1988.

Mi trabajo evolucionó enseguida hacia nuevas direcciones, algunas de las cuales captaron la atención del ejército. Con la emoción de la innovación científica, diseñé una teoría para un nuevo proyecto (que desembocó en una patente). La idea era usar una descarga eléctrica para lanzar proyectiles a velocidades su­periores a las que se pueden lograr con propulsores químicos convencionales. El proyecto fue creciendo hasta dar trabajo a un departamento entero de doce científicos y fue el primer plan internacional que recibió financiamiento de la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI, por sus siglas en inglés), también llamada «guerra de las galaxias», el ambicioso programa de defensa con misiles anunciado por el presidente Ronald Reagan en 1983.

En ese momento, la Guerra Fría, la contienda que los Estados Unidos y la Unión Soviética llevaban décadas librando, la pugna entre democracia y comunismo, entre oeste y este, parecía un estado inmutable del orden mundial. Ambos bandos habían amasado arsenales gigantescos de armas nucleares, suficientes para destruirse entre sí múltiples veces. El Reloj del Apocalipsis, ideado por los miembros del Bulletin of the Atomic Scientists para advertir a la humanidad de la probabilidad de un cataclismo causado por nuestra especie, casi siempre marcaba que faltaban siete minutos para la medianoche.

La SDI formaba parte de esa pugna general. Su idea era usar láseres y otras armas avanzadas para destruir los misiles balísticos que arrojara el enemigo y, a pesar de disolverse en 1993, tuvo una gran importancia política a la hora de acelerar el fin de la Guerra Fría y el desmoronamiento de la Unión Soviética.

Esta labor también representó el esqueleto de mi tesis doctoral, que terminé cuando tenía veinticuatro años. El tema era la física del plasma, el más común de los cuatro estados fundamentales de la materia; es el material del que están hechos las estrellas, los rayos y algunas pantallas de televisión. (Por si les interesa saberlo, mi tesis se tituló Aceleración de partículas a altas energías y amplificación de la radiación coherente por interacciones electromagnéticas en plasmas, un título mucho menos pegajoso que el de este libro, sin duda.)

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Pero pese a haberme doctorado, seguía sin saber cuál debía o iba a ser mi siguiente elección. No me convencía consagrar mi carrera a la física del plasma. Siempre tuve la tentación de volver a Beit Hanan y una parte de mí quería dar un giro de ciento ochenta grados y regresar a la filosofía. Sin embargo, la cadena de decisiones, de las que solo tomé un puñado, me hicieron ir por otra vía.

Todo empezó en un autobús que tomé durante el servicio militar. El físico Arie Zigler, sentado a mi lado, mencionó de pasada que el centro más prestigioso de estudios de posgrado era el Instituto de Estudios Avanzados (IAS, por sus siglas en inglés) de Princeton, Nueva Jersey. Más tarde, durante una de mis visitas a los directivos de la SDI en Washington, y después en una conferencia sobre el plasma en la Universidad de Texas en Austin, me crucé con el «papa de la física del plasma», Marshall Rosenbluth. Yo sabía que antes había trabajado en el instituto y le pedí información. Enseguida se mostró favorable a que les hiciera una visita breve. Animado, llamé inmediatamente a Michelle Sage, la directora administrativa del IAS, y le pregunté si podíamos concertar una entrevista la semana siguiente. Me contestó que no permitían visitar a nadie y me pidió que le enviara mi currículum, y que ya me darían una respuesta.

Sin acobardarme, le envié por correo una lista de mis once publicaciones y volví a llamarla unos días más tarde. Entonces sí me dejó concertar una cita al final de mi estancia en los Estados Unidos. La mañana en cuestión llegué a su despacho antes de tiempo y Michelle dijo:

—Solo hay un profesor que tenga tiempo para atenderlo: Freeman Dyson. Los voy a presentar.

No cabía en mí de alegría. Recordaba el nombre de Dyson de los libros de texto sobre electrodinámica cuántica. Al poco de recibirme en su despacho, Freeman dijo:

—Ah, es usted de Israel. ¿Conoce a John Bahcall? Le gustan los israelíes. —Debió de leer la curiosidad dibujada en mi rostro, porque añadió—: Su esposa, Neta, es israelí.

Confieso que no había oído hablar jamás de ese hombre, y menos aún de su esposa, Neta.

Averigüé que John Bahcall era astrofísico y poco después almorcé con él. Al terminar de comer me invitó a volver a Princeton para visitarlos durante un mes. Y también me enteré de que, mientras tanto, llevó a cabo averiguaciones a distancia, preguntando a los más insignes científicos israelíes, como Yuval Ne’eman, su opinión sobre mí. Fuera lo que fuera lo que le dijeran, al finalizar mi segunda visita John me llamó a su despacho y me ofreció una prestigiosa beca de cinco años, con la condición de que estudiara astrofísica.

Dije que sí, por supuesto.

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La primera vez que me instaron a dedicarme profesionalmente a la astrofísica, no sabía ni siquiera qué era lo que hacía brillar al Sol. El área de especialización de Bahcall era la generación de partículas con poca interacción —llamadas neutrinos— en el interior ardiente de nuestro astro, con lo que mi ignorancia sobre la materia me avergonzaba aún más. Hasta ese momento, yo había estudiado sobre todo los plasmas terrestres y sus aplicaciones más terrenales.

Que quede claro que Bahcall sabía en qué campo había realizado mi investigación previa y me presentó su oferta igualmente. Entonces ya me pareció curioso que asumiera ese riesgo, pero ahora me lo parece todavía más. (Desde entonces la realidad del mundo académico ha cambiado y dudo que ahora se pudiera hacer una oferta similar a un joven experto.) Le estuve y le estoy agradecido. Acepté, decidido a demostrar que los instintos de Bahcall —y los instintos de todos los destacados científicos que me habían ayudado en mi trayectoria— no eran infundados.

Aunque tuve que esforzarme para aprender el vocabulario básico del campo antes de empezar a escribir artículos propios, el tema me era familiar. El plasma es un estado al que la materia llega a altas temperaturas, en el cual los átomos se separan y forman un mar de iones de carga positiva (átomos que han perdido algunos electrones) y de electrones libres con carga negativa. Aunque la mayor parte de la materia ordinaria en el universo actual (incluido el interior de las estrellas) está en estado de plasma, el campo estudia principalmente las condiciones en el laboratorio, que distan bastante de las que hay en el espacio. Aprovechando mis puntos fuertes, la primera gran frontera que me aventuré a cruzar en mi investigación como astrofísico giró en torno a cuándo y cómo se transformó en plasma la materia atómica en el universo. Así dio inicio mi fascinación con el universo primitivo, el llamado amanecer cósmico, o con las condiciones en que se formaron las mismísimas estrellas.

Pasados tres años en el IAS, se me instó a presentarme a vacantes de profesor auxiliar, incluida una en el Departamento de Astronomía de Harvard. Yo era su segunda opción. El departamento no solía ofrecer a los auxiliares el puesto de profesor numerario, así que algunos candidatos —como la persona a quien ofrecieron el trabajo antes que a mí— se lo piensan dos veces antes de aceptarlo.

Por lo que a mí respecta, accedí gustosamente. Recuerdo que medité mucho la decisión. Pensé que, si no me ofrecían el puesto fijo, siempre podría volver a la finca de mi padre o retomar mi primer amor académico: la filosofía.

Llegué a Harvard en 1993. Al cabo de tres años, me hicieron fijo.

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Ahora pienso que John Bahcall no solo tuvo fe en que podría asumir el cambio de la física de plasmas a la astrofísica, sino que vio en mí a un alma gemela, o incluso a una versión más joven de sí mismo. Bahcall había ingresado en la universidad con la idea de estudiar filosofía, pero enseguida llegó a la conclusión de que la física y la astronomía ofrecían un camino más directo a las verdades más esenciales del universo.

Yo tuve una epifanía paralela poco después de despedirme de John y del instituto. En el año 1993, cuando acepté el cargo de profesor auxiliar en la Universidad de Harvard, decidí que era demasiado tarde para dar un vuelco tan radical a mi carrera para volver a la filosofía. Y lo que es más importante, me había convencido de que mi «matrimonio concertado» con la astrofísica me había acabado reuniendo con mi antiguo amor; solo que ataviado con ropa distinta.

Estaba empezando a entender que la astronomía aborda preguntas que antes estaban circunscritas a la esfera de la filosofía y la religión. Entre estas preguntas se cuentan las más grandes de todas: «¿Cómo empezó el universo?» y «¿Cuál es el origen de la vida?». También he aprendido que observar la inmensidad del espacio, contemplar el inicio y el fin de todo, allana el camino para responder a otra pregunta: «¿Qué es una vida digna de ser vivida?».

Muchas veces tenemos la respuesta ante nuestras narices. Solo debemos reunir el valor para asimilarla. Durante una visita a Tel Aviv en diciembre de 1997 tuve una cita a ciegas con Ofrit Liviatan. Me gustó nada más verla; y esa idea lo cambió todo. A pesar de la distancia que nos separaba, nuestra amistad se fue intensificando. No había conocido a nadie como ella y estaba seguro de que nunca iba a hacerlo.

Mucho antes de analizar los indicios sobre Oumuamua aprendí que, en todas las facetas de la vida, recabar las pruebas que se te presentan y analizarlas con fascinación, humildad y determinación lo puede cambiar todo; eso sí, siempre que nos abramos a las posibilidades que ofrecen los datos. Afortunadamente, en ese momento de mi vida yo lo hice.

Ofrit y yo nos casamos un par de años después y, como yo, ella acabó encontrando un trabajo en la órbita de Harvard como directora del programa de seminarios para alumnos de primer año. Ofrit y yo hemos criado a nuestras dos hijas en una antigua casa cerca de Boston, construida justo antes de que Albert Einstein presentara su teoría de la relatividad especial. La concatenación de causas que abarca la decisión de mi abuelo de abandonar Alemania en 1936 hasta el encuentro de mis padres en Beit Hanan, pasando por la infancia de Klil y Lotem en Lexington, me hace pensar que la línea que separa la filosofía, la teología y la ciencia es muy delgada. Ver a los niños acercarse poco a poco a la edad adulta me recuerda que los actos más mundanos de nuestra existencia denotan algo milagroso que se puede remontar hasta el big bang.

Con el tiempo, he acabado apreciando la ciencia un poco más que la filosofía. Los filósofos invierten una cantidad ingente de tiempo a comerse la cabeza; los científicos se dedican a dialogar sin parar con el mundo. Plantean a la naturaleza una serie de preguntas y escuchan atentamente las respuestas de los experimentos. Cuando se hace con franqueza, es una experiencia útil que nos llena de humildad. El éxito de la teoría de la relatividad de Einstein no se debió a su elegancia formal, fraguada mediante una serie de publicaciones entre 1905 y 1915. No fue aceptada hasta 1919, cuando sir Arthur Eddington, secretario de la Royal Astronomical Society de Inglaterra y también astrónomo, confirmó lo que la teoría había predicho: que la gravedad del Sol curvaría la luz. Para los científicos, lo que queda de una teoría después de su contacto con los datos es lo que se considera bonito.

Aunque lidio con las dudas existenciales de mi juventud de una forma notablemente diferente a como lo hacían Jean-Paul Sartre o Albert Camus, creo que el chico que conducía el tractor por los cerros de Beit Hanan estaría satisfecho con el resultado. Habría admirado la secuencia de oportunidades y elecciones que empezó con una cita a ciegas y acabó desembocando en una familia en Lexington.

Pero entiendo, de un modo que mi yo joven habría sido incapaz de entender, otra lección de la historia de nuestra familia, una lección que he guardado grabada en mi mente durante los últimos años, mientras estudiaba los visitantes interestelares de nuestro sistema solar.

A veces, casi por accidente, algo excepcionalmente raro y especial se cruza en tu camino. La vida da un giro cuando ves claramente lo que tienes delante.

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En mi opinión, la odisea de mi vida me preparó para el encuentro con Oumuamua. Desde un punto de vista científico, mi experiencia me enseñó el valor de la libertad y la diversidad, sobre todo a la hora de elegir los ámbitos de investigación y los colaboradores, respectivamente.

Los beneficios de que los astrónomos hablen con sociólogos, antropólogos, politólogos y, por supuesto, filósofos pueden ser tremendos. Con todo, me he dado cuenta de que, en el mundo académico, las carreras interdisciplinares tienden a compartir el destino de esos raros caracoles que el mar arrastra hasta la orilla: si nadie los recoge y los guarda, se van erosionando poco a poco hasta que las incansables olas del océano los transforman en granos de arena indistinguibles.

Durante toda mi carrera, han sido muchas las ocasiones en que podría haberme desviado por caminos diferentes y menos fortuitos. En mi trayectoria profesional he conocido a muchos expertos con títulos parecidos al mío, pero que no han gozado de las mismas oportunidades que yo. Si juzgamos honestamente a los catedráticos de todo el espectro académico, encontramos hombres y mujeres cuyas contribuciones dependen de las oportunidades que se les han concedido o denegado. Lo mismo puede decirse de casi todos los ámbitos de la vida.

Sabedor de que he sido bendecido por personas que me han brindado estas oportunidades, estoy firmemente comprometido con ayudar a los jóvenes a alcanzar todo su potencial, incluso si eso significa no solo cuestionar ideas ortodoxas, sino también, en ocasiones, prácticas ortodoxas más perniciosas. Como parte de esta misión, tanto en mis clases como en mi investigación me he esforzado mucho por mostrar una actitud hacia el mundo que algunos tacharían de infantil. Si la gente lo cree, no me voy a ofender. En mi experiencia, los niños siguen su brújula interna con más honestidad y menos pretensiones que muchos adultos. Y cuanto más jóvenes son las personas, menos probable es que cercenen sus pensamientos para imitar los actos de quienes las rodean.

Esta actitud con respecto a la ciencia me ha abierto la puerta a algunas de las posibilidades más ambiciosas —algunos dirían incluso que atrevidas— de los campos que estudio. Por ejemplo, la idea de que Oumuamua, el objeto interestelar avistado en octubre de 2017 dando tumbos por el espacio, no fue un fenómeno natural.