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Explorador

Mucho antes de que supiéramos de su existencia, el objeto estaba viajando hacia nosotros desde la dirección de Vega, una estrella a solo veinticinco años luz. El 6 de septiembre de 2017 cruzó el plano orbital en el que todos los planetas de nuestro sistema solar giran alrededor del Sol. Pero la trayectoria altamente hiperbólica del objeto no dejaba margen para la especulación: solo estaba de visita, no se iba a quedar.

El 9 de septiembre de 2017 el visitante llegó a su perihelio, el punto de la trayectoria más cercano al Sol. Entonces emprendió el camino de salida del sistema solar; su velocidad lejos de nuestra estrella —se movía a unos 94,800 kilómetros por hora con respecto a ella— no dejaba lugar a dudas que iba a escapar de la gravedad solar. Cruzó la órbita de Venus hacia el 29 de septiembre y la de la Tierra, alrededor del 7 de octubre, avanzando rápidamente hacia la constelación Pegaso y la oscuridad ulterior.

El objeto se dirigió a gran velocidad hacia el espacio interestelar sin que la humanidad tuviera constancia de su visita. Ajenos a su llegada, no le habíamos dado ningún nombre. Si alguien o algo lo hizo, ignorábamos —y seguimos ignorando— cuál podría ser.

Los astrónomos de la Tierra no vislumbraron a nuestro huésped saliente hasta que nos hubo dejado atrás. Concedimos al objeto varias designaciones oficiales, hasta que al fin nos quedamos con una: 1I/2017 U1. Sin embargo, la comunidad científica de nuestro planeta y el público acabarían conociéndolo simplemente como Oumuamua, un nombre hawaiano que refleja la ubicación del telescopio usado para descubrir el objeto.

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Las islas de Hawái son joyas del océano Pacífico que atraen a turistas de todo el mundo. Pero para los astrónomos encierran un atractivo adicional: alojan algunos de los telescopios más sofisticados del planeta, un testimonio de nuestras tecnologías más avanzadas.

Entre los modernos telescopios de Hawái se encuentran los que forman el Telescopio de Sondeo Panorámico y Sistema de Respuesta Rápida (Pan-STARRS), una red de telescopios y cámaras de alta definición situada en un observatorio que hay en la cima del Haleakala, el volcán inactivo que conforma la mayor parte de la isla de Maui. Uno de los telescopios, el Pan-STARRS1, tiene la cámara de mayor definición del planeta y, desde que se conectó, el sistema ha descubierto la mayoría de los cometas y asteroides próximos a la Tierra que se conocen en el sistema solar. Pero el Pan-STARRS puede presumir de otra cosa: recabó los datos que nos aportaron el primer indicio de la existencia de Oumuamua.

El 19 de octubre el astrónomo Robert Weryk del Observatorio Haleakala descubrió a Oumuamua en los datos recogidos por el telescopio Pan-STARRS, unas imágenes que mostraban el objeto como un punto de luz que recorría velozmente el firmamento, a una velocidad demasiado rápida para ser atrapado por la gravedad del Sol. Esta clave indujo rápidamente a la comunidad astronómica a convenir que Weryk había encontrado el primer objeto interestelar jamás detectado en nuestro sistema solar. Pero cuando hubimos dado con un nombre para el objeto, estaba a más de treinta y dos millones de kilómetros de la Tierra, lo que equivale más o menos a ochenta y cinco veces la distancia que nos separa de la Luna, y se estaba alejando de nosotros como una flecha.

Llegó a nuestro vecindario como un extraño, pero se fue siendo algo más. El objeto al que habíamos dado un nombre se había marchado y nos había dejado una ristra de preguntas sin respuesta que motivó un análisis meticuloso de los científicos y despertó la imaginación de todo el mundo.

La palabra hawaiana oumuamua (que se pronuncia tal como se escribe) se podría traducir por «explorador». Cuando anunció la designación oficial del objeto, la Unión Astronómica Internacional definió oumuamua de forma un tanto diferente, como «primer mensajero lejano en llegar».1 Sea como fuere, el nombre implica claramente que el objeto fue el primero de otros que van a llegar.

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Los medios acabaron tildando a Oumuamua de «raro», «misterioso» y «extraño». Pero ¿en comparación con qué? En resumen, la respuesta es que este explorador era raro, misterioso y extraño si se lo comparaba con todos los demás cometas y asteroides descubiertos hasta entonces.

En verdad, los científicos no podían ni siquiera afirmar con certeza que este explorador fuera un cometa o un asteroide.

No es que no tuviéramos con qué compararlo. Cada año se descubren miles de asteroides, rocas áridas que surcan el espacio, y hay tantos cometas helados en nuestro sistema solar que nuestros instrumentos son incapaces de contarlos.

Los visitantes interestelares son mucho más raros que los asteroides o los cometas. De hecho, cuando se descubrió a Oumuamua, nunca habíamos avistado un objeto que proviniese de fuera de nuestro sistema solar y que lo cruzara.

Imagen combinada de telescopio del primer objeto interestelar, Oumuamua. Rodeado con un círculo, el objeto es la fuente puntual sin resolución del centro. Está flanqueado por el rastro de estrellas tenues, cada una de las cuales forma una serie de puntos debido al movimiento del telescopio para capturar el avance de Oumuamua. ESO/K. Meech et al.

Esta distinción se desvaneció enseguida, porque poco después de identificarse a Oumuamua se descubrió un segundo objeto interestelar. Y en el futuro es probable que encontremos muchos más, sobre todo gracias al próximo proyecto de sondeo LSST del Observatorio Vera C. Rubin. En cierta medida, ya estábamos esperando a estos visitantes incluso antes de que pudiéramos verlos. Las estadísticas sugieren que, aunque la cantidad de objetos interestelares que cruzan el plano orbital de la Tierra es minúscula con respecto a la cantidad de objetos que se originan dentro del sistema solar, tampoco es que sean poco comunes. En resumen, la idea de que nuestro sistema solar sea anfitrión ocasional de objetos interestelares es asombrosa, pero no encierra ningún misterio. Y, al principio, los meros hechos de Oumuamua solo causaron estupor. Poco después de que el Instituto de Astronomía de la Universidad de Hawái anunciara el descubrimiento de Oumuamua, el 26 de octubre de 2017, científicos de todo el mundo analizaron los datos esenciales recopilados y convinieron en la mayor parte de los hechos básicos: la trayectoria, la velocidad y el tamaño aproximado de Oumuamua (tenía un diámetro de menos de cuatrocientos metros). Ninguno de estos detalles iniciales sugería que Oumuamua fuera extraño por ninguna razón más allá de su origen, fuera de nuestro sistema estelar.

Pero al cabo de poco, los científicos que examinaban la plétora de datos empezaron a destacar las peculiaridades de Oumuamua, detalles que pronto nos hicieron poner en duda la suposición de que este objeto fuera un cometa o un asteroide común y corriente, pese a ser interestelar. Apenas unas semanas después de su descubrimiento, a mediados de noviembre de 2017, la Unión Astronómica Internacional —la organización que bautiza los objetos recién identificados en el espacio— cambió la denominación de Oumuamua por tercera y última vez. Al principio, la UAI lo había llamado C/2017 U1, con ce de «cometa». Luego pasó a llamarlo A/2017 U1, con la a de «asteroide». Y al final, la UAI lo designó 1I/2017, con i de «interestelar». En ese momento, el hecho de que Oumuamua había venido del espacio interestelar era una de las pocas cosas en las que coincidía todo el mundo.

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Como reza el viejo dicho, un científico debe seguir la huella de los datos. El hecho de seguirlos te llena de humildad y te libera de las preconcepciones que pueden nublar las observaciones y las ideas. Casi podemos decir lo mismo de la adultez, una buena definición de la cual podría ser «el punto en el que has reunido tanta experiencia que tus modelos pueden predecir la realidad con un alto porcentaje de éxito». Tal vez no es como se la explicarían a sus hijos pequeños, pero, aun así, creo que la definición ofrece sus ventajas.

En la práctica, esto solo significa que deberíamos permitirnos tropezar. Líbrense de los prejuicios. Blandan la navaja de Ockham y busquen la explicación más sencilla. Estén dispuestos a abandonar modelos que no funcionan, pues algunos fracasan inevitablemente cuando chocan con nuestra comprensión imperfecta de los hechos y de las leyes naturales.

Obviamente, hay vida en el universo; nosotros damos fe de ello. Y esto implica que la humanidad ofrece un conjunto de datos enorme, convincente, a veces inspirador y a veces preocupante, que es necesario valorar a la hora de pensar en los actos e intenciones de cualquier otro ser inteligente que pueda existir —o haber existido— en el universo. En cuanto que único ejemplo de vida inteligente que hemos estudiado a fondo, es probable que los humanos encierren muchas claves para comprender el comportamiento de otras especies inteligentes pasadas, presentes o futuras del universo.

Como físico, me fascina la omnipresencia de las leyes físicas que regulan nuestra existencia en este pequeño planeta que nos acoge. Cuando observo el cosmos, me asombra el orden, el hecho de que las leyes naturales que encontramos en la Tierra parezcan aplicarse hasta los mismos confines del universo. Y durante un largo periodo de tiempo, desde mucho antes de la llegada de Oumuamua, he albergado una idea fundamental: la omnipresencia de estas leyes naturales sugiere que, si hay vida inteligente en algún otro lugar, casi seguro que estará formada por seres que reconocen estas leyes omnipresentes y que están impacientes por ir adonde los lleven los indicios, encantados de teorizar, recopilar datos, probar teorías, pulirlas y volverlas a probar. Y en último término, igual que ha hecho la humanidad, de explorar.

Nuestra civilización ha enviado cinco objetos fabricados por el ser humano al espacio interestelar: los Voyager 1 y 2, los Pioneer 10 y 11 y el New Horizons. Este mero hecho denota nuestro potencial ilimitado para aventurarnos a lo desconocido, como también se deduce del comportamiento de nuestros ancestros más alejados. Durante milenios, los humanos han viajado hasta los lugares más recónditos del planeta buscando vidas diferentes o mejores, o simplemente explorando, muchas veces con un nivel de incertidumbre pasmoso respecto a lo que iban a encontrar o a si iban a volver. Las certezas de nuestra especie aumentaron bastante con el paso del tiempo —los astronautas viajaron a la Luna y regresaron en 1969—, pero estas misiones siguen siendo frágiles. No fueron las paredes del módulo lunar las que protegieron a los astronautas, pues tenían un grosor similar a una hoja de papel, sino la ciencia y la ingeniería detrás de su construcción.

Y si hubieran aparecido otras civilizaciones entre las estrellas, ¿no habrían sentido el mismo impulso por explorar, por cruzar horizontes conocidos en busca de otros nuevos? A juzgar por cómo nos comportamos los humanos, no sería nada sorprendente. En realidad, tal vez estos seres se aclimataron tanto a la inmensidad ilimitada del espacio que viajaron por él casi igual que aquí en la Tierra cruzamos el planeta. Nuestros antepasados usaban términos como «viajar» y «explorar»; hoy, nos vamos de vacaciones.

En julio de 2017 mi esposa, Ofrit, nuestras dos hijas, Klil y Lotem, y yo visitamos un conjunto impresionante de telescopios en Hawái. Como director del Departamento de Astronomía de la Universidad de Harvard, me habían invitado a dar una charla en la Isla Mayor de Hawái para transmitir el entusiasmo de la astronomía al público, una parte del cual estaba protestando porque se siguiera construyendo el nuevo gran telescopio en la cumbre del volcán inactivo Mauna Kea. Acepté con buen ánimo y aproveché la oportunidad para visitar algunas otras islas del archipiélago, incluida Maui, que aloja telescopios de última generación.

El tema del que hablé fue la habitabilidad del universo y la probabilidad de que en las siguientes décadas descubriéramos indicios de vida extraterrestre. Dije que, cuando lo hiciéramos, ese descubrimiento forzaría a la humanidad a convencerse de que no somos tan especiales. El titular del periódico local sobre mi presentación plasmó bien la idea: «Humildad, terrícolas».

Di la charla poco menos de un mes antes de que Oumuamua —desconocido para los terrícolas— cruzara el plano orbital de Marte. Y hablé a escasos kilómetros del Pan-STARRS1, uno de los telescopios que visité durante el viaje y un prodigio tecnológico de la ingeniería. Tres meses después, los datos recopilados por el Pan-STARRS desembocaron en el descubrimiento de Oumuamua.

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El primer telescopio del Pan-STARRS, el PS1, entró en funcionamiento en 2008. Cincuenta años antes, en 1958, se había construido otro telescopio en la cima del Haleakala, pero no para estudiar las estrellas; uno de los mayores temores en aquel entonces eran los satélites soviéticos, y los Estados Unidos querían tenerlos controlados. El Pan-STARRS, el Telescopio de Sondeo Panorámico y Sistema de Respuesta Rápida, tenía otro propósito: detectar cometas y asteroides que amenazaran con impactar con la Tierra. En consecuencia, desde 2008 se ha vuelto más y más sofisticado. A lo largo de los años se han añadido otros telescopios, el más destacado de los cuales es el Pan-STARRS2, plenamente operativo desde 2014. La telaraña de telescopios que denominamos colectivamente Pan-STARRS sigue cartografiando los cielos, detectando cometas, asteroides, supernovas, etcétera.

Resumiendo, el fin de la Guerra Fría ayudó a poner en marcha un observatorio complejo y avanzado tecnológicamente. Tanto fue así que, décadas más tarde, en la atmósfera fría y clara de un volcán extinto, un sofisticado instrumento de la red fue capaz de detectar a Oumuamua, que pasó por encima de nosotros apenas unos años después de que ese preciso telescopio entrara en funcionamiento.

Es fácil maravillarse ante el carácter caprichoso de las coincidencias. Pero las coincidencias pueden ser engañosas. Durante buena parte de nuestra historia, la gente ha recurrido a explicaciones místicas o religiosas para dar sentido a los hechos que carecían de causas evidentes. Me gusta pensar que, incluso durante la infancia y la adolescencia temprana de nuestra civilización, la humanidad estaba acumulando suficiente experiencia para diseñar modelos cada vez más precisos con los que predecir la realidad. La humanidad, en cierto modo, ha ido llegando a la adultez poco a poco a lo largo de la historia documentada.

En verdad, la mayoría de los sucesos de la vida son fruto de una confluencia de múltiples factores. Esto sirve tanto para los ejemplos más mundanos (como tomar la sopa del tazón que tienes delante) como para casos extraordinarios (los orígenes de..., en fin, de todo). Estos pueden abarcar desde lo más personal (por ejemplo, dos personas que son presentadas, hecho que conduce a un matrimonio del que nacen dos hijas con ganas de ir de vacaciones a Hawái) a lo más global (por ejemplo, la posibilidad muy real de que, durante once días de octubre de ese año, nuestros telescopios detectaran un objeto proveniente del exterior del sistema solar).

Mi familia y yo volvimos de nuestras vacaciones a la casa centenaria que tenemos en las afueras de Boston, Massachusetts. En muchos aspectos, es muy distinta de la hacienda de Israel en donde crecí. Pero a la hora de satisfacer mi amor por la naturaleza, o mi necesidad de estar en medio de las cosas que crecen y viven, ambas son iguales.

Una tarde, paseando cerca de mi casa, vi caer un árbol gigantesco en el bosque que empieza al término de nuestro jardín. Primero oí unos crujidos y, luego, vi cómo cedía y se derrumbaba. Tenía el tronco hueco. Buena parte de él llevaba años muerto y, en esa fecha, en ese preciso instante, fue incapaz de seguir soportando el azote del viento. Fue una casualidad que yo estuviera allí para presenciar su muerte, parte de una cadena causal de la que fui testigo, pero sobre la que no tuve ningún control.

Pero en circunstancias más favorables, nuestros actos sí pueden marcar la diferencia. Hará una década, cuando mi familia se mudó a Lexington, descubrí que en el jardín había un árbol joven con una rama partida. Un jardinero de la zona me aconsejó cortar el tallo prácticamente cercenado, pero, al inspeccionarlo más de cerca, vi que las fibras vivas aún estaban unidas al resto del árbol. Opté por atar la rama con cinta aislante. Hoy, la rama se alza imponente hacia el cielo, pero la cinta aislante aún queda a la altura de los ojos. El árbol está cerca de la casa y se ve desde nuestras ventanas. Se lo señalo a mis hijas para recordarles que los actos más triviales pueden tener extraordinarias consecuencias.

Algunas de las decisiones más trascendentales se toman con la esperanza de lo que puede resultar de ellas. Cuando reparé esa rama, para mí no fue solo un artículo de fe, sino una experiencia repetida a menudo.