Introducción

Cuando tengan la oportunidad, salgan y admiren el universo. El momento idóneo para hacerlo es por la noche, obviamente. Pero incluso si el único objeto celeste que podemos discernir es el sol de mediodía, el universo está allí, esperando a que le prestemos nuestra atención. Si hay algo que he aprendido es que el mero hecho de alzar la mirada nos ayuda a cambiar de perspectiva.

De noche, la vista que se cierne sobre nuestras cabezas llega al clímax de la majestuosidad, pero esta no es una cualidad del universo; más bien es una cualidad humana. En la vorágine de quehaceres diarios, la mayoría invertimos buena parte de nuestras horas en observar atentamente lo que tenemos a escasos metros de distancia; cuando pensamos en lo que hay arriba, casi siempre lo hacemos porque nos preocupa si va a llover. Sin embargo, por la noche nuestras inquietudes terrenales tienden a disiparse y la grandiosidad de la Luna, las estrellas, la Vía Láctea o —para los que tenemos suerte— el rastro de un cometa o satélite se vuelven visibles para los telescopios domésticos, e incluso a simple vista.

Lo que vemos cuando nos dignamos a levantar la mirada ha inspirado a la humanidad durante toda la historia documentada. De hecho, recientemente se ha planteado la tesis de que las pinturas rupestres de cuarenta mil años de antigüedad esparcidas por Europa demuestran que nuestros lejanos ancestros ya seguían las estrellas. Desde los poetas a los filósofos, pasando por teólogos y científicos, hemos hallado en el universo motivos que nos han asombrado y nos han instado a actuar y a hacer progresar la civilización. Al fin y al cabo, fue el incipiente campo de la astronomía el que impulsó esa revolución científica de Nicolás Copérnico, Galileo Galilei e Isaac Newton que desplazó a la Tierra del centro del universo físico. Esos científicos no fueron los primeros en abogar por una imagen más modesta de nuestro planeta, pero, a diferencia de los filósofos y teólogos que les precedieron, ellos se basaron en un método de hipótesis corroboradas por evidencias que, desde entonces, ha constituido la piedra angular del progreso de la civilización humana.

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Durante la mayor parte de mi carrera he sentido una curiosidad insaciable por el universo. Directa o indirectamente, todo lo que se encuentra fuera de la atmósfera de la Tierra atañe a mi labor diaria. Ahora mismo dirijo el Departamento de Astronomía de la Universidad de Harvard, soy director fundador de la Iniciativa Agujero Negro de Harvard, director del Instituto de Teoría y Computación del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian, presidente de la Iniciativa Breakthrough Starshot, presidente del Consejo sobre Física y Astronomía de las Academias Nacionales y miembro del consejo asesor para la plataforma digital «Einstein: Visualize the Impossible» de la Universidad Hebrea de Jerusalén, además de miembro del Consejo de Asesores del Presidente en Ciencia y Tecnología en Washington. Tengo la suerte de trabajar codo a codo con muchos expertos y estudiantes de talento excepcional, lidiando con algunas de las preguntas más trascendentales del universo.

Este libro aborda una de estas cuestiones trascendentales, tal vez la que más: ¿estamos solos? A lo largo del tiempo, esta pregunta se ha formulado de distintas maneras. ¿La vida en la Tierra es la única del universo? ¿Los humanos son los únicos seres pensantes e inteligentes en la inmensidad del tiempo y el espacio? Una forma mejor y más precisa de formular la pregunta sería esta: a lo largo y ancho del universo, ¿existen o han existido jamás civilizaciones inteligentes que, como la nuestra, hayan explorado las estrellas y hayan dejado un rastro de sus empeños?

Creo que, en 2017, cruzó por nuestro sistema solar un indicio que respalda la hipótesis de que la respuesta a la última pregunta es sí. En este libro analizo esos indicios, compruebo esa hipótesis y me planteo qué consecuencias tendría el hecho de que los científicos le dieran la misma credibilidad que otorgan a las conjeturas sobre la supersimetría, las dimensiones extra, la naturaleza de la materia oscura y la posibilidad de que exista un multiverso.

Pero este libro también plantea otra pregunta que, en ciertos aspectos, es más difícil de responder. ¿Estamos preparados los científicos y la gente común y corriente? ¿La civilización humana está preparada para hacer frente a lo que acarrea aceptar la conclusión plausible, derivada de hipótesis probadas, de que la vida terrestre no es única y tal vez no sea ni siquiera especialmente impresionante? Me temo que la respuesta es no, y ese prejuicio generalizado nos da motivos para preocuparnos.

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Como sucede en muchas profesiones, las tendencias de moda y el conservadurismo ante lo desconocido son patentes en toda la comunidad científica. Una parte de ese conservadurismo dimana de un instinto encomiable. El método científico nos anima a ser cautos. Hacemos una hipótesis, recabamos pruebas, cotejamos la hipótesis con las pruebas de las que disponemos y luego la pulimos o reunimos más pruebas. Pero las modas pueden disuadirnos de barajar ciertas hipótesis y la ambición de hacer carrera puede atraer nuestra atención y nuestros recursos hacia ciertos temas alejándonos de otros.

La cultura popular no ha ayudado. Los libros y las películas de ciencia ficción suelen presentar la inteligencia extraterrestre de una manera que a la mayoría de los científicos serios les produce risa. Los alienígenas reducen a escombros las ciudades terrícolas, se apoderan de los cuerpos humanos o tratan de comunicarse con nosotros por medios enrevesados. Sean malevolentes o benevolentes, los alienígenas suelen poseer una sabiduría sobrehumana y han amasado tal conocimiento de la física que son capaces de manipular el tiempo y el espacio para poder cruzar de punta a punta el universo —y a veces el multiverso— en un abrir y cerrar de ojos. Con esta tecnología, frecuentan sistemas solares, planetas e incluso bares de barrio repletos de vida inteligente. Con los años, he acabado albergando la certeza de que las leyes de la física dejan de aplicarse en solo dos sitios: en las singularidades y en Hollywood.

Personalmente, no me gusta la ciencia ficción cuando se infringen las leyes de la física; me gusta la ciencia y me gusta la ficción, pero solo cuando son honestas, sin pretensiones. Profesionalmente, me preocupa que los retratos sensacionalistas de los alienígenas hayan dado pie a una cultura popular y científica en la que uno puede desechar con desdén todos los debates serios sobre la vida extraterrestre, aun cuando las pruebas indican sin atisbo de duda que es un tema que merece ser discutido; de hecho, es algo que deberíamos debatir ahora más que nunca.

¿Somos la única vida inteligente del universo? Los relatos de ciencia ficción nos han curtido para esperar una respuesta negativa que llegue de golpe; los relatos científicos suelen evitar de plano la cuestión. El resultado es que los humanos estamos muy mal preparados para un encuentro con nuestros homólogos extra­terrestres. Cuando se acaban los créditos y salimos del cine para alzar los ojos hacia el cielo nocturno, el contraste es evidente. Encima de nosotros vemos un espacio en gran parte vacío, aparentemente desprovisto de vida. Pero las apariencias pueden ser traicioneras y, por nuestro propio bien, no podemos permitirnos seguir viviendo engañados.

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En «Los hombres huecos», una reflexión sobre la Europa de después de la Primera Guerra Mundial, el poeta T. S. Eliot proclama que el mundo terminará con un susurro y no con un estallido, igual que había acabado ese desolador conflicto, el más mortífero de la historia de la humanidad hasta ese momento. Pero quizás porque mi primer amor académico fue la filosofía, en la evocadora imagen de Eliot no solo detecto desolación. También percibo una elección ética.

El mundo acabará, por supuesto, y casi seguro que lo hará con un estallido; dentro de unos 7,000 millones de años, nuestro Sol, que ahora tiene unos 4,600 millones de años, se convertirá en un gigante rojo que se irá expandiendo y acabará con toda la vida de la Tierra. Esto no es algo debatible, ni es una cuestión ética.

No, la cuestión ética que oigo en «Los hombres huecos» de Eliot no pone su acento en la extinción del planeta, en sí misma una certeza científica, sino en la extinción menos certera de la civilización humana; tal vez, de hecho, de toda la vida terrestre.

Hoy, nuestro planeta avanza hacia la catástrofe. El deterioro medioambiental, el cambio climático, las pandemias y el riesgo contumaz de la guerra nuclear son solo las amenazas más palpables a las que nos enfrentamos. De mil formas imaginables, hemos sentado las bases para nuestro propio fin. Podría llegar con un estallido, con un susurro, o de ambas formas; o de ninguna de estas maneras. Por ahora, todas las opciones están encima de la mesa.

¿Qué camino escogeremos? Este es el dilema moral que encierran los versos de Eliot.

¿Y si esta metáfora sobre los finales demuestra ser cierta para algunos comienzos? ¿Y si halláramos una respuesta a la pregunta «¿estamos solos?», pero fuera una respuesta sutil, efímera y ambigua? ¿Y si tuviéramos que invertir todas nuestras facultades de observación y deducción para obtenerla? ¿Y si la respuesta a esta pregunta encerrara la clave para la otra que acabo de plantear, relativa a si la vida terrestre y nuestra civilización colectiva terminarán, y cómo?

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En estas páginas valoraré la hipótesis de que esta respuesta fue precisamente dada a la humanidad el 19 de octubre de 2017. No solo me tomo en serio la hipótesis, sino también los mensajes que conlleva para nuestra civilización, las lecciones que podemos extraer de ella y algunas de las consecuencias que acarrearía el hecho de actuar o no actuar ante la perspectiva de estas lecciones.

Aunque buscar las respuestas a las preguntas de la ciencia —tanto si conciernen al origen de la vida como al origen de todo— puede parecer uno de los actos humanos más arrogantes, la búsqueda en sí misma es humilde. Según todos los parámetros, una vida humana es ínfima; nuestros logros individuales solo son visibles cuando se suman a la montaña que se ha erigido durante generaciones enteras. Todos estamos subidos en los hombros de nuestros predecesores; y nuestros hombros deben servir de base para el trabajo de aquellos que vendrán. Si olvidamos esto nos ponemos en peligro a nosotros mismos y a ellos.

También hay humildad en reconocer que, cuando nos cuesta entender el universo, la culpa es de nuestra capacidad de comprensión, no de los hechos ni de las leyes de la naturaleza. Me di cuenta de ello a una edad temprana, a raíz de mi coqueteo con la filosofía durante mis años de juventud; lo volví a aprender durante la fase inicial de mi formación como físico y lo acabé apreciando más a fondo cuando, de forma un tanto accidental, me convertí en astro­físico. En mi adolescencia me cautivaron especialmente los existencialistas y su interés por el individuo que se enfrenta a un mundo aparentemente absurdo; como astrofísico, tengo muy presente la pequeñez de mi vida —de hecho, de toda la vida— al lado de la inmensidad del universo. He descubierto que, cuando los abordamos con humildad, tanto la filosofía como el universo nos brindan esperanzas para hacerlo mejor. Es necesaria una colaboración científica adecuada entre todos los países y una perspectiva verdaderamente global, pero sí podemos hacerlo mejor.

También tengo la impresión de que, a veces, la humanidad necesita un empujoncito.

¿Si en nuestro sistema solar apareciera vida extraterrestre, nos daríamos cuenta? Si estamos esperando que en el horizonte se divisen de repente naves que desafíen la gravedad, ¿corremos el riesgo de pasar por alto el murmullo de otras llegadas? ¿Qué pasaría si, por ejemplo, esas señales fueran tecnología inerte o extinta?, ¿el equivalente, quizás, a los despojos de una civilización de hace mil millones de años?

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He aquí un experimento mental que planteo a mis alumnos de primer año del seminario en Harvard. Una nave alienígena ha aterrizado en el campus de Harvard y los extraterrestres aseguran que vienen en son de paz. Nos visitan, se sacan fotos en la escalinata de la Biblioteca Widener y tocan el pie de la estatua de John Harvard, como hacen tantos turistas. Entonces se voltean hacia sus anfitriones y los invitan a embarcar en su nave para viajar al planeta de origen de los alienígenas. Admiten que es un poco arriesgado, pero ¿acaso hay alguna aventura que no lo sea?

¿Aceptarían su oferta? ¿Harían el viaje?

Casi todos mis alumnos responden que sí. Entonces cambio el experimento mental. Los alienígenas siguen siendo simpáticos, pero ahora informan a sus amigos humanos que, en vez de regresar a su planeta nativo, van a atravesar el horizonte de sucesos de un agujero negro. Vuelve a ser una proposición arriesgada, es cierto, pero los alienígenas confían tanto en su modelo teórico respecto a lo que les espera que están dispuestos a ir. Lo que quieren saber es si ustedes están preparados. ¿Emprenderían un viaje así?

Casi todos mis alumnos responden que no.

Los dos son viajes solo de ida. Ambos entrañan sucesos desconocidos y riesgos. Así pues, ¿a qué se deben las respuestas diferentes?

La razón que más suelen aducir mis alumnos es que, en el primer caso, podrían seguir usando los teléfonos para compartir sus experiencias con amigos y familiares, porque, aunque fueran emitidas a años luz de distancia de la Tierra, las señales nos acabarían llegando. No obstante, tras atravesar el horizonte de sucesos de un agujero negro, seguro que no se podría enviar ninguna selfie, ningún mensaje ni dato, fuera asombroso o no. Un viaje generaría muchos «me gusta» en Facebook y en Twitter; el otro seguro que no.

Llegados a este punto, recuerdo a mis alumnos que, tal como manifestó Galileo Galilei después de mirar por su telescopio, a las pruebas no les importa la aprobación. Esto atañe a todas las pruebas, tanto si se recaban en un planeta remoto como al otro lado del horizonte de sucesos de un agujero negro. El valor de la información no estriba en el número de pulgares que dan su aprobación, sino en lo que hacemos con ella.

Y luego les hago una pregunta que muchos alumnos de Harvard creen que son capaces de responder: ¿somos —los humanos, claro está— los más listos de la clase? Antes de que puedan contestar, añado: miren al cielo y piensen que su respuesta dependerá en gran medida de cómo contesten a una de mis preguntas favoritas: ¿estamos solos?

Contemplar el cielo y el universo que hay más allá nos enseña a ser humildes. El espacio y el tiempo cósmicos tienen escalas gigantescas. Hay más de mil trillones de estrellas como el Sol en el volumen observable del universo, y los más afortunados entre nosotros vivimos apenas una cienmillonésima parte de la vida del Sol. Pero seguir siendo humildes no nos debería disuadir de intentar entender mejor nuestro universo. Más bien lo contrario, debería animarnos a ser más ambiciosos, a plantear preguntas difíciles que pongan en duda nuestras suposiciones y a buscar denodadamente pruebas, no «me gusta».

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El grueso de los indicios con los que lidia este libro se recabaron durante once días, a partir del 19 de octubre de 2017. Ese fue el plazo que tuvimos para observar el primer visitante interestelar conocido. El análisis de estos datos, unido a las observaciones adicionales, respalda nuestras deducciones acerca de este peculiar objeto. Once días no parecen gran cosa, y no hay ningún científico que no deseara haber conseguido recabar más pruebas; aun así, los datos de los que disponemos son significativos y nos permiten extraer muchas conclusiones. Todas se detallan en las páginas de este libro. Pero hay una inferencia en la que convienen todas las personas que han estudiado los datos: este visitante, comparado con todos los demás objetos que han estudiado alguna vez los astrónomos, era muy extraño. Y las hipótesis que se han esgrimido para explicar todas las peculiaridades observadas del objeto son igual de extravagantes.

Yo defiendo que la explicación más simple para estas peculiaridades es que el objeto fue creado por una civilización inteligente que no reside en la Tierra.

Esta es una hipótesis, por descontado, pero es intrínsecamente científica. Las conclusiones que podemos extraer de ella, sin embargo, no son solo científicas, como tampoco lo son las medidas que podríamos tomar a la luz de estas conclusiones. La razón es que mi simple hipótesis se enlaza con algunas de las preguntas más profundas que la humanidad ha intentado responder desde siempre, preguntas que se han abordado desde el punto de vista de la religión, la filosofía y el método científico. Guardan relación con todo lo que reviste una mínima importancia para la civilización humana y la vida (sea la que sea) en el universo.

En honor a la transparencia, debo advertirles que algunos científicos consideran mi hipótesis pasada de moda, ajena a la ciencia convencional e incluso peligrosamente mal planteada. Pero el peor error que podemos cometer es, en mi opinión, no tomarnos bastante en serio esta posibilidad.

Se los voy a explicar.