Las Dashwood llegaron a instalarse en Barton agradablemente. La casita y el jardín, todas las cosas que les rodeaban, se les iban tornando familiares, y la adaptación tan perfecta en Nordland que había sido su mayor encanto era también perfecta allí, de un vivir casi más feliz en Barton de lo que fuera en Nordland desde la muerte del padre. Sir John Middleton, que las visitó casi cada día durante las primeras semanas, y que no solía ver a la gente de su casa muy ocupada, se quedó sorprendido de ver que allí no se paraba un momento.
Las visitas, excepción hecha de los dueños de Barton Park, eran pocas, pues a despecho de la repetida insistencia de sir John, quien deseaba verlas más relacionadas con la gente de la vecindad, y de sus repetidos ofrecimientos de poner sus coches a disposición de ellas, el instinto de independencia de la viuda Dashwood dominaba los deseos de sus hijas de alternar en sociedad y logró mantenerse sin frecuentar a nadie que viviese a una distancia mayor de un simple paseo a pie. Y eran pocas las familias que pudiesen clasificarse en este grupo, y no todas conocidas. A una milla y media de la alquería, caminando a lo largo de las ondulaciones del valle de Allenham, que arrancaba del de Barton, las muchachas, en uno de sus primeros paseos, descubrieron una respetable y antigua casa, que por recordarles algo el aspecto de Nordland, les interesó y provocó el deseo de conocerla. Preguntando, alcanzaron a saber que la dueña era una anciana de gran bondad, pero, por desgracia, de salud demasiado precaria para la vida social y que nunca salía de casa.
Toda aquella región ofrecía agradables paseos. Los altozanos, que de todas las ventanas de la alquería parecían invitar a buscar el exquisito goce del aire libre en sus cimas, constituían una deliciosa perspectiva cuando el polvo y la humedad del fondo del valle velaban casi la más noble belleza de los altos; y hacia una de aquellas colinas se encaminaron Marianne y Margaret, una mañana, atraídas por el rayo de sol que se filtraba entre las nubes de lluvia, incapaces ambas de resistir por más tiempo el confinamiento de dos días consecutivos de ininterrumpida lluvia. El tiempo no estaba lo bastante tentador para distraer a las otras dos damas del pincel y de los libros, a pesar de que Marianne aseguraba que el día acabaría bueno y claro y que todos los nubarrones se desharían. Fuera como fuese, las dos muchachas salieron juntas de paseo.
Fueron subiendo por las colinas alborozándose con cada rayo de sol y cada desgarro azul, pensando en los propios pronósticos; y al recibir deliciosamente en sus rostros los soplos vivificantes del claro viento del sudoeste, lamentaron que los temores de su madre y hermana no habían permitido a éstas disfrutar de aquellas sensaciones tan exquisitas.
–¿Existe alguna felicidad en el mundo superior a ésta? –preguntó Marianne–. Margaret, hoy vamos a caminar por lo menos dos horas.
Margaret asintió y prosiguieron su camino de cara al viento, entre risas y bullicio por más de veinte minutos, hasta que de pronto las nubes se cerraron sobre sus cabezas y un fuerte chubasco les cayó encima. Sorprendidas, se vieron obligadas a retroceder, pero no había otro cobijo por aquellos andurriales que el de su propia casa. No obstante, les quedaba una solución que las exigencias del momento hacían aconsejable en extremo: correr cuesta abajo sin pausa hasta alcanzar la puerta del jardín.
Comenzaron la carrera. Al principio Marianne llevaba ventaja, pero un resbalón la hizo caer a tierra; y Margaret, con el empuje que llevaba, no pudo pararse para asistirla, y pasando de largo casi sin querer alcanzó la meta.
Un joven caballero con una escopeta, y seguido de dos pointers que correteaban alrededor de él, descendía también por la colina, a poca distancia de Marianne, cuando tuvo lugar la caída. Dejó la escopeta y se apresuró a socorrer a la muchacha. Ésta se había levantado ya, pero se había lastimado un tobillo y casi no podía tenerse en pie. El caballero se ofreció para ayudarla y percatándose que la modestia de ella negaba lo que la situación hacía necesario, la cogió entre sus brazos, sin más dilaciones, y la llevó monte abajo. Al llegar a la cerca del jardín, cuya puerta Margaret había dejado abierta, penetró sin vacilar en la casa, en el momento en que Margaret salía a recibirlo, y no soltó a Marianne hasta dejarla bien aposentada en un sillón del saloncito.
A la entrada de la pareja, la madre y la otra hermana se levantaron sorprendidas, y mientras los ojos de ambas se dirigían a él con sorpresa y secreta admiración a causa de su elegante porte, el muchacho intentó justificar su brusca intromisión y comenzó a relatar lo sucedido. Y todo ello con tan buenos modales y agradable franqueza, que su persona ganaba aún más con el encanto de su voz y de sus maneras. Aunque hubiese sido viejo, feo y vulgar, habría recibido la gratitud y la benevolencia de la viuda Dashwood por ese acto de atención para con su hija; pero la juventud, la belleza y la elegancia del muchacho provocaron un interés particular en él, que tenía su mejor aliado en la favorable impresión que su aspecto había causado a la viuda Dashwood.
Ésta le dio una y otra vez las gracias, y con tono afable le rogó que se sentase. Él no aceptó la invitación, alegando que estaba sucio y empapado. La señora Dashwood le preguntó entonces con quién tenía el gusto de hablar. Su apellido, respondió el muchacho, era Willoughby, y actualmente vivía en Allenham, desde donde confiaba que podría tener el honor de venir a visitarlas para interesarse por el estado de la señorita Dashwood. La autorización fue concedida al punto y luego el joven se marchó. Aquella súbita marcha bajo la lluvia parecía hacerle aún más interesante.
Su belleza masculina y su porte agraciado se convirtió al momento en el tema de las conversaciones de aquellas damas, que no disimulaban su admiración. Las bromas que dedicaron la madre y la otra hermana a Marianne, por la galantería del muchacho, parecían despertar una vibración particular en ella. Marianne, en realidad, le había visto menos que las otras, porque la confusión que le enrojeció el rostro cuando el muchacho la cogió en brazos, le había robado la serenidad necesaria para mirarle, aun luego de haber entrado en la casa. No obstante, había alcanzado a ver lo suficiente para unirse a la admiración de las demás. El aspecto de aquel joven era exacto al que su fantasía hubiese podido esbozar para el héroe de una novela, y la manera resuelta, sin perder un segundo, con que la había llevado a casa, tan desprovista de formalidades y ceremonias, revelaba rapidez de reflejos y resolución. Cuanto se relacionaba con él resultaba interesante. El nombre era agradable, su casa quedaba en el pueblo favorito de ella, y no tardó en decidir que, de todas las indumentarias masculinas, la chaqueta de caza era la más atractiva. Su imaginación estaba en plena actividad y sus reflexiones surgían con placer, y del dolor del tobillo dislocado ni se acordaba.
Sir John fue a visitarlas en cuanto el próximo intervalo de buen tiempo le permitió aquella mañana salir de casa. Tras contarle el accidente a Marianne, le preguntó con gran interés si conocía a un joven caballero llamado Willoughby y que vivía en Allenham.
–¡Willoughby! –exclamó sir John–. ¿Cómo? ¿Anda por aquí? Una buena noticia, sin duda. Mañana cabalgaré hasta su casa para invitarle a cenar el jueves.
–¿Le conoce usted? –preguntó la viuda Dashwood.
–¡Que si le conozco! Cada año se da una vuelta por aquí.
–¿Y qué clase de muchacho es?
–El mejor y más agradable que pueda encontrarse, se lo aseguro. Sabe disparar con una puntería formidable, y es el jinete más audaz de Inglaterra.
–¿Eso es todo lo que puede decirnos de él? –exclamó Marianne–. ¿No sabe qué clase de persona es en su vida íntima? ¿No conoce sus talentos, sus cualidades, su espiritualidad?
Sir John se sintió confundido.
–Por los clavos de Cristo –contestó–, no sé de él más que eso. Pero es un muchacho agradable, de buen temple, y posee la mejor perra negra pointer que nunca he visto. ¿Iba con él esta mañana?
Pero Marianne podía satisfacerle tan poco respecto al color de la perra del joven Willoughby como sir John a ella sobre los matices del carácter.
–Pero ¿quién es? –añadió–. ¿De dónde ha venido? ¿Tiene una casa en Allenham?
Sobre estos puntos sir John pudo dar más precisiones, y refirió que Willoughby no poseía tierras propias en aquella región, que sólo residía aquí en las temporadas que pasaba en Allenham Court, como invitado de la anciana señora, de la que era pariente y cuyas propiedades tenía que heredar; añadiendo:
–Sí, es una presa digna de ser cazada, se lo aseguro señorita Margaret. Tiene buenas propiedades en Somersetshire; yo de usted no lo dejaría para su hermana, a pesar de su caída en la colina. Marianne no pretenderá acaparar a todos los hombres, ¿verdad? Brandon se pondría celoso.
–No creo –dijo la señora Dashwood con una sonrisa afable– que el señor Willoughby pueda llegar a sentirse molesto por lo que hagan mis hijas. Cazar no es una tarea para la cual han sido educadas. Con nosotras los hombres pueden estar seguros, aunque sean tan ricos como éste. Por otra parte estoy satisfecha, por lo que usted dice, de que sea un muchacho respetable y de buena condición, una persona cuya amistad puede ser algo selecto.
–Es un muchacho tan excelente, creo, como el que más –confirmó sir John–. En las últimas Navidades, en la fiesta que celebramos estuvo bailando desde las ocho hasta las cuatro de la madrugada sin sentarse.
–¿De veras? –exclamó Marianne con los ojos brillándole–. ¿Baila bien, con elegancia, con gracia?
–Ya lo creo, y a las ocho estaba ya levantado para una partida hípica.
–Así me gusta –dijo Marianne–, así debe ser un muchacho. Cualesquiera sean sus esparcimientos, ha de entregarse a ellos con ardor, sin conocer la fatiga.
–Sí, ya entiendo cómo ha de ser –añadió sir John–, ya comprendo cómo le gusta a usted. Me parece que va usted de conquista por este camino y que no volverá a pensar en el pobre Brandon.
–Esa expresión me molesta, sir John –repuso Marianne con firmeza–, le tengo una antipatía especial. Aborrezco los lugares comunes que pretenden tener gracia e «ir de conquista» e «ir a la caza de muchachos» son de los que más odiosos encuentro. Demuestran una particular grosería y vulgaridad; y si en algún momento pudieron parecer divertidos, el tiempo ha gastado toda su ingenuidad.
Sir John no comprendió muy bien aquel reproche, pero se rió de tan buena gana como si lo hubiese hecho, y luego replicó:
–Sea como sea, serán muchas las conquistas que usted podrá apuntar en su lista. ¡Pobre Brandon!, está ya casi deshecho, y es muy digno de ser cazado por usted, se lo aseguro, a pesar de todos los paseos bajo la lluvia y todos los tobillos dislocados.