Miranda no tuvo prisa por levantarse aquella mañana. Se había despertado varias veces a lo largo de la noche. Era incapaz de recordar en qué momento se había quitado los cascos y los había dejado encima de la mesilla. Tampoco sabía cómo había acabado su teléfono móvil metido entre la almohada y la funda.
Se levantó y fue a la cocina. Ni Ronnie ni Vivien estaban en el apartamento. Antes de prepararse el desayuno, fregó la pila de platos y vasos que aún estaban en el fregadero. Después, cogió un yogur y se sentó en el sofá.
Eran las nueve y media de la mañana. No encendió la televisión. Prefería escuchar el trasiego de la gente, sus voces, sus risas, incluso sus discusiones; en definitiva, necesitaba sentir la vida.
Relamió la cuchara, antes de lavarla y colocarla con el resto, y se marchó a la ducha.
Tras el baño se echó crema hidratante por todo el cuerpo, se secó el pelo y, envuelta en la toalla, entró en su habitación y se vistió. Eligió un vestido cómodo, de tirantes, y unos zapatos planos.
No pensaba coger ni un taxi ni el metro ni el autobús. Miranda quería volver a pisar las calles de Londres y dejarse embriagar por sus olores, por sus sabores, por sus colores, por su luz. Debía acudir a las oficinas que Liam Lovelace, el director de la cadena hotelera que llevaba su mismo apellido, tenía en The Shard.
Cruzó por el puente de Waterloo y continuó caminando muy cerca de la orilla sur del Támesis. No pudo evitar acordarse de Robb durante su paseo. Nunca podría olvidar la hora que había pasado junto a él en el London Eye.
Su recuerdo también la asaltó cuando se vio frente al edificio más alto de la ciudad. Evocó aquella comida en el restaurante pero, sobre todo, sus ojos; esos ojos azules que la miraban como nunca nadie lo había hecho.
Sacudió la cabeza, sacó los zapatos de tacón del bolso, los intercambió con los que había usado para llegar hasta allí, y accedió al interior. Fue directo a uno de los ascensores y pulsó el número veintitrés, tal y como le habían indicado.
Al llegar a su punto de destino, salió a un pasillo que conducía a una zona diáfana, rodeada de cristaleras —como todo allí—, con mobiliario claro y una decoración minimalista que le gustó.
Se acercó a la primera persona con la que se cruzó. Se trataba de una mujer joven.
—Hola, mi nombre es Miranda Ros. Tengo una cita con Liam Lovelace...
—Ah, sí, tú debes ser la nueva... Yo soy Amy.
—Encantada, Amy. —Se mostró cortés.
—Liam está reunido en estos momentos. Puedes esperarlo ahí —dijo al tiempo que señalaba uno de los sillones que había en una zona que había sido habilitada como sala de espera, o algo así.
—¿Sabes si tardará mucho?
—¿Tienes algo mejor que hacer?
Miranda no respondió. Lo cierto era que no tenía nada mejor que hacer en todo el día que esperar a ese hombre. Su padre le había hablado muy bien de él, y eso le imprimía cierta confianza.
***
—Lo conocí hace cuatro años, si no recuerdo mal, en el viaje que tu madre y yo hicimos a las Maldivas... —le dijo Julián.
—Recuerdo ese viaje. Hablasteis maravillas de él.
—¿De Liam Lovelace? —le preguntó su padre.
—Me refería al viaje, papá. Yo no recuerdo si me hablaste de él o no.
—Debí hacerlo, Mimi... Lo cierto es que desde entonces hemos mantenido una estrecha amistad. Es un hombre intachable y un bromista de mucho cuidado...
—A mí me vale con que sea un buen jefe.
—No te quepa la menor duda, hija... En cuanto lo llamé y le expuse tu situación, me dijo que sí.
—¿Y no te ha preguntado por mis estudios o por mi experiencia?
—No ha preguntado nada. Le ha bastado con saber que eres mi hija.
—Qué raros sois los...
—¿Qué ibas a decir, Mimi?
—Yo qué sé, papá... Yo qué sé.
***
—¿Miranda Ros? —escuchó decir, pasado un buen rato, a sus espaldas.
Al darse media vuelta se encontró con un hombre más joven que su padre, que debía rondar la cuarentena. Era alto y delgado, con ojos oscuros y con cabello castaño que llevaba engominado.
—Sí, soy yo —respondió al ponerse en pie.
—Liam Lovelace, encantado —dijo mientras le alargaba la mano.
—El placer es mío, señor Lovelace —manifestó Miranda y estrechó su mano.
—Oh, no, nada de formalismos. A mí me llamas Liam a secas, ¿entendido?
—Entendido —dijo devolviéndole la sonrisa.
—Nuestra reunión tendrá lugar en uno de los restaurantes de la planta baja, Miranda.
—¿Es lo habitual? —Se sorprendió.
—La verdad es que no, pero llevo toda la mañana de reunión en reunión, y lo que menos me apetece es volverme a encerrar en otra de esas oficinas... Además, mis tripas me están pidiendo a gritos que les eche algo de alimento... ¿Las has escuchado?
—Sí.
Nadie podría haber disimulado aquel rugido.
—Pues pongámonos en marcha, entonces.
***
Mientras caminaba a su lado, pensó que Liam era un hombre agradable, con un gran sentido del humor, y eso era algo que ella siempre había valorado.
—Señor Lovelace, señorita... Síganme. —Los recibió uno de los camareros.
Una vez acomodados, el mismo hombre les llevó la carta.
—¿Qué desea tomar, señor Lovelace?
—Solo agua, Thomas... Tengo que volver a mi despacho después de la comida. —Se dirigió en segunda estancia a Miranda.
—¿Y la señorita?
—Tomaré agua, también.
—¿No prefieres un buen vino, Miranda? —le preguntó Liam.
—No bebo mientras trabajo.
—Ah, pero... ¿estamos trabajando?
—Estamos reunidos, ¿no? Es la primera vez que nos tratamos y...
—¿Y es por eso por lo que no quieres tomar vino?
—Me gusta el agua, eso es todo.
—¿Más que el vino?
—Sí. ¿Tan raro te parece?
—Muy raro... Solo estaba bromeando, Miranda —dijo, sonriéndole, y en sus mejillas se dibujaron dos hoyuelos.
Ella también le devolvió una sonrisa, una muy amplia, que se cerró de un plumazo al mirar al frente y encontrarse con esos dos ojos azules que jamás podría confundir con otros.
Su corazón comenzó a bombear muy rápido y su pulso, a acelerarse. Mantuvo su mirada. No podía apartarla de él. Robb compartía mesa con una mujer. Tenía el cabello claro y parecía alta. Pensó que era muy guapa aunque estuviera de espaldas a ella.
—Miranda... Miranda... ¿Estás bien?
Al sentir el contacto de la mano de Liam sobre la suya, la retiró rápido, instintivamente, sin pensar. Entonces, volvió a centrarse en su acompañante.
—Discúlpame, Liam. Creía haber visto a alguien conocido.
—¿Alguien que te hace temblar?
—No estoy temblando —negó la evidencia Miranda.
—Yo diría que sí... Dime algo: ¿ese temblor lo provoca el amor o el miedo?
—No hemos venido a hablar de mi vida personal —le respondió a sabiendas de que aquellas palabras pudieran molestarle.
—Bien dicho —dijo él para su sorpresa—. Entonces, eres...
—Diplomada en Turismo y, también, poseo varios másteres; entre ellos, uno de Administración y Dirección de Empresas y otro más específico de Recursos Humanos —le explicó—. ¿Quieres que te entregue mi currículum?
—No hace falta, Miranda. Le estuve echando un vistazo ayer... Antes de que me preguntes... Sí, me lo envió tu padre, y he de decir que estás más que cualificada para trabajar en mi empresa.
—Gracias.
Miranda intentaba no desviar la vista de Liam, pero mirarlo implicaba que, quisiera o no, también se topara con la figura de Robb.
—Ocuparás una de las oficinas que está justo al lado de la mía. Quiero que te encargues del Área de Administración del Personal. En realidad, lo llevaréis entre Amy y tú. Ella te enseñará todo cuanto necesites. Por cierto, compartiréis la oficina.
—Me parece bien.
—No sé si eres de esas personas que necesitan que se les respete su espacio personal. Si es así, no te preocupes; el despacho es amplio, y cada una tendréis vuestra mesa individual.
—También me parece bien.
—Creo que me dejo algo... Ah, sí, el horario. Trabajarás de lunes a viernes, en horario de mañana y tarde. Así que los fines de semana serán enteros para ti.
—Eso me parece fantástico.
—Y sí, Miranda —dijo, bajando el tono de voz, se acercó a ella y le indicó con la mano que ella también se aproximara—, está muy bien pagado.
No pudo evitar sonreírle.
—Cuánta razón tenía mi padre —musitó.
—A ver, sorpréndeme... ¿Qué te ha dicho de mí? —Le picó la curiosidad a Liam.
—Me habló de tu honorabilidad y, también, de tu sentido del humor.
—El humor es una de las mejores virtudes que puede tener una persona, Miranda... ¿Qué sería de nosotros si no aderezáramos nuestras vidas con buenas dosis de locura?
—¿Que nos moriríamos de aburrimiento?
—Exacto.
Miranda esbozó una sonrisa antes de que sus ojos volvieran a desviarse hacia Robb, y lo hicieron en el instante en el que su acompañante le dedicaba una caricia a la que él respondía con otro gesto de cariño y rozando una de sus manos.
Cuando su mirada azul volvió a posarse sobre ella y la joven se giró para observarla, ella agachó la cabeza y, sin ser plenamente consciente de su reacción, clavó el tenedor en el pescado y apretó con fuerza.
—¿Ese que está ahí sentado es Robert Allen, verdad? —La sorprendió Liam al formularle aquella pregunta.
—No sé de quién me hablas, Liam. No conozco a ningún Robert Allen. —Fue la respuesta de Miranda.
—Vamos, Miranda, pero si no has dejado de mirarlo desde que te sentaste en esa silla.
—¿Disculpa? —Le mostró su indignación.
—Tanto tú como yo sabemos que ese de ahí es Robert Allen —dijo y se dio media vuelta para mirarlo.
—¿Para qué me preguntas si es obvio que lo conoces?
—Solo quería escuchar tu respuesta.
—Trabajaba en uno de los hoteles de su familia antes de volver a Madrid; eso es todo.
—Vamos, Miranda, sé que mantuvisteis una relación.
—No quiero hablar de mi vida personal, Liam... ¿Puedes entenderlo? —Trató de hacerlo cambiar de tema.
—Vuestra relación terminó tras el accidente, ¿cierto? —Miranda, que empezaba a incomodarse, no le respondió—. Tu padre me habló de ello.
—No debió hacerlo —dijo con sequedad.
—De todas maneras, yo ya lo sabía. Tu accidente abrió los informativos.
—Nadie me dijo nada —le respondió visiblemente sorprendida.
—Julián también me dijo que estás rodeada de gente que te quiere y protege.
—No necesito que nadie me proteja, Liam.
—Me gusta tu actitud, Miranda. Proyectas seguridad a pesar de tu inseguridad.
—Eso es contraproducente.
—Tú eres contraproducente, señorita Ros... Vaya, parece que ya se marcha —le hizo saber—. Hacía tiempo que no lo veía por aquí, y menos tan bien acompañado.
—Eso último lo has dicho para molestarme —le dio por respuesta al tiempo que su mirada se desviaba hacia Robb y aquella joven.
Ella había pasado uno de sus brazos por la cintura de Robert, mientras que él rodeaba sus hombros.
—La pregunta es... ¿te molesta?
—No te voy a responder a eso.
—Miranda, no pretendo incomodarte.
—Pues, para no pretenderlo, lo estás haciendo muy bien —dijo sin ocultar su malestar.
—A mí lo único que me importa es que hagas bien tu trabajo.
—¿Y entonces a qué ha venido todo esto?
—Solo quería ponerte a prueba, y he decir que me ha gustado cómo te has desenvuelto. Has aguantado el tipo ante una situación que te generaba estrés; has sabido hacer a un lado tus sentimientos y mantenerte serena, a pesar de la revolución que se ha estado produciendo en tu interior. Incluso, has templado tus nervios... aunque hayas acabado pagándolo con ese pescado... Me alegra que no me hayas clavado ese tenedor a mí.
—¿Cómo crees...?
No fue capaz de terminar. Al final, tuvo que reírse ante su última ocurrencia. Lo que sí le crispaba era que un completo desconocido la hubiera psicoanalizado tan bien.
—Ah, mira, por ahí viene Álex... Justo para el postre.
—¿Álex, mi hermano?
—El mismo —le respondió.
—¿De qué os conocéis?
Parecía que ese día se iba a convertir en un ir y venir de sorpresas.
—Vino a visitarme la otra mañana. Quería cerciorarse de que su hermana estaba en buenas manos. ¿No es así, Álex?
—No te voy a decir que no —manifestó—. Hola, Mimi.
Álex ocupó una de las sillas e hizo una señal a uno de los camareros, que acudió presto a su llamamiento.
—¿Nos trae los postres?
—¿Señor Lovelace? —Se dirigió el camarero a Liam.
—Que sean los tres mejores postres de la casa, Thomas.
—¿Qué estás haciendo aquí, Álex? ¿Y cómo me has encontrado?
Miranda no estaba entendiendo nada.
—He venido a recogerte. —Fue su escueta respuesta.
—Ya veo... Y la otra pregunta la vas a dejar sin contestar, ¿verdad?
—Verdad.
—Vaya, Liam, pero si es el delicioso pudin de arroz —dijo Álex, al desviar la atención ante la llegada de Thomas con los postres, mostrando una camaradería con su nuevo jefe que Miranda no alcanzaba a entender.
No dijo nada. Se limitó a disfrutar de aquel delicioso pudin mientras Liam y su hermano conversaban.
Ella ni tan siquiera los escuchaba. Su cabeza estaba ocupada. La imagen de Robb y esa chica la tenía confundida. O eso quería pensar; pero la realidad era que no lo había olvidado, que ni tan siquiera había empezado a hacerlo.
—Es tarde, chicos. Tengo que volver al despacho —les hizo saber Liam.
—Nosotros también nos vamos ya —dijo Álex.
—Nos vemos el lunes, Miranda.
—Hasta el lunes, Liam... Y gracias por todo.
***
Mimi caminó al lado de su hermano. No dijo una sola palabra hasta que no se encontraron fuera del edificio.
—¿Qué haces, Álex? —inquirió. Se detuvo y lo obligó a hacer lo mismo.
—He venido a recogerte, ya te lo he dicho.
—¿Por qué fuiste a verlo?
—¿A Liam?
—No, a su excelentísima majestad, la reina Isabel II —ironizó.
—Eres tremenda, Mimi.
—¿Yo soy tremenda?... En fin, ¿qué le vamos a hacer?
—Me he cruzado con Robb —le dijo Álex.
—Y al parecer iba muy bien acompañado, ¿o me equivoco?
—¿Ahora te molesta, hermanita? ¿Advierto un aura de celos pululando a tu alrededor?
—No digas tonterías.
—A ver... —dijo. Se acercó más a ella y, pasando sus manos por encima de su cabeza, añadió—: Sí, lo siento, los siento, puedo sentirlos... Hay algo que te inquieta, que te perturba... Celos, se llama celos.
—Idiota —renegó—. Me marcho andando, Álex.
—De eso nada, Mimi. Te llevo a tu apartamento.
—Me niego.
—No me importa... Tú y yo tenemos una conversación pendiente, y de hoy no pasa que la tengamos.
Miranda se subió de muy mala gana al coche alquilado que aún conservaba su hermano.
***
Apenas intercambiaron cuatro palabras en todo el trayecto, que les llevó unos veinticinco minutos.
Respiró una bocanada de aire, caliente, al volver a poner sus pies sobre el suelo. Aquel rinconcito de la ciudad —tan colorido, lleno de flores y de vida— consiguió hacer que se relajara.
—¿Vas a subir? —le preguntó a Álex.
—¿Lo dudas?
Miranda no respondió. Caminó seguida de su hermano y, al llegar a la puerta de su apartamento, sacó la llave y la abrió.
Recordó que Vivien doblaba turno ese día y que, por tanto, se quedaría a comer en uno de los restaurantes cercanos al hospital. A tenor de la hora que era, pasadas las tres de la tarde, Ronnie ya debía haber vuelto al estudio.
—Quiero que cojas tu portátil, Mimi —le indicó Álex.
—¿Para qué?
—¿Lo traes tú, o voy yo a por él?
—Iré yo.
Mientras ella se ausentaba, Álex abrió el frigorífico y cogió una botella de cerveza sin alcohol. Le dio un buen sorbo al tiempo que observaba a Miranda regresar, sentarse en el sofá y encender el ordenador. Él se acomodó a su lado y sacó una memoria USB de uno de sus bolsillos.
—¿Qué tienes ahí?
—Ya lo verás, Mimi.
—Dime que no es lo que me estoy imaginando, Álex —le pidió.
—¿Puedes esperar un momento, por favor? —dijo al tiempo que lo insertaba en la ranura del portátil, una vez que este se hubo encendido—. Solo te voy a pedir que no te levantes de ahí bajo ningún concepto.
—¿Se trata de ese video, verdad?
—Necesito que veas algo —le respondió Álex armándose de paciencia.
—No quiero volver a verlo... Esas imágenes... aún me atormentan, Álex. ¿Es que no lo entiendes?
—Vuelve a sentarte.
Álex la sujetó por la muñeca antes de que se pusiera de pie.
—¿Por qué me haces esto? —Se lamentó Miranda, y en sus ojos aparecieron las primeras lágrimas.
—¿Esto qué, Mimi? ¿Qué es esto?... ¿De verdad crees que te haría daño de manera gratuita?
—No.
—Entonces..., ¿por qué no confías en mí?
—Sí lo hago, Álex. Es solo que ese video destrozó mi vida.
—Y no solo la tuya.
—Ahora me vas a decir que Robb también ha estado sufriendo por mí...
—Y más de lo que puedas llegar a imaginar.
Aquellas palabras le hicieron sentir una punzada en el pecho.
—Está bien, enséñame lo que quieras, pero hazlo rápido. Quiero que acabemos con esto lo antes posible.
Álex abrió una carpeta en la que aparecían dos archivos de video.
—Puedo pixelar su imagen si lo prefieres, Mimi.
—Lo preferiría, sí.
—Está bien... Ya puedes mirar —le dijo—. Acércate y fíjate en la fecha.
—Es del jueves ese, en el que decía estar fuera de la ciudad por motivos de negocios, Álex. Ya lo sabía; ¿qué crees que motivó nuestra discusión?
—Estás en lo cierto, es de ese día. Ahora abriré este otro video. No mires, te avisaré cuando lo pixele... —le advirtió—. Ya puedes hacerlo.
Miranda se giró de nuevo y centró toda su atención en la pantalla.
—¿Qué hay de distinto en este otro video?
—Mira la fecha, Mimi... Este video fue grabado hace más de un año. No es de ese día. Alguien lo manipuló para tenderte una trampa, y tú caíste de lleno en ella.
—Eso no cambia el contenido del video.
—Sabías que Robb fue un adicto al sexo; él mismo te lo contó.
—Pero no me habló de ese club y de las cerdadas que hacía en él.
—¿Y puedes preguntarte por qué no lo hizo?
—Esa respuesta es fácil, Álex... No quería que descubriera la clase de persona que es.
—Hablas desde el rencor, Mimi... Robb dejó atrás su pasado y lo hizo por ti, porque te amaba.
—Me amaba, en pasado —se le escapó decir a Miranda.
—No se lo has puesto nada fácil, hermana. Robb no te habló de ese club por vergüenza y por miedo a tu reacción. Pensó que no lo entenderías, que lo abandonarías, y no quería perderte.
—Y lo abandoné.
—Y lo abandonaste —reafirmó Álex.
—Y no le creí.
—Y no le creíste.
—Y ahora ha encontrado un nuevo amor.
—Le destrozaste el corazón, Mimi. ¿Sabes las veces que lo he visto llorar por ti? ¿Sabes lo perdido que se ha sentido sin ti? No lo escuchaste. Nadie se merece que lo dejen de esa manera. Lo más bonito que le dijiste fue que te daba asco... Fuiste demasiado injusta con él.
—Y tú estás siendo demasiado duro conmigo ahora —le respondió Miranda, que a esas alturas comenzaba a ahogarse en lágrimas.
—No, Mimi, solo trato de hacerte despertar. ¿Qué importa que Robert hiciera tríos o que le fuera el sadomasoquismo? Eso forma parte de su pasado, y en ese pasado no estabas tú... ¿Crees que yo no me he acostado con dos mujeres a la vez? Lo he hecho. ¿Y eso me convierte en peor persona? Ahora que lo sabes, dime, hermana: ¿yo también te doy asco?
—No, claro que no...
—Pero él sí, porque con él te acostabas...
—No quiero seguir escuchándote.
—Porque no quieres escuchar la verdad ni quieres reconocer lo mal que hiciste las cosas. Es por eso, ¿no es cierto?
—¡Es porque duele, joder! —gritó—. Porque me duele, me duele mucho —terminó diciendo en un susurro.
Entonces, Álex se acercó más a ella y la abrazó.
—Lo siento, Mimi... Siento haberte llevado al límite, pero necesitaba que reaccionaras.
—Ya es demasiado tarde. —Se lamentó Miranda.
—Nunca es tarde.
—Para ti es muy fácil decirlo, Álex... Lo desprecié, le dije cosas horribles y quise odiarlo.
—Sin embargo, eso último no has podido hacerlo.
—¿Cómo lo sabes?
—Te conozco, Mimi.
—¿Qué hago ahora, Álex? Dime qué puedo hacer.
—No —le respondió—, yo no voy a decirte lo que tienes que hacer. Está en tus manos. Escucha a tu corazón.
—Mi corazón me dice que lo amo, que nunca he dejado de amarlo. —Le mostró sus sentimientos.
—Actúa en consecuencia —le aconsejó Álex.
—Él ya ha pasado página... Robb ha rehecho su vida.
—No le dejaste otra opción, Mimi.
Miranda se tapó la cara con las manos y siguió llorando.
—Qué estúpida he sido.
—Autocastigarte no te servirá de nada... —dijo. Cerró los videos, sacó la memoria USB y lo volvió a guardar en su bolsillo—. Tengo que irme —añadió.
—¿Adónde?
—Tengo que irme —le repitió.
—¿Y me vas a dejar aquí sola?
—Te vendrá bien para pensar, Mimi.
—¿Lo dices en serio? Para lo único que me vendrá bien es para volverme loca.
—Tengo que irme —se despidió por tercera vez. La besó en la mejilla y le acarició la espalda—. Ah, se me olvidaba. Esto es tuyo.
—Álex... ¡Álex!... Y se ha ido... No puedo creerme que se haya ido. —Se lamentó.
Miranda reparó en la caja que su hermano le había dejado encima de la mesa. Al abrirla, unas lágrimas —que aún no habían cesado— comenzaron a caer con más fuerza.
Entre sus manos tenía los pendientes y el collar, con forma de estrella, que le regaló Robb el día de la boda; o lo que era lo mismo, el día de la discusión, del accidente, del final de un amor que ella había creído inmarcesible.
—¿Qué voy a hacer ahora, abuelita? ¿Él era mi estrella en la Tierra, verdad? Lo era, y yo apagué su luz...