Capítulo 1

ARENDT, ARISTÓTELES Y LA ACCIÓN

[...] la acción y la producción son genéricamente diferentes.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco

I. ARISTÓTELES Y ARENDT SOBRE LA AUTONOMÍA DE LA ACCIÓN

Hannah Arendt comienza La condición humana acusando a la tradición filosófica occidental de ser una borradura. Sostiene que «el enorme peso de la contemplación» en la tradición filosófica occidental sirvió históricamente para desdibujar las articulaciones internas de la vita activa.1 Desde el punto de vista de Arendt, la tradición socrática y el cristianismo tiene la misma obsesión con una verdad absoluta harto mayor que el hombre y sus actos, con una verdad accesible al hombre únicamente mediante el cese de toda actividad mundana. La quietud contemplativa tornaba posible la relación con lo eterno. Desde esta perspectiva ascético-teórica, la jerarquía clásica de las actividades humanas quedaba arrasada: las partes componentes de la vida activa (labor, trabajo y acción) aparecían igualmente viles, igualmente constreñidas por la necesidad. Solo la contemplación, el bíos theoretikós, parecía ofrecer una vida de libertad, en tanto que el bíos politikós parecía, en todo caso, algo más semejante a un enredo que a la labor o al trabajo. Aunque Arendt cree que Marx y Nietzsche, en su rebelión contra la valoración socrático-platónica, lograron invertir la jerarquía tradicional de la vida contemplativa y la vida activa, el éxito mismo de esta inversión no contribuyó en modo alguno a remediar la difuminación original de las articulaciones internas de la vita activa. De hecho, desde la perspectiva de Arendt, el violento antiplatonismo de Marx y Nietzsche sirvió únicamente para borrar más aún estas distinciones.2 Al enfrentar la vida y la labor con el «reino eterno» del ser, preservaron la amalgama de labor, trabajo y acción propia de la tradición metafísica.

Arendt considera que el fracaso de la tentativa marxista y nietzscheana de escapar del marco conceptual de la tradición filosófica occidental da pie a su propio proyecto. Pretende rearticular las partes componentes de la vita activa en toda su especificidad e irreductibilidad. Confía en que la distinción nítida entre estas actividades prepare el terreno para una revalorización de la política y de la acción política, así como para una nueva apreciación de la pluralidad humana y del mundo de apariencias en el que esta halla su expresión.

No es una tarea fácil en una época que, a juicio de Arendt, desprecia lo político y glorifica la labor y su productividad: Marx y Adam Smith desdeñan por igual la esfera política «improductiva».3 No obstante, es preciso emprender el proyecto de revalorización, ya que el olvido de la singularidad y del valor de la acción equivale, a juicio de Arendt, al olvido de aquello que nos hace humanos. La acción política en su forma genuina está desapareciendo del mundo, tanto por la vía de los hechos como de la teoría. Si se permite que este proceso se consume, los seres humanos ya no serán capaces de afirmar que, de entre todos los animales, ellos son los únicos seres libres.4

No puede dejar de asombrarnos la suprema confianza con la que Arendt establece sus distinciones. Sus conceptualizaciones descriptivas de la labor, el trabajo y la acción en La condición humana no dejan espacio para la confusión o la amalgama: cada actividad emerge en marcado contraste con las otras dos. Es precisamente la agudeza de este contraste la que perturba a los críticos, que ven como lo que empieza siendo un intento admirable y largamente esperado de separar lo político de lo no político cristaliza en una teoría de la acción política rígida y dogmática.5 Sugieren que, en efecto, Arendt ha salvado del olvido a la praxis, pero solo a costa de reactivar criterios aristotélicos bastante dudosos para la articulación de una nueva jerarquía de las actividades humanas.

En este capítulo, quiero tomarme en serio esta acusación examinando la manera en la que Arendt adopta el aparato conceptual de Aristóteles para sus propios propósitos. La cuestión es en qué grado depende Arendt de los criterios jerárquicos de Aristóteles para el desarrollo de su propia teoría de la acción. Defenderé que, al menos en este aspecto, el «aristotelismo» de Arendt excede las expectativas de sus críticos. Su apropiación de cruciales distinciones aristotélicas es, en un sentido importante, irónica, pues emplea conceptos de su filosofía política para deconstruir y superar su propia teoría de la acción. A sus ojos, este proyecto negativo es un prerrequisito para una genuina «renovación de la praxis». Lo que esto implica en un sentido más positivo lo discutiré en capítulos posteriores.

No obstante, hemos de comenzar con Aristóteles. En la Política, Aristóteles establece una distinción estricta entre los ámbitos público y privado, entre las actividades y las relaciones apropiadas en cada uno de ellos. El ámbito doméstico (oikía) incluye las actividades económicas o productivas encaminadas al «aseguramiento de la propia vida».6 Su razón de ser es la provisión de aquellas necesidades requeridas para la preservación de la vida individual y la supervivencia de la especie.7 Dado que está organizado para satisfacer necesidades humanas irreductibles y que opera bajo las constricciones impuestas por la necesidad de garantizar la existencia física continuada, el hogar supone relaciones de desigualdad. Las relaciones de dominación (del amo sobre los esclavos, del marido sobre la mujer, del padre sobre los hijos) son inevitables en esta esfera y, según Aristóteles, son naturales dentro de sus límites.8 Ha de haber un «cabeza de familia» con el fin de que esta unidad cumpla sus funciones económicas básicas.

El ámbito doméstico, que hace posible la existencia material, contrasta con el ámbito político, con la polis, que hace posible lo que Aristóteles designa como la «vida buena».9 La vida buena es una vida de acciones nobles y justas, de virtud ética e intelectual. La asociación política la hace posible dotando a sus miembros de libertad e igualdad. Liberados de la preocupación por los problemas de subsistencia, los ciudadanos (los cabezas de familia) están libres para consagrarse a la búsqueda y la preservación de la virtud en su comunidad. Aristóteles arguye que solo como miembro de una comunidad semejante puede la persona desarrollar sus capacidades morales e intelectuales y, por ende, llegar a ser plenamente humana.10 El individuo debe mantener contacto diario con sus conciudadanos en lo que atañe a los asuntos de una significación más que instrumental, con el fin de desarrollar su potencial para el discurso razonado y su sentido de la justicia. Es precisamente en la interacción política donde se ejercita plenamente la capacidad de elección, juicio y acción, y donde se realiza concretamente esa libertad. Sin la polis, el individuo no puede conocer la libertad humana: «El que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado o un ser superior a la especie humana», una bestia o un dios.11

Para Aristóteles, los fines de la familia y de la asociación política son distintos, pero no por eso dejan de estar relacionados. Aristóteles establece una conexión específica entre ambas esferas: la familia ha de concebirse como un medio o una condición para la existencia de la polis. La vida tiene su valor primordial como base para la consecución de la buena vida. Aristóteles expresa esta relación en términos característicamente teleológicos cuando asevera que todas las formas prepolíticas de asociación (familias, tribus, aldeas, etc.) tienen su fin natural en la polis: «Esta asociación es el fin de aquellas otras y su naturaleza es ella misma un fin; y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia».12 La polis, o el ámbito político, puede ser la última en «el orden del devenir», en el curso natural del desarrollo humano, pero es la primera en «el orden de la naturaleza».13 Es el fin que todas las demás formas de asociación aspiran a alcanzar.

La diferencia entre la familia y el ámbito político es, pues, esencialmente una diferencia de rango o, como Aristóteles gusta de decir, de prioridad relativa: «[...] la ciudad o el Estado tiene prioridad sobre la familia y sobre cualquier individuo entre nosotros. Pues el todo ha de ser superior a las partes».14 Solo el «todo», la asociación política, es o puede ser autosuficiente; solo la polis puede satisfacer toda la gama de necesidades humanas, desde la preservación de la especie hasta el desarrollo moral. Todas las demás formas de asociación, las «partes» componentes de la polis, no alcanzan esta autosuficiencia (autarkeia), esta perfección (entelechia). No logran realizar toda la naturaleza humana. Por esta razón no puede decirse que posean pleno valor independiente; han de considerarse inferiores a la asociación política.

La condición humana comienza con un examen en extenso de la distinción entre la familia y la polis, que, a juicio de Arendt, es la base de la distinción esencial entre lo público y lo privado.15 Siguiendo la discusión de Aristóteles, recalca la diferencia y la jerarquía de estas dos esferas. La lección que aprendemos de los griegos es que la diferencia entre lo público y lo privado se corresponde con la diferencia entre libertad y necesidad. Los seres humanos son arrastrados hacia el ámbito doméstico por sus deseos y necesidades, por la vida misma. La comunidad de la familia «nació por consiguiente de la necesidad, y esta regía todas las actividades desempeñadas en su seno».16 En contraste, la polis «era la esfera de la libertad y, si existía una relación entre ambas esferas, era lógico que el dominio de las necesidades en la familia fuese la condición de la libertad de la polis».17 La existencia doméstica —lo que nosotros llamaríamos existencia privada o social— sirve para hacer posible la política: «En cuanto miembros de la polis, la vida doméstica existe en beneficio de la “buena vida”».18 La concepción griega no nos permite ver el orden político como un instrumento del orden social, preocupado principalmente por la protección de la vida (Hobbes), la preservación de la propiedad (Locke) o la promoción del bienestar general (Bentham, Mill).

Arendt convierte esta distinción de la filosofía griega en el eje de su teoría política. Al igual que Aristóteles, está convencida de que la política es un fin, no un medio. Cualquier otra concepción no solo arrebata a la política su dignidad, sino que despoja asimismo a los seres humanos de su oportunidad de ser libres. Por este motivo, es preciso preservar a toda costa un sentido de separación y jerarquía entre los ámbitos público y privado. No obstante, es precisamente esta distinción la que se ve amenazada por lo que Arendt define como «el auge moderno de lo social», un fenómeno cuyas raíces genealógicas se encuentran en la devaluación cristiana y contemplativa de la vita activa. Oscurecida la especificidad de lo político por la tradición contemplativa, la Edad Moderna asiste a la expansión sin límites de un ámbito que no es ni genuinamente público ni privado, sino un híbrido bastardo.19 La comunidad humana está cada vez más enmarcada en términos «sociales», lo cual significa que el ámbito de la familia, con sus «actividades, problemas y recursos organizativos», se va infiltrando poco a poco en la esfera pública, hasta que le resta importancia y borra las condiciones y modos de acción que la hacían política.20

El resultado de este «auge de lo social» es que los modernos somos incapaces de distinguir con precisión entre los ámbitos público y privado, entre lo político y lo prepolítico o lo no político. Vemos «el conjunto de pueblos y comunidades políticas a imagen de una familia cuyos asuntos cotidianos han de ser atendidos por una gigantesca administración nacional de las tareas domésticas».21 Las consecuencias son funestas, toda vez que nuestra capacidad de acción se debilita a medida que la pluralidad humana no encuentra expresión pública.22

Este es el amplio contexto fenomenológico en el que Arendt nos ofrece una teoría general de la acción política. La distinción entre público y privado se ha difuminado por completo, no solo en la teoría, sino también en la experiencia de la Edad Moderna. No obstante, Arendt tiene la intención de descubrir un conjunto de criterios que distingan genuinamente la acción política de sus diversos simulacros. Estos criterios pueden extraerse de «un análisis de esas capacidades humanas generales que dimanan de la condición humana y que son permanentes» (al menos en tanto no se altere esa condición).23 Solo identificando las diferencias irreductibles entre los tipos de actividad puede fortalecerse nuestro sentido de lo político; solo entonces podremos recuperar en alguna medida la «claridad y elocuencia» de la distinción entre ámbitos que tan evidente era para los griegos. Este es el primer paso para restaurar la dignidad de la política, la integridad del ámbito público y el valor de la pluralidad humana.

Así pues, es mucho lo que Arendt se juega. Volver a trazar las distinciones en el seno de la vita activa no es un mero ejercicio de la historia de las ideas. La mayor parte de sus críticos han reconocido la importancia de este proyecto, si bien han cuestionado que su teoría de la acción establezca las distinciones entre público y privado, entre libertad y necesidad, de una manera convincente y no arbitraria. Por otra parte, se preguntan si el intento de resucitar la distinción griega no está condenado al fracaso, dado el carácter excesivamente determinado de la experiencia política contemporánea.24 Aunque estas cuestiones son importantes, no voy a explorarlas aquí. En este momento me interesa menos el éxito o el fracaso de Arendt en este proyecto que lo que cabría designar (a falta de un término más adecuado) como su «método». ¿Cómo recupera la antigua distinción entre lo público y lo privado? ¿Qué conjunto de criterios emplea para diferenciar y clasificar los diversos tipos de actividad humana? En resumidas cuentas, ¿con qué patrón distingue la libertad de la necesidad? ¿De dónde procede este y qué concepción de la política implica?

Aristóteles concluye el pasaje antes citado sobre el carácter «final» de la asociación política observando que el fin de cualquier proceso, su meta, «[...] solo puede ser lo mejor, la perfección; y la autosuficiencia es tanto el fin como la perfección».25 En otras palabras, la polis se identifica por su propia autosuficiencia, por cuanto solo ella es capaz de cubrir las necesidades de la vida y de satisfacer el deseo humano de la buena vida. La clase de bien que proporciona no es parcial, sino final o inclusivo: abarca la vida mejor y más completa para el hombre. Por consiguiente, la «autosuficiencia» de la polis no es meramente organizativa; antes bien, concierne al estatus de la asociación política como un fin en sí misma. La polis no es un medio para la buena vida, ni una de las varias condiciones necesarias para su posibilidad, sino el escenario en el que acontece dicha vida. Por este motivo habla Aristóteles de la «perfección» de la polis. Como fin en sí misma, es el acto (energeia) contenido solo en potencia en las formas prepolíticas de comunidad.

Podemos derivar un principio «natural» de jerarquía de la teleología aristotélica, enraizado en la idea misma del desarrollo y tan aplicable al ámbito de los asuntos humanos como al del cosmos. Podríamos denominarlo principio de autosuficiencia o, mejor dicho, de autonomía.26 Abarca aquellas cosas o acciones que existen o se emprenden como fines en sí mismos; que, al poseer plena actualidad, contienen su propio telos y no guardan una relación instrumental ni de desarrollo con ninguna otra cosa. Para Aristóteles, una actividad autónoma es similar a una comunidad autosuficiente o a una vida autosuficiente, por cuanto es un fin en sí misma. A una actividad semejante se le atribuye un rango superior al de aquellas que aspiran a algún bien exterior, del mismo modo que la polis posee un rango superior a las formas de asociación cuya razón de ser yace fuera de ellas.27 En la Ética a Nicómaco, Aristóteles establece: «Ahora bien, al bien que se busca por sí mismo lo llamamos más perfecto que al que se busca por otra cosa, y al que nunca se elige por causa de otra cosa lo consideramos más perfecto que a los que se eligen ya por sí mismos, ya por otra cosa».28

Designar una actividad como «autosuficiente» o «autónoma» implica, pues, que se emprende en aras de la propia actividad, y no de algún fin ajeno a ella. Si, en efecto, «todo lo demás se hace con vistas al fin» (NE, 1097a), entonces una actividad genuinamente autosuficiente ha de tener su fin en la actuación; de lo contrario, la actividad debe considerarse incompleta e imperfecta con anterioridad a su fin (que es lógica y temporalmente específico). Como dice Aristóteles, «[...] en ciertos casos la actividad es el fin; en otros, el fin reside en algún producto aparte de la actividad. En los casos en que el fin yace más allá de la acción, el producto es naturalmente superior a la actividad».29 Las actividades autosuficientes, con su connotación de plena actualidad o de perfección, son atélicas (ateleis): «No tratamos de derivar nada más allá del ejercicio de la actividad» (NE, 1176b). Ejemplos de estas actividades son la acción virtuosa y la contemplación.30 Aristóteles emplea el término energeia (acto o actualidad) en un segundo sentido para designar actividades de esta índole.

Esta línea de pensamiento conduce a la célebre distinción entre poiēsis o actividad productiva, por una parte, y praxis o acción, por la otra. Si una actividad perfecta o autónoma es ateleis, entonces es obvio que ninguna forma de hacer está a la altura, pues su realidad rectora o su perfección reside fuera de la actividad misma, está en el producto. La producción se presenta como actividad únicamente en la consecución de algún resultado (por ejemplo, el zapato hecho por el zapatero, el edificio construido por el arquitecto): su «actualidad» radica en este resultado. Por consiguiente, «la producción tiene un fin distinto de sí misma», pero no así la acción, ya que, según Aristóteles, «la buena acción (eupraxia) es ella misma un fin».31 Las acciones nobles del hombre virtuoso son el bien; encarnan esta perfección en lugar de limitarse a indicarla o a reflejarla.32 Dado que el bien de la praxis se manifiesta en la actuación, Aristóteles lo considera «ilimitado», frente al bien «limitado» de la actividad, cuyo fin aparece solamente con el cese o la compleción de la actividad.33

Vista en términos de autonomía o de perfección relativa, la praxis designa un orden de actividad claramente distinto en comparación con la poiēsis. Ambas son, como dice Aristóteles, «genéricamente diferentes».34 Son precisamente la cualidad autónoma de la praxis y la naturaleza «incompleta» de la poiēsis las que llevan a Aristóteles a establecer categóricamente que «ni la acción es producción ni la producción es acción».35 El corolario evidente de esta concepción es que la «buena vida», la vida hacia la que tienden por naturaleza los seres humanos y que constituye su fin o su «función propia» (ergon), ha de ser una vida «de acción, no de producción».36 La vida buena o distintivamente humana no puede estar caracterizada por la instrumentalidad que constituye la esencia de la poiēsis, pues esta le arrebataría su valor. Antes bien, ha de ser lo que Aristóteles denomina «una vida activa», una «vida compuesta de acciones virtuosas y nobles».37 La brecha entre las formas de vida virtuosas y las banáusicas tiene su base en la propia superioridad ontológica de la praxis sobre la poiēsis. Las acciones del ciudadano participan en, y contribuyen a, el bien mismo; no así las obras del artesano o las del obrero.38 La vida de la acción, solo accesible para el ciudadano libre, manifiesta o es el bien de la misma forma que tocar la flauta es música: la realización del bien, y no el producto, es el fin en cada caso. Como dice Arendt, resumiendo a Aristóteles, la buena acción no puede ser un medio en el sentido usual del término, pues en este caso «el medio para lograr el fin sería ya el fin».39 Así pues, aunque Aristóteles pueda afirmar que «las acciones de los hombres buenos y sabios tienen como objetivo la producción de una amplia variedad de resultados excelentes» (Política, VII.3), en sentido estricto la praxis queda fuera de la categoría de medios y fines.

Teniendo presente la distinción aristotélica entre los ámbitos político y doméstico, podemos abordar la cuestión de cómo se plantea Arendt la tarea paralela de distinguir lo público de lo privado, lo político de lo no político, la libertad de la necesidad. Ningún lector de La condición humana puede dudar de que la distinción entre praxis y poiēsis, entre actuar y hacer, sea absolutamente central. De hecho, no es exagerado afirmar que la teoría de la acción política de Arendt, su crítica de la tradición y su análisis de la modernidad serían imposibles sin ella. No obstante, precisamente debido a la inmensa importancia de esta distinción, hemos de evitar interpretarla al pie de la letra.

El empleo que hace Arendt de la distinción entre praxis y poiēsis suele verse como una forma de reafirmar la autonomía relativa del orden político: la esfera de la acción es distinta de la esfera de la producción. Ahora bien, para Arendt hay mucho más en juego. Según Habermas, la apropiación arendtiana no se limita a distinguir la labor de la interacción, ni la razón instrumental de la práctica. Trata más bien de iluminar una dimensión de la acción y de la libertad que trasciende por completo la problemática weberiana de la racionalización y sus insatisfacciones. Consideremos el siguiente pasaje del ensayo titulado «La crisis de la cultura», en el que Arendt describe un horizonte epistemológico que engloba a la humanidad como productora, como homo faber:

La fabricación [...] siempre implica medios y fines; de hecho, la categoría de los medios y los fines obtiene su legitimidad de la esfera del hacer y del fabricar, en la que un fin claramente reconocible, el producto final, determina y organiza todo lo que cumple alguna función en el proceso: el material, las herramientas, la propia actividad e incluso la persona que participa en ella; todos estos componentes se convierten en medios para un fin y están justificados en cuanto tales. Los fabricantes no pueden dejar de concebir todas las cosas como medios para sus fines o, como suele suceder, de juzgar todas las cosas por su utilidad específica.40

Este pasaje y muchos otros semejantes de sus diversas obras indican que Arendt siente un profundo recelo hacia la poiēsis como tal, y no simplemente hacia su encarnación contemporánea en forma de racionalidad técnica. A su juicio, el homo faber se caracteriza por su tendencia natural a generalizar la experiencia de la fabricación. Motivado por una voluntad de control o de manipulación, esquematiza el mundo en términos de medios y de fines. La lógica de la producción ofrece la base necesaria para la inteligibilidad: las cosas tienen sentido únicamente como medios o como fines. Con esta «instrumentalización del mundo», sostiene Arendt, la utilidad se establece como «el patrón supremo para la vida y para el mundo de los hombres».41 En última instancia, todas las cosas se degradan para convertirse en medios, con lo cual pierden cualquier posible «valor intrínseco e independiente» que puedan haber tenido alguna vez.42 Por lo tanto, ninguna actividad, y en modo alguno la política, puede concebirse como «autónoma», como algo realizado por sí mismo. La universalización del «modo de comportarse» del productor con respecto al mundo crea la extraña situación en la que la utilidad, el «con el fin de», se confunde sistemáticamente con el sentido, con el «en beneficio de».43

Arendt sigue a Weber en la medida en que considera que esta paradójica situación es típica de la modernidad. El hombre moderno se distingue por su «confianza en el carácter omnicomprensivo de la categoría de los medios y los fines».44 Según Arendt, la modernidad es la época en que «el “con el fin de” ha pasado a ser el contenido del “en beneficio de”; en otras palabras, la utilidad establecida como significado genera la falta de sentido».45 Podemos volver a traducir esto en términos aristotélicos diciendo que la Edad Moderna ha confundido un bien limitado con un bien ilimitado, por lo que ha destruido las condiciones necesarias del valor intrínseco: «No hay manera de terminar la cadena de medios y fines e impedir que todos los fines se usen de nuevo como medios».46 Este omnipresente utilitarismo crea el «dilema de la no-significación» que acosa a la modernidad (como luego veremos, la descripción arendtiana de la lógica de esta dialéctica nihilista debe mucho a Nietzsche). Arendt considera que la confusión del homo faber es el resultado de la borradura de las características distintivas de la acción, pero también de una devaluación de su condición primaria, la pluralidad humana.

Con esta borradura, la poiēsis se presenta como el paradigma de la actividad libre: la acción y la fabricación se funden por completo. En el homo faber, «la identificación sistemática de la fabricación con la acción» extiende al ámbito político el dominio de la categoría de los medios y los fines: «[...] la mentalidad de la fabricación ha invadido el ámbito público hasta el punto de que damos por sentado que la acción, más aún que la fabricación, se halla determinada por la categoría de los medios y los fines».47 La brecha entre lo político y lo prepolítico se elimina. Es como si se hubiera disuelto el fundamento epistemológico que permite distinguir entre lo público y lo privado, entre la libertad y la necesidad, entre la pluralidad y la univocidad.

La fusión del actuar y el fabricar bajo la categoría de medios y fines es lo que posibilita «la admisión de la familia y las actividades domésticas en el ámbito público».48 Y es que, cuando el debate y la deliberación de una pluralidad de individuos aparecen desprovistos de «función» y (por ende) de sentido, queda despejado el camino para que «el propio proceso vital se canalice hacia la esfera pública».49 «Lo social» subsume lo político. La sociedad es, pues, «la forma en que el hecho de la dependencia mutua en beneficio de la vida y de nada más adquiere significación pública, y donde se permite que aparezcan públicamente las actividades relacionadas con la mera supervivencia».50 La «conquista» del ámbito público por parte de la sociedad produce lo que Arendt define como «un crecimiento antinatural de lo natural», un ámbito público completamente determinado por los dictados del propio proceso vital.51 El dominio de la libertad ha quedado aquí totalmente sumergido en el de la necesidad, y ello como resultado de la «difuminación» perpetrada por la mentalidad instrumental del homo faber.

En la práctica, el «auge de lo social» significa que el «interés general» en la autorreproducción económica se eleva a la posición de prioridad incuestionable. Esto confiere a la sociedad su carácter «monolítico» y antipluralista. Allí donde impera este interés, sostiene Arendt, se prescinde del «cabeza de familia» y surge «la forma de gobierno más social», la burocracia.52 Este «gobierno de nadie» es la forma apropiada para una «familia nacional» avanzada y compleja. Pero, tal como enseguida añade Arendt, «el gobierno de nadie no es necesariamente no-gobierno; bajo ciertas circunstancias, incluso puede resultar una de sus versiones más crueles y tiránicas».53 La dominación ejercida por la economía (y por la burocracia en el nombre de la economía) crea una demanda sin precedentes de comportamiento racionalizado y disciplinado. La sociedad «espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de comportamiento, para lo cual se vale de la imposición de innumerables y variadas reglas, todas las cuales tienden a “normalizar” a sus miembros, a hacerlos conducirse bien, a excluir las acciones o logros espontáneos».54

La evidente semejanza de esta observación con la obra de Weber, Adorno o Foucault no debería distraernos de la idea principal de Arendt, según la cual la sociedad, «en todos sus niveles, excluye la posibilidad de la acción».55 Lo hace absorbiendo la esfera pública y castrando la pluralidad. A la postre, no nos enfrentamos a una sociedad de trabajadores, de agentes que ejercen un oficio, sino a una sociedad de obreros, de masas que «consideran lo que hacen fundamentalmente como una forma de mantener su propia vida y la de su familia».56 La «transformación fáctica de toda la sociedad en una sociedad de obreros» impregna la existencia humana de una necesidad y una uniformidad de apariencia natural. La supervivencia de la especie puede estar garantizada a «escala mundial», pero la humanidad (los seres humanos como actores públicos, como individuos únicos) corre el riesgo de verse extinguida.57

Tales son las vastas e inquietantes consecuencias que Arendt observa en el instrumentalismo ilimitado del homo faber. La recuperación de la distinción entre praxis y poiēsis tiene un papel esencial en la delimitación de una esfera pública distinta del Estado y de la economía, así como en la preservación de un espacio de libertad y en la expresión de la pluralidad. Debería añadir que la distinción entre praxis y poiēsis no solo es importante porque nos permite diferenciar la acción «comunicativa» de la «acción racional con arreglo a fines», tal como sugiere Habermas; su verdadera relevancia estriba en que nos hace recordar que la acción y la pluralidad poseen un valor intrínseco, que la libertad reside en la autonomía de la acción. Solo exhibiendo la distinción entre praxis y poiēsis en su forma original, rigurosa y jerárquica puede ponerse de manifiesto la capacidad única de la acción para crear sentido y para expresar la pluralidad, y así se hace patente una vez más la «brecha» entre lo público y lo privado, entre lo libre y lo no libre.

II. APLICANDO EL CRITERIO: LAS DESCRIPCIONES DE ARENDT DE LA LABOR, EL TRABAJO Y LA ACCIÓN

La reformulación de los elementos constitutivos de la vita activa llevada a cabo por Arendt ha sido objeto de crítica por parte de los neomarxistas, quienes se han opuesto a la rigidez de sus distinciones entre labor, trabajo y acción. A su juicio, lo que Arendt ha pasado por alto es la relación dialéctica entre estas diversas actividades, así como entre los ámbitos de la necesidad y de la libertad. El resultado es una teoría política enfocada en la recuperación de la esfera pública, en una «polis sin esclavos», que irónicamente obstruye la investigación de las diversas maneras en que el modo de producción determina la forma, el contenido y las posibilidades de la acción política. Al parecer, Arendt es la peor enemiga de sí misma: su jerarquía aristotélica de actividades convierte efectivamente la política en el territorio de unos pocos, lo cual va en detrimento de sus propias simpatías por la democracia y la participación ciudadana.

Esta línea de crítica desempeña una valiosa función, pues no en vano centra nuestra atención en la manera en que Arendt establece sus distinciones, al tiempo que destaca las paradójicas consecuencias de su método. En su crítica de Arendt, Bhikhu Parekh subraya la importancia que reviste el «grado de autosuficiencia de una actividad» para su clasificación de la labor, el trabajo y la acción.58 Yo quiero examinar las distinciones arendtianas a la luz de este mismo criterio, con el fin de demostrar cuán integral es su teoría de la acción política. La aplicación que Arendt hace de esta es, no obstante, menos miope de lo que creen sus críticos. Arendt no intenta escapar de las paradojas de una política autónoma; antes bien, las analiza detenidamente hasta sus últimas consecuencias. Desde su perspectiva, está en juego la preservación de la libertad y la pluralidad humanas.

Examinemos primero las propias distinciones. La labor, según Arendt, designa esa parte de la vida humana dedicada a la subsistencia y la reproducción, a la satisfacción de las necesidades biológicas precisas para la preservación del individuo y de la especie. Esta dimensión de la existencia satisface las demandas del proceso vital mismo y, como tal, se halla bajo el dominio de la naturaleza y la necesidad. La labor no puede considerarse una actividad específicamente humana, pues el «metabolismo con la naturaleza» (Marx) es algo que compartimos con todos los seres vivos. Basándose en la idea griega de que todo «lo que los hombres comparten con las demás formas de vida animal» no debería considerarse humano, Arendt afirma que «el uso de la palabra “animal” en el concepto animal laborans [...] está plenamente justificado. El animal laborans es, en efecto, solo una, a lo sumo la más elevada, de las especies animales que pueblan la Tierra».59 (Se distancia aquí de la idea marxista de que la labor es la esencia del hombre y de que la humanidad se crea a sí misma mediante la labor.60 Para Arendt, nada podría estar más lejos de la verdad.)

El carácter «prehumano» de la labor se hace patente en el ritmo y el «propósito» del propio proceso laboral. A juicio de Arendt, la descripción básica que hace Marx de este proceso en El capital es enteramente correcta: la labor es un ciclo incesante de producción en aras del consumo, y de consumo en aras de la producción, para la renovación de la fuerza de trabajo.61 A su parecer, la descripción marxista enfatiza cómo «la labor y el consumo no son sino dos etapas del ciclo siempre recurrente de la vida biológica».62 Precisamente por este motivo, afirma Arendt, es un error ver la labor como fuente de valor, tal como hace Marx. Para que algo posea valor, sostiene ella, ha de poseer durabilidad. Ahora bien, el proceso laboral concierne exclusivamente a la producción de bienes de consumo, con «mercancías» que satisfacen la necesidad biológica del hombre de consumir y de reproducirse. Por consiguiente, «la marca de todo laborar es, en efecto, que no deja nada tras de sí, que el resultado de su esfuerzo se consume casi tan rápidamente como el esfuerzo invertido».63

Así pues, desde la perspectiva de Arendt, el proceso laboral es un ciclo incesante de producción y consumo, en esencia improductivo, por cuanto que lo producido posee una existencia sumamente efímera. Por lo visto, los productos de consumo vuelven a sumergirse de inmediato en el proceso vital eternamente recurrente. Por lo tanto, no existe ningún telos en la labor. La labor asimila los seres humanos a la naturaleza, y esta, a juicio de Arendt, es un ámbito sin principios ni fines genuinos:

[...] todas las actividades humanas que surgen de la necesidad de hacerles frente [al proceso biológico de la existencia humana y al proceso del crecimiento y la decadencia estructurales] se encuentran sujetas a los repetidos ciclos de la naturaleza y carecen en sí mismas de principio y fin, propiamente hablando; a diferencia del trabajar, cuyo final llega cuando el objeto está acabado, dispuesto a incorporarse al mundo común de las cosas, el laborar siempre se mueve en el mismo círculo, prescrito por el proceso biológico del organismo vivo, y el fin de su «fatiga y molestia» solo llega con la muerte de este organismo.64

La repetición inmutable e inmortal de la naturaleza se refleja en el carácter cíclico, repetitivo e incesante de la labor. Esta «nunca produce nada más que vida».65 Es la más animal de las actividades humanas, la menos autónoma, la menos libre.

Arendt admite que su distinción entre labor y trabajo es «inusual».66 Es evidentemente ajena a la concepción hegeliana y marxista. No obstante, cree que las pruebas fenoménicas de esta distinción compensan con creces la falta de atención teórica que ha recibido. La diferencia principal se encuentra en el carácter prácticamente prehumano de la labor. El trabajo, a diferencia de la labor, es una actividad distintivamente humana (pero no la actividad distintivamente humana). La característica distintiva del trabajo es su intencionalidad; todo trabajo aspira a la creación de un producto duradero, por lo que posee una direccionalidad, una cualidad teleológica, que se halla completamente ausente en la labor.

El trabajo hace cosas, desde herramientas y sillas hasta arte; es esencialmente instrumental en su carácter: «El proceso de la fabricación está en sí mismo totalmente determinado por las categorías de medios y fin».67 Además, «la cosa fabricada es un producto final en el doble sentido de que el proceso productivo termina en ella [...] y de que solo es un medio para producir ese fin».68 La consecución de un resultado duradero, un fin, separa el trabajo de la circularidad y necesidad de proceso laboral: «Tener un comienzo definido y un fin definido y predecible es el rasgo distintivo de la fabricación, que mediante esta característica se diferencia asimismo de todas las demás actividades humanas».69

Esta forma de distinguir la labor del trabajo no es evidente en absoluto; pues ¿acaso la labor no tiene ella misma un fin (la reproducción del individuo y de la especie)? ¿No podemos considerarla también intencional? La posición de Arendt al respecto queda aclarada si nos referimos una vez más a Aristóteles. «Todo arte —escribe Aristóteles— versa sobre el ámbito del llegar a ser»; por lo tanto, la producción «no atañe a cosas que existen o llegan a ser por necesidad, ni a cosas producidas por la naturaleza, pues estas tienen su fuente de movimiento en sí mismas».70 Lo que distingue el trabajo de la labor es el carácter impuesto del fin que se alcanza. Dicho fin —por ejemplo, la fabricación de una mesa— no viene dictado por la naturaleza, sino que se impone sobre esta. Por eso mismo, el trabajo o fabricación es inherentemente violento: «[...] la violencia está presente en toda fabricación, y el homo faber, el creador del artificio humano, ha sido siempre un destructor de la naturaleza».71

Por tanto, el trabajo destruye la naturaleza mediante su creación de artefactos. Los productos del trabajo, que Arendt denomina «reificaciones», no encuentran su camino de regreso al ciclo natural de crecimiento y descomposición, pero perduran fuera de él. Es el homo faber, el hombre como artesano, quien construye el mundo, no el hombre en tanto obrero.72 Según la concepción de Arendt, el trabajo es la única encarnación genuina de la negatividad humana. El homo faber actúa sobre la naturaleza y la transforma en algo estable y sólido, en un «hogar artificial». Es sobre la base de esta estabilidad como se vuelve posible una vida específicamente humana, una vida apartada del movimiento incesante de la naturaleza.

Si quedase reducida a esto, la diferencia entre Arendt (y Aristóteles), por una parte, y Marx y Hegel, por la otra, se antojaría en buena medida semántica. Sus descripciones del carácter y la significación de la producción parecen bastante similares, aunque cada cual ha preferido designar esta actividad de una manera diferente. No obstante, se trata de una semejanza superficial, ya que para Arendt la negatividad del trabajo, su violencia, no connota mediación en el sentido hegeliano del término: el trabajo no humaniza la naturaleza. Su visión es más bien que el trabajo crea un espacio antinatural, el «mundo», que permanece yuxtapuesto a la positividad no articulada de la naturaleza. El ámbito de objetividad que crean los seres humanos no es, por tanto, lo que Hegel definía como una «segunda naturaleza».73 En el esquema de Arendt, el mundo creado por el trabajo no subsume la naturaleza, sino que está situado entre la naturaleza y la humanidad. Proporciona distancia respecto de lo natural; una distancia que es necesaria si aspiramos a conocer o a manipular la naturaleza: «Solo nosotros, que hemos creado la objetividad de un mundo propio a partir de lo que nos da la naturaleza, que lo hemos integrado en el entorno de la naturaleza para protegernos de ella, podemos considerar la naturaleza como algo “objetivo”».74

Mantener la distinción entre la labor y el trabajo y juzgarlos en función de su relativa autosuficiencia resulta, por lo tanto, esencial para establecer una separación entre los ámbitos de la libertad y la necesidad. Esta última se halla limitada por el nexo instrumental creado por el trabajo. Pero el mundo creado por el artificio no es por sí mismo un espacio de libertad; y tampoco la actividad que crea es autónoma. De hecho, si se la mide con este patrón, entonces disminuye la distancia entre la labor y el trabajo, entre la necesidad y la instrumentalidad. La futilidad de la labor implica que está desprovista de sentido, en tanto que la incuestionable hegemonía del fin o producto en el trabajo priva a la propia actividad de todo valor independiente: el proceso de producción «es solo un medio para producir este fin».75 Siguiendo a Aristóteles, Arendt sostiene que solo la acción puede atribuirse un sentido intrínseco y una autonomía y, por ende, la libertad. Ahora bien, ¿qué actividades específicas cuentan como acción desde el punto de vista de Arendt? ¿Y en qué sentido cabe decir que estas actividades «no persiguen un fin ni dejan ningún trabajo tras de sí», sino que agotan «su sentido pleno en la propia realización»?76

Estas preguntas son sin duda cruciales, pues nos llevan al corazón de la teoría de la acción política de Arendt y su paradójica visión de la política. Empiezo por lo evidente. Para Arendt, la acción y el discurso políticos de los ciudadanos son, como defendía Aristóteles, actividades paradigmáticas y autónomas. A diferencia de la labor y del trabajo, son distintiva o plenamente humanas. Tal como expresa la misma Arendt en uno de sus párrafos más vehementemente aristotélicos (y antihegelianos), con unas palabras que pretenden impresionar:

Los hombres pueden vivir sin laborar, pueden obligar a otros a que laboren por ellos, e incluso decidir el uso y disfrute de las cosas del mundo sin añadir a este un simple objeto útil; la vida de un explotador o un propietario de esclavos y la de un parásito pueden ser injustas, pero son humanas. Por otra parte, una vida sin acción ni discurso [...] está literalmente muerta para el mundo; ha dejado de ser una vida humana.77

Solo es libre la vida política, la vida de acción y discurso; solo la vida política es humana. Ser humano es ser un ciudadano, y la ciudadanía, como ya señaló Aristóteles, está en consonancia con la explotación o la alienación de los no ciudadanos.78 Al contrario de lo que defendía Hegel, cuando existen amos y esclavos, solo el amo puede disfrutar genuinamente de la libertad humana, siempre que este sea un ciudadano y actúe junto con otros ciudadanos. Es preferible que unos sean libres sobre la base de la falta de libertad de otros antes que todos caigan presos de la necesidad del hogar.

Estos juicios de Arendt parecen severos y extraños, «griegos» en sumo grado. La dificultad de su posición y el malestar que esta suscita aumentan a medida que Arendt intenta explicitar qué es exactamente la acción política «autónoma». Y es que si la acción es política (como dice Aristóteles), no toda política es acción. El patrón de autonomía impone severas limitaciones a lo que merece ser llamado político, a la clase de actividad apta para aparecer a la luz de la esfera pública. Distinguir la acción de la labor y del trabajo es solo parte de la tarea; igualmente importante es asegurarse de que la política esté a la altura de la acción. La cuestión, pues, es qué concepción de la política y de la acción política resulta de la aplicación rigurosa del patrón aristotélico. ¿En qué consiste una «política autónoma»?

En primer lugar quisiera señalar lo que excluye este patrón. Cualquier forma de «política» que reproduzca relaciones o funciones apropiadas para la familia es apolítica, ya que introduciría la fuerza coercitiva de la necesidad en el ámbito de la libertad. La distinción entre praxis y poiēsis pone asimismo entre paréntesis toda acción esencialmente instrumental o estratégica. Dondequiera que la acción sea primordialmente intencional y se defina por sus resultados, su éxito o su fracaso, deja de ser genuinamente política. En concreto, estas prohibiciones abstractas son traducidas por Arendt en unas cuantas negaciones, de las cuales resulta que la mayor parte de lo que consideramos político es de hecho digno de tal nombre. Ni la dominación ni la liberación cuentan como acción política genuina; tampoco deberían considerarse propiamente políticas las actividades de administración o representación.

Aunque Arendt sostiene que la política puede basarse en la dominación limitada, niega de una manera explícita y muy vehemente la tesis weberiana de que toda política sea, a la postre, dominación.79 La dominación no es política, pues impone un monopolio sobre el discurso y la acción; un monopolio que destruye la pluralidad. En efecto, cuando la prerrogativa de la acción se reserva a un gobernante o a una camarilla de dirigentes, no existen ciudadanos, sino solo súbditos y amos. La preservación de la vida y el poder de los gobernantes es el único objetivo verdadero de una asociación semejante; la actividad de los súbditos posee valor solo como un medio para ese fin. La política como dominación universaliza la relación amo-esclavo e impregna toda la acción de la necesidad, la desigualdad y la univocidad características del ámbito doméstico.80

Podemos sentir la tentación de concluir que, si la dominación es una forma de actividad específicamente apolítica, entonces la acción que la supera —la acción liberadora— capta la esencia de lo político. Sin embargo, desde la perspectiva de Arendt, esta suposición es errónea.81 A su juicio, la acción revolucionaria puede ser expresamente política; de hecho, en ciertos casos ha dotado a la Edad Moderna de una vida política en toda su plenitud e intensidad. La Revolución americana, la Comuna de París, los sóviets originales de 1905 y 1917, los Räte (consejos de trabajadores) de la Revolución alemana de 1918, la Revolución húngara: en todos estos casos, el derrocamiento de la tiranía desembocó en la creación de un espacio para la libertad y el florecimiento (trágicamente breve) de la acción y el discurso.82 Sin embargo, la acción revolucionaria moderna ha tenido también un impacto antipolítico, ya que ha desatado unas tremendas fuerzas «naturales» que se han visto exacerbadas por la pobreza, el hambre y la explotación. Con la entrada de los pobres en la escena política, afirma Arendt, la esfera pública y la libertad específica de esta acaban inundadas por un torrente de necesidades humanas insatisfechas, que se liberan al fin de su oscuridad anterior. La revolución social, que eleva la pobreza al rango de «fuerza política de primer orden», crea una situación en la que la libertad tiene que «entregarse a la necesidad, a la urgencia del proceso vital mismo».83 El ejemplo paradigmático que cita Arendt a este respecto es la Revolución francesa; una revolución que no se justificaba en términos de libertad política, sino por las propias necesidades del pueblo, por su «derecho» a «ropa, comida y a la reproducción de la especie».84 Estas necesidades son urgentes, innegables, imprescindibles: el intento de satisfacerlas por medios políticos produce inevitablemente terror; porque aunque la política puede «trascender» la naturaleza, es incapaz de superarla. Como observa Arendt: «Fue la necesidad [...] la que desencadenó el terror y la que llevó a su ruina a la Revolución».

Los juicios de Arendt sobre este asunto parecen, por una vez, demasiado severos, hasta el punto de rayar en lo reaccionario. ¿Acaso no se da cuenta de que la libertad política carece de sentido cuando la humanidad está esclavizada por la naturaleza? La respuesta es que claro que es consciente de ello: el disfrute de una cierta libertad respecto de las cargas de la vida, de la subsistencia y la reproducción es un prerrequisito para cualquier política de nuestro mundo.85 Su tesis es que, en la medida en que la necesidad biológica constituye una dimensión irreductible de la condición humana, la libertad solo será posible mediante la estricta separación de las actividades relativas al proceso vital y de las relacionadas con la política. La tentativa de reparar por medios políticos lo que Arendt designa como «la cuestión social» solo prospera si se sitúa toda la existencia humana bajo el prisma de la necesidad. Los revolucionarios marxistas, que seguían el modelo de la Revolución francesa, creyeron poder superar la necesidad de una vez por todas y liberar a la humanidad de la necesidad biológica tout court.86 Pero esta meta convierte la necesidad natural en el contenido exclusivo de la política revolucionaria, y no nos lleva de la necesidad a la libertad, sino de la necesidad a la violencia. A juicio de Arendt, el intento de liberar a la humanidad de la necesidad biológica y/o la desigualdad social no ha hecho más que devolver a los hombres al «estado de naturaleza».87

El patrón de la autonomía excluye asimismo lo que, desde nuestra perspectiva, constituye la materia de la política cotidiana contemporánea. La administración no puede considerarse acción política, pues su trabajo, como observara Weber, se enmarca enteramente en términos de medios y fines.88 El burócrata o gerente se ocupa únicamente de hallar el medio más eficaz para conseguir un fin dado de antemano. Estos fines suelen estar en consonancia con los imperativos de la reproducción social. Por tanto, concebido como administración o gestión, el gobierno se ocupa principalmente del proceso vital de la sociedad, de las condiciones materiales de su existencia y de su correcto y continuado funcionamiento. Dado que su tarea viene «dictada por las necesidades subyacentes a todo el proceso económico», la administración y la gestión son para Arendt algo «esencialmente no político».89 No puede haber acción libre ni plural cuando la política se reduce a la gestión del «hogar nacional». Tal como nos recuerda ella misma: «Cuando está en juego la vida, toda acción se halla por definición bajo el dominio de la necesidad».90

La distinción entre praxis y poiēsis lleva asimismo a Arendt a definir la representación como apolítica. Sus comentarios sobre el gobierno representativo son tan polémicos que algunos han confundido su propuesta con una crítica elitista de la democracia. No podemos analizar aquí los pormenores de su crítica (expuesta con detalle en Sobre la revolución) ni la controversia suscitada por ella; tenemos que limitarnos a exponer la idea principal de Arendt.91 Según ella, la relación entre los representados (el pueblo) y sus representantes es, en teoría, plenamente instrumental. La utilización de representantes es, en esencia, una estrategia que ahorra trabajo: ser un representante supone cumplir la voluntad de los electores o representar sus intereses en la esfera pública. Su presencia en el gobierno permite al electorado proseguir con sus asuntos privados «más urgentes e importantes»; lo libera, pues, de la «carga» de los asuntos públicos.92 Por consiguiente, el sistema representativo tiene su razón de ser en la facilitación de los intereses económicos privados. De hecho, la representación genuina —la representación que no adopta la forma de «recadero excepcional o experto a sueldo»— solo es posible sobre la base de un interés claro y concreto, como puede ser el bienestar material y la prosperidad del grupo representado. (Cuando existe una amplia gama de opiniones individuales, como sucede en los asuntos más expresamente políticos, el mecanismo de la representación deja de funcionar o acaba usurpando el poder del pueblo.)93 Cuando el sistema representativo funciona bien, lo público se convierte una vez más en un instrumento de lo privado y la política se torna en un medio de la vida o, más exactamente, de «la vida cómoda». El resultado final, según Arendt, es que «el gobierno ha degenerado en simple administración» y «la esfera pública ha desaparecido».94 No queda espacio para la libertad, ni para la expresión de la opinión plural del pueblo, ni para la realización de «acciones nobles». Y cuando el sistema representativo no funciona bien, acaba convirtiéndose en oligarquía: «Lo que ahora llamamos democracia es una forma de gobierno en la que una minoría gobierna en beneficio de la mayoría, o al menos eso se supone».95

Tanto la dominación como la liberación, la administración como la representación están determinadas por la fuerza de la necesidad y acaban con la pluralidad, y todas son prepolíticas por naturaleza. Cuando se las confunde con algo propio de la política, se vuelven ellas mismas antipolíticas y desnaturalizan la esfera pública sometiéndola al proceso de la vida. Para Arendt, la acción política genuina jamás es un medio para la (mera) vida, sino la encarnación o expresión de una vida significativa.96 Ahora bien, dadas las exclusiones arriba bosquejadas, ¿qué forma puede adoptar una acción semejante? ¿En qué sentido cabe decir que la acción política trasciende la necesidad y la instrumentalidad? Arendt tiene una respuesta para esta pregunta aparentemente imposible de contestar; una respuesta a todas luces aristotélica.

La forma general de actividad humana que (potencialmente) escapa del proceso vital es el discurso, el discurso con los otros. La acción política genuina no es sino una cierta clase de charla, una variedad de conversación o discusión sobre asuntos públicos. Aristóteles defendía que es justamente la capacidad de discurso razonado (logos) lo que distingue a los hombres de otras criaturas «sociales» como las abejas. El habla convierte al hombre en un animal político, toda vez que le permite pasar de la simple expresión del apetito o la aversión, de la percepción del placer o el dolor, a la expresión del juicio: solo los seres humanos pueden expresar y compartir sus percepciones acerca de lo que es bueno y lo que es malo, de lo honorable y lo censurable; y esto lo hacen mediante el habla.97 Esta capacidad discursiva que permite elevar a los seres humanos, por así decirlo, por encima de la vida y sus necesidades hasta llegar al nivel del juicio es la que hace observar a Arendt que «dondequiera que esté en juego la relevancia del discurso, el asunto se vuelve inevitablemente político, pues es justamente el discurso lo que convierte al hombre en un animal político».98 La importancia de esta clase de conversación, su significación fundamental para una vida humana, queda subrayada en su ensayo sobre Lessing:«[...] el mundo no es humano solo por estar formado por seres humanos, y no se vuelve humano solo porque en él suene la voz humana, sino únicamente cuando se convierte en el objeto del discurso [...]. Humanizamos lo que está aconteciendo en el mundo por el simple hecho de hablar de ello, y al hacerlo aprendemos a ser humanos».99 Aunque Arendt traza una clara distinción entre acción (actos) y discurso, es evidente que la acción sin el discurso no sería acción, pues no expresaría adecuadamente esta capacidad de juicio.

El discurso es esencialmente político por un motivo adicional, y es que proporciona la base necesaria para una forma no coercitiva y no violenta del ser y el actuar juntos. Una de las ideas que Arendt subraya a propósito de la polis es que si estaba gobernada por algo era, justamente, por el discurso. Al glosar la diferenciación aristotélica entre los tipos políticos y no políticos de autoridad, Arendt observa que «ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decidía mediante las palabras y la persuasión, y no mediante la fuerza y la violencia. En la visión griega, obligar a las personas por medio de la violencia, imponer en lugar de persuadir, eran formas prepolíticas de tratar a las personas cuya vida estaba fuera de la polis».100 La forma de vida política, cuando se comparaba con la vivida en la familia o con la vida «bárbara» fuera de un Estado, se caracterizaba por el hecho de que aquí «lo único que tenía sentido era el discurso», pues «el interés esencial de todos los ciudadanos era hablar entre ellos».101

Podemos conceder a Arendt que el discurso sirve para elevar a los seres humanos por encima de la mera necesidad, y que puede crear relaciones entre los individuos sobre la base de una suerte de compartición —el «compartir palabras y actos»— más que en la obediencia; pero ¿en qué sentido es «autónomo» del discurso político? ¿Qué hay en la naturaleza de esta conversación para que sea una de esas actividades en que «el medio para alcanzar el fin sería ya el fin», en que la realización es la meta?102

La respuesta a la pregunta es que solo un tipo específico de discurso es verdaderamente político y merece el tratamiento de acción. A lo largo de su obra, Arendt se centra en el discurso deliberativo. El discurso político tiene su fin característico en la toma de una decisión, en la elección de un curso de acción. Así pues, el discurso político no es nada más que el proceso de debate y deliberación, la «charla y discusión», la «persuasión, negociación y acuerdo» que precede al acto.103 Son «los discursos y las decisiones, la oratoria y la negociación, el pensamiento y la persuasión» lo que cuenta como discurso político y, por ende, como política.104 El discurso deliberativo, el debate político, cuando en él participan los ciudadanos con espíritu cívico, es «un fin en sí mismo», porque aquí la disputa sobre los «medios», sobre la acción que es apropiado llevar a cabo, es siempre ya una disputa acerca de los fines. El discurso deliberativo en la arena política nunca es meramente técnico (como lo es en la esfera administrativa), ya que el «bien» que hay que alcanzar solo se concreta durante el debate sobre los posibles cursos de acción. Cuando todos coinciden en el fin, puede producirse el debate, pero entonces deja de ser político.105 El debate político llega a constituir el fin: su objetivo no es ajeno al proceso deliberativo y tampoco lo domina en todo momento, sino que se forma más bien en el transcurso de la propia «actuación». Mediante esta deliberación, los individuos se alzan por encima de las consideraciones meramente estratégicas y abordan cuestiones que inciden directamente en la clase de comunidad política en la que se sienten integrados. La verdadera deliberación política no discurre en el nivel del «con el fin de», sino más bien en del «en beneficio de»: concierne en última instancia al sentido de nuestra vida en común.

La atribución de valor al discurso deliberativo por parte de Arendt tiene sus raíces en el libro VI de la Ética a Nicómaco, donde Aristóteles describe la deliberación práctica y política como una actividad valiosa en sí misma. La sabiduría práctica (phronēsis), la principal virtud intelectual de la deliberación relativa a la acción, no se ocupa meramente de la selección de los medios, como sucede con la technē o arte. Antes bien, al deliberar, el hombre dotado de sabiduría práctica, el phrónimos, está más preocupado por descubrir lo que es bueno para él y para sus conciudadanos. Esto contrapone su forma de deliberar a una modalidad más limitada e instrumental de deliberación, referida a cuestiones políticas particulares. Este último tipo de deliberación Aristóteles lo considera «relativo»: cuando se hace bien, reporta «éxito en la consecución de algún fin particular».106 En cambio, el primer tipo sería «la buena deliberación en sentido absoluto»: no concierne a «lo que es bueno y ventajoso en un sentido parcial, por ejemplo, lo que contribuye a la salud o la fuerza», sino que busca «aquello que contribuye a la buena vida en general».107 La «corrección» de la deliberación absoluta no se mide tanto por su éxito como por su capacidad de alcanzar «aquello que es bueno».108 No tiene un fin «distinto de sí misma», como sucede con la poiēsis, pues «la acción buena es en sí misma un fin».109 Deliberar bien, como hace el hombre dotado de sabiduría práctica, es actuar bien.

La distinción entre praxis y poiēsis pone así el foco sobre el discurso deliberativo tanto en la obra de Arendt como en la de Aristóteles. Para ampliar su concepción de la política, Arendt toma como base el carácter único del discurso deliberativo. El debate «constituye la esencia misma de la vida política»,110 pues la deliberación política procede únicamente mediante el intercambio, modificación y crítica de las opiniones. Por consiguiente, la esfera pública, el espacio de la libertad y la acción, es sobre todo el escenario en que puede tener lugar este intercambio de opiniones sin restricción alguna. Es «el punto de encuentro común», el lugar donde todos pueden «ser vistos y oídos»;111 su paradigma es la asamblea o el ágora de la Antigüedad.112

Ahora bien, para que se produzca esta deliberación y para que tenga lugar esta «compartición», han de darse unas condiciones previas que son esenciales. En primer lugar, la política como discurso deliberativo y acción común presupone una pluralidad genuina. Sin pluralidad, sin la diversidad de perspectivas implícita en «el hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten en el mundo»,113 no sería posible ninguna acción en el sentido arendtiano del término. Allí donde la pluralidad se ha castrado, como en la familia, mediante la fuerza del interés común, o se ha negado, como ha sucedido bajo las condiciones de la dominación totalitaria, la acción política resulta imposible. Bajo tales circunstancias, cuando se ha «prolongado» o «multiplicado» una perspectiva única para abarcarlo todo,114 no puede haber ninguna deliberación constitutiva de fines. Esto es así porque los fines vienen dados de antemano o impuestos directamente, y el espacio entre individuos necesario para que existan diversos puntos de vista y para la formación de opinión ha sido comprimido o eliminado por completo. Esta es la razón por la que Arendt sostiene que la pluralidad, con su connotación de distribución espacial y diversidad perceptiva, es «específicamente la condición —no solo la condición sine qua non, sino la condición per quam— de toda vida política».115

En segundo lugar, el discurso deliberativo o político presupone la igualdad. La deliberación puede realizarse sin restricciones solo cuando tiene lugar entre iguales; la desigualdad introduce coerción y torna falso el intercambio o la compartición de los discursos. No obstante, al citar la igualdad como un prerrequisito esencial de la acción política, Arendt no está apoyando una doctrina de la igualdad natural como la expresada por la Declaración de los Derechos del Hombre o la Declaración de Independencia. La igualdad no es un fenómeno natural. Los griegos eran conscientes de ello, y por esta razón crearon un reino artificial, la polis, en el que los individuos en cuanto ciudadanos podían reconocerse unos a otros en pie de igualdad. «La igualdad de la polis griega, su isonomía, era un atributo de la polis y no de los hombres, que recibían su igualdad en virtud de la ciudadanía, no del nacimiento.»116 Como ciudadanos, cada uno de ellos tenía las mismas oportunidades de ser visto y oído, y de participar en la decisión de los asuntos públicos. Por consiguiente, la igualdad política es inseparable de la libertad política, pues esta «significa el derecho a participar en el gobierno, o, de lo contrario, no significa nada».117

Otra condición previa de la acción política concebida como discurso deliberativo es la comunalidad. El discurso deliberativo ha de estar anclado en un mundo compartido, ya que el debate o la discrepancia respecto de la dirección de la acción colectiva presupone un cierto acuerdo mínimo sobre el trasfondo de juicios y prácticas comunes. Cuando este acuerdo desaparece o se hace añicos, ya no se puede contemplar un mismo fenómeno desde perspectivas diversas. La mediación necesaria para la formación de opiniones deja de funcionar y, en consecuencia, la política (al menos en el sentido arendtiano del término) queda paralizada. Para expresar la necesidad de poseer un «consenso de fondo» semejante, Arendt insiste en el carácter «mundano» de la acción política. El mundo, ese «hogar relativamente permanente para el hombre» creado por el homo faber, hace posible la política al servir de «punto de encuentro común».

Aunque Arendt cree que «compartir un mundo» es un prerrequisito de la política, no está por ello defendiendo ninguna forma de comunidad «orgánica». Para ella, el rasgo esencial del ámbito público es, como ya hemos mencionado, su objetividad, su carácter «reificado». Esta objetividad «relaciona y separa a los hombres al mismo tiempo».118 El mundo y las cosas que lo integran unen a los individuos, abriendo un espacio (compartido) entre ellos. Es la presencia de este «espacio intermedio» palpable la que torna posible la pluralidad: una genuina diversidad de perspectivas sobre el mismo fenómeno. Cuando este sentido compartido del mundo se ha visto atenuado —ya sea como consecuencia de la anomia y la soledad propias de la sociedad de masas, o como consecuencia de las formas intensamente íntimas de comunidad (por ejemplo, el cristianismo temprano) que destruyen el «espacio intermedio», y que vinculan a sus miembros mediante la fuerza del amor o la creencia compartida—, la política se halla amenazada en su propia esencia.119

Como la política se encuentra amenazada tanto por el exceso como por la escasez de comunidad, Arendt sostiene que la relación más adecuada entre los ciudadanos es la relación de «amistad». Siguiendo a Aristóteles, define la amistad cívica por oposición a las relaciones de intimidad o privacidad. La esencia de la amistad es la charla pública: «Para los griegos, la esencia de la amistad consistía en el discurso. Consideraban que solo el intercambio constante de ideas unía a los ciudadanos en una polis. En el discurso quedaban de manifiesto la importancia política de la amistad y la peculiar humanidad que caracteriza a esta».120 La amistad, en el sentido político del término, es una forma de asociación en la discusión y la conversación. Se basa en el respeto mutuo y en el mutuo «compromiso con una empresa compartida».121

Un último prerrequisito del discurso propiamente político es la aptitud. La aceptación de la igualdad de los ciudadanos como condición de la acción no convierte a Arendt en una igualitaria, ni mucho menos. Del mismo modo que cree que ciertas actividades (la labor y el trabajo) y ciertos temas (la administración y la economía) no deben aparecer en la esfera pública, también considera que no todas las opiniones merecen ser compartidas ni todos los hablantes son dignos de ser oídos. El discurso y la acción políticos requieren juicio (la «excelencia en la deliberación» de Aristóteles), integridad, imparcialidad y un firme compromiso con la «cosa pública». En consecuencia, la actividad de la política posee una dimensión irreductiblemente «elitista»: solo a las personas que estén dotadas de «auténticos talentos políticos» y que sientan pasión por lo público debería permitírseles instalarse, por así decirlo, en la esfera pública. Exigir la participación de todos, independientemente de su aptitud o su grado de civismo, supone garantizar la desnaturalización de la acción política y su corrupción por intereses extrapolíticos. En efecto, Arendt insiste en que no debemos engañarnos sobre «la evidente ineptitud y la notoria falta de interés de amplios sectores de la población en los asuntos políticos en cuanto tales»; la forma de vida política «nunca ha sido ni será jamás la forma de vida de la mayoría».122

La insistencia de Arendt en una esfera pública que es al mismo tiempo abierta y excluyente, en la que «quienes pertenecen se eligen a sí mismos [y] quienes no pertenecen se autoexcluyen»,123 desafía «la mentalidad democrática de una sociedad igualitaria». Pero no se disculpa por ello. Considera, como Aristóteles, que solo los individuos «buenos» o los mejores pueden perseguir la «buena vida». El ingreso en la esfera política no debería determinarse conforme a criterios extrapolíticos como el nacimiento o la riqueza; pero la posibilidad de acceder a ella no debería estar al alcance de todos indiscriminadamente. Arendt aboga por un principio de justicia distributiva como el de Aristóteles en lo que atañe al privilegio de ser visto y oído por nuestros iguales. Esta oportunidad se concede atinadamente a quienes poseen las capacidades o virtudes específicas para la política, entre las cuales se encuentran la fiabilidad, la integridad, el juicio y el valor.124 Tales individuos son merecedores del reconocimiento y honor públicos, porque poseen cualidades que contribuyen de manera expresa a la vitalidad y la libertad de la comunidad política.125

Extraída de la vita activa por mor de la autonomía, la acción política se plantea en la obra arendtiana como una cierta clase de conversación: el debate y la deliberación constitutivos de fines que se establecen entre diversos iguales sobre asuntos de interés común.126 Esta conversación tiene lugar en el ámbito público, una esfera distinta tanto del Estado como de la economía, y que está estructurada sobre la base de la pluralidad, la igualdad, la comunalidad y la aptitud. Ya he subrayado la continuidad con Aristóteles en estos aspectos; aquí solo deseo destacar cómo contribuyen a formar en Arendt una concepción ampliamente aristotélica de lo político.

En primer lugar, Arendt y Aristóteles coinciden en su énfasis en la primacía de la participación. Para Arendt, la política es acción: aquí queda patente su deuda con la concepción aristotélica de la ciudadanía, que hace de la participación en «el juicio y la autoridad» el criterio que «distingue efectivamente a los ciudadanos de todos los demás». En segundo lugar, Arendt y Aristóteles parecen centrar su atención en la comunidad como fundamento de la acción. Para Aristóteles, la asociación política no se rige simplemente por los intereses, sino por las normas y los propósitos compartidos, y por una armonía en los juicios básicos. La definición de la acción de Arendt como un «actuar juntos» parece implicar una concepción bastante similar. Finalmente, ambos poseen una concepción esencialmente deliberativa de la política, en la que el debate y la deliberación entre diversos individuos iguales tienen un valor intrínseco.

Si la pregunta relativa a la forma de la acción política genuina se puede responder apelando a esta deliberación y este debate «incondicionales», la pregunta sobre el objeto de dicho discurso queda todavía sin respuesta. El carácter autónomo del discurso deliberativo no nos dice nada sobre los asuntos discutidos, debatidos y decididos en la esfera pública, tal como Arendt la concibe. Aparte de las cuestiones «domésticas» o puramente socioeconómicas, ¿de qué puede tratar esa conversación? Esta pregunta nos lleva al centro mismo de los debates relativos a la concepción sumamente restrictiva de la política y de la acción política defendida por Arendt.

III. LA IDEA DE UNA POLÍTICA «AUTÓNOMA»

Los críticos de Arendt ensalzan muchos de los elementos tomados de Aristóteles. Richard Bernstein, por ejemplo, ha llamado la atención sobre la forma en que la deliberación, la sabiduría práctica y la naturaleza del juicio adoptan un papel central en la visión arendtiana de la acción política.127 Esta faceta de su pensamiento ofrece una poderosa arma en la lucha contra la tendencia moderna a reducir las cuestiones político-prácticas a cuestiones técnicas, y a conceder a los expertos una hegemonía incuestionada sobre el juicio colectivo de los ciudadanos. Ronald Biener y Hanna Pitkin han destacado asimismo esta dimensión de la obra de Arendt desde perspectivas ligeramente diferentes.128 Ahora bien, aunque los críticos elogian su concepción de la acción política como un debate entre iguales libre de coerciones, se resisten a pasar de la forma al contenido. Una cosa es emplear el criterio de la autonomía con el fin de identificar los modos de acción distintivamente políticos y otra muy diferente, emplear este criterio para limitar, drásticamente por cierto, aquello sobre lo que puede versar propiamente el discurso político.

Cuando abordamos la cuestión del contenido de la acción política es cuando más se perciben las «abrazaderas» de la teoría aristotélica de la acción defendida por Arendt. La insistencia en la autonomía desemboca en un intento a todas luces insostenible y errado de separar lo público de lo privado, lo político de lo social.129 Incluso si fuésemos capaces de desenmarañar estas hebras tan complejamente entrelazadas, ¿qué temas de discusión les quedarían a los ciudadanos, una vez excluidos asuntos «extrapolíticos» tales como la equidad salarial, la desigualdad racial y de género, el bienestar social y el medio ambiente? Hanna Pitkin expresa la frustración de muchos lectores cuando pregunta: «¿Qué es lo que mantiene unidos a estos ciudadanos como un cuerpo? [...] ¿De qué hablan en el interminable jaleo del ágora?».130

La respuesta a esta pregunta no es obvia en modo alguno. ¿Cómo es posible que el contenido de la política sea «autónomo»? ¿Cómo puede tener lugar la discusión política en un nivel ajeno a los «intereses reales» (Pitkin) de diversos grupos sociales? ¿De qué se ocupa la acción política si no es de los problemas sociales y de la demanda de justicia? Más allá de la cuestión de «¿Qué más existe?», uno se pregunta si los aspectos político y social pueden distinguirse más allá del plano meramente conceptual. No es preciso ser neomarxista para sentir la fuerza de la observación de Albrecht Wellmer según la cual la práctica totalidad de nuestros problemas sociales son también, en algún aspecto, problemas políticos.131 Pitkin parece autorizada a denunciar el «curioso vacío de contenido» que caracteriza la imagen de la política y de la esfera pública de Arendt.

Regresaré a estas objeciones más adelante. Por el momento, quisiera concentrarme en el carácter paradójico de la idea arendtiana de una acción política que, aparentemente, carece de referente extrapolítico. A este respecto, resulta crucial ver 1) que Arendt quiere limitar el contenido de la discusión política a los asuntos específicamente políticos; y 2) que ella misma tiene una respuesta para la acusación de «vacío de contenido». Tal vez la respuesta no sea plenamente satisfactoria, pues Arendt tiende a oscurecer las cosas ofreciendo versiones diferentes. De todas formas, considera que es posible y sin duda necesario limitar el alcance del discurso propiamente político. Está en juego el valor de la acción, de la pluralidad y de la propia esfera pública. Por esta razón es más rigurosa aún que Aristóteles al extraer las implicaciones precisas de una praxis «autónoma».132

Si la acción política ha de valorarse por sí misma, entonces el contenido de la acción política debe ser la política misma, «en el sentido de que la acción política es una conversación sobre política».133 La circularidad de esta formulación, obra de George Kateb, es inevitable. Para entenderlo podemos valernos de la analogía planteada por el mismo Kateb entre esta política puramente política y un simple juego: «Un juego no trata de nada fuera de él, tiene en sí mismo su propio y suficiente mundo; [...] el contenido de todo juego es él mismo».134 Lo que importa en un juego es el propio juego, y la calidad de este juego depende totalmente de la voluntad y la capacidad de los jugadores para introducirse en ese «mundo» lúdico. En la concepción arendtiana de la política, el espíritu que anima el «juego» (la compartición de palabras y actos) precede a todo lo demás: las preocupaciones personales, los intereses grupales e incluso las pretensiones morales. Si se permite que domine el «juego», estos elementos restan mérito al mismo hecho de jugar y a la ejecución de la acción. Únicamente se produce un buen juego cuando los jugadores se someten a su espíritu y no permiten que los motivos subjetivos o externos dicten la partida. Un buen juego, al igual que la política genuina, se juega por sí mismo.

Por iluminadora que pueda resultar esta analogía, es obvio que no logra hacer justicia a todo lo que está en juego en la política y a la seriedad que caracteriza el «jugar» en este ámbito.135 La acción política implica grandes «responsabilidades, sacrificios y peligros»; además, es una respuesta a los acontecimientos en mucha mayor medida que cualquier juego.136 Y, lo que es más importante, la analogía resulta inadecuada porque plantea la pregunta de a qué se refieren realmente la acción y el discurso políticos. Aunque pueda darnos la sensación de que ahí anida el espíritu mismo de la acción política, seguimos siendo incapaces de describir cómo puede la política versar sobre sí misma.

La paradoja se resuelve, al menos en parte, si analizamos los ejemplos de discurso político ejemplar que nos ofrece Arendt. Todos estos ejemplos —los discursos de la democracia ateniense, los debates que acompañaron a la fundación de la república estadounidense, las deliberaciones de los consejos revolucionarios, ciertos actos de desobediencia civil— giran en torno a la creación y preservación de la esfera pública. El discurso genuinamente político se ocupa de «la creación de las condiciones que hacen posible [la política] o de la preservación de dichas condiciones».137 Este es el sentido en que la política es o puede ser el contenido de la política. Para los griegos, este discurso concernía típicamente a la defensa de la polis y su forma de vida distintiva contra sus vecinos, como en la Oración fúnebre de Pericles. Para los modernos, el discurso político se ha centrado en la creación y el mantenimiento de una disposición o un marco legal institucional que sirva para articular y proteger la esfera pública. En otras palabras, se ha centrado en la creación de una constitución, que Arendt no concibe tanto como un instrumento de limitación cuanto como un «sistema de poder» positivo.138

Para Arendt, una constitución es un acuerdo mediante el cual un grupo de individuos construye un espacio para la acción y para la libertad «tangible». Así, «el fundamento de un cuerpo político», su constitución, es lo que «garantiza el espacio en el que puede surgir la libertad».139 La función esencial de una constitución no es simplemente la salvaguardia de derechos y libertades, por importantes que estos sean; también debe ocuparse de crear y preservar este mismo espacio. Entendido exclusivamente como el credo de un gobierno limitado, el «constitucionalismo» deja de ser político en el sentido de Arendt. El acto de fundar un cuerpo político y los debates y deliberaciones que preceden a la fundación son prueba de un discurso político ejemplar, precisamente porque atañen a la «creación de las condiciones» (por ejemplo, la garantía de los derechos, la distinción entre público y privado, la institucionalización de la participación pública) que transforman la acción política en una forma relativamente permanente de estar juntos. Un espacio para la acción puede «cobrar existencia cuando los hombres están juntos en lo que concierne al discurso y la acción y, por consiguiente, precede a toda constitución formal de la esfera pública»;140 pero no llegará a ser «un hogar donde pueda morar la libertad» hasta que surja esta constitución.141 El discurso de los consejos revolucionarios (de las sociétés populaires francesas, los sóviets, los consejos de trabajadores y soldados alemanes de 1918) es ejemplar porque esta clase de discurso representaba una nueva constitución del poder, una constitución del pueblo, por así decirlo. En el sistema de los consejos, el sistema del poder no solo creaba un espacio para la acción, sino que era ese espacio para la acción.142 Queda patente que para Arendt, como para los griegos, la «constitución» denota menos una estructura institucional que un modo de vida peculiarmente político.143

Por supuesto, resultaría contraproducente hipostasiar el momento de la fundación como la manifestación del discurso político genuino. La comprensión bosquejada más arriba exige que la acción sea una posibilidad permanente. Así, la visión de Arendt de lo que cabe considerar acción política se expande para incluir todo discurso que sirva para preservar una constitución de la erosión interna o externa.144 En el caso del sistema de consejos (en el que coinciden el sistema del poder y el espacio para la libertad) o del ágora, existe una oportunidad máxima para este discurso. Por otra parte, en la democracia representativa, la oportunidad para la deliberación y la acción tiende a ser limitada. No obstante, la desobediencia civil ofrece una salida adicional a los ciudadanos ordinarios, una idea enérgicamente defendida por Arendt en su ensayo sobre el tema. A diferencia de Thoreau, Arendt no concibe la desobediencia civil como una expresión de la conciencia individual. Sus recientes manifestaciones estadounidenses (el movimiento por los derechos civiles, el movimiento antibélico) se ven en cambio como formas ejemplares de actuación conjunta: de acción política.145

La conversación genuinamente política se ocupa por tanto de «preservar y promover una manera de obrar y los valores en ella encarnados».146 Esta es la clave de su carácter autorreferencial. Ahora bien, hay que procurar no reificar la constitución como una entidad ideal, independiente del sistema de poder que crea y de los modos de acción que hace posibles. Sería erróneo, por ejemplo, entender que la constitución establece un conjunto de principios morales trascendentes para guiar la vida de la asociación política. Esta forma de construir el carácter «fundacional» de la constitución solamente logra reducir toda acción a repetición; separa el contenido de la política de la ejecución efectiva de la acción política. La preocupación implícita o explícita de la constitución por la acción política genuina no significa que la deliberación o el debate estén sometidos a un repertorio estático de intenciones o fines que haya de defender. A juicio de Arendt, los fines inmanentes de la asociación política no son de esta naturaleza; su presencia depende más bien de un proceso incesante de apropiación y transformación.

La acción política tiene una estructura en la que el debate y la discrepancia reflejan un compromiso global con un ámbito público particular y con el modo de estar juntos que este hace posible. Por consiguiente, no es tanto una cuestión de qué se debate, sino de cuán conservador o radical es el resultado, siempre y cuando se mantenga el espíritu participativo y los ciudadanos «compartan el compromiso con un modo de estar juntos que reconozca y realice la capacidad de libertad de todos los individuos».147 La conversación política genuina ha de ocuparse siempre, en alguna forma, de la creación o preservación de este marco. Pero, aparte de esto, el contenido de la acción política no está dado ni prefijado, sino que se genera en el transcurso de su ejecución. Kateb sugiere que una constitución existe menos para la realización de ciertos fines que para las «indefinidas posibilidades futuras de acción política; [...] el marco varía en función de su contenido, de las experiencias que configura y alberga».148

Esta interpretación del contenido de la acción política nos devuelve a la acusación de vacuidad formulada por los críticos de Arendt. En su lectura esencialmente benevolente de su obra, Habermas elogia a Arendt por distinguir entre una concepción genuinamente política del poder (el poder como resultado del acuerdo y la actuación conjunta) y el modelo estratégico promovido con tanta frecuencia por la tradición.149 No obstante, el admirable intento de Arendt de separar las relaciones comunicativas de las instrumentales o estratégicas genera una visión de la política demasiado estrecha, «que no es aplicable a las relaciones modernas».150 Para que su concepción de la política resulte verdaderamente útil, ha de expandirse para dar cuenta de las relaciones socioeconómicas, una dimensión irreductible de la política en el mundo moderno.151

Si la caracterización habermasiana del «estrechamiento de lo político» por parte de Arendt es correcta, entonces la teoría política arendtiana adolece de una debilidad gravísima. De hecho, según Richard Bernstein, la distinción entre lo social y lo político engendra en el corazón de su teoría una autocontradicción. Y es que, ¿cómo podemos tomarnos en serio a una filósofa política que insiste en que «hay que dar a cada persona la oportunidad» de participar, pero que hace la vista gorda ante el problema de cómo crear, por medios políticos, las condiciones que contribuirían a garantizar dicha oportunidad?152 ¿No es acaso la estrechez de su estructura conceptual el obstáculo principal que separa su visión de la acción política de las realidades de la política contemporánea?

La concepción de Arendt del contenido de la política es, como he argumentado, deliberadamente excluyente. De hecho, su deseo de obtener la «máxima autonomía posible» para la política es la fuerza motriz que impulsa su pensamiento sobre la acción.153 No obstante, esto no tiene por qué tornar irrelevante su concepción, ni excluir la posibilidad de revisión. Aun así, no ha de exagerarse el grado en que la acción arendtiana se ocupa o puede ocuparse de asuntos socioeconómicos.154

A este respecto es preciso abordar varias cuestiones. En primer lugar, el punto más evidente en contra de Habermas estriba en que el concepto de acción planteado por Arendt no aspira a la generalidad descriptiva: su potencial crítico deriva precisamente de su extrañeza y de su carácter de oposición. Cierto es que su noción de acción y la distinción entre acción y violencia no ayudan demasiado a aislar las formas más complejas de coerción (por ejemplo, la distorsión ideológica, la manipulación de los medios de comunicación) que dominan con frecuencia nuestra esfera pública. Pero en la medida en que el proyecto habermasiano se centra en la identificación de los criterios necesarios para distinguir el consenso genuino del consenso de facto, su objetivo es muy diferente del de Arendt.155 La «adecuación» del concepto arendtiano de acción debería juzgarse por su capacidad de distinguir la esfera pública de otras esferas y por su capacidad de preservar el fenómeno fundamental de la pluralidad.

En segundo lugar, la acusación de autocontradicción que Bernstein formula contra Arendt carece de fundamento. En efecto, afirmar que «toda persona ha de tener la oportunidad de participar en política transforma la cuestión social», ya que «esto significa que debemos afrontar con honestidad el problema de cómo lograr o cómo esforzarnos por hacer realidad una sociedad en la que todo el mundo tenga la oportunidad de participar en la política».156 Ahora bien, en sentido estricto, los problemas suscitados por la meta de una mayor justicia social son prepolíticos. Aquí es preciso distinguir entre las condiciones mínimas necesarias para la acción y la consecución de un acceso genuinamente equitativo a la esfera pública (algo que ninguna sociedad ha logrado hasta la fecha). Arendt se alinea con los liberales, y en contra de los socialdemócratas, al considerar que la garantía constitucional de los derechos políticos es más importante que el objetivo abstracto de la justicia social. Su preocupación primordial es la igualdad de los ciudadanos, y no tanto la mayor igualdad de condiciones. A su parecer, la relación entre ambas es harto más vaga de lo que sugiere Bernstein.

En tercer lugar, la concepción de la praxis de Arendt, aunque restrictiva, es algo más flexible de lo que creen Habermas, Bernstein o Pitkin. Ante la presión de los críticos en lo tocante a su definición demasiado estrecha de «lo político», Arendt indicaba que (aparte de las restricciones formales) su concepción era «abierta» en dos sentidos. Primero porque ella misma admitía que el contenido de la acción política —aquello de lo que hablan los ciudadanos— varía histórica y culturalmente. La conversación política versa sobre el mundo. Ahora bien, Arendt emplea el término «mundo» en un sentido muy particular: el mundo es ese «intermedio» que «relaciona y separa al mismo tiempo a los hombres».157 Tiene realmente el mismo alcance que «lo público», en el sentido amplio del término: «aquello que es común a todos nosotros».158 El contenido de este mundo o este «intermedio» es inevitable que «varíe en cada grupo de personas».159 Como dice Arendt en respuesta a una desconcertante pregunta de Mary McCarthy:

La vida cambia constantemente y las cosas están constantemente ahí para hablar de ella. En todo momento, las personas que viven juntas tendrán asuntos que pertenecerán al ámbito de lo público, que serán «dignos de ser discutidos en público». Es muy posible que esos asuntos sean completamente diferentes en cada momento histórico. Por ejemplo, las grandes catedrales eran el espacio público de la Edad Media. Los ayuntamientos aparecerían más tarde. Y tal vez allí tuvieran que hablar de un asunto que tampoco carece de interés: la cuestión de Dios. Así pues, lo que llega a ser público en cada período parece completamente diferente.160

Esta respuesta relativiza el «contenido propio» de la esfera pública y la acción política sin renunciar a las diversas restricciones anteriormente esbozadas. La respuesta de Arendt parece evasiva, pero en realidad es muy coherente con su posición «oficial». Está claro que cualquier marco de acción ha de poseer ciertas cualidades formales: debe crear un espacio de igualdad artificial del que se hayan eliminado en gran medida la violencia y la coerción, y en el que los ciudadanos tengan la oportunidad de hacer oír sus voces. Es evidente asimismo que la política debe versar sobre sí misma, en el sentido de que su preocupación primordial ha de ser siempre la salud de esta esfera pública y la manera particular de estar juntos que esta hace posible. El carácter autónomo de la política halla su expresión fundamental en estas forma y contenido. Ahora bien, los objetos del discurso político, las cosas mundanas que llenan este espacio público, variarán y estarán sujetas a disputa. Esto no equivale a decir que, como nuestro espacio público está lleno de temas socioeconómicos, estos son o deberían ser su contenido apropiado. Antes bien, significa que la cuestión del contenido (entendido ahora en el sentido del referente mundano de la acción) es secundaria con respecto al espíritu y la estructura formal de la acción política. Ciertas clases de preocupaciones socavan el «cuidado del mundo» que, a juicio de Arendt, anima toda vida genuinamente política.

Así pues, las «revisiones» que propone Arendt no cuestionan seriamente su concepción original del contenido propiamente político de la acción. Arendt continúa aplicando la distinción entre praxis y poiēsis, una distinción que excluye de la esfera pública los modos de acción coercitivos o esencialmente instrumentales, así como los asuntos «domésticos» o administrativos. Su estrategia excluyente se antoja menos extraña si recordamos el motivo que subyace a su teoría de la acción. Arendt deseaba por encima de todo distinguir la vida de la acción de las demás actividades que constituyen la vita activa; además, quería afirmar el incesante debate, la deliberación y la pluralidad que caracterizan el bíos politikós. Al utilizar la distinción aristotélica para centrar la atención en el carácter atélico de la acción política, fue capaz de liberar la acción del dominio de la esfera socioeconómica y restaurar así, al menos en principio, el valor inherente de la pluralidad de opiniones.