«Para mí, la religión ahora es la última frontera»4.
Norman Mailer
«Europa no cree en nada»5.
Albert Camus
«La Iglesia católica está inmersa en un largo proceso de suicidio»6.
Michel Houellebecq
El callejón sin salida de la historia, la lluvia ácida y la máquina de vapor de la Ilustración
Hace cuarenta años apareció en Estados Unidos un pequeño libro de filosofía, Tras la virtud. El autor, el exmarxista escocés convertido al catolicismo Alasdair MacIntyre, analizaba la cultura occidental y no veía más que confusión.
Una «nueva edad oscura» emergía ante nosotros. «Imaginemos que las ciencias naturales fueran a sufrir los efectos de una catástrofe. La masa del público culpa a los científicos de una serie de desastres ambientales. Por todas partes se producen motines, los laboratorios son incendiados, los físicos son linchados, los libros e instrumentos, destruidos. Por último, el movimiento político ‘Ningún-Saber’ toma el poder y victoriosamente procede a la abolición de la ciencia que se enseña en colegios y universidades apresando y ejecutando a los científicos que quedan»7.
Se busca un renacimiento cultural, pero solo se poseen fragmentos, «partes de teorías [...], semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no siempre del todo legibles porque están rotas y chamuscadas». Los niños las aprenden de memoria. Pero los filósofos ya no entienden que han caído en un caos. «La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en el mundo imaginario que he descrito». El futuro imaginario de MacIntyre concluía así: «Y si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las edades oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente, San Benito»8.
El primer Benito nació en el 480 d.C. en una pequeña aldea de Umbría. Y al mismo tiempo en que se construía un monasterio en Montecassino para sus monjes, se cerraba la Academia platónica en Atenas. El Imperio romano se estaba derrumbando, sacudido por disturbios internos, bajo nivel de natalidad, crisis económica, malestar y desórdenes sociales. El legado intelectual de la Academia platónica podría haber desaparecido y la cultura clásica podría haber terminado como la de los mayas. Si esto no sucedió, se lo debemos a Benito, proclamado patrón de Europa por Pablo VI en 1964. Sus monjes, —al igual que los monjes irlandeses que conservaron los tesoros de la cultura occidental9— no solo salvaron la civilización grecorromana durante los siglos oscuros, sino que fueron capaces de transformarla a través de la visión bíblico-cristiana. El resultado de esta fusión entre Jerusalén, Atenas y Roma fue lo que hoy llamamos «Europa» o, de manera más amplia, «Occidente».
Esto fue explicado por otro Benito nacido en 1927 en Marktl am Inn, Alemania, bajo el nombre de Joseph Aloisius Ratzinger, quien dijo en un discurso ante el Parlamento de su país: «La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa»10. Y recordaría el ejemplo del primer Benito, quien obró en un «contexto general de una crisis tremenda de valores e instituciones, causado por la caída del Imperio romano, la invasión de los bárbaros y la decadencia de las costumbres»11.
Dos años después de la elección de Ratzinger —el primer pontífice alemán en quinientos años— lo definí como «el papa de la Ilustración» en un artículo del Wall Street Journal12. Otros, como Joël Guibert, lo llamarían «el papa de los últimos tiempos»13. El papa del fin del mundo, del nuestro, reflejado en el cierre del monasterio de San Benito de Mijailsberg en Siegburg, Alemania, fundado en 106414. Siendo pontífice, Ratzinger visitaría un enclave católico en el corazón de la Reforma protestante y de la antigua RDA comunista, Eichsfeld, un triángulo en la frontera entre Turingia, la Baja Sajonia y Hesse. Actualmente, solo el 6,9% de la población es católica15. Eichsfeld era una espina católica clavada en la carne de la Alemania comunista. «Aquí en Turingia y en la antigua RDA habéis tenido que soportar una dictadura ‘parda’ (nazi) y ‘roja’ (comunista), que para la fe cristiana provocaban el mismo efecto de la lluvia ácida»16, dijo Ratzinger. Esa lluvia ácida tenía un nombre preciso: nihilismo.
Cuatro años después de la caída de la Unión Soviética, Ratzinger citó al filósofo polaco Andrzej Szczypiorski, que había descrito el dilema de la libertad tras la caída del Muro durante las Semanas universitarias de Salzburgo. De niño, Szczypiorski había participado en el levantamiento de Varsovia de 1944 contra el ejército nazi. Su luna de miel con el comunismo duró hasta 1968. Empezaron los problemas con la censura, las prohibiciones de las editoriales, la retirada del pasaporte, el confinamiento y la cárcel. La primera edición de la novela La bella señora Seidenman fue publicada de forma clandestina en 1984.
El anticomunista Szczypiorski citado por Ratzinger tenía una terrible visión de Occidente y su lluvia ácida después de la caída del comunismo: «La caída de la concepción soviética del hombre y el mundo en la práctica política y social liberó a millones de vidas humanas de la esclavitud. Sin embargo, en el patrimonio intelectual europeo, a la luz de la tradición de los últimos doscientos años, la revolución anticomunista también marca el fin de las ilusiones de la Ilustración, es decir, la destrucción de la concepción intelectual fundamental en el desarrollo inicial de la Europa moderna (...). Ha comenzado una época notable y sin precedentes de desarrollo uniforme. Y de pronto se ha visto, probablemente por primera vez en la historia, que existe únicamente una fórmula, un camino, un modelo y un método para organizar el futuro. Y el ser humano ha perdido fe en el significado de las revoluciones que están ocurriendo. También ha perdido la esperanza de que el mundo pueda cambiar y su transformación valga la pena [...].Tal vez, al cabo de dos siglos de funcionamiento útil y sin dificultades, el motor a vapor desgastado de la Ilustración se ha detenido a la vista de nosotros y con nuestra cooperación. Y el vapor simplemente se está evaporando. Si de hecho así están las cosas, las perspectivas son desalentadoras»17. Algunos años más tarde, Ratzinger vaticinaría para Europa un «cielo oscurecido por nubes negras»18.
«Necesitamos hombres como Benito de Nursia que, en una época de dispersión y decadencia, se sumió en la soledad más extrema, llegando […] a fundar Montecassino, la ciudad de la montaña que, en medio de muchas ruinas, aunó las fuerzas a partir de las cuales se formó un mundo nuevo»19, dijo Benedicto XVI. Europa y cristianismo, Europa y libertad. Es el significado que Michelet resumió en la famosa imagen: «Lo más libre del mundo es Europa»20. La Europa de Ratzinger, como la de Benito de Nursia, es hoy el terreno donde uno puede medirse sin escapatorias con esa grave crisis de civilización evocada por Szczypiorski. Quo vadis Europa?, decía a continuación el papa. En su discurso del 12 de septiembre de 2008 en el edificio gótico más prestigioso de París después de la catedral de Notre-Dame, el Collège des Bernardins, Ratzinger celebró la Europa de los monasterios benedictinos. «El Viejo Continente ha estado durante toda su vida en el horizonte de su pensamiento»21, escribirá la Faz sobre Ratzinger. Esa Europa que veía decaer precipitadamente y que —dirá—, «parece haberse vaciado desde el interior, paralizado en cierto modo por una crisis en su sistema circulatorio»22. El exeditor Conrad Black cuenta en su autobiografía un episodio extraordinario: «El cardenal Gerald Emmett Carter me llevó a cenar con el cardenal Ratzinger durante una visita a su casa en 1990. Solo estábamos nosotros tres y el canciller del cardenal Carter. Ratzinger lamentó el ‘lento suicidio de Europa’: la población estaba envejeciendo y disminuyendo, y los no nacidos se sustituían parcialmente por inmigrantes que no se adaptaban. Pensaba que Europa se despertaría de su letargo, pero que antes habría días difíciles»23. Percibía una Europa que, «no obstante su duradera potencia política y económica, se ve, cada vez más, como condenada al declino y al obscurecimiento»24.
Era el año 1990: ya había surgido el primer gobierno poscomunista en la Polonia de Karol Wojtyla, el Muro de Berlín era un recuerdo, los checos y los eslovacos de la plaza de San Venceslao con Václav Havel habían hecho la Revolución de Terciopelo, Rumanía había fusilado la dictadura socialista de Nicolae Ceaușescu, la Unión Soviética se estaba derrumbando como un gigante de arcilla y toda la historia estaba «de nuestro lado», de Occidente, o eso parecía. Una vez que toda Europa había afirmado el valor de la libertad y la democracia, ¿no era obvio que Occidente se iba a apoderar del mundo? ¿Y no era cierto que Occidente ahora coincidía con el mundo?
He aquí «el fin de la historia», donde ya no existían oponentes visibles y creíbles de la única idea triunfante del siglo XX, la democracia liberal. Los «últimos hombres» de Friedrich Nietzsche, estacionados en el callejón sin salida de la historia, somos nosotros, que ganamos la guerra ideológica pero no sabemos qué hacer con esa victoria. Nos comportamos como huérfanos de un gran enemigo. El mal era claramente perceptible, y, en consecuencia, también el bien. Por otra parte, Ratzinger ya advertía a Europa de un riesgo inminente de «suicidio». Veía más lejos que todos los demás. Veía un Occidente acomodado sobre trofeos imaginarios, aturdido por la embriaguez del triunfo, ebrio por el sentido de omnipotencia, que había empezado a volverse perezoso, a dejarse envolver por las telarañas del tedio de la vida. Ratzinger había entendido que en Occidente se había implantado un nuevo poder desideologizado pero no menos granítico que antes, que ya no buscaba influir en el pensamiento sino eliminarlo, imponiendo un conformismo puramente externo.
El desierto avanza, decía Nietzsche a finales del siglo XIX en el agotamiento nihilista de los valores occidentales. También Ratzinger dirá que estamos frente a un «desierto espiritual»25. Jean Mercier tenía razón cuando definía a la de Ratzinger la «generación del desierto»26. Todo le parecía mitigado y anestesiado, pero en la profundidad de un desierto interior Ratzinger vio la semilla de la solución. En este caos, la Iglesia sería «la memoria de ser hombres ante una cultura del olvido, que ya sólo se conoce a sí misma y su propio criterio de medida»27. ¿Podía haber una definición más bella en la que pudiesen reconocerse incluso los laicos alarmados por la discontinuidad histórica y cultural que ya se vislumbraba?
«Occidente» ha sido una empresa colosal, cuyo nombre se ligaría al que se convertiría en uno de los gigantes del siglo XX que, tan pronto hablara y escribiera, aumentaría la lista de sus enemigos dentro y fuera de la Iglesia, entre progresistas, católicos liberales y musulmanes. El ducentésimo sexagésimo quinto sucesor de Pedro, instalado en los aposentos papales con los libros, la mesa que compró en los años cincuenta, el piano donde tocó a Mozart y con los fieles gatos, es el hombre que haría de Europa una obsesión, hablando de ella en lugares significativos de su historia: Múnich (1979), Cracovia (1980), Espira (1990), Berlín (2000), Roma (2004) y, en vísperas de la muerte de Juan Pablo II, en Subiaco, una de las raíces espirituales e intelectuales de la historia europea.
«La modernidad desalmada ha llegado a su fin»28, escribió el periodista católico Martin Lohmann a principios de la era de Ratzinger. Europa, según Ratzinger, era la carnicería cultural del cristianismo y la Iglesia no podía concebir abandonarla, como, en cambio, lo hizo. Hablando en el Palacio de la Música y Congresos en Estrasburgo el 29 de abril de 1979, Ratzinger dijo: «Las sociedades orientales de hoy en día me parece que son en gran medida sociedades poseuropeas»29. Los ataques que el futuro pontífice recibió demostraron la importancia que el cristianismo todavía tenía en la conciencia occidental. También se trataba del ataque a uno de los intelectuales más prolíficos de la reciente historia europea: antes de convertirse en papa, Ratzinger había escrito 86 libros, 471 artículos y prefacios y otros 32 títulos junto con un promedio de unos 30 ensayos al año, sin contar con los documentos oficiales de su Congregación30.
En 1980, desde Cracovia, Ratzinger lo explicó claramente, cuando esa parte de Europa pensaba que había borrado las raíces cristianas europeas mediante el marxismo y el ateísmo: «Todo pueblo europeo puede y debe reconocer que la fe ha creado su propia patria y que nos perderíamos a nosotros mismos al deshacernos de ella»31. Y veinte años más tarde, el apacible profesor y cardenal explicaría que también Europa occidental estaba en peligro de perderse.
No es coincidencia que en el Occidente libre el proceso de descristianización, aparentemente indoloro, haya tenido lugar antes que en los países del Este. En Occidente el 68 traía la insignia de la «liberación»; en el Este, de la libertad. En el apogeo del Occidente europeo, Ratzinger, que siempre tuvo el valor de remover las aguas tranquilas, divisaba las sombras de un atardecer inminente. Su lámpara iluminó, al menos por un momento, la cara oculta del Viejo Continente.
El elefante, la verdad y los ciegos
En 1999 tuvo lugar una conferencia organizada por la Universidad de París-Sorbona y el Instituto Universitario de Francia sobre los «desafíos del 2000». El medievalista Rémi Brague advirtió sobre los riesgos de implosión que podría causar la debilidad demográfica del norte del planeta. Una preocupación compartida por el canadiense Charles Taylor, que describió cómo un concepto demasiado estrecho de liberalismo había llevado a limitar la noción de bien a la esfera privada. El cardenal Ratzinger, el único teólogo católico presente, habló de la crisis del cristianismo, afirmando que la «síntesis entre razón, fe y vida» que ha hecho del cristianismo una religión universal ya no es convincente hoy en día, porque ya no hay certeza sobre la verdad. Por el contrario, «el cristianismo, tanto hoy como en el pasado, sigue siendo la opción por la primacía de la razón y la racionalidad»32. Según Ratzinger, la verdad en la cultura contemporánea se había convertido tan «solo en una expresión cultural de la sensibilidad religiosa en general»33. Y recordó la parábola budista del elefante y el ciego.
Un rey indio reunió a todos los habitantes ciegos de la aldea alrededor de un elefante e hizo que cada uno de ellos tocara una parte diferente del animal. Entonces el rey les preguntó a todos: «¿Cómo es un elefante?». Y, dependiendo de la parte que habían tocado, los ciegos respondieron: «Es como una cesta tejida, es como una cacerola, es como el palo de un arado». Comenzaron a pelearse, gritando, «el elefante es así, así y así», y empezaron a pegarse entre ellos, para diversión del rey. Ratzinger explicó que el hombre contemporáneo es como los ciegos.
¿Quién no tiene hoy en Europa la sensación de vivir en una civilización ciega, asediada y sofocada desde dentro? ¿Quién no siente una enfermedad de la cual es difícil predecir su curso? ¿Quién no se pregunta si no viviremos una trágica aceleración, una oxidación o desgaste indefinidos? En 1990, desde Espira, Ratzinger habló de la Zivilisation des Todes, una «civilización de la muerte»34. En el 2011, dos años antes de renunciar al pontificado, denunció «una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un ‘paraíso’ sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un ‘infierno’». Ratzinger evocó un «eclipse de Dios»35, como si el humanismo europeo se prolongara en el nihilismo y el repudio indignado del mundo en nombre de la utopía, de la sociedad «liberada».
Uno de los laicos cercanos a Ratzinger, el académico francés Jean-Luc Marion, escribía: «La crisis más profunda, si bien en el sentido más secreto de nuestro tiempo, se debe a la dilución, la evanescencia y tal vez la desaparición de una racionalidad capaz de aclarar preguntas que van más allá de la gestión y la producción de objetos, sino que definen nuestra forma de vida y nuestro modo de morir [...]. Rara vez la filosofía (y la ‘ciencia’) ha sido menos capaz de hablar sobre nuestra condición que hoy en día —qué somos, qué podemos saber, qué debemos hacer y qué se nos permite esperar—. Este desierto seco de racionalidad se llama nihilismo [...] Nuestra tragedia»36.
A este desierto, a esta tragedia, Ratzinger se dedicaría por entero. «Ratzinger es el último papa que se siente en su salsa en la historia intelectual europea»37, afirmaba Alan Posener. Alasdair MacIntyre no habría imaginado que, tan solo diez años después de su terrible final sobre el «Nuevo Benito», justo en California, una de las capitales del Nuevo Mundo, aparecería otro, Ratzinger, que en una conferencia en Menlo Park en 1999 explicaría lo siguiente: «se ha establecido un clima filosófico que, en su subjetivismo exagerado, es muy escéptico con respecto a las cuestiones de verdad y significado, creyendo en cambio que no hay más que interpretaciones diversas y contrapuestas. Es un subjetivismo que no se limita a una élite cultural, sino que está difundido en toda la sociedad y toma la forma característica de un relativismo generalizado»38. «Cuando la filosofía ignora por completo este diálogo con el pensamiento de la fe, termina siendo lo que Karl Jaspers formuló como una ‘seriedad vacía’»39. El vacío es el de una sociedad liberal que debe ser relativista. Pero, advirtió Ratzinger, lo relativo no puede absolutizarse: creer lo contrario es precisamente el error de las ideologías políticas totalitarias.
Era el comienzo de un sutil y seductor totalitarismo, aparentemente benigno. En una entrevista con el diario francés Le Monde en 1992, Ratzinger lo denominó el «terrible peligro del nihilismo»40.
No tendremos nada que defender ni nada que esconder
«Da la impresión de que la historia del cristianismo a lo largo de los últimos 400 años no ha sido más que un continuo batirse en retirada», escribía Ratzinger en su libro Creación y pecado. «Desde luego, siempre se ha encontrado algún truco para poderse replegar. Pero es prácticamente inevitable el miedo de que poco a poco hemos sido empujados al vacío y de que llegará un momento en que ya no haya nada que defender ni camuflar»41. Terribles palabras escritas cuarenta años antes de la realidad.
El biógrafo del papa, Peter Seewald, ha explicado su gran obsesión: «La identidad de Europa se había convertido ya en uno de los temas claves de Ratzinger. La decadencia de la cultura occidental le duele personalmente. A ese tema ha dedicado gran parte de sus artículos y discursos [...]. Procede de un país en el que la división de la Iglesia ha abierto, hasta el presente, la mayor herida de la cristiandad [...]. De aquí salieron las grandes corrientes ateas. Entre las consecuencias de estos fenómenos se cuenta el hecho de que, actualmente, en muchas ciudades del este de Alemania como Magdeburgo, el número de la población cristiana —el 3%— no sea superior al de Shanghái o Bagdad»42. «Su papel es representar a la civilización occidental»43, ha afirmado el estadounidense Michael Novak sobre Ratzinger. Esta es, según Novak, la pregunta central de Ratzinger: «¿Cuál es la cultura necesaria para prevenir a las sociedades libres de sus peligros internos y hacerlas dignas de los sacrificios que las han construido?»44.
Para él la hegemonía política mundial de Occidente después de 1989 era una utopía. Ratzinger había comprendido que los grandes éxitos contenían en sí mismos la crisis, y, tal vez, la caída de Occidente. Era la «resignación frente a la verdad» de la que Ratzinger habló desde el monasterio austriaco de Mariazell, «el núcleo de la crisis de Occidente, de Europa»45. Por encima de las máscaras de la estupidez y la codicia, Occidente llevaba la de la desesperación.
En Mariazell, localidad de los Alpes de Estiria —el pulmón verde de Austria—, hay un santuario mariano que une espiritualmente a los pueblos del imperio de los Habsburgo. Desde Haydn a Mozart, los organizadores de la visita del papa habían reunido a todas las glorias musicales de Austria. Ratzinger los conocía bien: «Ningún otro contexto cultural tiene una música de tal grandeza como la que ha nacido de la fe cristiana: desde Palestrina a Bach, Haendel, Mozart, Beethoven y Bruckner. La música occidental es algo único, que no tiene parangón en otras culturas»46.
Benedicto XVI fue al santuario para alentar a una Europa occidental que estaba encajando los brutales golpes de la secularización.
Un Occidente aparentemente imparable, pero con una gran inseguridad cultural en su interior, como si todo debiese convertirse en una especie de gran periferia una vez perdido. Una voluntad de impotencia que se traduce en voluntad de la nada y, luego, en voluntad de liquidar lo existente por parte de un Occidente que vive en el bienestar privado, sin darse cuenta de los peligros. «A Benedicto XVI le preocupaba Europa, aquí comenzó el movimiento suicida en Occidente que a día de hoy se está intensificando. Europa es el continente enfermo, estamos junto a su cabecera»47, explicaba el medievalista de la Sorbona Rémi Brague.
Ratzinger estorbó mucho en la época en que todos, contritos, recitaban el acto de abjuración, rompían con su historia, cambiando de nombre, insignia e identidad.
Como filósofo, Ratzinger estaba en contra del culto fetichista de la historia que caracteriza al pensamiento contemporáneo. Los puntos que indicaba del proceso de autodestrucción de la cultura occidental eran la razón reducida a razón científica; el olvido de la cultura judía y cristiana; la verdad que deriva solo de su reproducibilidad técnica; la felicidad sustituida por el bienestar; el «nihilismo de rostro humano»48 del filósofo francés Alain Finkielkraut; el mundo pensado como una inmensa ciudad de vacaciones y deseos; el sexo como fuente de revelación escatológica; y, en palabras del propio Ratzinger, «el silenciamiento de lo auténticamente humano»49.
Para Ratzinger es como si ya no hubiera oposición entre el totalitarismo nazi-comunista y las democracias liberales, porque si el primero quemaba toda tendencia ideal, las segundas nos han traído una tabula rasa, un mundo sin medida, donde todo está ausente, atravesado por una gran pérdida, que termina en una especie de suicidio, cuyo nihilismo se da un festín con el cadáver de la cultura, cuyo sol se pone cada vez más y que vive la última dulzura de un día que ya no tiene nada más que dar.
El catolicismo está cansado y el laicismo radical destruirá el humanismo
El Ratzinger que en 1985 había definido los países socialistas como «la vergüenza de nuestro siglo»50, estaba preocupado por la posibilidad de que Occidente cayera en una nueva «vergüenza» que saldría de los laboratorios, academias, parlamentos, etc.; de todos esos pilares de un pensamiento único contra el que lucharía el hombre vestido de blanco, tan culto como doce profesores juntos, tan humilde como un niño de primera comunión, que vivía como un párroco de pueblo, al que se le veía por las calles de Roma como cualquier otro sacerdote, con la boina en la cabeza y una carpeta destrozada con documentos, príncipe de una curia desorientada y devastada por luchas internas. «Un hombre que parece haber surgido de quién sabe qué gabinete literario renacentista»51, como lo definió la Revue des Deux Mondes.
«En este momento, el Occidente europeo [es] la parte del mundo más opuesta al cristianismo»52, afirmaba Ratzinger durante una entrevista en el programa Excalibur de Antonio Socci. En toda la arquidiócesis de su Múnich, la ciudad donde se saludaba, en vez de con un simple buen día, con un Gruess Gott (saludo a Dios), la ciudad de la «Rosa Blanca», donde los estudiantes católicos antes de subir a la horca de Hitler querían confesarse, hoy en día apenas cuenta con veintiséis seminaristas en las diversas etapas de formación al frente de un millón setecientos mil católicos53. Basta pensar, en comparación, en la diócesis americana de Lincoln, en Nebraska, que tiene actualmente cuarenta y nueve seminaristas para noventa y seis mil católicos.
«La Iglesia no está aquí para ‘recuperar el terreno perdido’, esta no es su misión»54, ha declarado el cardenal Jozef De Kesel, arzobispo de Bruselas. Después de Ratzinger, la Iglesia está en retirada, abrumada por la secularización, y sabe que muy poco quedará de sí misma —de su infraestructura, de sus hombres, de sus iglesias, de su papel público— en una generación. Como veremos, Ratzinger lo había dicho con medio siglo de antelación.
En la católica Canadá, que exportaba sacerdotes a todo el mundo, nueve mil iglesias cerrarán en un futuro próximo, un tercio del total55. En el Vaticano, bajo el papado de Benedicto XVI, se realizaban conferencias sobre el futuro del cristianismo en Occidente56. Ratzinger dijo en varias ocasiones que surgiría un «catolicismo esclerotizado y cansado»57, reducido al «pragmatismo»58, un «cristianismo burgués»59 como consecuencia de un «cansancio de la fe, también perdida en el relativismo de nuestro tiempo»60. Habló de un sacerdote «desgarrado externamente y vaciado en su interior»61. Y en el funeral de su amigo, el cardenal de Colonia, Joachim Meisner, Ratzinger nos dio la imagen de la Iglesia como un «barco [que] ha asumido tanta agua que está a punto de volcarse»62.
La caída del catolicismo europeo es espectacular y la Iglesia se encuentra en una situación de anemia y decadencia, cuantitativa y cualitativamente, de «autodestrucción»63, aseguró Ratzinger. Estamos siendo testigos de una especie de adiós a la Iglesia católica sin lágrimas, dramas ni nostalgia. El esplendor y la grandeza de la tradición occidental se reducen a una inmensa Viena, un geriátrico rebosante de tesoros de arte, religión y cultura. Para Ratzinger, era una sociedad «autodestructiva»64.
El catolicismo no ha muerto aún, todavía no es un enfermo terminal, su «cadáver aún se mueve»65, sin embargo, en Europa parece que está cerca de tocar fondo. ¿Será Ratzinger recordado como el último papa que trató de mantenerlo con vida? Desde Zagreb, habló del riesgo de esta «Europa [...] destinada a la involución»66.
Este es también el significado de su renuncia, la regresión papal, la renuntiatio de este frágil y cansado anciano en un abandono voluntario de una escena mundial devastadora, en favor de un retiro solitario y meditativo: la caída del catolicismo en Occidente. La renuncia no solo de un papa, sino también de la Europa que le había generado. Durante una reunión para canonizar a los mártires de Otranto, donde más de ochocientos cristianos fueron masacrados por los turcos en 1480 por negarse a convertirse al islam, fue cuando el papa anunció su renuncia, el 11 de febrero de 2013. Un martirio del relativismo.
Seis meses antes de renunciar, Ratzinger había hablado de «una difundida mentalidad nihilista»67 que lo derrotaría, transformándolo, como escribió La Vie, en el «paradójico profeta de una Iglesia minoritaria»68. «Estamos en un momento muy serio: el laicismo radical puede destruir el humanismo»69, reiteró en un seminario de la Congregación salesiana un año antes de convertirse en papa. Como escribió Alain Finkielkraut, «El papa Benedicto nos ha dejado textos filosóficos notables, como el discurso de Ratisbona, donde explica que Europa nació de la confluencia de la espiritualidad bíblica y el pensamiento griego. Este legado está ahora en discusión. Europa corre el riesgo de perder su alma. El cristianismo está en una posición de debilidad. Es perseguido en Oriente y ridiculizado en Occidente»70. La ridiculización de Ratzinger en un Occidente condenado al agotamiento sutil del escepticismo. En el clima de conformismo dominante, que ha hecho de las ideas y los valores un deshecho, a la mayoría le pareció que Ratzinger era un enemigo del bien. Pero éramos nosotros los que no nos dábamos cuenta de que el bien, como diría Philippe Muray, se había convertido en un «imperio»71. Y que aquel papa se había convertido en su gran disidente, y debía ser silenciado.
El mayor problema de nuestro tiempo
Un católico de izquierdas como Gianfranco Zizola, hostil al pontificado de Benedicto, definió perfectamente a Ratzinger como «un pesimista según el cual la única posibilidad de reconstruir una sociedad sana que sepa asegurar su futuro es la de volver a la metafísica clásica»72. Ratzinger ha sido el último gran metafísico de Occidente, donde ya no hay nada sagrado excepto el islam, junto con un quejumbroso humanitarismo. Ratzinger nos pedía «volver a Occidente».
El cardenal guardián de la doctrina católica nacido el 16 de abril de 1927, hijo de un oficial de policía católico conservador y antinazi, nombrado arzobispo de Múnich en 1977 por Pablo VI y enviado por Juan Pablo II para dirigir el antiguo Santo Oficio; una de las mentes reformadoras del Vaticano II; el papa que, para salvar la lengua de Cicerón, instituyó la Academia de Latinidad y que voluntariamente liberalizó la gran misa en latín; el joven erudito que en Baviera se alimentó de la cultura austro-bávara y francófila; el hijo de la Europa polifónica «impregnado de Mozart»73 —como dijo el cardenal de París, Lustiger—, la Europa medieval de las mentes comprometidas en la disputatio; el cardenal que citaba a «los grandes filósofos personalistas de nuestro siglo, Buber, Rosenzweig, Lévinas y la Escuela de Lublin»74, el fundador de la revista Communio y que habló con los teólogos De Lubac, Bouyer, Rahner, Daniélou y Balthasar —ese Von Balthasar que amaba a Mozart y Mahler y que tocaba el pianoforte a cuatro manos con el teólogo protestante Karl Barth—. Esta Europa es la que, con Ratzinger, está desapareciendo.
Ratzinger fue un coloso de la cultura contemporánea, el nuevo Romano Guardini —autor de El fin de los tiempos modernos—, uno de los primeros en ver el inmenso vacío que se abría en Occidente frente a la perspectiva nihilista y posmoderna inminente, y la necesidad de una Iglesia fuerte con una nueva cultura comprometida en el espacio público, en lugar de una Iglesia autorizada a lo sumo para servir como servicio social u oficiar funerales.
Para el director de First Things, R. R. Reno, Ratzinger fue «el último de la generación heroica»75. Es el príncipe de la generación —la de Adenauer y De Gasperi— que permitió que el catolicismo se uniera al humanismo moderno para reconstruir Europa después de los horrores de la guerra y contra la amenaza del marxismo soviético, que hizo de todo para restaurar la confianza propia de un continente transformado en un desierto. Es lo mejor que la Iglesia católica podía dar a Occidente en ese momento histórico. Pero sería derrotado por el «mesianismo secularizado»76, como Ratzinger lo definió en 1987.
En un fragmento de Existencia y persona publicado en 1950, Luigi Pareyson sostenía que la cuestión decisiva para la filosofía de nuestro tiempo sería el problema del cristianismo. También este sería el gran problema de Ratzinger, «una especie de gran inquisidor de nuestros tiempos»77, como lo definió Enzo Bettiza. Un papa exegeta de la crisis europea que seguía los pasos de la decadencia de Occidente de Spengler, de los últimos días de la humanidad de Kraus, de la rebelión de las masas de Ortega y Gasset, del hombre sin atributos de Musil, del colapso de la cultura de Jaspers, del mundo sin alma de Simmel, del nihilismo tecnológico de Heidegger. Junto con Habermas, Dahrendorf, Gadamer, Adorno y Enzensberger, Ratzinger fue también uno de los pocos grandes intelectuales alemanes de renombre internacional, a los que llegará a mencionar en sus encíclicas, como Spe Salvi, donde elogia a «los grandes pensadores de la escuela de Frankfurt, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, [que] han criticado tanto el ateísmo como el teísmo»78.
Este mismo papa citaba a Arnold Toynbee: «No sabemos cómo le irán las cosas en Europa en el futuro [...] Hay que dar la razón a Toynbee en que el destino de una sociedad depende siempre de las minorías creativas. Los creyentes cristianos deben concebirse a sí mismos como esta minoría creativa y contribuir a que Europa recupere de nuevo lo mejor de su patrimonio y estar así al servicio de toda la humanidad»79. Según Toynbee, las civilizaciones decaen y mueren cuando las minorías que han proporcionado los modelos de comportamiento dejan de ser creativas. ¿Ha llegado Europa a este punto de inevitable declive?
«Si ha concentrado en sí tanta venganza, es porque ha captado en qué consistía el problema del relativismo, que amenaza a la humanidad con una caída en picado», explicaba el ensayista francés Denis Tillinac. «Ha conservado con amor filial la memoria bimilenaria del cristianismo; ha querido prevenirla de los riesgos de quedarse atascada o de ser olvidada»80. El nihilismo, esta terrible palabra que desde Nietzsche hasta Heidegger ha estado en el centro de la filosofía europea durante los dos últimos siglos, ha marcado todas sus reflexiones.
La idea de Ratzinger fue tomada por Hermann Rauschning, un conservador prusiano que había sido seguidor del nazismo durante algún tiempo antes de emigrar, que en 1938 definió esta ideología como una forma de puro nihilismo. El nazismo, bajo cuya sombra había crecido Ratzinger, era descrito por Rauschning como un movimiento dirigido únicamente a la destrucción sistemática de todo valor y legado de la civilización europea. Según Ratzinger, «un nihilismo que deriva del vaciamiento de las almas: tanto en las dictaduras nacionalsocialistas como en las comunistas no había acciones que se consideraran malas en sí mismas, siempre y, en todo caso, inmorales; todo lo que podía servir a los propósitos del movimiento o del Partido era bueno, por más inhumano que fuera»81. Y habló de «una antítesis que atraviesa toda la historia, pero que al final del segundo milenio, con el nihilismo contemporáneo, ha llegado a un punto crucial, como grandes literatos y pensadores han percibido, y como los acontecimientos han demostrado ampliamente»82. Ratzinger luchó contra el nihilismo en muchas de sus formas: la equivalencia de las culturas, la Europa que exalta la zona confort del relativismo, que aboga por la paz incluso cuando está bajo los golpes de la yihad islámica, que sucumbe al neolingüismo orwelliano, la Europa que se llama a sí misma secular mientras practica una forma intolerante de ideología secularista.
Cuando Ratzinger fue elegido, fueron pocos los intelectuales laicos que no se unieron a la doxa anticatólica progresista y que reconocieron el momento histórico que estábamos viviendo con la elección de ese profesor. De la misma manera, Alain Finkielkraut, uno de los cuarenta «inmortales» de la Academia francesa, autor de La identidad desdichada, definió a Ratzinger como el papa que supo señalar con el dedo el «gran problema de nuestra época, el relativismo [...]. Excomulgado por el pensamiento mayoritario [...] —que podríamos denominar como los preceptos mediáticos de la congregación para la propagación de las doctrinas de lo políticamente correcto—, han decidido que este papa no es conveniente para el mundo. No era, decían, lo suficientemente progresista. En lugar de Benedicto XVI, deseaban sin más la elección de Zapatero I». Según Finkielkraut, Ratzinger tiene el mérito «de poner en tela de juicio el odio patológico que Occidente tiene hacia sí mismo hoy en día»83. Ese odio hacia sí mismo, combatido durante años por Ratzinger, es el complicado mecanismo psicológico que transfiere al nivel cultural el insondable misterio del masoquismo.
Ratzinger había recibido de Alemania el rigor académico; de Italia, la alegría de vivir enamorados de la realidad; en Francia aprendió el estilo claro que eligió en 2008 para uno de sus grandes discursos al mundo de la cultura. Si el pontificado de Juan Pablo II fue una respuesta al comunismo, el de Ratzinger fue una respuesta al «nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él y en torno a él reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte», en el que «todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no ‘destacaran’ de la mera materialidad»84.
A esta conclusión también llegarían de forma insospechada laicos como Michel Houellebecq, el autor de Las partículas elementales, esta trilogía literaria dramática basada en el Occidente de Ratzinger. En una conferencia en Bruselas, Houellebecq declaró: «Una sociedad sin religión —lo que hoy se llama una sociedad secularizada— conduce a una vida infeliz y corta. Si considero Occidente desde el punto de vista de estos dos criterios, demografía y religión, que han marcado mi desarrollo espiritual y que se deben considerar fundamentales, llego claramente a las mismas conclusiones que Oswald Spengler: Occidente está en una posición muy avanzada de decadencia»85.
Ratzinger lo había explicado a los obispos canadienses: uno de los síntomas más dramáticos de los «efectos generalizados del siglo» en Occidente es «la caída de la tasa de natalidad»86. Incidió en la misma idea desde Mariazell, en Austria: «Europa carece de niños: queremos todo para nosotros mismos, y quizás no tenemos suficiente confianza en el futuro»87. Hoy en día ningún país europeo tiene una tasa de natalidad por encima de la tasa de mortalidad. Los políticos alemanes han debatido durante años la ausencia de niños, la caída de la natalidad en la nación más rica de Europa, pero sin admitir que el problema es cultural. En cambio, Ratzinger le dio un nombre al fenómeno: aversión al futuro.
Este papa, gigante intelectual, humilde en su aspecto físico, ha sido un «hereje» en la época de lo religiosamente correcto, del sincretismo, del misticismo a medida de uno mismo, del ecumenismo vacío, del diálogo con todos y con nadie, del catolicismo que la cultura dominante quiere sumiso, doblegado, derrotado, marginal. Un peregrino de la modernidad que ha cruzado el viejo mundo europeo marcado por la falta de aliento, el vacío, la burla, la nada. Un papa considerado «retrógrado», guardián de una «tradición obsoleta», pero obsesionado con el declive del catolicismo y con lo que Robert Spaemann denominó como el «nihilismo abrumador de estos tiempos»88.
Un hombre rodeado por aquellos que luchan contra la idea misma de la verdad, que confunden la tolerancia con el relativismo y declaran que la Iglesia es enemiga de la humanidad. Este es el mensaje que deja esta pequeña figura blanca, con su voz apenas audible pero con ideas inéditas: ¡existimos!
Habermas papam: el inconformista y los «intelectuales que se avergüenzan»
Las profecías están escritas en el agua. Las de Ratzinger tienen una mayor consistencia.
Lo había previsto todo. Por eso su presencia era tan intolerable. Como cuando dijo que la Iglesia estaba llena de «suciedad»89 en su interior. Cada palabra que decía era coherente, irrefutable y asombrosa. Denunció la anorexia demográfica, cultural y moral que pone en peligro el futuro de Occidente. Rebatía: «Casi podría decirse que los intelectuales se avergüenzan de hablar, de hacer juicios morales, de tener en cuenta las pasiones y los miedos, que consideran culturalmente inapropiado o poco elegante manejar de manera aséptica categorías como el sacrificio, la elevación espiritual, el vínculo con la herencia recibida»90. Su genio era una amenaza para el vasto contexto de la posmodernidad, la barbarie líquida y dulce de las sociedades «posculturales», y su renuncia fue un gran alivio para muchos, demasiados, incluso dentro de la Iglesia.
Unos años antes de convertirse en pontífice, Ratzinger afirmó: «Quien se encarga de defender la identidad de la fe católica en estas corrientes opuestas a nuestra visión del mundo, necesariamente se ve en desacuerdo con muchas tesis dominantes de nuestro tiempo», «y, por lo tanto, puede parecer una especie de oposición a la libertad de pensamiento, como una opresión del libre pensamiento, por lo que, inevitablemente, este trabajo genera oposiciones y reacciones negativas»91.
Cuando empezó a escribir y hablar, en los años 60, el termómetro de Occidente marcaba una fiebre inesperada pero insistente e insidiosa, aún difícil de descifrar. Es como si no hubiera alteraciones existenciales de la época contemporánea —escepticismo, relativismo, positivismo, desesperación, cansancio, aburrimiento, crueldad ideológica, el famoso Zeitgeist o espíritu de la época— que Ratzinger no hubiera observado y combatido con tenacidad a la vez que con ternura.
«La marginación de la fe católica en la cultura moderna, la dificultad del cristianismo para hablar el idioma de sus contemporáneos, la secularización, el materialismo, el ateísmo, el laicismo que se convierte en una ideología antirreligiosa, el abandono de la noción de verdad, la libertad sexual y la desintegración de la familia han sido durante mucho tiempo objeto de preocupación para Joseph Ratzinger», escribió Patricia Briel. «En Occidente se están produciendo importantes cambios antropológicos que amenazan los fundamentos del cristianismo, y esta es la principal preocupación de la Iglesia»92.
El cuerpo frágil de Ratzinger convivía con un clima pesado. En sus manos, el pensamiento había perdido toda la distancia, se había convertido en algo vital para nosotros. Reflexionaba sobre la modernidad, sin caer en la modernidad. Por eso irritó, provocó y dividió. Era el vicario de Cristo, pero también la voz de una inmensa oposición laica. «Benedicto XVI dentro de su Iglesia, pero sobre todo en el mundo laico, era un alborotador, un extraño»93, escribió Alexander Kissler en Cicero. Así, según Kissler, autor de Papst im Widerspruch, Ratzinger ha sido «un inconformista del pensamiento»94. De hecho, él mismo diría: «Es hora de redescubrir la valentía de ser inconformistas, la capacidad de oponerse, de denunciar muchas de las tendencias de la cultura circundante»95. Esa cultura se había transformado en un rebaño que embiste contra el poder para esconderse a sí misma el hecho de haber caído sometida a otro poder, el del «ciego conformismo con el espíritu de este tiempo»96.
Ratzinger ha sido uno de los intérpretes más originales del relativismo cultural que condenó en varias ocasiones como antesala del nihilismo, como si no hubiera hecho nada más que escenificar, literalmente, el drama de Occidente; un hombre totalmente convencido de que las ideas e ideologías tienen consecuencias en el mundo real y que las sociedades no pueden basarse en mentiras. «Un papa moderno que, sin embargo, nunca se rindió ante la modernidad banal», lo denominó Giuliano Ferrara en Il Foglio. «Ratzinger es un pensador colosal que tiene una costumbre germánica con las obsesiones del nihilismo contemporáneo. Un papa filósofo»97.
Ratzinger repetía que el hombre no es simplemente un ser con libertad y derechos, sino que también es razón, intelecto y deberes hacia «los que viven, los que están por nacer y los que han muerto»98, como los definió Edmund Burke. Esperaba que las sociedades se construyeran no solo sobre el deseo, sino también sobre la identidad. «Porque la enfermedad espiritual que aflige a la Iglesia católica se llama relativismo, y el centro del contagio es la misma Europa», explicaba el politólogo americano Michael Novak. «Ratzinger viene del corazón del Viejo Continente y es absolutamente necesario hacer de este problema su principal desafío»99.
Cuando algunos estados federados alemanes abolieron la hora de la religión para reemplazarla por la de ética, Ratzinger pidió a las escuelas alemanas que enseñaran a los niños a reconocer «las grandes tradiciones del espíritu de Occidente que han marcado la historia y la cultura europeas y que siguen inspirándola»100. Fue uno de los pocos en hacerlo, ciertamente el más importante. Ha sido un padre intelectual que luchó contra las ideas preestablecidas, los prejuicios forzados y las falacias divulgadas por intelectuales en busca de hacer carrera. En su discurso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas de París en 1992, Ratzinger elogió a Andrei Sakharov, el gran científico y humanista soviético que pagó cara su oposición y disidencia anticomunista. «Aquel que amaba tanto a su país, tuvo que acusar a un régimen de empujar a los hombres a la apatía, al cansancio, a la indiferencia y que les hacía caer en la miseria, por fuera y por dentro [...] Robert Spaemann ha declarado recientemente que tras la caída de la utopía ha empezado a extenderse un nihilismo banal cuyas consecuencias podrían ser igual de peligrosas». Y acometió contra el filósofo americano Richard Rorty, uno de los «maestros malvados» de la posmodernidad. «El ideal de Rorty es una sociedad liberal en la que ya no hay valores ni criterios absolutos; el bienestar será lo único que valga la pena perseguir». Ratzinger concluyó citando a Tocqueville, cuyo análisis de la democracia en América le había «impresionado mucho»101.
«Un crítico americano lo ha llamado ‘neoconservador’, no en el sentido de los halcones de la política extranjera», explicaba el diario alemán Die Zeit. «‘Neo’ es su conservadurismo, porque no es ingenuo sino reflexivo, una reacción escéptica del optimismo racional de los años sesenta y principios de los setenta. ¿Realmente hemos llegado tan lejos con el progreso, con la desmitificación de la liturgia, con una idea de la democracia en la Iglesia, con una dilución de la fe que la ha hecho menos opresiva, pero también más aburrida y banal?» El inconformismo constituye el atractivo intelectual de su pensamiento. «Pero no es un inconformismo vital como en el caso de Juan Pablo II, sino uno culturalmente pesimista el que subyace a la visión del mundo de Ratzinger»102.
Ratzinger ha visto el final feliz del nihilismo. En la época del feeling, el light y el fun, ya no existe ni verdad ni mentira, sino una gama infinita de placeres, diferentes e iguales. Y así todo Occidente parece huérfano de su razón de ser, aplastado por vicios culturales que ya no se disimulan. Esta es su «almodovarización» definitiva. Ha estado en esta crisis occidental toda su vida, una crisis que sacudiría incluso al Vaticano.
En su libro Informe sobre la fe de 1985, Ratzinger explicó que dentro de la Iglesia «esperábamos dar un salto hacia adelante y, en cambio, nos encontramos frente a un retroceso progresivo de decadencia»103. «El relativismo se ha convertido, en nuestros días, en el problema fundamental para la fe», escribía ya en 1996. «Se presenta como fundamento filosófico de la democracia, que se basaría en el hecho de que nadie puede pretender conocer el camino correcto. Por lo tanto, una sociedad liberal debería ser una sociedad relativista, una condición de su naturaleza liberal y de su apertura». Pero, si bien no se puede negar una cierta legitimidad al relativismo en el ámbito sociopolítico, «el problema deriva del hecho de que el relativismo se adopta también para cuestiones religiosas y éticas»104.
Ha sido el verdadero padre del concepto de «posverdad», que más tarde se hizo famoso en todo el mundo. La crisis de los sistemas y la disolución de las pretensiones de fundación última nacen y se desarrollan en estrecha relación con la caída de la centralidad de Occidente. «El relativismo difundido, según la cual todo es equivalente y no hay verdad, ni un punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino inestabilidad, desconcierto, conformismo con las modas del momento»105, dijo en 2011.
Se enemistó desde el principio con los medios de comunicación occidentales, definidos en 2008 como «sistemas dedicados a someter al hombre a lógicas dictadas por los intereses dominantes del momento», instrumentos de «una comunicación usada para fines ideológicos o para la venta de productos de consumo mediante una publicidad obsesiva», dispuestos a «manipular las conciencias», «megáfono del materialismo económico y del relativismo ético, verdaderas plagas de nuestro tiempo»106. También lo afirmaría como papa: si por un lado los medios de comunicación «definitivamente multiplican la información, por otro lado parecen debilitar nuestra capacidad de síntesis crítica»107. En los años 80, Ratzinger recordará que el cardenal de Berlín, Alfred Bengsch, le dijo que «veía un mayor peligro en el consumismo occidental y en una teología infectada por él que en la ideología marxista»108. ¿Qué mayor escándalo podría haber que comparar el Occidente libre con el Este comunista?
Porque si en el Este comunista era el Partido el que decidía lo que estaba bien o mal, el riesgo de las democracias occidentales era que la verdad fuera escrita por las mayorías políticas, los plebiscitos ideológicos y la opinión pública. El propio Ratzinger lo explicó desde Bolonia un año antes de la caída del Muro de Berlín: «La democracia no puede sobrevivir sin presuponer un mínimo común denominador ético, valores que no están al alcance de la mayoría»109.
En esos años, otro filósofo católico, impopular en el mundo cultural, Augusto Del Noce, denunció el comunismo que se había «transformado en un componente ideal de la sociedad burguesa que ha perdido lo sacro»110. Los principales adversarios ya no eran el racionalismo o el marxismo, sino la nueva y radicalizada forma de libertinaje que emergía de su derrota. Estos fueron los años en los que André Malraux escribió que «Europa ha terminado su ciclo de grandeza que comenzó con la Reforma y el Renacimiento» y que estábamos experimentando «el fin de una época que ha durado casi cinco siglos»111. También en esos años el sociólogo francés Julien Freund, en un libro apasionante, anunciaba el fin del espíritu europeo.
Por esa razón Ratzinger se abrió a los intelectuales laicos, una novedad sin precedentes en la historia de la Iglesia, al igual que el constitucionalista judío Joseph Weiler, que acuñaría la expresión «cristofobia», atribuyendo a la mala influencia de la generación del 68 los orígenes del laicismo que más tarde se convertiría en la ideología dominante de la Unión Europea. De la misma manera, Jürgen Habermas, el Pontifex maximus de la crítica liberal de izquierda en Alemania, reconocerá que no solo nuestras raíces judeocristianas no son un obstáculo para el diálogo intercultural, sino que son lo que lo hace posible. «Hasta la fecha, no tenemos alternativas. Seguimos alimentándonos de esta fuente. Todo lo demás es charla posmoderna»112. Los dos dialogaron en la Academia católica de Múnich. El filósofo de la Ilustración y el cardenal a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe hablaron de los «fundamentos morales pre-políticos» de la democracia. Y ambos, aunque de manera diferente, propusieron una renovada alianza entre la fe y la razón.
También es de Ratzinger la idea, expresada más tarde en el transcurso de su papado, del «patio de los gentiles»113 —aquellos gentiles que entraban en el templo de Jerusalén solo podían acceder a un espacio reservado para ellos, no los judíos—, un espacio para fomentar el diálogo entre creyentes y laicos, como con el fundador de Comentario, Jean-Claude Casanova, el historiador de arte Jean Clair, los historiadores Alain Besançon y Jean-Luc Marion y otros, como Julia Kristeva, que en Asís, frente a Benedicto XVI, invitó a salvar el humanismo europeo.
Incluso René Girard, el solitaire del pensamiento contemporáneo, el antropólogo francés y autor de obras maestras como La violencia y lo sagrado y El chivo expiatorio, reconoció que el papa Ratzinger estaba comprometido en una guerra cultural: «Pero no es Ratzinger quien ha cambiado y que de repente se ha vuelto reaccionario y conservador. Es la cultura laica la que ha sobrepasado el límite y Ratzinger quiere resistir a esta disolución de la Iglesia sea cual sea el rumbo que tome el mundo [...] En este sentido, estoy a favor de Ratzinger»114. Desgraciadamente, fueron pocos los intelectuales, periodistas y críticos que tuvieron el valor de adoptar una posición similar. Era la «época de la banalización del hombre»115, como Ratzinger la definió en 1987. Más tarde lamentaría que «lo que es técnicamente posible se convierte en moralmente lícito»116.
Yuval Noah Harari, teórico de la sociedad líquida y del pensamiento débil, ha retratado este futuro posratzingeriano de Occidente, el del Homo Deus. El relativismo absoluto ha triunfado. Estamos avanzando hacia un futuro posrreligioso. Las nuevas religiones no surgirán «de las cuevas de Afganistán o de las madrasas de Oriente Medio», sino «de laboratorios de investigación». La historia ha visto el surgimiento y la caída de muchas religiones, imperios y culturas. «El humanismo ha dominado el mundo durante trescientos años, pero eso no es mucho. Los faraones gobernaron Egipto durante tres mil años y los papas dominaron Europa durante un milenio [...]. En retrospectiva, muchos creen que la caída de los faraones y la muerte de Dios fueron acontecimientos positivos»117.
Ratzinger había previsto todo, empezando por su propia elección. «Después de Pío XII nadie esperaba a Juan XXIII », explicó en 1997 a L’Express. «Menos aún al actual papa después de Juan Pablo I. No me atreveré a hacer predicciones. [...] Mañana, en un ambiente anónimo y burocrático, habrá una gran necesidad de una instancia con rostro humano, de un papa que nos recuerde los fundamentos espirituales de nuestra vida»118. ¿Hablaba de sí mismo?
El anti-Génesis y «el parque humano»
Ratzinger identificó el punto de inflexión cultural en la «afirmación en Occidente de la clase media alta, de la ‘nueva sociedad terciaria’, con su ideología liberal-radical de naturaleza individualista, racionalista y hedonista»119. Nos decía que la opinión libre, que era el marco de la democracia clásica, basada en la discusión y la crítica, estaba dando paso a la opinión prefabricada y celebrando una triste victoria. Interviniendo en Roma en un congreso sobre «Fe y Razón» en 1998, el profesor y cardenal habló de «dictadura de la apariencia»120: «Hemos pasado de la cultura cristiana a un secularismo agresivo y a veces incluso intolerante. […La] visión católica y cristiana [...] corre el riesgo de convertirse en algo puramente privado»121.
Sesenta años después de la caída del régimen más perverso, cruel y corrupto de la historia de la humanidad, un alemán se había convertido en la principal autoridad moral del mundo. Ratzinger dijo que los católicos tienen el derecho de desobedecer las leyes que consideran éticamente injustas: «La obligatoriedad de la ley puede encontrar un límite ahí donde ataca una conciencia basada en valores morales y esenciales»122. Estaba desafiando el marco del positivismo europeo. «Cuando el Estado, la sociedad o cualquier otra institución decide si alguien puede vivir o no, la esencia del derecho se pervierte y el legislador se convierte en un tirano»123. Y ponía de ejemplo la época del nazismo, cuando «el Estado se había arrogado el derecho de decidir quién merecía vivir y quién debía ser privado de la existencia», tratándose de «un retorno a la barbarie»124.
Como subraya el profesor Alois Baumgartner de la Universidad de Múnich, «no es casualidad que haya elegido el nombre de Benito. Benedicto XV fue, a principios del siglo XX, el papa que trató de conciliar ciencia y fe, no desafiando ya los progresos científicos, sino cuestionando sus consecuencias para el hombre»125. Como cardenal, Ratzinger sorprendió a todos, explicando que «en cierto sentido Hitler anticipó algunos desarrollos modernos»126 como la clonación o la experimentación médica en embriones humanos. Dinamarca quiere convertirse hoy en «el primer país ‘libre de Down’»127, en el que desaparezca toda una clase de seres humanos, de los que a día de hoy el 98% ya no ve la luz del día, mientras que en Islandia han dejado de nacer.
Asimismo, en plena Guerra Fría, en 1988, Ratzinger proclamó que la amenaza a la civilización no era la guerra atómica, sino la degradación moral. Lo dijo en el Auditorio de la Universidad Católica de Roma, donde había sido invitado a hablar a estudiantes y profesores: «Cada vez es más evidente que el típico mal del mundo moderno se encuentra en la falta de moral»128. En su primer viacrucis como pontífice, Ratzinger incluso habló de «una especie de anti-Génesis»129, una contra-creación.
Otro gran intelectual alemán, Peter Sloterdijk, profesor de filosofía en Karlsruhe, en aquellos años teorizaba sobre el nihilismo nietzscheano: con Dios muerto, los dioses de la razón fugados y habiendo entrado en crisis el humanismo, el hombre se ha podrido, de modo que debemos hacerlo de nuevo. En 1999, Sloterdijk dio una conferencia en el Leer Institut del castillo de Elmau, en Baviera. El título de la conferencia ya indicaba algo perturbador y siniestro: Regeln für den Menschenpark, las reglas del parque humano. El desafío del futuro, dijo Sloterdijk, será comprender «[si] la humanidad pueda llevar a cabo [...] un cambio desde el fatalismo natal al nacimiento opcional y a la selección prenatal»130. El uso de la palabra selektion impulsó al filósofo moral Ernst Tugendhat a evocar el nazismo: «Cuando escucho a Sloterdijk usar la palabra ‘selección’, pienso en la rampa de Auschwitz»131.
El anti-Génesis denunciado por Ratzinger se realizaría en el «parque humano» prefigurado por Sloterdijk, que anunció también la entrada en la era de Nach Gott (después de Dios).
El payaso de Kierkegaard y la ciudad de Magdeburgo
Is God dead?, ¿Dios ha muerto?, se preguntaba una famosa portada de la revista americana Time del 8 de abril de 1966. Tres años más tarde, en un discurso radiofónico, Ratzinger expuso una visión aterradora donde las razones del abandono, el distanciamiento y el relativo olvido estaban todas dentro de la Iglesia.
Ese día de Navidad de 1969, en los micrófonos de Hessian Rundfunk Ratzinger dijo: «De la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad»132.
Un año antes, siendo profesor en Tubinga, en un discurso titulado «¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?», ya había dicho «seguro» que la Iglesia se enfrentaría a «tiempos muy difíciles [...] Su verdadera crisis acaba de comenzar. Habrá fuertes sacudidas»133. Un año más tarde, en su famosa Introducción al cristianismo, el entonces profesor utilizó una alegoría narrada por el filósofo danés Søren Kierkegaard para explicar el estado en el que se encontraría la Iglesia en Occidente, comparándola con un payaso al que ya nadie toma en serio.
Un circo se quemó y para ir a la aldea vecina a pedir auxilio se envió a un payaso, «que ya estaba listo para actuar». Existía el peligro de que la aldea también se quemara. Pero los aldeanos «creyeron que se trataba de un magnífico truco» y le aplaudían. «Pero al payaso le daban más ganas de llorar que de reír; en vano trató de persuadirlos y de explicarles que no se trataba de un truco ni de una broma, que la cosa iba muy en serio y que el circo se estaba quemando de verdad. Cuanto más suplicaba, más se reía la gente, pues los aldeanos creían que estaba haciendo su papel de maravilla». Y cuando el fuego llegó a la aldea, era demasiado tarde, así que el circo y la aldea fueron destruidos. «El que quiera predicar la fe a gente que piensa y vive como lo hombres de hoy puede presentarse ante ellos vestido de payaso»134, escribía Ratzinger en 1969.
Cuatro años más tarde, el escritor católico Michel de Saint-Pierre lanzará un grito de alarma por las iglesias europeas en ruinas como ese circo en un libro, Églises en ruine. Église en péril, («iglesias en ruinas. Iglesia en peligro»). «Pero hoy nuestras iglesias, en un momento en que la furia antirreligiosa está disminuyendo, deben temer muchos otros peligros, y mucho peores que a principios de siglo. Su enemigo hoy en día se reviste de relativismo doctrinal. La crisis de la Iglesia está en pleno apogeo»135. En el mundo católico, la sensación de encontrarse frente a un colapso era por entonces evidente para muchos.
Pero yendo aún más atrás, al 1959, se descubre otro texto de Ratzinger: «Según las estadísticas religiosas, la vieja Europa sigue siendo una parte del mundo casi completamente cristiana», escribía en Die neuen Heiden und die Kirche («Los nuevos paganos y la Iglesia») en la revista Hochland. «No obstante, se puede decir que difícilmente hay otro caso en el que sea tan obvio que las estadísticas engañan. Esta Europa que se llama cristiana se ha convertido desde hace unos cuatro siglos en el lugar de nacimiento de un nuevo paganismo, que crece imparablemente en el corazón mismo de la Iglesia, amenazando con destruirla desde dentro»136.
¿Quién pensaba, diez años después del final de la Segunda Guerra Mundial, una década antes del 68, que la Iglesia se vería arrasada? Solo Ratzinger.
Cincuenta años después, aquí estamos. «Hemos llegado a la etapa terminal de la descristianización»137, declaraba el académico francés Jérôme Fourquet.
En 2001, Ratzinger prefiguró una situación en la que el cristianismo en crisis daba paso a «un paganismo que ya no necesita atacar a la Iglesia, porque la fe se ha vuelto tan ausente que ya no se siente la necesidad de atacarla»138. El presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero calificaría de «reliquia ideológica»139 la idea de que la Iglesia católica podría tener todavía cierto peso en la vida pública. Por primera vez en España, en 2008, un tribunal administrativo ordenaba la retirada inmediata del crucifijo de las paredes de una escuela pública. En 2018, de nuevo por primera vez, un primer ministro español, el socialista Pedro Sánchez, prestó juramento ante el rey y sobre la Constitución, pero sin Biblia ni crucifijo140.
Hoy en España, los grandes ritos católicos se han convertido en reliquias. Según los datos de la Conferencia Episcopal, el 80% de los matrimonios ya se celebran por lo civil (en Cataluña esta cifra es del 90,9%). El país presenta un salto estadístico enorme entre los que han crecido como católicos (92%) y los que ahora se consideran como tales (66%). Una diferencia de más de doce millones de personas, «la mayor de Europa en términos absolutos»141. La población española está abandonando la Iglesia. A día de hoy, la mitad de los niños no son bautizados. «La Iglesia católica española ha entrado en un final de ciclo, como ocurre en otros países [...]. La Iglesia muere lentamente en Europa», escribe el periódico El País142.
En 2001 Ratzinger le dijo de nuevo a Peter Seewald: «¿se empequeñecerá la Iglesia? Cuando lo dije, llovió sobre mí el reproche de pesimista. Y hoy nada parece más prohibido que lo que denominamos pesimismo, y que a menudo es puro realismo. Con el paso del tiempo, la mayoría reconoce que en la fase actual el contingente de cristianos bautizados disminuye en Europa. En una ciudad como Magdeburgo ya sólo hay un 8% de cristianos —entendámonos: sumando todas las confesiones cristianas—. Tales hechos estadísticos revelan una tendencia indiscutible. A este respecto, la proporción entre pueblo e Iglesia disminuirá en determinados ámbitos culturales, como por ejemplo el nuestro. A eso sencillamente debemos enfrentarnos»143. Desde el 2000, la Iglesia católica en Alemania ha desacralizado, demolido y vendido quinientas quince iglesias144, de las cuales ochenta eran del Magdeburgo mencionado por Ratzinger. Los estudios sociológicos muestran claramente que la mitad de los niños de las escuelas públicas de Bruselas son musulmanes. Tan solo el 1% de la población de la capital reconoce practicar la religión católica. En Bruselas los musulmanes tienen setenta y siete mezquitas llenas de gente rezando. Los católicos tienen ciento diez iglesias casi vacías, treinta y cinco de las cuales están destinadas a ser cerradas.
Los periódicos americanos de hoy en día publican análisis similares: «En el corazón del casco antiguo de Bruselas, Marolles —una zona con una población mixta de inmigrantes pobres y hípsteres fumadores de Gauloises— hay una iglesia decadente, la Église des Minimes, construida a principios del siglo XVIII donde había un burdel. Una tarde a finales de diciembre llegué a tiempo para la misa de las 12:15, pero la iglesia estaba completamente vacía. Después de un rato, apareció un hombre y me señaló una puerta. En una capilla no más grande que un comedor, encontré la congregación, compuesta por una mujer de 60 años, un hombre de 50 años y el sacerdote, de pie ante una pequeña mesa cubierta con un paño blanco en la que había una Biblia, un misal, dos velas y un crucifijo»145.
Han pasado casi veinte años desde aquella declaración de Ratzinger, y desde entonces esos datos se han superado casi por todas partes. En un estudio a cargo de la Conferencia Episcopal, los investigadores de la Universidad Albert-Ludwigs-Universität de Friburgo son aún más pesimistas que Ratzinger: el total de confesiones cristianas —sumando las católicas y las protestantes— pasará de los actuales 45.000.000 a 34.000.000 en 2035 e incluso se reducirá a la mitad, a 22.000.000, en cuarenta años. El número de protestantes en la próxima generación bajará de los actuales 21.500.000 a 10.500.000, mientras que el de los católicos pasará de 23.000.000 a 12.300.000146.
Holanda tiene seis mil iglesias, de las que hasta el 80% podría llegar a perder su servicio religioso en un futuro próximo. Hace cincuenta años, en 1969, cuando Ratzinger dio su discurso en la radio, en Holanda había 2.700.000 católicos «activos». En 2016 había 173.000. Se prevé que en 2030 sean poco más de 63.000. Como arzobispo de Utrecht y primado de Holanda, Wim Eijk hizo pública una nota en la que predecía que en 2028 —año previsto para su jubilación— solo quedarán veinte iglesias en su diócesis. Más tarde, hablando con el periódico De Gelderlander, Eijk corrigió el tono: «En 2028 quedarán ocho o diez iglesias»147. El arzobispo también afirmaba que Holanda «abraza un futuro sin iglesias»148. En la entrevista del libro con Seewald Últimas conversaciones, Ratzinger explicó que la Iglesia, en particular la alemana, «morirá» de clericalismo, burocracia y mundanidad: «En Alemania tenemos un catolicismo estructurado y bien pagado, en el que los católicos a menudo dependen de la Iglesia y viven la relación con ella con una mentalidad sindicalista. Para ellos, la Iglesia es solo el patrón al que criticar. No se mueven en una dinámica de fe. Creo que este es el gran peligro de la Iglesia en Alemania: hay tantos colaboradores contratados por la institución que se está convirtiendo en una realidad burocrática mundana»149.
En 2011 Ratzinger quiso ir a Erfurt, la ciudad de Lutero, cuna del protestantismo europeo. «La ausencia de Dios en nuestra sociedad se nota más, la historia de su revelación, de la que nos habla la Escritura, parece relegada a un pasado que se aleja cada vez más»150, dijo Ratzinger. Algo sabía de ello el pastor Johannes Block, vicario de la Stadtkirche St. Marien zu Wittenberg, la iglesia de Lutero, «la Basílica de San Pedro del protestantismo», donde Lutero desafió al papa León X pronunciando sus sermones incendiarios contra la compraventa de indulgencias, donde publicó las 95 tesis y lideró el movimiento protestante para levantarse. En cambio, hoy, cada domingo, Block predica a no más de cien fieles, un número que nunca había sido tan bajo en una ciudad de 135.000 habitantes y cuyo nombre oficial es Lutherstadt (ciudad de Lutero)151. Un estudio dirigido por la Universidad de Münster ha revelado que la afiliación a las iglesias protestantes alemanas ha caído del 59 al 29%, de modo que los protestantes se reducirán a la mitad en poco más de una generación.
La Iglesia de Escocia, mayoritaria en el país (la Kirk, como la denominan los escoceses), la institución que siempre ha constituido el fundamento de la nación, ha perdido el 80% de los fieles en cincuenta años y sus números están disminuyendo ahora un 4% cada año, el equivalente a más de cien personas por semana. Se calcula que la Iglesia de Escocia se reducirá a la mitad en veinte años.
En la portada del periódico alemán Die Zeit aparecía una iglesia y un titular: «¡Ayuda, se viene abajo!»152. Es el barco que se vuelca de Ratzinger.
Un nuevo Tomás Moro en la Inglaterra poscristiana
La Iglesia de Inglaterra se enfrenta a una «catástrofe generacional». Solo el 2% de los jóvenes se identifican con ella, según el informe del British Social Attitudes. El número de personas en general que se identifican con la Iglesia ha disminuido del 31% en 2002 al 14%. Incluso el exarzobispo de Canterbury, Rowan Williams, la máxima autoridad anglicana, ha declarado que «Inglaterra es poscristiana»153.
Ratzinger utilizó la primera visita de Estado del papa a Gran Bretaña para lanzar un ataque contra este «extremismo ateo» y «secularismo agresivo». Ante la reina en Edimburgo, Ratzinger afirmó que el deseo nazi de eliminar a Dios había llevado al Holocausto y apeló a Gran Bretaña a respetar sus raíces cristianas154. «En nuestra propia historia podemos recordar cómo se opusieron Gran Bretaña y sus líderes a una tiranía nazi que quería eliminar a Dios de la sociedad y que negó nuestra humanidad común a muchos, especialmente a los judíos, considerados inadecuados para vivir»155, dijo Ratzinger.
Durante la misa en Edimburgo, Ratzinger lanzó otro desafío a un ídolo inglés: «En la actualidad, el Reino Unido se esfuerza por ser una sociedad moderna y multicultural. Que en esta exigente empresa mantenga siempre su respeto por esos valores tradicionales y expresiones culturales que formas más agresivas de secularismo ya no aprecian o siquiera toleran»156. Al día siguiente, el 17 de septiembre, dirigiéndose a los líderes religiosos en Londres, el papa Benedicto se refirió a la «situación de algunas partes del mundo donde la colaboración y el diálogo interreligioso necesita del respeto recíproco, la libertad para poder practicar la propia religión». Esto incluía, afirmó Ratzinger, «la libertad de seguir la propia conciencia sin sufrir ostracismo o persecución, incluso después de la conversión de una religión a otra»157.
En Westminster Hall, donde Tomás Moro, político católico inglés y mártir, fue condenado a muerte en 1535 tras negarse a repudiar al papa, Benedicto advirtió de la «creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia»158. El hombre vestido de blanco hablaba de ateísmo, de conversión y de falsa tolerancia en la Inglaterra multicultural y poscristiana. Un escándalo.
«Ratzinger es un enemigo de la humanidad»159 escribió el ateo más famoso de Reino Unido, Richard Dawkins. Pero, observando la Inglaterra de hoy, ¿qué podría encontrar el papa? The Independent comentó irónicamente: «El minarete de una mezquita se cierne sobre Regent’s Park, el multiculturalismo ha suplantado al cristianismo como religión, ya casi nadie va a la iglesia, [...] en nuestro culto a las estrellas del pop hemos producido un nuevo reino de idolatría»160.
Havel, la «primera civilización atea» y la lectura de Ratzinger en la cárcel
Ratzinger eligió al país conocido por todos los estudiosos como «el país más ateo de Europa»161, el tercero del mundo después de China y Japón, para dar una estocada a la secularización. Se trata de la República Checa, donde el 91% de los jóvenes entre 16 y 29 años afirman no tener confesión religiosa. ¡Y pensar en cuánto ha sufrido la Iglesia católica bajo el comunismo!
«La mayoría de nosotros creemos que libramos una lucha que estamos perdiendo poco a poco»162 afirmaba en 2009 Petr Příhoda, psiquiatra que se convirtió en portavoz del primer ministro checo después de 1989 y que fue profesor de ética médica en la Universidad de Praga. «En el siglo pasado, la República Checa sufrió una dictadura comunista especialmente estricta, pero también tuvo una resistencia católica y laica de grandísimo nivel», declaró Ratzinger en el vuelo a Praga, la «ciudad de las cien torres» pero cuyas iglesias están siempre vacías. «Pienso en los textos de Václav Havel, del cardenal Vlk, de personalidades como el cardenal Tomásek, que realmente dieron a Europa un mensaje de lo que es la libertad y cómo debemos vivir y trabajar en libertad. Y creo que de este encuentro de culturas a lo largo de los siglos, y precisamente de esta última fase de reflexión —no solo, también de sufrimiento por un nuevo concepto de libertad y sociedad libre—, nos aportan muchos mensajes importantes, que pueden y deben ser fructíferos para la construcción de Europa»163.
Precisamente, fue Havel quien un día en la cárcel pidió una copia de la Introducción al cristianismo de Ratzinger164 —el libro donde el futuro papa en 1969 pronosticó un catolicismo europeo extenuado— y quien condenó, en un gran discurso de impronta ratzingeriana, a «la primera civilización atea»165. Una civilización, apuntó el gran disidente, dramaturgo y presidente de la República Checa, que estaba abocada a la «catástrofe»166. Havel no era religioso, pero odiaba la «relativización de las normas morales» y creía que todos los valores que él apreciaba se perderían si el hombre moderno no redescubría «su ancla trascendental». Definió las instituciones de la democracia como «simples instrumentos técnicos que permiten al hombre vivir con dignidad, libertad y responsabilidad. Pero, por sí mismos, esos instrumentos no pueden garantizar la dignidad, la libertad y la responsabilidad. La fuente de este potencial humano fundamental se encuentra en otra parte: en la relación del hombre con lo que le trasciende»167.
«Al igual que Václav Havel, Ratzinger critica el efecto de este relativismo moral sobre la vida política y el bienestar en Occidente, donde el poder se convierte en ley, la política en manipulación y la propaganda reemplaza al debate»168, explicó el académico Vincent Twomey. El cardenal de Cracovia, Stanislaw Dziwisz, secretario de Wojtyla, dijo en aquellos días que «el comunismo ha caído pero ahora el momento es más difícil y el enemigo más peligroso», que era «un momento crucial» para el futuro de Europa que, «sin recuperar sus raíces cristianas, corre el riesgo de sufrir la misma suerte que un árbol desarraigado», y que en Praga Ratzinger había hablado como «un profeta».169 Mientras Benedicto se preparaba para aterrizar en Praga, Jaroslav Plesl, subdirector de Lidové noviny, uno de los principales periódicos checos, diría que si el papa pretendía provocar un despertar religioso en Europa, la República Checa era el peor lugar, porque ahí nadie creía en nada. Durante una ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de Ruzyné, el pontífice elogió la caída del Muro de Berlín como una «cuenca». «Una tragedia particular para esta tierra fue el despiadado intento del gobierno de entonces de silenciar la voz de la Iglesia»170. ¿Y si hubiera tenido éxito?
Después de la caída del comunismo, Ratzinger seguía viendo su dañina influencia en Occidente. «Creo que las tendencias ideológicas fundamentales del marxismo han sobrevivido a la caída de la forma política que tenían hasta hoy», explicó. «También ellos seguirán determinando el conflicto espiritual. En primer lugar, no debemos olvidar que, tanto ahora como en el pasado, países líderes están gobernados por partidos marxistas: China, Vietnam, Corea del Norte, Cuba. Los partidos más o menos comprometidos con el marxismo desempeñan un papel importante en algunos países de la Europa oriental y occidental. Por otra parte, entre el liberalismo y el marxismo hubo y sigue habiendo una silenciosa connivencia en puntos relevantes: una interpretación del mundo basada exclusivamente en las fuerzas materiales [...] El liberalismo puro no puede superar al marxismo»171.
En 1997 Ratzinger ya había afirmado que el tiempo del catolicismo como la matriz dominante en Europa había llegado a su fin: «En la actual fase histórica no se percibe ningún movimiento masivo hacia la fe. Sin duda sería una falsa expectativa pensar que podría producirse un cambio radical en la tendencia histórica, que la fe se convirtiese de nuevo en un gran fenómeno de masas, un fenómeno que domine la historia»172. Ya ha sucedido. Nueve años después, siendo ya papa, Benedicto XVI puso el ejemplo de Constantinopla para advertir a la cultura occidental del riesgo concreto de un posible fin. «En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos. El historiador Otto Hiltbrunner describe el hecho de manera lacónica: ‘Los últimos [...] hombres sabios emigraron [...] a Italia y transmitieron su conocimiento de los textos griegos originales a los humanistas del Renacimiento; pero Oriente estaba abrumado por la ausencia de cultura’. [...] La cultura europea, greco-cristiana de Bizancio, llegó, no obstante, a su fin»173.
La «caída» y el «psicoterrorismo» del 68
Para el teólogo y periodista Stephan Kulle, «Benedicto XVI es la respuesta de Dios al 68»174.
En un ensayo que causó revuelo y que fue publicado por la revista Klerusblatt en abril de 2019, Benedicto XVI escribió que el «colapso moral» comenzó en la segunda mitad de los años sesenta, con la «revolución de 1968», que incluiría «también el hecho de que la pederastia fue diagnosticada como permitida y conveniente». «Siempre me he preguntado cómo podrían los jóvenes en esta situación caminar hacia el sacerdocio y aceptarlo con todas sus consecuencias. La caída generalizada de las vocaciones sacerdotales en aquellos años y el enorme número de dimisiones del estado clerical fueron una consecuencia de todos estos procesos». La mirada que lanza sobre Occidente es terrible. «El proceso de disolución de la concepción cristiana de la moral, largamente preparado y en marcha, en los años sesenta, [...] ha conocido una radicalidad como nunca antes se había dado». Y, de nuevo: «La sociedad occidental es una sociedad en la que Dios está ausente en la esfera pública y para la que no tiene nada más que decir. [...] En algunas cuestiones a veces se hace inmediatamente perceptible que se ha hecho evidente lo que es malo y destruye al hombre. Es el caso de la pederastia175». Ratzinger prácticamente lanzó una granada al edificio de la cultura europea. Ya lo había hecho en 2010, cuando dijo: «Para oponerse a estas fuerzas debemos echar una mirada a sus fundamentos ideológicos. En los años setenta, se teorizó que la pederastia era algo completamente conforme con el hombre e incluso con el niño»176.
Había roto un tabú. El número 17 de la revista Kursbuch, publicada en 1969 bajo la dirección del enfant terrible de la cultura alemana, Hans Magnus Enzensberger, contenía un artículo titulado «Educar a los niños en la comuna»177. Hacía referencia a la comuna socialista de Giesebrechtstraße, en Berlín, donde habían ido a vivir tres mujeres, cuatro hombres y dos niños. Además de cuentas bancarias comunes y la falta de puertas en los baños, la casa incluía experiencias sexuales con los niños. «Amor en la habitación de los niños», era un título de la revista. Andreas Baader, el líder histórico del terrorismo rojo, dejó a su hija en una de estas comunas. Lo mismo ocurría en Francia.
El 26 de enero de 1977, en nombre de la «liberación sexual de los niños», Le Monde, periódico francés de la izquierda, publicó una petición para bajar la edad sexual de los niños a los doce años, una especie de legitimación ideológica de la pederastia adolescente.
Entre los firmantes se encontraban el poeta Louis Aragon, el semiólogo Roland Barthes, el filósofo marxista Louis Althusser, los psicoanalistas Gilles Deleuze y Félix Guattari, la psicóloga infantil Françoise Dolto, el fundador de Médicos sin Fronteras Bernard Kouchner, el futuro ministro de Cultura Jack Lang, el poeta del existencialismo Jean-Paul Sartre y su compañera feminista Simone de Beauvoir. En resumidas cuentas, el panteón al completo de la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX. Por otro lado, está el caso del maître à penser del antihumanismo, Michel Foucault, que sostenía que el niño es «un seductor» que busca relaciones sexuales con el adulto —el Foucault que proclamó la muerte no de Dios, como Nietzsche, sino del hombre, es decir, la necesidad de deshacerse del humanismo judeocristiano—: «El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin»178, escribió en Las palabras y las cosas.
Ratzinger criticó esta «sociedad mundial salvaje»179 en la que el poder político y el mercado capitalista son una especie de pseudorreligión y el hombre una especie de biomasa manipulable. Contra este proyecto Ratzinger lanzaría un nuevo Kulturkampf. «El 68», sostuvo Christoph Schönborn, alumno de Ratzinger, posteriormente cardenal de Viena, «se ha convertido en la corriente principal y hoy la Iglesia no es la corriente principal»180.
Ratzinger dedicó muchas reflexiones al 68, convirtiéndolo en una coyuntura de la crisis contemporánea, definiéndolo como «las utopías del 68 cuando incluso los cristianos hablaban solo de la civilización mejor que debía nacer»181. Eran los años de Claude Lévi-Strauss y el estructuralismo, Herbert Marcuse y el «francfortismo», el heideggerismo y Foucault.
En torno al 68 se concentraron una serie de hechos decisivos para el destino de Occidente: la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI en defensa de la santidad de la vida, el Mayo francés, la Asphyxiante culture de Jean Dubuffet sobre la cultura de masas, Vietnam y el malestar pacifista en la democracia, la batalla sexual, el marxismo teológico en América Latina, el feminismo, la Primavera de Praga reprimida por los tanques soviéticos, las iglesias de Europa vaciándose de repente, The Population Bomb de Paul R. Ehrlich inaugurando el neomalthusianismo demográfico y el terror intelectual que Ratzinger conoció en las aulas de Tubinga.
Los críticos de Ratzinger afirman que su tiempo en Tubinga lo llevó a detener el acercamiento de la Iglesia al mundo porque, en su opinión, «la habría llevado al caos y al relativismo»182. «Contrariamente a la negra leyenda del Gran Inquisidor, que impuso la ortodoxia en la Iglesia con mano de hierro, Ratzinger no es un hombre de poder ni un político, sino un tranquilo erudito, un típico profesional alemán, como los de antaño» se lee en Die Zeit. «Vivió el 68 en el aula, con un horror casi apocalíptico similar al de la revolución cultural»183. La Universidad de Tubinga, donde Ratzinger fue llamado a enseñar, era «la Meca intelectual de los radicales»184. Allí enseñó el filósofo Ernst Bloch, el gran anciano de la cultura marxista europea que en aquellos años leía la Biblia como un libro revolucionario en nombre de una «teología de la esperanza». Bloch se había trasladado a Tubinga, donde murió en 1977, dejando la Alemania Oriental en 1961, durante la construcción del Muro de Berlín.
En un ensayo de 1996 sobre el Süddeutsche Zeitung, un líder estudiantil de los años 60 llamado Klaus Podak describió el espíritu de Tubinga de la siguiente manera: «La revolución se acercaba. Su aire salvaje y cálido llegaba a Tubinga como una brisa. Nuestras mejillas enrojecieron. Nuestros corazones latían y nuestros ojos brillaban. Nuestros cuerpos temblaban. Estábamos entusiasmados, día y noche»185.
Un antiguo estudiante de Ratzinger en Tubinga, Wolfang Beinert, reveló al Time que los hechos del 68 habían tenido «un impacto extraordinariamente fuerte»186 sobre el futuro papa. Los estudiantes irrumpían en las aulas interrumpiendo las lecciones. Como recordaba Max Sekler, uno de los colegas de Ratzinger: «él era el que atraía a más estudiantes a sus clases, pero esta fascinación intelectual que ejercía también lo convertía en un objeto de odio» y «este caos lo traumatizó profundamente».
Los estudiantes saboteaban las clases y los eventos académicos. Los estudiantes protestantes de teología veían en la cruz de Jesús «la expresión de una glorificación sadomasoquista del dolor»187. El colega protestante de Ratzinger en Tubinga, Wolfgang Beyerhaus, recuerda un manifiesto distribuido por entonces: «Jesús el Señor - Partisano Kasemann»188. Kasemann es una expresión alemana que significa «tonterías», «basura». Ratzinger huyó horrorizado. «He visto el rostro cruel de esta piedad atea, el psicoterrorismo»189, habría recordado él mismo. El «crimental» de 1984 de George Orwell. Así, Ratzinger rechazó las versiones del marxismo que predicaban la destrucción de las civilizaciones nacionales europeas y occidentales. Temía, hasta la médula, una guerra de venganza, odio y destrucción contra la civilización europea. Pero lo que tenía que decir fascinó a los estudiantes. Más de cuatrocientos de ellos hicieron una especie de peregrinación semanal a las lecciones de Ratzinger.
Max Seckler, por entonces decano de la Facultad Católica de Teología y luego profesor emérito de Tubinga, explicó que «la universidad era un caos, era horrible. Los estudiantes impedían hablar a los profesores. Eran verbalmente ofensivos, muy primitivos y agresivos, y esta agresión estaba dirigida sobre todo contra Ratzinger». El profesor Dietmar Mieth recuerda un enfrentamiento con uno de los más notorios teólogos belgas. «Edward Schillebeeckx vino a Tubinga para dar una conferencia sobre la relación de la teología con el Magisterio de la Iglesia». Después hubo una mesa redonda. «Hans Küng describió el futuro de una Iglesia reformada y Joseph Ratzinger no dijo nada. Estaba sentado en el lado izquierdo del podio y permanecía en silencio. Entonces, alguien del público se levantó y le preguntó a Ratzinger: ‘¿Qué piensa de estas preguntas?’, así que Ratzinger se vio obligado a decir algo. Hizo una crítica aplastante de lo que sus colegas habían dicho [...] y proporcionó muchas citas que sabía de memoria de muchos autores, como Hegel, Schelling y otros, para señalar que la posición de sus colegas era una simplificación»190.
El 68 fue también el año de Medellín (Colombia). Allí, los obispos latinoamericanos se reunían para debatir sobre la teoría de la liberación. Dieron su bendición al movimiento. Era una forma secularizada y radicalmente inmanente de teología de la historia, que sustituía a Dios por el hombre, a Cristo por el proletario y el reino de Dios por el paraíso en la tierra. Ratzinger constituirá el parapeto frente a esta deriva marxista en la Iglesia: «La teología de la liberación, en sus formas que derivan del marxismo, no es de ninguna manera un producto indígena, autóctono de América Latina u otras zonas subdesarrolladas, donde habría nacido y crecido casi de forma espontánea, desde el pueblo», escribió en Informe sobre la fe. «Es de hecho, al menos en su origen, una creación de intelectuales; e intelectuales nacidos o formados en el opulento Occidente: europeos, son teólogos quienes la iniciaron, europeos —o formados en las universidades europeas— son teólogos quienes la desarrollaron en América del Sur. Detrás de la predicación del español o del portugués se vislumbra en realidad al alemán, al francés, al angloamericano [...] La teología de la liberación formaría parte de la exportación al Tercer Mundo de los mitos y utopías elaborados en el Occidente desarrollado. Casi un intento por parte de teóricos europeos de experimentar en el laboratorio ideologías concretas. Por lo tanto, en cierto modo, sigue siendo una forma de imperialismo cultural, aunque se presenta como la creación espontánea de las masas desamparadas. Está por ver la influencia real que tienen los teólogos sobre el pueblo, quienes dicen ser sus representantes, darles voz. En Occidente, el mito marxista ha perdido su fascinación entre los jóvenes y entre los propios difusores; hay intelectuales que intentan exportarlo al Tercer Mundo, que viven fuera de los países dominados por el socialismo real. De hecho, solo donde el marxismo leninismo no está en el poder hay todavía alguien que toma en serio sus ilusorias ‘verdades científicas’»191.
Con unas pocas líneas había desenmascarado una nueva ideología occidental. Era consciente del peligro de una modernidad descarrilada. Por esta razón, también en su relación con el Tercer Mundo, Ratzinger dijo que había que proteger el «inmenso polo espiritual» que es África de las enfermedades —materialismo, pensamiento relativista y nihilista— que ya habían contaminado a Occidente.
En 1984, Ratzinger arremetió contra «la actitud hipócrita que, a nivel de la opinión pública mundial, ha adquirido, entre tanto, carta de naturaleza. La crítica a las conductas antidemocráticas de los países del Tercer Mundo desaparece cuando allí se ha establecido un régimen comunista. ‘Por la victoria del pueblo vietnamita’: así rezaba una ‘pintada’ con grandes letras rojas en la pared de la mensa de nuestra Universidad de Ratisbona antes de que la guerra del Vietnam llegase a su fin. En vano buscaríamos hoy una inscripción semejante. El Vietnam, como los demás países que han caído en la órbita marxista, ya no es tema de discusión pública: no se critica a los países del Tercer Mundo que tienen gobiernos marxistas. Se diría que, a los ojos de la política occidental, estos países han alcanzado una situación que no debe ser alterada. Y así, a los Estados que oscilan entre dictadura y democracia se les inoculan celosamente unas ideas marxistas de liberación que nadie querrá ver aplicadas en su propio país»192.
«El 68 es una vasta empresa de descristianización consustancial a la caída de más de mil años de la civilización judeocristiana»193 escribió el filósofo francés Michel Onfray. Del mismo modo, para Ratzinger, el 68 fue «una crisis general del mundo occidental».194 En una reunión con el clero en Auronzo di Cadore, el 24 de julio de 2007, Benedicto habló de la «ruptura de 1968, es decir, el inicio o —me atrevería a decir— la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. Había desaparecido la generación del período posterior a la guerra, una generación que después de todas las destrucciones y viendo el horror de la guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de las grandes ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo de la guerra, habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones. Al desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos, las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo. Así comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución cultural que quiere cambiar todo radicalmente». Afirma: «en dos mil años de cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta científica para crear por fin el mundo nuevo»195.
El 50º aniversario de la gran revolución del 68 fue poco o muy superficialmente conmemorado. Sus partidarios no lo necesitaron, porque la revolución ya había ganado en todo, desde la conciencia colectiva a la individual, desde la familia a la escuela, desde la cultura a los medios de comunicación. Ratzinger también había comprendido esto, antes y más que los demás. Había entendido que estaba emergiendo un nuevo mundo sobre las ruinas del viejo. «El gran error de la generación del 68 [...] fue darle la espalda a la historia», explicó Alain Finkielkraut. «¿Recordáis ese eslogan bárbaro: ‘Corre, camarada, el viejo mundo está detrás de ti’? [...] Todavía estamos pagando el precio de este desastre. [...] El viejo mundo es frágil, perecedero, porque la transmisión es cada vez más difícil. Cada vez es más difícil escuchar la música de los muertos que, sin embargo, nos constituye. Nos guste o no»196. Ratzinger percibía los artificios de la importación voluptuosa de las sociedades opulentas, neurotizadas por el malestar del bienestar.
Hablando con The New York Times en 1985, Ratzinger explicaba que «la revolución del 68 y el terror que creó —en nombre de las ideas marxistas— son un ataque radical a la libertad y la dignidad humanas, una profunda amenaza a todo lo humano. En ese momento, era decano de la Facultad de Teología de Tubinga y en todas las asambleas universitarias en las que participé, pude notar todo tipo de terror, desde el sutil psicoterrorismo hasta la violencia»197. En estos años de universidad era colega de Bloch, quien con su «filosofía de la esperanza» irrumpiría en las aulas de Occidente. Una perspectiva, escribirá Ratzinger, «precisamente porque se basaba en la esperanza bíblica, que la distorsionaba, de modo que conservaba el fervor religioso, pero eliminando a Dios y lo sustituía por la acción política del hombre»198.
Mientras que la filosofía de Heidegger había sido hasta entonces el pensamiento dominante en Tubinga, «el esquema existencialista se derrumbó definitivamente de un día para otro y fue reemplazado por el marxista», sostuvo Ratzinger. «Ernst Bloch enseñaba en Tubinga, denigrando a Heidegger definiéndole como un pequeño burgués». Años antes, se podría haber esperado que «las facultades de teología fueran un baluarte contra la tentación marxista». Ahora se habían convertido en «el verdadero centro ideológico»199. Algunos estudiantes de la Universidad de Tubinga boicotearon una reunión de profesores de teología. Uno de los profesores se levantó y salió indignado. Fue Ratzinger. Lo explicará él mismo en uno de sus libros de entrevistas: «Karol Wojtyla fue, por así decirlo, regalado por Dios a la Iglesia en una situación muy determinada, crítica, en la que, por una parte, estaba la generación marxista, la generación del 68, que cuestionaba la totalidad de Occidente, y en la que, por el contrario, el socialismo real se desintegró»200.
No es casualidad que la mayoría de los filósofos del 68 terminaran suicidándose: Gilles Deleuze saltó de la ventana de su apartamento en París en el distrito 17; Michel Foucault murió de SIDA, en una cupio dissolvi moral antes que sexual; Louis Althusser, que mató a su esposa y luego terminó sus días en un psiquiátrico; o Guy Debord, que se disparó con un rifle. Cuántas páginas escribió Ratzinger contra estos intelectuales nihilistas, como Jean-Paul Sartre: «Sartre expresó esto en la práctica en una obra de teatro y, al mismo tiempo, expuso el núcleo de su doctrina sobre el hombre. Una cosa es cierta: se da una noche en cuya oscuridad y abandono no penetra ninguna palabra que conforte, una puerta que nosotros debemos atravesar en absoluta soledad: la puerta de la muerte»201. Según Ratzinger, el 68 fue para Occidente un gran movimiento de descristianización: «En 1968 surge una nueva generación que no solo considera escasa, repleta de injusticia, de egoísmo y de codicia la tarea de reconstrucción que siguió a la guerra, sino que juzga errado y fracasado todo el decurso histórico desde el triunfo del cristianismo. Ella quería hacer por fin las cosas mejor, implantar un mundo de libertad, de igualdad y de justicia, y estaba convencida de haber encontrado el mejor camino hacia esa meta en la gran corriente del pensamiento marxista»202.
Mencionábamos que la renovación del catolicismo no podía tener lugar en el abrazo imposible con formas de pensamiento antagónicas como el marxismo. Mientras tanto, las consignas de los años setenta, sobre las que la cultura occidental había construido sólidos rascacielos, ya mostraban peligrosas fisuras.
El nihilismo fortalecido por la caída del comunismo
«El universo soviético sabe cómo explotar el miedo de la gente, se hace cargo de sus ansiedades, protege a sus súbditos y es una máquina de supervivencia perfectamente engrasada», declaró el disidente soviético Alexandr Zinov’ev. «Al mismo tiempo que quita la responsabilidad a los individuos, se los apropia y los vacía. Es una tentación muy fuerte, que está presente en Occidente como lo estuvo en la URSS. Y mire que el marxismo tiene poco que ver con todo esto, el partido bolchevique lo monopolizó primero, pero la idea de que pueda existir un Estado que satisfaga todas las minorías, todas las necesidades, el lúgubre sueño de crear en la tierra un paraíso sin limitaciones, es una ilusión típicamente occidental»203.
De la misma manera, Ratzinger tenía una clara visión de la crisis occidental, tanto como para compararla con lo que estaba ocurriendo en la parte oriental de su Alemania: «Recientemente pude preguntar a un amigo de la República Democrática Alemana cuál era, en su opinión, la razón fundamental que llevó a muchas personas, de manera creciente, a abandonar esa república e irse a Occidente; en concreto, si la razón decisiva era, en definitiva, la objeción de conciencia a la ideología comunista. Respondió que había diferentes razones y, entre ellas, ciertamente también la que yo mencionaba. Sin embargo, una razón que no tenía nada que ver era muy frecuente. Se le había dicho a la gente de manera constante y machacona que esta vida es la única y que el hombre no debe esperar otra felicidad que la de esta misma vida. Con estas suposiciones, sin embargo, la vida en el socialismo parece tan gris, tan aburrida y vacía que uno tiene que romper con ella y buscar en algún lugar la vida verdadera»204. Puesto que Ratzinger hablaba de un «nihilismo fortalecido por la caída del comunismo»205, ¿era Occidente como la RDA?
Quería protegernos del escepticismo cuando nos desanima y del nihilismo cuando nos desarma. A los occidentales nos decía que la apatía narcisista actual no es más que un aspecto del individualismo de un Occidente nihilista proteico. En 1992 durante una reunión en Milán con motivo de la publicación del libro Una mirada a Europa, Ratzinger comentaba: «Los profundos cambios que han transformado el rostro de Europa están ante los ojos de todos, ya que los regímenes comunistas han sido sustituidos por gobiernos democráticos en los países de Europa del Este. Sin embargo, en Europa, la idea moderna, que sacrificó todas las demás consideraciones en pos del progreso tecnológico y el bienestar económico, ¿realmente ha dejado espacio a otros valores?»206. Somos europeos y occidentales. Pero, ¿a qué Europa, a qué Occidente debemos ser fieles? preguntaba Ratzinger.
«Hoy en día el marxismo ha quedado obsoleto y la ideología liberal está tan fragmentada que ya no tiene una visión común, sólida y coherente del ser humano y su futuro. En la situación actual de vacío surge el terrible peligro del nihilismo»207 declaró a Le Monde después de la caída del Muro de Berlín. En ese momento era arriesgado profetizar la caída del liberalismo. Ha sido en 2020 cuando se ha normalizado hablar de ello: Why Liberalism Failed, de Patrick J. Deneen, What Was Liberalism?, de James Traub y The Retreat of Western Liberalism, de Edward Luce son solo algunos de los principales ensayos que han analizado la crisis del liberalismo en Estados Unidos en los últimos dos años.
Era la gran paradoja planteada por un filósofo alemán no católico como Odo Marquard en La storia che giudica, la storia che assolve. Marquard sostiene que en el siglo XVIII el pensamiento ilustrado, al desterrar a Dios de nuestro horizonte, reformuló radicalmente el problema del origen del mal. El mal en un mundo sin Dios, donde todo es historia humana, ya no puede ser el pecado original, por lo que en la historia el hombre se convierte en el juez de sí mismo. El hombre es, a la vez, juez y acusado. En el tribunal donde se inculpa, el hombre se absuelve a sí mismo. Según Marquard, de esta manera, la conciencia humana es libre y abismal, escapa de la confrontación con la realidad.
«La encíclica Veritatis Splendor se basa en un análisis muy parecido al de Solzhenitsyn», comentaba Ratzinger siendo cardenal. «Tal vez, el coqueteo de la inteligencia occidental con el marxismo puede explicarse por el hecho de que en el borde del relativismo se buscaba y se creía encontrar algo sólido. Después de que las profecías del marxismo se revelaran como mentiras, la tentación del relativismo se ha vuelto aún más radical»208. «Hablando con Ratzinger sobre el escritor ruso, señaló su librería diciendo: ‘Ahí está, Solzhenitsyn’. Era como una presencia viva para él»209, contaba Pietro Luca Azzaro, administrador de la Biblioteca Ratzinger.
Es el mismo mensaje que, el 8 de junio de 1978, llevó a Harvard un hombre barbudo, que no era ni profesor, ni americano, ni hablaba inglés, sino que se trataba del gran escritor ruso, Aleksandr Solzhenitsyn. Y la conmoción fue enorme. Ese día, Solzhenitsyn denunció a la sociedad occidental, describiendo el terrible parecido con las sociedades controladas por el Estado del mundo comunista en la asfixia de la vida espiritual. Tal vez la observación más memorable entre los que la escucharon bajo un cielo lluvioso fue la de Richard Pipes, profesor de historia en Harvard y un pilar de la Guerra Fría reaganiana: «Sentimos un ataque devastador en el Occidente contemporáneo (por su pérdida de valor, su autocomplacencia y su autoengaño). Era como si el orador, un refugiado del infierno, estuviera vilipendiando a los asistentes, moradores del purgatorio, por no vivir en el paraíso». Después de anunciar que su discurso «no venía de un adversario, sino de un aliado», Solzhenitsyn lanzó en Harvard un largo y feroz ataque contra la sociedad occidental considerándola moralmente en bancarrota. «La ausencia de coraje», dijo, es el rasgo más llamativo de lo que llamó el «agotamiento espiritual» de Occidente. Acusó a los políticos y diplomáticos occidentales por ser débiles en el trato con Moscú. «Al contrario», declaró, «solo los criterios morales pueden ayudar a Occidente contra la estrategia mundial del comunismo tan bien planificada»210.
Cuando el pastor Josef Frindt murió a la edad de ochenta y un años, los fieles de Dorsten (Münsterland) lloraron la muerte de un hombre de Dios. No sabían que también había sido un servidor de la Stasi, la policía secreta de la RDA, la antigua Alemania comunista. Bajo el nombre en clave de «Erich Neu»211 el sacerdote habría escrito noventa y cinco informes, muchos sobre un prometedor colega: Joseph Ratzinger, que fue espiado por la Stasi desde 1974 hasta 1987. Este hecho se dio a conocer por la Bild am Sonntag, que —con el permiso de Ratzinger— publicó algunos extractos de los archivos recogidos por la policía política del Berlín Oriental. «Dossier Stasi Ratzinger» es el titular de la portada de la revista dominical alemana, con una foto del entonces profesor de teología en Münster junto con uno de los documentos de la Stasi relacionados con él. En un informe, el agente secreto «Birke» señalaba: «En el Vaticano se considera a Ratzinger uno de los adversarios más fuertes del comunismo»212.
Sin embargo, a diferencia de muchos intelectuales occidentales, Ratzinger también supo explicar la superioridad de Occidente sobre el comunismo. Muchos vieron en la caída del Muro de Berlín «el inesperado amanecer de la libertad, después de una larga y sufrida noche de violencia y opresión por parte de un sistema totalitario que, al final, llevó al nihilismo, a un vaciamiento de las almas». «En la dictadura comunista» aseguraba Benedicto XVI, «no había ninguna acción que se considerara maligna en sí misma y siempre inmoral. Lo que servía a los objetivos del Partido era bueno, por más inhumano que fuese». «Hoy en día, algunos se preguntan si el orden social occidental es mucho mejor y más humanitario. La historia de la República Federal de Alemania, de hecho, es prueba de ello»213.
Al regresar de su viaje a Praga, una de las capitales del verdadero socialismo, el papa dijo: «Las comunidades de Europa centro-oriental están viviendo un momento difícil: a las consecuencias del largo invierno del totalitarismo ateo se están añadiendo los efectos nocivos de un cierto laicismo y consumismo occidental»214.
El profesor expulsado de la Sapienza y el «cáncer del pensamiento»
El 27 de septiembre de 2009, desde el Castillo de Praga, Ratzinger declaró: «Si, por una parte, ha pasado el período de injerencia derivada del totalitarismo político, ¿no es verdad, por otra, que con frecuencia hoy en el mundo el ejercicio de la razón y la investigación académica se ven obligados —de manera sutil y a veces no tan sutil— a ceder a las presiones de grupos de intereses ideológicos o al señuelo de objetivos utilitaristas a corto plazo o sólo pragmáticos? ¿Qué sucedería si nuestra cultura se tuviera que construir a sí misma solo sobre temas de moda, con escasa referencia a una auténtica tradición intelectual histórica o sobre convicciones promovidas haciendo mucho ruido y que cuentan con una fuerte financiación?»215.
Lo que sucedería lo había experimentado Ratzinger en primera persona un año antes, cuando fue invitado a hablar a la Universidad de Roma La Sapienza con motivo de la inauguración del año académico. Nunca más participaría en los eventos de la universidad más antigua de Roma. Demasiado «incongruente» y no acorde con la «laicidad de la ciencia», fueron las palabras que subscribieron un centenar de profesores al firmar una carta al rector, Renato Guarini.
Un papa nacido en las universidades, cuya casa había sido la academia, era rechazado por la principal universidad de la capital italiana.
Ratzinger hablaría a los estudiantes romanos de Sócrates, de la conciencia y la tiranía: «Hoy, el peligro del mundo occidental […] es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad»216. Había comprendido que el fin del cristianismo en Occidente iría precedido, como había dicho en una conferencia en la Sorbona de París en 1999, por el «fin de la metafísica»217.
Ejerciendo el pluralismo intelectual que debería ser el orgullo de toda academia, una prestigiosa universidad había condenado al ostracismo a un pontífice. Hoy en día es una práctica tan rutinaria, cotidiana y trivializada que el centenar de casos de profesores que son estigmatizados de esta manera apenas son noticia en los medios. En Occidente la universidad está cada vez más corroída por una tendencia hacia el fundamentalismo ideológico y el intento de determinar no solo qué acciones, sino también qué pensamientos y palabras son aceptables. ¿No debería una sociedad académica abrazar, en lugar de castigar, la diferencia intelectual? Eso es lo que había dicho Ratzinger desde el Castillo de Praga ante los representantes del mundo universitario e intelectual, empezando por el rector de la antiquísima Universidad Charles Václav Hampl.
A día de hoy, las universidades en Europa son campos de minas. «El papel de las universidades es ofrecer un espacio de intercambio de ideas que favorezca la reflexión y no un espacio en el que se imponga el conformismo intelectual», reclamaban en Le Figaro Alain Finkielkraut, el historiador Georges Bensoussan y el sociólogo Philippe d’Iribarne, entre otros. «También deben fomentar el pensamiento crítico, que permite resistir al dogmatismo, ese cáncer del pensamiento que impide todo descubrimiento y convierte al hombre en un esclavo. No podemos aceptar que nuestras universidades renuncien, por cobardía, al chantaje ideológico y a las amenazas liberticidas»218. El propio Ratzinger había reconocido que hoy existen «formas sutiles de dictadura: un conformismo que se convierte en obligatorio, pensar como piensan todos, actuar como actúan todos, y las sutiles agresiones contra la Iglesia, o incluso otras menos sutiles, demuestran que este conformismo puede ser realmente una verdadera dictadura»219. Esto es lo que René Girard, en un artículo sobre Ratzinger, definió como un «conformismo devastador»220.
Después de Ratzinger, se marginaron a voces católicas en desacuerdo con la doxa, siendo a menudo castigadas. Así lo demuestra la campaña contra el célebre filósofo del derecho John Finnis221, profesor emérito de la Universidad de Oxford. Centenares de estudiantes habían realizado una petición para que la universidad echara a este famoso profesor, reo de «conducta discriminatoria», usando la expresión de la petición. La «culpa» de Finnis era la de estar en contra del matrimonio gay. Sylviane Agacinski, filósofa y feminista francesa perseguida por la gauche durante años por su oposición a la reproducción asistida y a la GPA (maternidad subrogada), debería haber dado una conferencia titulada «El ser humano en la era de su reproducibilidad técnica» en la Universidad Bordeaux Montaigne, pero ante las «amenazas violentas» de una serie de grupos y colectivos radicales de izquierda, la dirección de la universidad se vio obligada a cancelarla. «Una cierta ideología progresista es ciega a las exigencias éticas, jurídicas y políticas que constituyen el fundamento de nuestra civilización desde Grecia», comentó Agacinski. «Si los abandonamos, caemos en un relativismo absoluto»222.
Ratzinger lo había pregonado a todo el mundo en los funerales de Juan Pablo II, pero solo para los que aún le escuchaban.
La debilidad de Weimar y el dilema de Böckenförde
En 1930 Karl Jaspers afirmó en Heidelberg que ya no se podía confiar en nada, que todo era relativo y que sobre esta decadencia moral Adolf Hitler había construido su máquina de seducción de masas. Debemos temer al nihilismo como a la peste, y aún hoy, cuando vivimos en una democracia, debemos ser capaces de combatirlo. Pero para combatirlo, necesitamos mirarnos en el espejo y no mucha gente lo hace.
Ratzinger lo hizo en tiempos insospechados cuando —como escribió John Cornwell en el New York Times— «a partir de 1991 se hizo evidente de forma absoluta una dimensión profundamente arraigada y personal de su pensamiento. En un pleno del Colegio Cardenalicio dio un estimulante discurso sobre el relativismo. Estableciendo un paralelismo entre el nihilismo y el caos cultural de la Alemania de Weimar de los años veinte y la propagación temporal del relativismo moral, alertó de una dictadura emergente en las sociedades democráticas seculares, tan peligrosa como la tiranía nazi y generada a partir de las libertades de Weimar»223.
En esa ocasión Ratzinger advirtió que la fragilidad occidental le recordaba a la de la República de Weimar: «La Constitución de Weimar de la Primera República de Alemania del 11 de agosto de 1919 hablaba de los derechos fundamentales, pero los situaba en un contexto de relativismo e indiferencia hacia los valores, considerados por los legisladores como una consecuencia necesaria de la tolerancia obligatoria. Pero precisamente esta absolutización de la tolerancia frente al relativismo total también relativizó los derechos fundamentales de tal manera que el régimen nazi no tendría motivos para no eliminar estos artículos, cuya base era demasiado débil y ambigua como para ofrecer una protección indiscutible contra la destrucción de los derechos humanos»224.
Era un mundo burgués corrupto y tambaleante, cuyos valores se inflaban como el papel moneda. Cuando se votó la nueva constitución democrática en Weimar, en Europa y en el mundo se creyó que finalmente se abría una época de libertad y paz en Alemania. La llamada «Coalición de Weimar» (socialdemócratas, católicos y liberales de izquierdas) parecía garantizar un marco político progresista. La Constitución era un modelo de equilibrio entre los poderes del Estado: el presidente de la República era elegido directamente por el pueblo y se le dotaba de poder ejecutivo, para equilibrar lo que seguía siendo la autoridad suprema del Parlamento. Weimar se presentaba como un extraordinario laboratorio cultural, el primer ejemplo, tanto típico como patológico, de una civilización plenamente «moderna» tras la belle époque y la guerra de 1914-1918, una primera civilización de la crisis, el lugar de la puesta de sol y de la agitación masiva que aún hoy nos angustia y remueve, el primer caso ejemplar —tal y como lo definió Walter Laqueur— de «vida y muerte de una sociedad permisiva»225. Era la época del expresionismo y de Brecht, de Kandinsky y la Bauhaus, de Thomas Mann y Einstein. Pero las esperanzas no precedieron a los hechos.
Fue una república frágil, determinada por un abrumador sentido de desconfianza, una clase dominante muy débil, una permisividad moral sin parangón, una politización en todo, la evasión en la diversión barata y en lo kitsch y la efímera prosperidad inflacionaria pagada por el colapso de las finanzas públicas. Ratzinger había entendido que era como un pequeño Occidente previo a su caída. «Los gérmenes venenosos del nazismo no son el resultado del catolicismo de Austria o del sur de Alemania, sino más bien de la atmósfera decadente y cosmopolita de la Viena del final del imperio»226, explicará en Informe sobre la Fe.
¿Cómo salir de la crisis de decadencia política y moral? Este es el «dilema Böckenförde», que debe su denominación en honor al profesor Ernst-Wolfgang Böckenförde, quien escribió en uno de sus famosos ensayos en 1967: «El Estado liberal, secular, vive de presupuestos que no puede garantizar. Este es el gran riesgo que ha asumido por amor a la libertad»227. A partir de la dramática crisis del cristianismo, las sociedades serían conducidas a un «moralismo político»,228 tal y como lo definió Ratzinger durante la conferencia en Subiaco. Es la idea zapaterista de la democracia, bajo la insignia: «Si la mayoría dice algo, es que es verdad». Ratzinger diría que la Unión Europea corre el riesgo de fracasar precisamente debido a su «cultura racionalista abstracta»229. En la época del estatalismo, Ratzinger tejía de esta manera un elogio a la conciencia individual: «El Estado no es la totalidad de la existencia humana y no abarca toda la esperanza humana. El hombre y su esperanza van más allá de la realidad del Estado y más allá de la esfera de la acción política. Esto es cierto no solo para un Estado llamado Babilonia, sino para todo tipo de Estado»230. Parece que el mismo progreso se ha estancado.
El Estado comienza a actuar como si fuera una Iglesia: los burócratas, especialmente los funcionarios del departamento de educación, se convierten en los nuevos sacerdotes en nombre de un proyecto de ingeniería social. Es el gran enemigo interno de las democracias. Prevalece el hedonismo, la revolución de las crecientes expectativas. Todo el mundo exige cada vez más, se lo exigen al Estado y la sociedad se sindicaliza. Al mismo tiempo, mientras se exige que el Estado provea de todo, se pretende que eso no cueste nada. Es una condición utópica y esquizofrénica.
Ratzinger ha sido el papa que creció bajo la gran sombra de esta Weimar, una construcción democrática que descansaba sobre unas bases morales y culturales inseguras. Porque, como él mismo explicaría en el Senado italiano, la razón es intrínsecamente frágil y los sistemas políticos que imaginan haber resuelto el problema de la legitimidad democrática basándose únicamente en la razón se convierten en blancos fáciles para las dictaduras. Es lo que surgió también en el diálogo entre Habermas y Ratzinger. ¿Cuáles son las bases morales y anteriores a la democracia política? Ratzinger respondía: «La tesis de Böckenförde de que el Estado moderno es una sociedad imperfecta se confirma claramente. Imperfecto no solo en el sentido de que sus instituciones siempre son imperfectas —al igual que sus ciudadanos—, sino también en el sentido de que necesita fuerzas del exterior para existir»231.
Si no quiere volver a una nueva Weimar, el Estado debe garantizar aquellos «principios no negociables»232 que constituirán el corazón del mensaje de Benedicto XVI. Principios que no son negociables por mayorías políticas, inaccesibles para las modas culturales. De hecho, el propio Böckenförde, como laico, pediría a la Unión Europea que reconociese las raíces cristianas en la nueva Constitución: «Como estudiosos del derecho y de las instituciones, no podemos callar el hecho histórico indiscutible de que la idea de una Europa unida fue una intuición original del pensamiento cristiano y que este, aunque en una fructífera comparación y enriquecimiento con otras corrientes de pensamiento y religión, ha sido y sigue siendo una parte esencial de la identidad italiana. [....] Instamos a los hombres de cultura y a todos los que sean sensibles a esta integración a que suscriban este llamamiento para hacer oír nuestra voz a los que serán llamados a aprobar el proyecto de constitución europea»233. Pero esta voz apenas se escuchaba. Y la Constitución Europea nunca fue aprobada.
Igual que el Imperio romano en su decadencia y el nuevo orden mundial
En 1997, en una entrevista con el semanario francés L’Express, Ratzinger definió la pasión occidental por el budismo como una forma de «autoerotismo espiritual»: «El relativismo que se ha apoderado de las mentes hoy en día desarrolla una especie de anarquismo moral e intelectual que lleva a los hombres a no aceptar más una sola verdad [...]. Afirmar la propia verdad de ahora en adelante es un signo de intolerancia. Si el budismo seduce, es porque aparece como una posibilidad de tocar el infinito, la felicidad, sin tener obligaciones religiosas concretas. Un autoerotismo espiritual, de alguna manera. Alguien había previsto, y con razón, en los años cincuenta, que el desafío de la Iglesia en el siglo XX no sería el marxismo, sino el budismo»234. Se preguntaba qué significado tenía hoy en día, en el curso de nuestra cultura occidental, este renaciente interés por las tradiciones espirituales de Oriente. En una conversación con Vittorio Possenti recogida en el volumen Il monoteismo. Anuario de filosofia (cf. «La fe en el contexto de la filosofía actual» en: J. Ratzinger, Communio, Ediciones Encuentro, Madrid 2013, pp. 353-364, ndt), Ratzinger también atacaba la desintegración del cristianismo provocado por el pensamiento secularista, que introdujo nuevas formas de religiosidad en Occidente, las cuales se esconden detrás de la brillante etiqueta de «New Age».
En 1997, en el prólogo de un libro publicado en Francia por la editorial Fayard, L’Évangile face au désordre mondial de Michel Schooyans, Ratzinger atacó a la ONU y al «nuevo orden mundial», el cual pretende proponer un «hombre nuevo», un «mundo nuevo» y una «nueva antropología» potente. «Desde los inicios de la Ilustración», escribía Ratzinger, «la fe en el progreso ha dejado de lado la escatología cristiana, y al final la reemplazó por completo [...]. Dichas tentativas se han ido configurando poco a poco con mayor definición». Estos intentos «se refieren de modo cada vez más evidente a la ONU y a sus conferencias internacionales —en particular a las de El Cairo y Beijing—, las cuales reflejan una filosofía del hombre nuevo y del mundo nuevo cuando se proponen trazar los caminos para llegar a ello». Una filosofía aún más nefasta que la del marxismo. El sueño marxista, explicaba Ratzinger, era utópico. Esta filosofía «por lo contrario, es muy realista [...]. Recomienda [...], sin tratar de justificarse, no preocuparse por cuidar a quienes han dejado de ser productivos, ni a quienes ya no pueden aspirar a una vida de calidad»235.
Volverá a ello cuando ataque la ideología que tiene por objeto anular la diferencia sexual «frente a una equidad e igualdad de género, frente a un ser humano indiferenciado y uniforme, en cuya vida la sexualidad no tiene otro significado que el de ser una droga voluptuosa, que puede ser utilizada sin ningún criterio»236. En Suecia, la denominan genuspedagogik, la pedagogía de género, el nacimiento de una clase de seres humanos sin sexo, sin orientación biológica, sin género, sin rostro. A post-gender world. Negación de la biología, planificación estatal, adaptación al contexto. El hombre reducido a la pura neutralidad.
Son admirables sus lecciones de resistencia, ignorando a las caricaturas e insultos, que habrían inspirado, por ejemplo, la crítica de los laicos al matrimonio entre personas del mismo sexo —en nombre de la memoria humana y los derechos del niño—, y luego a las ideologías deconstruccionistas.
Había entendido que el ecologismo, como el budismo y la New Age, sería uno de los nuevos ídolos contemporáneos. «Es una combinación de un romanticismo todavía poco definido que toma elementos de la corriente marxista, pero que conecta principalmente con rasgos del liberalismo», declaró Ratzinger en una entrevista en La Stampa237. «El movimiento obviamente aún no es claro, pero se expresa en la idea (algo antitécnica, algo antirracional) de un hombre unido a la naturaleza. ¿Quién sería pues el hombre? Aquel que con su pensamiento, con su quehacer, habría destruido la belleza y el equilibrio que existían inicialmente. Por tanto, el hombre debería dar un paso atrás, respecto de sí. Me parece la posición de un hombre que ya no se reconoce a sí mismo, es más, que tiene cierto odio hacia sí mismo y su historia»238.
El 31 de mayo de 1964, en la celebración del octavo centenario de Notre-Dame de París en San Luis de los Franceses (Roma), Pablo VI definió Francia como «el horno donde se cuece el pan intelectual del cristianismo». Ratzinger lo entendió plenamente y fue el papa quien acudió en aquellos años a la Sorbona, a la Academia de Ciencias Morales y Políticas, a Notre-Dame, y quien quiso «defender la tradición católica ante la intelectualidad francesa en el campo de la inteligencia»239. Asimismo, fue el papa quien habló en Notre-Dame de Auschwitz, los gulags, Stalin y Pol Pot. En 1998, cuando recibió la medalla de Comendador de la Legión de Honor, durante la ceremonia celebrada en la embajada de la Santa Sede en París, Ratzinger confesó que siempre había sido «un celoso admirador de la Douce France» y fue enumerando a sus autores preferidos: los católicos Paul Claudel, Georges Bernanos, François Mauriac y Charles Péguy; pero también los laicos Jean Anouilh y Jean-Paul Sartre. También citó a los teólogos Yves Congar, Jean Daniélou, Marie-Dominique Chenu y especialmente a Henri de Lubac. Al final el futuro papa declaró: «Felicito a Francia por estas grandes personalidades, agradezco a Francia el don de su cultura humanista»240. Y concluyó con un clásico: Vive la France!
El 13 de mayo de 2004, siendo por entonces cardenal, Ratzinger denunció la crisis de Europa y esbozó un paralelismo entre el fin del Imperio romano y el incipiente «mundo técnico-secular poseuropeo»: «Hay una extraña falta de deseo del futuro. Los niños, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente; nos quitan algo de nuestra vida, así se piensa. No se perciben como una esperanza, sino como un límite para el presente. El paralelismo con el Imperio romano en su decadencia se impone: todavía funcionaba como un gran marco histórico, pero en la práctica ya vivía de los que iban a disolverlo, porque ya no tenía en sí mismo energía vital». La referencia a la caída del Imperio romano es recurrente en sus escritos y discursos.
Europa enferma a causa de la falta de natalidad, pero también de languidez multicultural. De nuevo en el Senado italiano, Ratzinger habló de «un odio de Occidente hacia sí mismo que [...] puede ser considerado solo como algo patológico». Un Occidente que «ya no se quiere a sí mismo», que de «su propia historia ya solo ve lo que es deplorable y destructivo», sucumbe en una multiculturalidad que «llega continuamente con pasión, siendo favorecida» y que «supone, a su vez y sobre todo, el abandono y la negación de lo que es propio, la fuga de lo que es propio». Por lo tanto, «para las culturas del mundo, la profanación absoluta que se ha ido formando en Occidente es algo realmente extraño. Están convencidas de que un mundo sin Dios no tiene futuro»241. Ratzinger había llegado al corazón del shock de la civilización.
«Un mundo estaba llegando a su ocaso. Además, frecuentes calamidades naturales aumentaban esta experiencia de inseguridad. No se veía ninguna fuerza capaz de frenar dicho declive»242.
Los jabalíes que devastan el viñedo del catolicismo
Siendo pontífice, Ratzinger se centró casi exclusivamente en Europa para salvarla.
Su primera conferencia sobre el tema se celebró en Estrasburgo en 1979, justo antes de la primera elección directa del Parlamento Europeo, titulada: «Europa: un legado vinculante para los cristianos»243. Incluso realizó tres visitas a España —una de las cunas del catolicismo y asediada por el zapaterismo—, en julio de 2006, noviembre de 2010 y agosto de 2011, algo que no hizo en ningún otro país. «Al Vaticano le angustia España, como símbolo de relativismo moral y de laicismo fundamentalista» comentaría El País. «Son los dos ‘jabalíes que están devastando la viña’ del catolicismo europeo, según el papa»244. El cardenal de Valencia, Antonio Cañizares, dijo más tarde que en España «se ha querido destruir a la familia como en la URSS marxista»245. Ataques contra símbolos religiosos, «hombres de Dios» llevados a los tribunales, retirada de crucifijos de las salas de los ayuntamientos y aulas de las escuelas, leyes secularizadas radicales. El pontífice se encontraba en el centro de un clima ideológico sin precedentes.
La identidad católica de un país se desvanecería en una generación. «Estoy muy vinculado a los países donde he vivido», decía el escritor Michel Houellebecq. «Vivo en Irlanda y me he comprado un apartamento de vacaciones en España: éstos eran los dos países más católicos de Europa. Es increíble, para alguien que no es católico, pero que se hace una idea de lo que es, ver que desaparece tan rápidamente; es realmente espectacular. En España se sabe que ha sido la movida, a la gente le interesa mucho el sexo. Pero en Irlanda eso no es todo, solo les interesa el dinero... Sin embargo, el colapso es el mismo, a la misma velocidad. […] Me asusta»246. Ratzinger intentó detener ese colapso.
En Barcelona, Ratzinger consagró la Sagrada Familia y en el avión, antes de llegar a Santiago, advirtió: «En España ha nacido [...] un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo como se dio en la década de los años treinta»247. Se refería a la campaña de descristianización en la época de la Guerra Civil. «España siempre fue un país generador de fe», dijo Ratzinger al cabo de unos meses, «el renacimiento del catolicismo en la época moderna se produce sobre todo gracias a España, donde figuras como san Ignacio, santa Teresa o san Juan de la Cruz dan forma a la fisionomía del catolicismo moderno»248. Lo intentó, pero fracasó. Y los periódicos laicos españoles, a diferencia de los católicos, habían entendido lo que estaba en juego en los tres viajes: «El papa ataca el laicismo de España» (El País), «El papa llega con tonos bélicos» (Público), «El papa ve a España como el campo de batalla entre el laicismo y la fe» (El Mundo).
«El matrimonio monógamo, como estructura básica de la relación entre hombre y mujer y como célula para la construcción de la sociedad civil, proviene de la fe bíblica», escribió Ratzinger. «Le dio a Europa Oriental y Occidental su ‘rostro’ específico. Europa dejaría de ser Europa si esta célula fundamental de su construcción social desapareciera»249. Ha sido en España donde esta «desaparición» ha sido más evidente. El «descristianizador» Zapatero derrotaría al «recristianizador» Ratzinger.
En los últimos diez años España ha desmantelado la familia, legalizado el matrimonio gay, aprobado el divorcio exprés, impulsado la investigación de células madre embrionarias y concedido «derechos humanos» a los simios. En los certificados de matrimonio, «marido» y «mujer» se han sustituido por «consorte A» y «consorte B». En los certificados de nacimiento, «padre» y «madre» se sustituyen por «progenitor A» y «progenitor B». El Parlamento español aprobó una propuesta de Zapatero para conceder «derechos humanos» (entre los cuales el derecho a la vida, a la libertad y a no ser torturado) a los grandes simios, como chimpancés, gorilas y orangutanes.
«Para el papa Benedicto XVI, que ha dedicado su trienio papal a mantener católica Europa, España [...] representa la última esperanza en un continente cada vez más irreligioso»250 escribió el New York Times. «Lo que está en juego es la visión del país: ¿se unirá España al resto de la Europa secular o seguirá siendo un último bastión católico?». El episcopado español de Ratzinger se sentía asediado, tanto que llevaría al cardenal Antonio María Rouco Varela a definir el matrimonio zapaterista como «el peor desastre en dos mil años»251.
La visita de Ratzinger cuestionó de golpe todo el proyecto iniciado por Zapatero y sus seguidores de transformación de la sociedad española, relegada al escepticismo cultural, dando la espalda a la trascendencia y produciendo masas sin historia y sin cultura (en España, la damnatio memoriae ha llegado a exhumar los restos de Francisco Franco). Cuando Ratzinger fue a España, era un país en «transición» moral. Hoy es un país capturado, donde el divorcio es un emblema, el aborto un derecho a la libertad de procreación, la eugenesia un instrumento de progreso; está la píldora del día anterior, del día después y la de siempre y el matrimonio gay es una bandera que ni siquiera los populares a lo largo de su gobierno han modificado, mientras que el cristianismo parece cada vez más, como dijo Zapatero, «una reliquia». En palabras del filósofo francés Michel Onfray, «la Sagrada Familia está en ruinas y el papa que la consagró ha dimitido»252.
Ratisbona, el islam y la vieja Europa
Ratzinger fue la única voz cristiana que se pronunció en contra de la adhesión de la Turquía islámica a la Unión Europea. En un discurso pronunciado el 18 de septiembre de 2004 en la diócesis de Velletri, Benedicto dijo: «Histórica y culturalmente Turquía tiene poco que compartir con Europa: por ello sería un error grande englobarla en la Unión Europea. Mejor sería si Turquía hiciese de puente entre Europa y el mundo árabe o formase junto con este último su propio continente cultural. Europa no es un concepto geográfico sino cultural, y es un hecho que el Imperio otomano siempre estuvo en contraposición con Europa. También si Kemal Atatürk en los años veinte construyó una Turquía laica, esta sigue siendo el núcleo del antiguo Imperio otomano, tiene un fundamento islámico y por tanto es muy diferente a Europa, que también es un conjunto de Estados laicos, pero con fundamento cristiano, aunque injustificadamente hoy parecen negarlo. Por eso, el ingreso de Turquía en la Unión Europea sería antihistórico»253.
También había reconocido en una entrevista con Le Figaro la naturaleza de eterno rival de Turquía: «Europa es un continente cultural y no geográfico. Es su cultura la que le dona una identidad común. Las raíces que han formado y permitido la formación de este continente son las del cristianismo. […] En este sentido, Turquía ha representado siempre en el curso de la historia otro continente, en disputa permanente con Europa. Ha habido guerras con el Imperio bizantino, la caída de Constantinopla, las guerras balcánicas y la amenaza para Viena y Austria. Por lo tanto, pienso esto: sería un error identificar los dos continentes»254.
¿Quién se atrevía a hablar aún del 1453, de la conquista del reducto cristiano de Oriente, aquella Constantinopla islamizada por los otomanos? ¿Quién hablaba aún del asedio de Viena del 11 de septiembre de 1683? Temas tabús, no solo para la cultura laica, sino también para la propia cultura católica, demasiado comprometida dulcificando, haciendo ecumenismo, promoviendo el diálogo interreligioso, el espíritu de Asís (el mismo boicoteado por el propio Ratzinger, autor de la tan vituperada Dominus Iesus).
Los despachos de WikiLeaks también muestran que fue Ratzinger quien expresó un profundo escepticismo hacia la adhesión de Turquía a la Unión Europea, alejándose de la postura neutral asumida por el Vaticano sobre el tema. Monseñor Pietro Parolin, subsecretario de la Sección para las Relaciones con los Estados, explicó el 18 de agosto de 2004 que la Santa Sede seguía abierta a la entrada de Turquía en la UE. Afirmaba que los recientes comentarios negativos del cardenal Joseph Ratzinger no suponían ningún cambio en la posición oficial del Vaticano. Su postura siguió indicando que si Turquía cumplía con todos los criterios establecidos en Copenhague, el Vaticano no vería ningún obstáculo en su adhesión a Europa. Parolin aclaró que la posición tomada por Ratzinger era personal, y que no hablaba en nombre de la Santa Sede, se lee en el mensaje. Esa era su opinión personal, aclaraba el subsecretario en el informe USA: aunque fuese un miembro importante de la Curia, no hablaba en nombre de la Secretaría de Estado del Vaticano255.
El discurso de Ratisbona del 12 de septiembre de 2006 marcó —condenando quizás— su pontificado. Fue el único momento en que un papa dijo la verdad sobre el mundo islámico. Ya dos años antes, en el discurso en la iglesia de Saint-Étienne en Caen, Ratzinger, por entonces cardenal, había afirmado: «Estamos siendo testigos de la colusión entre dos grandes sistemas culturales que poseen, entre otras cosas, formas muy diferentes de poder y orientación moral: Occidente y el islam»256. Un año antes de su elección, Ratzinger atacó la «hipocresía» del mundo «secular radical»: «No se dan cuenta de que el islam, por ejemplo, nos desprecia precisamente por la idea de que Dios esté confinado a la esfera privada»257.
Entrevistado por Le Figaro el 17 de noviembre de 2001, Ratzinger ya había expresado que «hoy el islam está masivamente presente en Europa. Y puede constatarse un cierto desprecio por parte de cuantos creen que Occidente ha perdido su conciencia moral. Así, por ejemplo, mientras que el matrimonio y la homosexualidad se consideran equivalentes, el ateísmo se transforma con frecuencia en derecho a lo blasfemo, especialmente en el arte; estos mismos hechos son horribles para los musulmanes. De aquí la impresión tan difundida, en el mundo islámico, de que el cristianismo agoniza, que Occidente está en decadencia, y la percepción de que el islam es el único que porta la luz de la fe y de la moralidad. Una parte de los musulmanes ve en ello una oposición incurable entre el mundo occidental —con su relativismo moral y religioso— y el mundo islámico»258. En la conferencia pronunciada en la Delegación de Baviera en Berlín el 28 de noviembre de 2000, Ratzinger declaró que «las culturas del mundo están profundamente alienadas por la absoluta vulgaridad que se ha desarrollado en Occidente. Estoy convencido de que un mundo sin Dios no tiene futuro»259. Y en su discurso en la Biblioteca del Senado en 2004, el cardenal volvió a decir: «el renacimiento del islam no está solamente unido a la nueva riqueza material de los países islámicos, sino que también se alimenta de la conciencia de ser capaz de ofrecer un fundamento espiritual válido para la vida de los pueblos, algo que parece que Europa ya no tiene, la cual, a pesar de su duradera potencia política y económica, se ve, cada vez más, como condenada al declive»260. Finalmente, en un mensaje enviado a la Conferencia Episcopal de Polonia cuatro años antes de la renuncia, Ratzinger escribió: «La confrontación entre las nociones radicalmente ateas del Estado y el surgimiento de un estado radicalmente religioso en los movimientos islámicos, lleva a nuestro tiempo a una situación explosiva, cuyas consecuencias experimentamos todos los días»261.
Sabía que el statu quo europeo sería desafiado por el mundo islámico. «Las sociedades laicas occidentales actualmente respetan el domingo, las fiestas cristianas, el calendario cristiano y el matrimonio monógamo», explicó Ratzinger a L’Express en 1997. «Pero nada garantiza que un día estos elementos fundamentales de nuestras vidas no serán cuestionados. Además, el islam no puede renunciar a su voluntad intrínseca de ser un elemento decisivo del orden público»262.
Después de Ratisbona, la campaña de críticas hacia el papa fue extraordinaria.
Trató de luchar para que Europa insertase sus raíces cristianas en la Constitución y perdió. Hablando con la Agencia Católica de Noticias de los obispos polacos (KAI), Ratzinger declaró que se trataba de una ideología laicista para la cual esta historia no debería haber entrado en la conciencia actual, y que se quería situar la religión en la esfera privada. Fue Jacques Chirac, el presidente francés, quien vetó la inserción de las raíces cristianas. En la Sala Clementina del Vaticano, Benedicto XVI acusó a Europa de apostasía: «Si, con ocasión del 50° aniversario de los Tratados de Roma, los Gobiernos de la Unión desean ‘acercarse’ a sus ciudadanos, ¿cómo podrían excluir un elemento esencial de la identidad europea como es el cristianismo, con el que una amplia mayoría de ellos sigue identificándose? ¿No es motivo de sorpresa que la Europa actual, a la vez que desea constituir una comunidad de valores, parezca rechazar cada vez con mayor frecuencia que haya valores universales y absolutos? Esta forma singular de ‘apostasía’ de sí misma, antes que de Dios, ¿acaso no la lleva a dudar de su propia identidad?»263. Una acusación muy dura, «apostasía». No se lo perdonarían.
En su discurso de Ratisbona Benedicto XVI reivindicó las raíces judías, griegas y cristianas de nuestra cultura, explicando por qué eran diferentes del monoteísmo islámico. «Benedicto XVI escribió con ímpetu sobre una Europa moralmente maltratada», escribió Daniel Henninger en The Wall Street Journal. «Al igual que su predecesor, este papa ha decidido participar en la mayor batalla militar e intelectual de nuestro tiempo. Sencillamente está defendiendo lo que llamamos Occidente. Se podría decir que el contraataque del papa al mundo islámico y a Occidente llega tarde. También se podría decir que sus posibilidades de ganar son escasas. El llamamiento de Benedicto a Europa para redescubrir la fuerza desde dentro de su tradición religiosa llega en un momento difícil. El islam militante está ya en marcha, literalmente, con una enorme certeza moral. Por el contrario, como ha descrito recientemente Wilfred M. McClay, historiador de la Universidad de Tennessee, Occidente se encuentra en una ‘época de agitación moral posmoderna’. Benedicto, entre otros, sostiene que esta insensibilidad moral es la mayor vulnerabilidad de Occidente»264.
La lectio del papa contenía una cita del emperador bizantino Manuel II Paleólogo, que copiaba su correspondencia con un persa: «Muéstrame qué ha traído Mahoma de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba». Pocas líneas que habrían hundido un pontificado que ya se había enemistado con no pocos ambientes significativos. «Las reacciones suscitadas por el análisis de Benedicto XVI sobre el islam y la violencia forman parte del intento del islam de sofocar lo más valioso que tiene Occidente y que no existe en ningún país musulmán: la libertad de pensar y expresarse»265, escribió el filósofo francés Robert Redeker en 2006, quien fue amenazado de muerte por los islamistas a causa de estas líneas.
Fue el «papa contra Mahoma»266, como aparecía en la portada del Der Spiegel. Y Ratzinger fue linchado no solo en las plazas islámicas, sino también en las del Occidente perdido. En el Vaticano se hizo todo lo posible para que ese «incidente» fuera olvidado.
La primera víctima de la dictadura del relativismo
Todo el pontificado de Ratzinger estuvo caracterizado por una defensa de la civilización occidental o, dicho de un modo más sencillo, de Occidente. Pero no hay ni un solo desafío del que Ratzinger saliese aparentemente victorioso, como si el nihilismo tuviese que ser el único destino de Occidente, como si la seducción fuera tan inabarcable que solo pudiera encontrar satisfacción en la destrucción, en esa imagen de Medusa del nihilismo que parece cada vez más pertinente para el hombre occidental. «Porque Benedicto XVI ha intentado evangelizar Europa y ha fracasado»267 escribió el historiador de las religiones Philip Jenkins.
En los bastiones católicos europeos se han aprobado leyes que socavan el derecho natural. Por todas partes Europa es un desierto de ruinas poscristianas, ya nadie se atreve a cuestionar el islam y la «dictadura del relativismo» se ha unido al mercado. Como comisario del ex Santo Oficio y luego como papa, Ratzinger fue testigo de la aprobación de las bodas gay en los tres países más marcados por la identidad católica en Europa: España, Francia e Irlanda. Y dentro de la Iglesia católica, incluso entre las altas esferas, las revoluciones ideológicas contra las que había luchado —anticapitalismo, ecologismo, multiculturalismo y relativismo— fueron despachadas.
El pequeño hombre vestido de blanco que se elevaba como un gigante del pensamiento ha sido derrotado. Es esta —no la pederastia— la verdadera «misión fallida de Ratzinger» de la que hablaba Der Spiegel, en «Die gescheiterte Mission des Joseph Ratzinger». Aceptar la decadencia de Occidente y la derrota del pontífice que más ha luchado a lo largo de la historia en este horizonte, significa también aceptar identidades débiles, difuminadas, poscristianas y poseuropeas de hecho, como explicaba Ratzinger: el anuncio más inquietante y escandaloso, es decir, el final catastrófico de todo un ciclo histórico, llamado «Occidente», ha llegado al último enfrentamiento consigo mismo.
Alemania —el país que dio a luz a Ratzinger, cuyo presidente Joachim Gauck era un pastor protestante y su canciller Angela Merkel es la hija de un pastor; cuya música religiosa es la mejor del mundo, y sus iglesias son el segundo empleador más grande—, es la punta de lanza de la secularización en Occidente. La razón por la cual en Alemania no estaban muy entusiasmados con la elección de Benedicto es que el país del papa había perdido su fe. Como decía el profesor Joseph Fessio, que estudió con Ratzinger en los años 70: «Este lugar es un desastre. La Europa católica está muriendo porque ha perdido el alma. Y está tan perdida que ni siquiera sabe que san Benito le dio el alma y que el nuevo papa, Benedicto XVI, es la última y mayor esperanza para restaurar esa alma»268.
De la mayoría de las iglesias de Alemania donde creció Ratzinger pronto no quedará más que el recuerdo. Stephan Ackermann, obispo de Trier, la diócesis alemana más antigua, anunció que sus novecientas parroquias se reducirían a treinta y cinco en 2020269. Algo se ha perdido para siempre. Hasta un comunista como Gregor Gysi afirmó: «Temo una sociedad sin Dios»270. La antigua Alemania Oriental es un desierto cristiano: en Federow, un pueblo de Mecklenburg, la pequeña iglesia del siglo XIII es un lugar de lectura y entretenimiento; en Rostock, la Nikolaikirche se ha convertido en una sala de conciertos; en Rollenhagen, la iglesia de piedra se vendió a una empresa de eventos; y la iglesia de Milow, en Brandenburg, es ahora un banco271.
Después del «papa alemán», ¿quiénes son los últimos sacerdotes alemanes? Nunca se habían ordenado tan pocos sacerdotes católicos como ahora en Alemania: según datos publicados por la Conferencia Episcopal Alemana, un total de cincuenta y ocho se unieron al clero en 2015. En la última década, el número de ordenaciones se ha reducido a la mitad. En 2005, se ordenaron ciento veintidós sacerdotes diocesanos. Hace cincuenta años, en 1965, eran quinientos. Mientras que en 1990 había casi veinte mil sacerdotes católicos en Alemania, hoy en día su número ha bajado a catorce mil272. «¿Cuántos regimientos tiene el papa?», preguntó Stalin una vez. Ahora muy pocos.
En sus Últimas conversaciones con Peter Seewald, donde habló de la necesidad de «refrescar el cansado Occidente», Ratzinger expresó juicios políticos hostiles hacia el mainstream. Sobre Vladimir Putin alegaba: «Tocado por la necesidad de la fe. Es un realista. Ve que Rusia sufre la destrucción de la moral. Incluso como patriota, como persona que quiere devolverle el papel de gran potencia, entiende que la destrucción del cristianismo amenaza con destruirla»; en cuanto a Obama: «Tiene ciertas ideas que no podemos compartir»; y sobre Occidente: «La sociedad occidental y, por tanto, en todo caso, Europa, no será una sociedad cristiana»273.
En Francia, la iglesia de Saint-Houardon Landerneau cerró después de una serie de actos vandálicos. Alguien llegó a escribir en la fachada: Dieu est mort. ¡Dios ha muerto!274 Es la firma de Nietzsche. En abril de 2009, durante la misa del Jueves Santo, Benedicto citó precisamente al filósofo alemán, que «se ha burlado de la humildad y la obediencia como virtudes serviles, por las cuales se habría reprimido a los hombres. En su lugar, ha puesto el orgullo y la libertad absoluta del hombre». A ojos del pontífice, Nietzsche representa la «soberbia destructiva y la presunción, que disgregan toda comunidad y acaban en la violencia»275. Veinte años antes había escrito: «Un siglo más tarde, con Nietzsche, hay una seriedad mortal que se expresa en un grito penetrante de terror: ‘¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros le hemos matado!’ Cincuenta años después, se habla de ello con un distanciamiento académico y se nos prepara a una ‘teología después de la muerte de Dios’, se mira a nuestro alrededor para ver cómo se puede continuar y se anima a los hombres para ocupar el lugar de Dios»276.
Según Jean-Luc Marion, director del Departamento de Filosofía de la Sorbona, el de Ratzinger fue «un diagnóstico casi nietzscheano de la muerte de Dios y de la crisis de la racionalidad en sus acepciones más contemporáneas»277. El papa de la muerte de Dios en la cruz fue derrotado por la «muerte de Dios» en la conciencia del Occidente hipersecularizado. Un filósofo como Augusto Del Noce observó que la muerte de Dios sería «necesaria para la sociedad del bienestar»278.
En un encuentro con jóvenes en el Valle de Aosta, Ratzinger dijo claramente: «las así llamadas grandes iglesias parece que se están muriendo»279. Tres años después volvería a decir desde la Basílica de San Pablo Extramuros que las «naciones que en otro tiempo eran ricas en fe y en vocaciones ahora están perdiendo su identidad bajo el influjo deletéreo y destructor de una cierta cultura moderna. Hay quien, habiendo decidido que ‘Dios ha muerto’, se declara a sí mismo ‘dios’»280.
En Así habló Zaratustra, Nietzsche, el filósofo de la «muerte de Dios», de la decadencia de los valores y el nihilismo, fascinado por este espectáculo «reservado a los próximos dos siglos de Europa» (Aurora) proclamaba: ¿qué son estas iglesias todavía, si no las tumbas, los monumentos funerarios de Dios? (La ciencia alegre); escribía: «Por eso subí a estas montañas, para concederme de nuevo volver a disfrutar de la fiesta, como debe ser para un viejo papa y padre de la Iglesia (porque sepa que soy el último papa)». El viejo y último papa estaba «en reposo», porque el Dios al que había servido ya estaba muerto.
A los ojos de los secularistas de Europa y América del Norte, Ratzinger fue el último obstáculo frente a lo que él mismo había llamado la «dictadura del relativismo»281. Esto también se vio después de su escrito sobre el vínculo entre la pederastia y el 68. Nunca un papa había sido tan atacado como después de aquel ensayo en los últimos años.
Vendrán otros pontífices, tal vez populares, quizás hijos de las periferias del mundo, quizás de Europa, pero corren el riesgo de ser poseuropeos y posoccidentales, porque la Europa que vio nacer a Ratzinger se está muriendo. Actualmente hay más bautismos en Filipinas que en Francia, España, Italia y Polonia juntas y la cultura laica ya no reconoce ningún vínculo con los mil quinientos años de historia cristiana europea. Como dijo el medievalista francés Brague, todos estamos «en el lecho de muerte»282 de Europa.
Bernard Lecomte en un libro hablaba de Ratzinger como le dernier pape européen, el último papa europeo. «El papa Benedicto XVI, ¿el último papa europeo?», se pregunta también el periodista e intelectual francés Nicolas Diat. Autor de una trilogía con el cardenal Robert Sarah, Diat se preguntaba si el de Ratzinger no sería «un magnífico y triste adiós a una de las páginas más espectaculares de la historia». «Sin albergar ilusiones acerca de la gravedad de la enfermedad en cuya cabecera se recoge, el papa conserva la secreta esperanza de que el naufragio no sea tan fatal como teme. En este sentido, el reino de Benedicto XVI es ciertamente el final de una historia. El hombre que será quizás el último papa del Viejo Continente ve en el paso de Europa de un estado de crisis de conciencia, como lo describe Paul Hazard, al mejor de los mundos, el de Aldous Huxley, un posible drama que pondría a la humanidad frente a una revolución sin precedentes. Esta es la voluntad política de Benedicto XVI»283.
Si la cultura occidental sigue resbalándose en las arenas movedizas del escepticismo y el relativismo posmoderno, Occidente no podrá defenderse. En esta época de desconcierto, incluso dentro de la Iglesia, muchos tienen la sensación de que Ratzinger ha sido el «último papa de Occidente» profetizado por Nietzsche.
Roma ya no parece Roma. El propio papa lo dijo en Colonia, que el mundo estaría «expuesto a las tinieblas de una nueva barbarie»284. El día de su renuncia, Benedicto XVI dejó a sus espaldas un catolicismo dramáticamente en crisis. Junto con las tendencias naturales que lo debilitan en el mundo occidental —el liberalismo en su fase final— la Iglesia ha añadido vergonzosos escándalos sexuales y financieros, uno de los signos de la decadencia católica. «Es el 11 de septiembre de la Iglesia»285 declaró Georg Gänswein, secretario de Benedicto XVI.
Ratzinger contribuyó a garantizar que algo tan reconocible como el «cristianismo» sobreviviese al caos contemporáneo. Nos ha dado las herramientas para superar la crisis y reconstruir algo que se parezca a lo que una vez llamábamos, con orgullo, «Occidente». No es poco para un solo hombre. Sin embargo, Ratzinger ha sido también la gran «víctima» de esa dictadura del relativismo que es su gran caballo de batalla, como si el continuo ataque a la cultura contemporánea hubiera contribuido a la erosión de sus fuerzas físicas y morales. El tiempo nos dirá si —gracias a cincuenta años de dinamita intelectual lanzada sobre el inexpugnable edificio de la posmodernidad— Ratzinger ha sido ese payaso al que nadie creyó mientras gritaba «¡fuego!» o si, en cambio, se trata de un nuevo Benito capaz de salvar a la civilización del gran incendio.