Greta espera fumando un cigarrillo en una de las entradas del CC. El CC es el centro comercial. Nunca dicen centro comercial. Hablan de ese espacio como el CC. Tiene el pelo liso y lleva el flequillo recto sobre las cejas. Se ha maquillado los ojos con una raya negra larga que sobrepasa el contorno del ojo. Podría reinar sobre las dos orillas del Nilo. Se ha vestido con un abrigo largo de color gris, un jersey de cuello alto, pantalones ajustados y unas botas negras. Unas gafas redondas muy pequeñas con el cristal azul rematan el conjunto. A Alma le encanta que Greta se vista de esa manera para ir a un centro comercial situado a las afueras de un pueblo del extrarradio de la gran ciudad. Es de una especie tremendamente sofisticada. Tiene gestos que marcan la diferencia. Greta apaga su cigarrillo lanzándolo al suelo, pero no lo hace como todo el mundo. Lo catapulta con dos dedos para que describa una parábola en el aire y se estrelle a un par de metros contra el suelo de cemento expulsando un montón de chispas. En el momento del impacto imita el ruido que produciría el choque de una nave espacial contra un planeta de otra galaxia o algo así. Y después inclina la cabeza para mirar a Alma por encima de sus gafas.
—Están en la terraza del KFC —dice Greta—. Me he tenido que salir. No lo aguantaba más. ¿Por qué has tardado tanto?
Alma tiene que mantener la mentira. No puede decirle que se retrasó fumando con los Chicos de la Hierba. Siente como si hubiera cometido una especie de pequeña infidelidad. Alma y Greta son amigas desde muy pequeñas, desde el primer día de primero de infantil. En aquella aula de paredes pintadas de colores, mesas y sillas diminutas y cajones llenos de juegos educativos tuvieron una conexión especial. Durante años Greta y Alma se han protegido, defendido, apoyado, animado y consolado. Y eso no ha cambiado nunca. Ni siquiera después del peor verano de sus vidas. El verano de las lágrimas. Tenían catorce años y habían terminado tercero de la ESO. Los padres de Greta atravesaban un mal momento económico y debían recortar gastos. Decidieron prescindir del instituto privado de su hija y matricularla en uno público. Alma y Greta lloraron al conocer la noticia. Seguían llorando un día después, una semana después, un mes después. Lloraron por el día y por la noche. Bajo el asfixiante calor de los mediodías y bajo la lluvia de las tormentas. Alma lloró en el asiento trasero del coche familiar camino a una playa del norte y Greta sumergida en la piscina comunitaria de su urbanización. Lloraron abrazadas. Lloraron a solas. Lloraron hasta el dolor. Alma suplicó a sus padres que la matricularan en el mismo instituto público que a Greta. Ellos se negaron. Estaban contentos con la educación, tenían malas referencias del público, superpoblación, consumo de drogas, masificación, poca atención del profesorado al alumnado. Alma, que no era una estudiante extraordinaria y ya necesitaba alguna ayuda extraescolar, se perdería en un lugar con más de mil alumnos. No podían.
—No se va al otro lado del planeta. Seguirá viviendo aquí al lado —dijo su padre—. No es una tragedia.
A unos minutos en coche. A tres paradas de autobús. Podrían seguir viéndose y hablando «casi» a diario.
—¡No entiendes nada! —le gritó.
No, no entendía que ese «casi» contenía un universo de distancia. El primer día de clase aquel pupitre vacío a su lado le provocó tanto dolor como un cuchillo atravesándole el pecho. Quizá comenzó a odiarlo en ese momento.
A Greta le fue bien en el nuevo instituto. Se ganó muy rápido la simpatía de compañeros y profesores. Sus calificaciones escolares tampoco se resintieron. Lo de Alma es otra historia. Pagó un precio mucho más alto por esa separación. Un año después estaba quemando su uniforme escolar en la calle.
Caminan por pasillos flanqueados por franquicias de tiendas de ropa, entre cristales de escaparates decorados por pegatinas y carteles de un llamativo rojo que captan la atención de cualquiera que pase por delante. Últimas rebajas. Liquidación total. Las maniquíes, totalmente desnudas, apoyan con naturalidad esa última afirmación.
—No deberían dejarlas así —dice Alma y después añade—: Es obsceno.
—Tienes un problema aquí dentro —le contesta Greta y señala su cabeza.
—Que les pongan unas bragas por lo menos.
Los cristales de los escaparates les devuelven su propio reflejo. Greta imita a una de las maniquíes adoptando la misma postura. Su reflejo queda encajado sobre el cuerpo de plástico. Si Alma desenfoca la mirada, Greta y el maniquí se empastan una sobre otra. Podría ser ella misma desnuda. Sonríe. Saca la lengua y moja sus labios. La imagen incomoda a Alma, que niega con la cabeza. Greta es mucho más natural con el sexo que Alma. No le importa hablar sobre sus pocas experiencias o sobre sus muchas fantasías en voz alta, describir detalles, lugares, parejas sexuales. Cualquier cosa.
—No lo sé —le dijo una noche después de su primera experiencia sexual con un chico un verano en la costa—, la verdad es que esperaba otra cosa. No sé qué. Otra cosa.
—Todo el mundo dice que la primera vez es una mierda.
—Me excito mucho más viendo porno.
—¿Qué clase de porno?
—Sumisión. Dominación. Mujeres que usan a chicas como muñecas.
—Joder, Greta.
Se conocen de la manera más íntima posible. Se confiesan sin ninguna clase de vergüenza sus deseos más inconfesables, sus mayores secretos, las ideas más locas que les pasan por la cabeza. Y lo hacen sintiendo que no sucede absolutamente nada, que no serán juzgadas, que no se repetirán esas palabras, que ninguna otra persona ajena a esa pequeña sociedad de dos las escuchará jamás. Y, al mismo tiempo, esas confesiones les producen un placer liberatorio casi orgásmico. Esas conversaciones sobre sexo las excitan tanto o más que besarse y restregarse contra otra persona en el sofá de un garaje o contra la pared de un bar o detrás de la carpa de una fiesta en un pueblo. Molan.
Greta sabe que Alma es mucho más reservada con el tema del sexo, más tímida, menos expresiva. Aunque sabe que le gusta. O que le gustará cuando lo haga bien, cuando tenga una buena experiencia. Mientras, disfruta provocándola, haciendo que se sonroje, que baje la mirada y se ponga a escarbar con la punta de la zapatilla en el suelo.
—Joder, Greta —exclama Alma.
—¡Ja! —se carcajea Greta.
Alma inicia de nuevo la marcha. Greta la sigue dando un par de pasos rápidos hasta colocarse a su altura. Suben las escaleras mecánicas hasta la última planta. Allí se encuentran las franquicias de las cadenas de restaurantes de comida rápida, hamburgueserías, chinos familiares, rodillos de carne turca, pinchos, bocadillos y pollo frito al estilo del Medio Oeste americano. Traspasan las puertas acristaladas que dan a una de las terrazas de la última planta y un viento frío les azota en la cara.
—Ahí siguen con lo mismo —dice Greta con expresión entre compasiva y cansada.
En los bancos de duro cemento, bajo pérgolas de madera que parecen esqueletos de construcciones abandonadas, rodeados de grandes macetas ornamentales donde deberían crecer plantas, pero donde apenas hay algún rastro de vida, se encuentra un grupo de chicos y chicas más o menos de su edad. Una de esas chicas es Natacha, Nata, el tercer lado del triángulo societario que se forma con Alma y Greta. En ese momento Nata sostiene una gran discusión con su novio Alberto. Alberto tiene también diecisiete años y estudia segundo de bachillerato en su instituto. Comparte aula con Alma y Nata. A Alma no le cae bien Alberto. Greta le define como un psicópata narcisista con niveles demasiado altos de testosterona y un concepto muy antiguo sobre los géneros y el papel de los hombres y las mujeres en la vida.
—Lo mismo se lo han explicado mal.
—Lo mismo solo es tonto.
Alma se come a Alberto por Nata, pero lo cierto es que desde que salen juntos ellas se han distanciado. Nata es la única amiga que tiene en el instituto, la única persona con la que puede hablar, pero a veces se da cuenta de que, en los cambios de clase o en el descanso de media mañana, está con ella por compromiso. Alma nota que preferiría estar sentada sobre las rodillas de Alberto, comiéndose la boca y haciendo planes para el fin de semana. Unos planes que a veces no se cumplen y que dan origen a discusiones como las que tienen justo en ese momento.
—Te dije que había quedado con estos. Joder, Nata, es un partido importante, nos jugamos la temporada.
—Dime qué puto partido no es importante. Siempre os estáis jugando algo importante. No entiendo cómo todo puede ser tan importante.
A Alma le parece estar escuchando una imitación de una de las discusiones matrimoniales de los padres de Nata. Nata interpreta el papel de su madre y Alberto el de su padre. Reproducen el mismo modelo estándar. Padre centrado en su carrera casado con una mujer con un empleo a jornada completa que se multiplica para hacer de esposa y madre. Una supermujer que cae rendida en la cama cada noche, pero que no puede dormir si no se ha bebido un par de copas de vino blanco y se ha tomado un ansiolítico. Y Nata juega a eso mismo con su novio. Alma sabe que Nata protestará, se quejará, amenazará, gritará y todo lo demás, pero al final Alberto se irá a ver el partido con sus amigos. Y entonces cuando se queden a solas Nata les dirá algo así como:
—Ya me lo cobraré de otra manera.
Es la misma frase que le diría la madre de Natacha a sus compañeras de trabajo o a las vecinas con las que juega al pádel los sábados por la mañana. Quizá el plan de Natacha para el fin de semana era espantoso, una basura, Alma no lo duda, pero le da pena que tenga que hacer ese comentario, exhibiendo como una victoria algo que, sin duda, no lo es. Si es que en ese terreno se puede ganar algo de alguna manera.
—Ya. Es evidente que no lo puedes entender.
El comentario de Alberto provoca en sus amigos que beben bebidas energéticas y comen patatas fritas del McDonald´s una emisión de risitas punzantes. A Nata le enfurece el comentario o el tono condescendiente con el que lo ha pronunciado o la risa de sus amigos. O quizá las tres cosas. Y explota.
—Vete a la mierda.
Alma lanza una mirada cargada de desprecio y amenaza al mejor amigo de Alberto, Christian. Una mirada que dice que o cierra la puta boca y borra esa sonrisa de su cara o le romperá el menisco cruzado de la rodilla y acabará con su estúpida aspiración de ser futbolista profesional. Todo el mundo menos él sabe que solo llegará a ser delantero de un equipo de pueblo. Pero eso da igual. Lo que sí sabe es que Alma sería capaz de hacer lo que está pensando. Christian piensa que Alma está loca. Al principio de secundaria se metió con ella. La llamó «enana».
—Cierra la boca, enana —dijo.
Alma mide ciento sesenta y dos centímetros. Está satisfecha con su estatura, que considera normal, más o menos en la media del país, para una mujer de diecisiete años. Y, además, no necesita ser más alta. No aspira a ser modelo de pasarela, ni azafata, ni astronauta. Pero al principio de secundaria todavía no había crecido y su percentil era tan bajo que sus padres se plantearon llevarla al médico. Aun así ella nunca se sintió acomplejada y cuando aquel bobo, con un percentil alto, que le sacaba dos cabezas y pesaba veinte kilos más que ella, la llamó «enana» su primera reacción fue la de sonreír. «Enana» es una palabra graciosa. Pero entonces cayó en la cuenta de que él lo decía como un insulto y la rabia se apoderó de ella y le corrió por las venas y le infló los pulmones.
—Me parece increíble que no te des cuenta de las tonterías que dices —le respondió con insolencia.
—¿Quieres que te espere en la calle? —amenazó Christian.
—Cuando y donde quieras —le desafió Alma elevándose sobre las puntas de sus pequeños pies.
Christian, que ahora tiene cinco años más y está ahí sentado en el banco de cemento bebiendo una de esas bebidas energéticas de nombre estúpido y con las rodillas tan separadas que cabría entre ellas la cabeza de un elefante, no volvió a meterse con ella. Y además ese «cuando quieras» quedó grabado en la memoria colectiva de la clase de primero de secundaria y, después, la tradición oral la compartió año tras año hasta convertirla en un clásico. Alma sabe que el matón bobo todavía lo recuerda porque cuando ella clava la mirada en sus ojos, él vuelve la cabeza y cierra las rodillas en una especie de gesto inconsciente de protección masculina.
Greta le tira de la manga de la Carhartt para sacarla del autismo momentáneo y se da cuenta de que Nata está saliendo de la terraza, caminando de manera airada. Alberto la sigue un par de pasos por detrás. Sus amigos lanzan gritos y exclamaciones y Alberto, a espaldas de Nata, les guiña un ojo y les saca la lengua con complicidad. Y con esos gestos quiere decir: «Voy a calmar a mi mujercita, aunque me importa menos que nada que se enfade porque yo seguiré haciendo lo que me dé la gana». Todo lo que dirá o hará a continuación es un engaño, un truco, una mentira. En un sentido o en otro.
Natacha camina por el pasillo del tercer piso bordeado de restaurantes familiares. Alberto la sigue un par de pasos detrás. Sus pasos son más largos y camina más rápido, así que no le cuesta mucho ponerse a su altura, pero Nata no detiene su marcha y sigue caminando con la cabeza alta.
—... de una vez! —es lo que consiguen entender Alma y Greta.
Alberto la sujeta por el brazo, la retiene, la agarra con fuerza. Nata hace un intento de liberarse, retraer el brazo hacia su pecho y forcejea. El movimiento de atracción y torsión le provoca dolor.
—¡Me haces daño! —grita.
El pasillo del CC está atestado de familias con niños pequeños, parejas jóvenes que empujan distraídos carritos de bebé, grupos de críos invitados a fiestas infantiles y matrimonios que van cargados de bolsas de rebajas. El grito de Nata atrae la atención hacia el movimiento de esos dos cuerpos jóvenes, ese ballet violento. La escena provoca una reacción lenta. Un hombre adulto se acerca.
—¿Qué pasa?
¿No es evidente lo que está pasando? Entonces otro hombre también se aproxima impulsado por un efecto imán. Alberto se siente intimidado y suelta a Nata. Ella se acaricia la zona dolorida de su brazo con la cabeza ladeada y gesto serio.
—Estoy bien —dice Nata—. No pasa nada.
Alberto, en un gesto excesivamente teatral que copia de alguna película de acción, levanta los brazos, enseña las palmas de las manos y da un paso atrás. No soy una amenaza, quiere decir. Hay algo de resentimiento en su mirada antes de desaparecer por las escaleras mecánicas seguido de sus dos amigos.
A Alma le da la impresión de que durante el desarrollo de esa escena alguien ha apagado el ruido ambiente del CC. Durante esos instantes ha dejado de escuchar los pasos, los llantos de los niños, las palabras, las conversaciones, la música de un carrusel de monedas que hay en la salida de un restaurante, la voz de un camarero que vocea el número de un pedido que alguien debe recoger. Y de repente el sonido vuelve. Y parece que todo se pone en marcha de nuevo. Es una sensación muy rara. Arruga el ceño y se rasca la mejilla y se concentra en la punta de sus uñas, donde ha saltado el esmalte. Se siente un poco rara. Quizá ha subestimado el poder de la hierba de Susanita. Cuando levanta la mirada Nata y Greta se meten en el aseo. Alma se queda en el pasillo. Podría ir con ellas, pero le da mucha pereza la escena que se desarrollará en los lavabos. Y no es por la hierba.
«Te estás perdiendo algo muy fuerte», escribió Greta en el wasap. Pero Alma sabe que ese tipo de discusiones entre Alberto y Nata son algo muy común. Greta siempre exagera. Nata gritará y pateará las puertas de las cabinas y se enfrentará, y lo mismo escribirá con carmín rojo que Alberto es maricón y que la tiene pequeña. Pero no romperá con él. Estarán peleados una semana o unos días o unas horas o menos. Y después volverán a desempeñar los mismos roles en el mismo juego. Lo ha visto un millón de veces antes. Y le da pereza estar de público de nuevo.
Alma apoya la espalda en una pared del pasillo justo frente a una tienda de maletas y complementos. Una niña de dos o tres años de edad con dos moñitos de pelo sobre la cabeza pasa comiéndose un dulce y la saluda. Alma sonríe con un poco de tristeza. Su mente se queda suspendida en algún momento de su vida pasada. La niña le recuerda a alguien. Quizá a ella misma.
—Hola, Alma —dice una voz alegre.
A unos pasos de distancia alguien le sonríe abiertamente. Esa persona le es tremendamente familiar y, sin embargo, le cuesta identificar de quién se trata.
—¡¿Hola?! —repite como si le pareciera alucinante que Alma no la reconozca—. Soy Berta.
Berta es una compañera de su clase, o más bien una excompañera de su clase. Fueron juntas al mismo colegio durante primaria y la mitad de secundaria, más o menos cuando Berta dejó el instituto, el mismo año que Greta, y Alma ahora cae en la cuenta de que mucha gente dejó el instituto en segundo de secundaria.
—Hola, Berta —responde Alma subrayando el nombre para que ella se percate de que sabe perfectamente quién es y está a punto de poner la hierba como disculpa cuando se da cuenta de que eso podría ser un error—. Estaba distraída pensando en esa cría, la de los dos moñitos. Me recuerda a alguien.
—Es igual que Boo —afirma Berta—, la niña de Monstruos. SA.
—Sí, es verdad —contesta Alma.
—Me encanta esa película. Probablemente es mi película de animación preferida. Es buenísima.
Hace una eternidad que vio esa película por última vez, pero también fue su película preferida.
—Estoy segura de que alguna vez la vimos juntas. En uno de mis cumpleaños. ¿Qué tal te va?
—Así. —Alma se encoge de hombros—. Como siempre.
—¿Estás triste por algo? —pregunta Berta—. Parece que has llorado.
—Estoy bien —dice tajante y después suaviza el tono para preguntar—. ¿Y a ti qué tal te va?
Berta estudia bachillerato de Artes en un instituto de la ciudad. Está bastante contenta de haber elegido una opción nada exigente y que estimula su lado más creativo. Alma se llegó a plantear coger esa opción de bachillerato. El problema es que ella no tiene ningún lado creativo. No tiene ningún talento para dibujar o pintar. Cero. Coge un lápiz y un pato podría ser un perro.
Alma se fija en el colgante de metal dorado que brilla en el pecho de Berta. Parece un pájaro volando sobre una ola.
—Es muy chulo —comenta Alma.
—Lo he hecho en el taller —responde Berta como si Alma tuviera que saber a qué se refiere con eso del taller—. Estoy experimentando con latón y plata. ¿Puedo hacerte uno?
Berta está deshaciendo el nudo del cordón antes de que Alma pueda contestar a su ofrecimiento con un sí o un no.
—Mejor quédate con este.
Siente su aliento cálido mientras le anuda el cordón de cuero al cuello.
—Está mal que yo lo diga, pero mola un montón —señala Berta observando el colgante sobre su pecho.
La madre de Berta sale de la tienda y se acerca a ellas. Alma la reconoce. Aunque parece que han pasado mil años no ha pasado tanto tiempo desde la última vez que estuvo merendando en su casa. Lleva en las manos un par de grandes bolsas. De una de ellas sobresalen las asas de un bolso de cuero de color naranja, uno muy caro, que tiene una posición de privilegio en el escaparate de la tienda. La madre de Berta la saluda y ella responde comportándose como la muchacha encantadora que no es. Puede fingir perfectamente y en cualquier situación una maravillosa sonrisa y pronunciar las palabras justas en el tono justo para que todos los amigos de sus padres digan que es una cría maravillosa y hacer que su padre suelte un profundo suspiro de disconformidad.
—Berta —dice—, nos tenemos que ir.
Tienen unas entradas para la última sesión de una película iraní en un cine de versión original y antes quieren cenar alguna cosa en el centro de la ciudad. Berta le dice el título de la película y, aunque Alma no ha oído ese nombre en su vida asiente.
—Ya casi no nos vemos —comenta Berta—. No puede ser. Te llamo o algo.
—Vale.
—Y sonríe. No me gusta verte triste.
Alma esboza una sonrisa. Berta le da un beso en la mejilla.
—Tenemos que hablar —le susurra al oído.
Cuando Alma reacciona, Berta ya se está alejando por el pasillo del CC.
—¿Era esa Berta? —pregunta Nata—. Dios, no la reconocía.
Berta está bastante obesa. Ha engordado mucho desde que dejó de ser su compañera en segundo de secundaria.
—¿Qué quería?
—Quedar un día. Para hablar.
—¿De qué?
—No sé —responde Alma y añade—: Estoy muerta de hambre.
Entran en el McDonald´s. Piden hamburguesas de un euro y patatas fritas. Mientras mueve distraída la punta de un dedo por el papel manchado de grasa y sal trata de encontrarle sentido a la frase de Berta.
«Tenemos que hablar.»