—¡No os mováis tanto! —exclamó Vegetta, dirigiéndose a las mascotas. Sobre todo a Trotuman, que no paraba de agitarse sobre el barro.
—¡No puedo evitarlo! —exclamó la tortuga—. Si intento sacar una pierna, se hunde más la otra. Si tiro de aquí, me inclino de allí. ¡Estamos perdidos!
—¡Mantened la calma! —gritó entonces Willy, metido hasta las rodillas en las arenas movedizas—. Podremos salir de aquí, pero poco a poco.
—Así es —confirmó Vegetta—. Solo es cuestión de pensar un poco.
Las palabras de Vegetta eran tranquilizadoras, pero lo cierto es que ninguno tenía claro cómo escapar de semejante trampa. Porque Trotuman tenía razón: cuanto más luchaban por mantenerse a flote, más rápido se iban hundiendo los cuatro. Y si intentaban ayudarse unos a otros, peor, porque el peso combinado los arrastraba con más rapidez hacia el fondo de las arenas.
Si no daban pronto con la manera de salir del aprieto, en cuestión de minutos estarían muertos, enterrados por completo en el barro. Una situación no solo inesperada, sino también enigmática, porque jamás, en toda la historia de Pueblo, se habían visto arenas movedizas en el bosque... ni en ningún otro sitio.
—Vamos a pensar con calma —dijo Willy—. A ver, ¿de qué están hechas estas arenas?
—¿Acertijos ahora? —preguntó Vakypandy—. No es el mejor momento.
—No, en serio. Pensadlo.
—Pues... Tierra y agua —respondió acertadamente Trotuman—. O sea, barro.
—¡Exacto! —exclamó Willy—. Pero mucho más líquido de lo normal. Por eso es tan absorbente y pegajoso.
—Ya sé por dónde vas —intervino Vegetta—. Esta pasta, básicamente... ¡es agua!
—¡Exacto! Y para salir del agua solo hay que nadar. Dejad todos de intentar sacar una pierna o un brazo, porque no funciona.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Vakypandy.
—Nos vamos a dejar caer de espaldas, como si estuviéramos en el agua...
—... y luego nos acercamos a la orilla poco a poco, sin prisa, haciendo como que nadamos —terminó Vegetta las instrucciones de Willy.
—¡Pero nos vamos a poner perdidos! —protestó Vakypandy, que era bastante presumida.
—¡Estaremos perdidos si no lo hacemos! ¡Vamos, chicos!
Sin perder más tiempo los cuatro se pusieron manos a la obra, aunque cada uno a su manera. Vegetta y Willy se dejaron caer hacia atrás y comenzaron a bracear con mucha calma hacia la orilla. A Trotuman, siendo una tortuga, no le gustaba nada estar boca arriba, así que prefirió arrojarse sobre la panza. Para su sorpresa, descubrió que flotaba muy bien.
—¡Funciona!
Para Vakypandy, sin embargo, era más complicado «nadar». Por eso cuando Trotuman pasó a su lado se ofreció a llevarla.
—¡Sube sobre mi caparazón! Yo te acerco a la orilla.
Con un pequeño esfuerzo Vakypandy apoyó primero las delanteras sobre el lomo de su viejo amigo y luego hizo fuerza para levantar también las traseras y colocarlas sobre el caparazón de Trotuman. Era un poco como ir en barco. De este modo, sin prisa, pero sin detenerse, los cuatro lograron llegar a la orilla. No era como nadar en una piscina, desde luego, pero había servido para ponerse a salvo.
—Chicos, está claro que incluso cuando no vamos de aventuras hay que permanecer muy atentos —indicó Vegetta.
—Sí —añadió Willy—, el peligro acecha en cualquier parte. Por ejemplo en... Esperad, hay alguien ahí.
Vegetta se volvió hacia el punto señalado por Willy. En efecto, alguien les observaba, oculto entre los arbustos. Quien fuera se había escondido bastante bien, salvo por un detalle: al intruso se le veían los pies, o más bien los zapatos, por debajo de las ramas.
—¿Zapatos rojos? —se preguntó Vegetta en voz alta.
—Creo que hemos encontrado a tu Caperucita, Trotuman —dijo Willy—. Hola, pequeña. Sal de ahí, no vamos a hacerte daño.
La figura oculta se levantó despacio y salió de su escondite. Pelo rojo, vestido rojo, zapatos rojos, piel muy pálida. Sí, todo encajaba. Todo, a excepción de un detalle.
—Pero, pero... —empezó a decir Trotuman—. ¡Tú no eres una niña!
En efecto, la muchacha, que tenía todas las pintas de ser la «nietecita» perdida, no era una niña pequeña, sino más bien una joven de unos veinte años, alta, delgada y con cara de pocos amigos. Y voz de pocos amigos también.
—¿Y a ti quién te ha dicho que tendría que ser una niña? —preguntó la joven, con gesto desagradable—. Menudos parguelas sois. ¡Casi os ahogáis en ese barrizal!
—¿Y no pensabas ayudarnos? —preguntó Vakypandy, muy enfadada.
—¿Ayudaros? ¿Y llenarme los zapatos de barro? ¡Mirad mejor dónde ponéis los pies!
Los cuatro amigos se miraron asombrados unos a otros. Era cierto que en realidad la anciana nunca dijo claramente que su nieta fuera una niña, pero... ¿una chica tan desagradable y maleducada? Otra cosa extraña en un día que ya estaba siendo bastante raro desde el principio.
—Además, tengo otras cosas de las que preocuparme —añadió—. Yo a lo mío y vosotros a lo vuestro.
—Espera, es que hemos venido a buscarte de parte de tu abuela —le dijo entonces Willy.
—¿Mi abuela? ¡Puf! Menuda pesada. Yo soy la más guay de la familia. No me extraña que me busquen. No saben qué hacer sin mí. ¡Pues ahora estoy ocupada!
—Es que está preocupada por ti —indicó Vegetta.
—¡Bah! Vale, llevadme con ella, pelmazos.
—Qué chica tan maja —comentó, irónica, Vakypandy.
—¡Eh, tú, cabra bocazas! Ten cuidado con lo que dices, si no quieres que te convierta en rana.
—¿En rana?
—¡Sí! Puedo hacer eso y mucho más. ¡Mira!
La muchacha de rojo se paró frente a las arenas movedizas y empezó a agitar las manos. De pronto el barro se puso a girar en círculos, como si obedeciera sus órdenes. La chica tenía poderes mágicos... aunque no impresionó demasiado a Vakypandy.
—¡Un truco elemental! No me asustas —se mofó la mascota de Vegetta.
—¿Ah, no? Como me enfade... ya verás.
—Bueno —interrumpió Vegetta—. ¿Qué tal si vamos a buscar a tu abuela?
—¡Bah! Venga, vamos ya. Se va a enterar ese vejestorio por hacerme perder el tiempo.
Mientras regresaban al punto del bosque donde se habían encontrado con la abuelita, nuestros protagonistas no hacían más que preguntarse cómo una señora tan encantadora podía tener una nieta tan antipática. Era maleducada, contestona y grosera, además de pesada. Como había que caminar un buen rato y el silencio se hacía muy incómodo, Vegetta decidió iniciar una conversación.
—Yo soy Vegetta, y estos son mis amigos Willy, Trotuman y Vakypandy.
—¡Vaya nombres más ridículos! ¿Os los pusieron vuestros padres o los ganasteis en una feria?
—Madre mía, chica, no tienes filtro. ¿Y cómo te llamas tú?
—Yo me llamo Flora. Este sí que es un nombre bonito.
—Este camino se va a hacer muy largo —sentenció Vakypandy.
—Eso digo yo. ¿Cuándo llegamos? ¿Falta mucho? —preguntó Flora, como si fuera una niña pequeña.
—Falta poco. ¿De dónde eres? —preguntó Vegetta, más que nada por cambiar de tema.
Había algo en esa chica que daba mala espina, como si en cualquier momento fuera a pasar algo terrible por culpa suya. Tanto Vegetta como Willy experimentaban el mismo sentimiento, pero decidieron no pensar en ello, porque no había ninguna razón real para pensar así.
—Vengo de Villaldea, al otro lado del bosque —fue la respuesta.
En efecto, existía un lugar llamado Villaldea más allá de los bosques. Pero estaba deshabitado. ¿En qué clase de misterio se estaban metiendo nuestros amigos? Willy no pudo evitar hacer la pregunta clave:
—No es por molestar, pero ¿estás segura de que hablamos de la misma Villaldea? Es que hace años que no vive nadie por allí.
Al ver la cara de incredulidad de Willy y sus amigos la joven los miró a todos con cara de enfado. A continuación dijo con tono furioso:
—Mi familia y yo nos instalamos hace poco. Mis padres querían ir a Pueblo, ese sitio tan cutre.
—Oye, pero qué dices —empezó a protestar Trotuman, pero Flora no le dejó hablar.
—Por suerte yo les convencí de instalarnos en Villaldea. En mi familia todos hacemos magia y aquel es el lugar ideal para desarrollarla. ¡Precisamente porque no hay pesados rondando! ¿Falta mucho?
En fin, la conversación siguió en este plan durante un buen rato, con la joven pelirroja diciendo barbaridades y mostrándose cada vez más antipática. No hizo uso, sin embargo, de sus poderes, ya que en realidad no eran demasiado potentes. Poco después llegaban al lugar donde se habían encontrado con la abuela. Sin embargo, no estaba allí. ¿Se habría ido? Parecía poco probable, ya que algunas de sus cosas continuaban sobre el banco donde se había sentado a esperar. Willy y Vegetta la llamaron y, como respuesta, ocurrió algo sorprendente: la abuela apareció de repente como surgiendo de la nada, en medio de un resplandor rojo. Por muy mágica que fuera la familia, aquello resultaba siniestro. ¿Qué estaba pasando con esa gente? No iban a tardar en saberlo.
—Ah, por fin, nietecita, te he echado mucho de menos.
Las palabras de la anciana eran amables, pero no así su voz. De hecho, ya no sonaba como antes, dulce y cantarina, sino grave y profunda, con un intenso tono de maldad.
—¿Abuela? —preguntó Flora, acercándose a la anciana—. ¿Por qué tienes esa voz tan rara?
—Podría decirse que es para comerte mejor. Porque yo, jovencita, no soy tu abuela. En realidad soy un...
Sin revelar su auténtica naturaleza la falsa anciana comenzó a transformarse a toda velocidad ante los ojos de la chica y sus cuatro asombrados acompañantes. El pelo blanco desapareció en una llamarada dejando ver un par de cuernos de oro relucientes. Su piel se tornó de color rojo oscuro, al tiempo que aumentaba de tamaño y le crecían garras donde antes tenía las manos. En apenas unos segundos la verdad quedó clara para todos.
—¡Es un demonio! —exclamó Willy.
—Sí, pero no como los que conocemos —añadió Vegetta.
—Soy un come-almas, idiotas —dijo el ser infernal—. Y ha llegado mi hora del almuerzo. Comenzaré por el aperitivo y luego me ocuparé de vosotros.
Tras decir estas palabras el demonio generó un potente campo de fuerza que envolvió a Vegetta, Willy y las mascotas, como si los hubiera metido en una jaula. Cuando tocaban los rayos de energía que circulaban a su alrededor notaban un poco de calor, pero resultaba imposible atravesarlos. Era como estar tras un muro casi invisible: solo los brillos encarnados que bailaban en el aire, a su alrededor, delataban la presencia de la trampa.
—No tengo nada contra vosotros —rio el come-almas—. Es solo que os necesito para hacerme más fuerte. Pero antes... No me vendrá mal tu energía, Flora. Así completaré la que he devorado de toda tu familia... en Villaldea.
—¡Nooooo! A mi familia vale, ¡pero a mí no!
Fueron las últimas palabras de la desagradable Flora. El demonio lanzó de improviso una descarga de energía que la alcanzó en mitad del pecho y comenzó a extraer su fuerza vital.
Los cuatro prisioneros solo podían contemplar horrorizados cómo se alimentaba el come-almas. Así que, después de todo, «algo» había venido tras ellos desde el infierno. Y era algo terrible, de una maldad inimaginable, que apenas necesitó unos segundos para absorber la energía vital de Flora, de la cual solo quedaron los zapatos rojos tirados en el suelo.
Este era el «aperitivo» del que hablaba el demonio. Satisfecho con el resultado, puso gesto hambriento y dirigió su mirada hacia Vegetta, Willy y las mascotas. Sus intenciones no podían estar más claras.
Vakypandy, desesperada, intentó hacer uso de su magia para romper el campo de fuerza, pero no sirvió para nada: su concentración apenas fue suficiente para crear unas burbujitas de colores que rebotaron en el muro de energía.
—¡No puedo!
—La cabrita tiene poderes —sonrió entonces el demonio, pero con una sonrisa maléfica—. Eso es mucho mejor, así me haré más fuerte. Preparaos a morir. Todo para la mayor gloria de mi señor.
El come-almas invocó de nuevo sus poderes para devorar las almas de los cuatro prisioneros. Estos luchaban desesperadamente por escapar de la trampa en la que se encontraban, pero no había manera. No solo eso: resultaba evidente que el demonio había ganado en tamaño y fuerza tras absorber la energía vital de Flora. Si ahora se los tragaba a los cuatro... ¿qué poder adquiría ese monstruo?
Todo parecía perdido cuando el bosque, detrás del come-almas, se prendió de pronto en una llamarada que arrasó buena parte de los árboles. Y de entre las llamas surgió... Algo. No era fácil definirlo, pues apenas tenía forma. Pero sí nombre:
—¿Sombra? —preguntó el come-almas, arrodillándose ante el recién llegado.
—¡Sí! Me ha costado siglos, pero al fin he logrado reunir la energía suficiente para materializarme en este universo.
—Mi señor, todo se ha hecho según tus órdenes —contestó el demonio—. Estos seres están a tu disposición.
Al oír esto, el ser llamado Sombra se acercó despacio al come-almas y a sus cuatro cautivos. Era una criatura de apariencia humana, pero poco definida, como si no estuviera del todo completa.
Resultaba muy extraño a la vista, pues en algunas partes incluso parecía transparentarse, como si parte de su esencia estuviera aún en otra dimensión. Se cubría con unas ropas de color negro de apariencia siniestra. Aunque lo peor era su rostro, desdibujado, incompleto. El único rasgo claro eran los ojos, dos lenguas de fuego que despedían una maldad antigua y profunda. Solo mirarlo daba escalofríos y, a su lado, el come-almas casi parecía un ser inocente.
Willy y Vegetta, impotentes dentro del campo de fuerza, contemplaban horrorizados la increíble amenaza que se les acercaba. Una monstruosidad venida del inframundo y de cuya voluntad dependía ahora su destino.