CAPÍTULO 1

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Nací en 1632, en una familia acomodada de la ciudad de York. Mi padre, de origen alemán, se dedicaba al comercio. Aunque el apellido de mi familia paterna era Kreutznaer, lo adaptamos a Crusoe para que fuera más fácil de pronunciar en inglés. Mi hermano mayor era soldado y murió en una batalla cerca de Dunkerque, y el mediano se marchó de casa un día y no lo volvimos a ver.

Como yo era el pequeño y mi familia no tenía un oficio con el que entretenerme, desde muy niño soñaba con viajar. Mi mente se entretenía pensando en el mar, y deseaba, más que nada, embarcarme a la aventura y descubrir el mundo. Mi padre era un hombre serio y estricto, pero deseaba lo mejor para mí. Tenía otros planes en mente para mi futuro: decidió que debía estudiar leyes. Pero yo solo pensaba en la vida de los marineros, y en las peripecias que podría ver y descubrir. Quería ver mundo, por lo que no escuché los consejos que me daban. Por culpa de eso, he tenido una vida complicada.

Mi padre, con paciencia, intentaba convencerme y me aconsejaba no hacer caso de mis sueños:

—¿Por qué vas a irte, con lo feliz que puedes ser aquí? —decía—. Solo buscan la aventura los que pasan hambre o los que disponen de tanto dinero que no saben qué hacer con él. Tú deberías buscar el punto medio. ¡Disfruta de la vida y evita las desgracias! Mírame a mí: estoy llegando a la vejez tranquilo, acompañado de mi familia. He hecho siempre lo que debía y la vida me ha ido bien.

Me suplicaba, con los ojos llenos de lágrimas:

—Por favor, Robinson, no te precipites. Recuerda a tu hermano, que murió en la guerra. Si no me haces caso, no tendrás mi apoyo y nadie te ayudará cuando más lo necesites.

Me emocioné mucho con estas palabras y decidí no volver a pensar en mi sueño, ser un buen hijo y escuchar sus consejos. Pero no funcionó.

Al cabo de unos días volvía a tener ganas de irme y decidí hablar con mi madre para que ella me ayudara. No quería marcharme enfadado con mi padre. Le prometí que, si no me gustaba la vida en el mar, volvería enseguida a casa y recuperaría el tiempo perdido. Tampoco funcionó: ninguno de los dos quiso escucharme y, además, mi madre se enfadó mucho porque dijo que mi padre sabía perfectamente lo que me convenía y que ella no pensaba de una forma diferente a la de él.

Cuando mi madre le explicó a mi padre la conversación que había tenido con ella, mi padre le dijo:

—Este chico podría ser muy feliz si se quedara en casa. Si se marcha, será la persona más desgraciada que haya existido jamás. Por eso no puedo darle mi permiso.

Viví un año más con ellos y cada vez que me proponían un trabajo decía que no. Un día, que estaba por casualidad en la ciudad portuaria de Hull, me encontré con un amigo. Su padre tenía un barco y me invitaron a acompañarles a Londres sin tener que pagar el pasaje. Era mi oportunidad: no hice caso de los consejos de mi familia y embarqué rumbo a Londres el 1 de septiembre de 1651. Este sería mi primer viaje.

Las desventuras llegaron nada más salir del puerto: el viento empezó a mover el barco y vimos cómo el mar crecía sin parar. Era la primera vez que navegaba y estaba muy mareado. Además, tenía mucho miedo. Estaba seguro de que alguien me estaba castigando por haber abandonado mi casa y decepcionado a mis padres. Lamenté mucho no haberles escuchado.

La tormenta fue empeorando. Parecía que las olas se fueran a tragar el barco. Cuando entraba en el agua, daba la sensación de que no volvería a salir. Entonces entendí perfectamente lo que me había contado mi padre sobre el término medio de la vida: qué vida más fácil y cómoda había vivido mi padre, sin haber tenido que enfrentarse nunca a las tormentas del mar o los problemas en el barco. Me prometí a mí mismo que si salía de aquello volvería junto a mi familia y no volvería a navegar nunca más.

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Sin embargo, llegó el día siguiente, y con el viento y el mar en calma, ya me había acostumbrado al movimiento de las olas. Además, me olvidé definitivamente del mareo cuando al amanecer vi, maravillado, el sol reflejándose en el mar. Había dormido bien durante la noche, y el mar me pareció más un aliado que un enemigo.

El amigo que me había convencido de embarcar se acercó entonces para hablar conmigo:

—Dime, ¿estás bien? ¿Te asustaste mucho con la ventisca de anoche?

—¿A eso le llamas ventisca? ¡Era una tormenta terrible! ¡Fue horrible! —contesté.

—¿Una tormenta? ¡Ja, ja, ja! ¡Si eso no fue nada! Un viento así no es problema alguno si tienes un buen barco —afirmó—. Realmente eres un marinero de agua dulce, amigo. ¡Ven a tomar una bebida caliente con nosotros y olvidémonos de tormentas!

Con el calor de la bebida caliente desaparecieron mis miedos y preocupaciones y volví a tener ganas de navegar. Había olvidado las promesas del día anterior y no pensé más en ello. Sin embargo, aún me esperaba otra prueba que superar, peor y mucho más dura.

Al sexto día de travesía llegamos a Yarmouth Roads. Teníamos el viento en contra y, como el tiempo estaba calmado, no habíamos avanzado mucho desde la tormenta. Decidimos echar el ancla durante unos días y esperar a que mejoraran las condiciones para navegar. Muchos navíos llegaban hasta allí igual que nosotros, a la espera de que el viento soplara desde el río y les permitiera seguir adelante.

Al cabo de unos días de estar allí, el viento empezó a soplar muy fuerte, demasiado fuerte. Al principio nuestros hombres no estaban nada preocupados: estábamos a salvo y teníamos una buena ancla. Pero en la mañana del octavo día la situación empeoró. Tuvimos que asegurar los mástiles y el cargamento. A medianoche, el mar ya había subido tanto que el castillo de proa se hundía en el agua. Creímos haber perdido el ancla un par de veces y el capitán finalmente ordenó que usáramos el ancla de emergencia.

La tormenta empeoraba por momentos y fue entonces cuando, por primera vez, vi a los marineros asustados de verdad. El capitán gritaba, nervioso:

—¡Dios mío, estamos perdidos!

Hasta entonces yo había estado tranquilo, porque pensaba que sería una tormenta parecida a la anterior, pero al ver los nervios del capitán empecé a preocuparme. Me había tumbado en el camastro, y cuando me levanté de mi lecho y miré por la ventana vi lo que estaba pasando: montañas de agua se alzaban delante del barco, y las olas rompían contra el casco cada dos o tres minutos. Había dos barcos cerca del nuestro: los dos habían cortado sus mástiles y estaban medio hundidos. Nuestros hombres gritaban sin poder creer lo que veían. Otro barco, que estaba más o menos a una milla de nosotros, navegaba a la deriva. Dos barcos más cruzaban sin ancla y se dirigían a mar abierto sin un solo mástil y otros, aún en pie, pasaban por nuestro lado, enfrentándose al viento solo con su vela cebadera.

Al llegar la noche, el primer oficial y el contramaestre rogaron al capitán que les permitiera cortar el palo de trinquete, algo que el capitán no quería hacer. Al fin consiguieron convencerlo, y esto obligó también a cortar el palo mayor. Así, la cubierta del barco quedó vacía.

Yo tenía muy poca experiencia y no podía saber si era muy grave, pero los marineros me dijeron que nunca jamás habían visto una tormenta como aquella. Gritaban que el barco iba a irse a pique, pero yo no sabía qué significaba «irse a pique».

En mitad de la noche, uno de los hombres informó de que había una fuga, lo que obligó a todo el mundo a ir a la bodega a sacar el agua. El capitán ordenó que disparáramos al aire para indicar que estábamos en peligro. Ahora estaba claro: no podíamos hacer nada y, además, estábamos demasiado lejos para llegar nadando a ningún puerto. El hundimiento era inminente.

Por suerte, un barco ligero que pasaba por nuestro lado nos envió un bote. Lograron aproximarse, pero era imposible para ellos conseguir acercarse a nuestro barco, y nosotros no podíamos saltar al bote. Al fin, poniendo en riesgo sus vidas, los marineros del bote remaron todo lo que pudieron y nuestros hombres lograron tirar una cuerda atada a una boya, que consiguieron alcanzar. Así, se arrimaron lo suficiente a nuestro barco para que pudiéramos subir. Una vez dentro, decidimos acercar el bote lo máximo posible a la costa, remando y dirigiéndolo hacia un puerto que había más al norte, llamado Winterton Ness. No hacía ni un cuarto de hora que habíamos abandonado el barco cuando comprendí el significado de irse a pique: el barco se hundió ante nuestros ojos. Se me encogió el corazón, en parte por el terror que sentía, y en parte por los pensamientos que no dejaban de recordarme el gran error que había cometido embarcándome.

Los habitantes del pueblo, que lo habían visto todo desde la costa, intentaron ayudarnos, pero era demasiado peligroso, y no acabábamos de llegar nunca al litoral, ya que el temporal nos frenaba. Finalmente conseguimos llegar sanos y salvos a la ciudad de Cromer, que se encuentra bastante más al norte, y desde allí fuimos andando hasta la ciudad de Yarmouth, donde las autoridades nos dieron suficiente dinero para que pudiéramos hacer lo que quisiéramos: llegar hasta Londres o volver a Hull. En mi corazón sabía que debía volver a casa con mis padres. Sabía que mi padre me perdonaría, porque se habría asustado mucho al saber que el barco en el que estaba se había hundido, y estaría contentísimo de saber que estaba vivo. Pero mi deseo de navegar no podía competir con nada. Mi destino estaba sellado y no podía resistirlo, y aunque mi razón intentó convencerme, mi pasión me dijo que, si había sobrevivido a aquella aventura, nada de lo que me pasara a partir de entonces sería tan grave como aquello.

Mi compañero, el hijo del capitán del barco, no estaba tan convencido. La primera vez que hablamos después del hundimiento del barco, me pareció que estaba compungido. Habló con su padre, el capitán del barco hundido, para explicarle lo que me había sucedido.

Al conocer mi historia, el padre de mi amigo me dijo, en un tono serio:

—Joven, no debería usted volver a navegar jamás. Lo que ha pasado es un aviso de que usted no está hecho para ser marinero.

—¿Por qué dice esto, señor? —le respondí—. ¿Acaso no piensa usted embarcar nunca más?

—Mi caso es distinto —replicó—. Se trata de mi trabajo. En cambio, usted ha realizado un viaje de prueba y ha recibido un aviso de lo que le espera si no abandona. Lo que nos ha pasado es por su culpa. Vaya donde vaya, joven, no sufrirá más que desgracias y decepciones, hasta que obedezca los deseos de su padre. ¿Cómo he permitido que alguien desafortunado navegara conmigo? Ni que me pagara mil libras volvería a navegar con usted. Hágame caso: vuelva con su padre. Si no lo hace así, no va a encontrar más que desgracias en su camino.

Esto me dejó muy preocupado y pensé durante un tiempo en lo que me había dicho. Rápidamente imaginé que los vecinos se reirían de mí, y mis padres se sentirían avergonzados de mi vuelta. Dirían que era un mojigato engreído, incapaz de perseguir sus sueños, que había fracasado en el primer intento. No sabía qué hacer con mi vida. Seguía no queriendo volver a casa, y a medida que fue pasando el tiempo fui olvidando las palabras del capitán y tomaron todo el protagonismo los deseos de seguir mi vida de aventuras. Por ello, finalmente, decidí no hacerle caso y me dirigí a Londres, con más ganas que nunca de volver a embarcar. Nunca más volví a ver al capitán.

En Londres tuve la suerte de conocer al capitán de un barco que se dirigía a la costa de Guinea, en África, y me embarqué en él. Cuando volví me di cuenta de que en ninguno de mis dos viajes anteriores había embarcado como marinero, sino como pasajero, y que, por lo tanto, no había aprendido nada. Pensé que podría haber aprendido algún oficio en cada viaje. A veces tenemos la suerte de encontrar la compañía adecuada, y eso es lo que me pasó entonces. Conocí, de vuelta a Londres, a un capitán de barco que había estado en la costa de Guinea y que tenía decidido volver otra vez a tierras africanas. El hombre encontró agradable mi conversación y al oír que tenía la intención de descubrir el mundo, me pidió que le acompañara. Durante el viaje nos hicimos amigos y me enseñó muchas cosas sobre matemáticas y normas de navegación: mantener el curso del barco, realizar las observaciones adecuadas y, en resumen, todo lo necesario para convertirme en un buen marinero. Aunque seguía mareándome, conseguí volver a Londres con dinero, conocimientos y ganas de seguir navegando.

Por desgracia, mi amigo el capitán murió después de este viaje, y enseguida embarqué de nuevo con otro capitán que también se dirigía a África. Este viaje no fue tan bueno como el anterior. Cuando nos encontrábamos navegando entre las islas Canarias y la costa africana nos sorprendieron unos piratas turcos procedentes del puerto de Salé, en la costa africana. Intentamos izar las velas todo lo que pudimos, pero nos alcanzaban todo el rato. Al ver que no podríamos escapar de ellos, nos preparamos para luchar. Nos defendimos todo lo que pudimos, pero algunos compañeros fueron alcanzados por las balas enemigas y nuestro barco quedó destruido. Los piratas entonces abordaron el barco, mataron a algunos compañeros e hirieron a unos cuantos. A los demás nos hicieron prisioneros y nos trasladaron a Salé, donde tenía la base el capitán pirata.