Los adoptantes de pelo dorado sacudieron la nieve de sus cuerpos y se volvieron para mirar la fila de niños. Milou intentó ignorar su decepción profunda y sujetó más fuerte su marioneta de gato mientras clavaba la vista en sus propias botas.
Esos no eran sus padres.
—Welkom! —pio Gassbeek, sonriendo como una marioneta con los ojos abiertos de par en par—. Kindjes, ellos son Meneer y Mevrouw Fortuyn. Ahora, decid todos: Goedemorgen!
—Goedemorgen —repitieron veintisiete vocecitas.
Milou sentía la lengua cubierta de telarañas. Tiró del cuello de su manta de bebé, ahora la tela ceñida la asfixiaba. Alguien la tomó de la mano y le dio un apretón y Milou le dedicó a Lotta una sonrisa tensa.
—¡Pasen y entren en calor! —canturreaba Gassbeek mientras rodeaba a los adoptantes y los instaba a avanzar sobre el suelo de mármol—. Los kindjes están muy entusiasmados por conocerlos.
—Nosotros estamos entusiasmados por conocerlos a ellos —dijo Meneer Fortuyn.
Era un hombre alto y su esposa era incluso más alta. Se detuvieron en medio del vestíbulo y deslizaron la vista por la hilera de niños como si estuvieran observando el escaparate de una tienda.
—Qué encantadores —dijo Meneer Fortuyn.
—Encantadores… ¡sin duda! —Gassbeek hizo una mueca, su jovialidad vaciló un segundo—. Como sin duda recordarán por el cartel, no hay duda alguna de que ofrezco los mejores huérfanos de toda Ámsterdam. Obedientes, trabajadores y con buenos modales. Y todos los mayores pueden leer y escribir.
—Oh, ¡esto es incluso mejor que comprar un bolso nuevo! —dijo Mevrouw Fortuyn con alegría—. Mira, Bart, ¡hay tantos para elegir!
La sonrisa de Gassbeek se ensanchó pronunciadamente sobre sus mejillas maquilladas. Milou hundió más los dedos en el algodón suave de su gato marioneta.
—Entonces, por favor, comiencen su inspección —exclamó Gassbeek—. Primero los menores.
La primera huérfana, una niña pequeña con rizos rubios y una constelación de pecas en el rostro, dio un paso veloz al frente. La matrona bajó sus gafas de lectura sobre la nariz y miró su portapapeles.
—Ella es Janneke —les explicó Gassbeek—. Tiene alrededor de tres años. Puede contar hasta diez y está empezando a coser sin hacerse sangre. Janneke viene con una cesta de mimbre y una manta de algodón amarilla.
Los Fortuyn le sonrieron a la niña.
—Hallo, liefje.
Milou sintió un tirón en la manga. Miró a Lotta, quien observaba a los adoptantes con expresión pensativa.
—Te apuesto un calcetín sin agujeros a que escogen a Janneke —susurró Lotta—. Siete de cada ocho veces, los adoptantes escogen al huérfano más pequeño. Una niña con pecas aumenta las probabilidades. Matemáticamente hablando, ya la hemos perdido.
—Quizá sea lo mejor —respondió Milou en el mismo tono de voz, mirando a los Fortuyn mientras ellos avanzaban por la hilera hacia ella—. A mí me parecen ladrones de tumbas.
Lotta alzó las cejas con curiosidad y Milou inclinó un poco más el torso hacia ella.
—Botas negras, capas oscuras. Ideales para escabullirse de noche y robar cadáveres para vendérselos a los investigadores médicos. Puede que escojan a Sem, por sus brazos excelentes para cavar.
Sem tosió y las miró con intención. Milou posó de nuevo los ojos en sus botas.
De pronto, su Libro de Teorías parecía un peso muerto en su manga. Puede que sus padres llegaran a finales de invierno. Sería lógico. Recordó que viajar era difícil en esa época del año. Solo debía ser más paciente.
—Y ¿cuál es tu nombre, liefje? —preguntó Meneer Fortuyn, ahora solo estaba a unos pocos niños de distancia.
Milou sintió de nuevo un revoloteo en el estómago al percatarse de que Fenna toqueteaba el dobladillo de su delantal y se miraba los pies.
—Ella es Fenna —pio Gassbeek, leyendo su portapapeles—. Tiene aproximadamente doce años. Lee y escribe sin problemas y tiene una caligrafía apropiada. Es una excelente cocinera. Fenna viene con cesta de pícnic pero, por desgracia, sin manta.
—Qué bonito pelo rojo tienes —dijo Mevrouw Fortuyn, sujetando el mentón de Fenna—. Me recuerda a mi pintalabios favorito. Dime, Fenna, ¿cantas?
De pronto, el vestíbulo se quedó en silencio, excepto por los engranajes del reloj de pie. Mevrouw Fortuyn se aclaró la garganta. Fenna juntó los hombros y cerró los ojos con fuerza.
—Oh, no sirve de nada hacerle preguntas —suspiró Gassbeek—. Es muda. Sin embargo… —La matrona alzó la voz—. Sería una hija silenciosa fantástica.
—¿Una muda? —dijo Meneer Fortuyn, pensativo—. Supongo que sería bueno tener una hija callada…
—Ah, ¡por supuesto que no, Bart! —gritó su esposa—. ¿Qué pensarían nuestros amigos? No soportaría el cotilleo. ¡Siguiente!
Fenna retrocedió cuando Egg avanzó ansioso. Se limpió una de sus manos manchadas de carbón sobre la pernera del pantalón y luego la extendió. Los Fortuyn miraron la mano sucia y no hicieron movimiento alguno para estrecharla.
—Este es Egg —dijo la matrona—. Tiene aproximadamente doce años y posee herencia del este asiático desconocida. Puede nombrar todas las capitales del mundo y se le da muy bien la caligrafía y la cartografía. Egg viene con una cubeta de carbón y… —miró con desdén a Egg—… ese chal.
—¿Un artista? —preguntó Meneer Fortuyn y realizó una mueca mientras señalaba la barra de carboncillo que Egg llevaba apoyada en la oreja izquierda.
—Egg tiene, bueno, inclinaciones artísticas —dijo Gassbeek como si admitiera que al niño le gustaba comer ranas muertas—. Sin embargo, sería muy útil para dibujar retratos o…
Meneer Fortuyn alzó una mano.
—Acabamos de redecorar nuestro hogar. Cortinas de seda blanca de Beijing y tapizados de color crema de Roma.
—Manchas de carbón —añadió Mevrouw Fortuyn, señalando el chal de Egg con repulsión—. Como puedes ver con claridad.
Los adoptantes avanzaron por la hilera.
Sem avanzó con torpeza como si el suelo de pronto se hubiera inclinado y los Fortuyn retrocedieron con un paso veloz. Sem logró cerrar las piernas con rigidez y pegar los brazos a los laterales del cuerpo. Su nariz se tiñó de un rojo brillante.
—Este es Sem —dijo Gassbeek—. Tiene aproximadamente trece años. Es un sastre experto. Su caligrafía es… bueno, tiene personalidad. Sem viene con un saco de harina, pero sin cesta y sin manta.
—Creí que las niñas aprendían a coser —dijo Meneer Fortuyn. Su esposa miró a Gassbeek.
—¿Por qué no trabaja de aprendiz si tiene trece años?
—Es más torpe que un burro de tres patas. —Gassbeek suspiró—. Lo envían de vuelta de cada empleo que le he conseguido. Dicho eso, su altura lo convierte en mi quita telarañas número uno. Sin duda es muy útil. Podría hacerles un descuento por él.
Sem se sonrojó avergonzado y su sonrisa vaciló.
Mevrouw Fortuyn sacudió la cabeza de un lado a otro.
—No lo creo. Míralo, Bart. ¿Cómo podré encontrar alguna vez atuendos adecuados para un niño tan larguirucho? Y no me hagas hablar de ese pelo desastroso. No. No puedo.
Sem regresó a su sitio en la fila, dejó caer sus hombros torcidos. Milou emitió un gruñido bajo, ignorando los pinchazos repentinos en la punta de las orejas que le indicaban que tuviera cuidado. Se tapó el rostro con el pelo. Espiando a través de una abertura delgada de color ébano, vio a los adoptantes mirar con entusiasmo a Lotta. El ojo de Mevrouw Fortuyn tembló levemente al ver su chaleco, pero las hermosas coletas doradas de su amiga, sujetas con cintas esmeraldas, parecieron reavivar el interés de la mujer.
—Lotta tiene aproximadamente doce años —suspiró Gassbeek, leyendo su portapapeles con tono monótono—. Dominó la tabla del doce a los cuatro años. Está familiarizada con conceptos tales como el teorema de Pitágoras y el número pi. Lotta viene con una caja de herramientas vacía, una manta de algodón rosa y tres rollos de cinta esmeralda.
Meneer Fortuyn emitió un bufido.
—¿Para qué le sirve a una niña tener conocimientos sobre Pitágoras?
Lotta cerró los puños con fuerza a cada lado del cuerpo.
—Oh, no se preocupe —dijo Gassbeek con rapidez—. Le aseguro que está entrenada para las tareas domésticas y es dócil, como debería serlo una niña.
Milou notó que Lotta estaba nerviosa. Las dos niñas compartieron una mirada de desprecio.
—Tendremos que deshacernos de ese chaleco y será necesario agregarle más volantes. —Mevrouw Fortuyn inclinó el torso hacia delante de modo tal que su nariz quedó al mismo nivel que la de Lotta—. Pero, cielos, eres una muñequita preciosa, ¿verdad?
Lotta entrecerró los ojos.
—Di hallo, Lotta —le advirtió Gassbeek.
—Hallo —dijo Lotta, en una voz dulce como la melaza. Alzó una mano y los saludó con su mano de seis dedos. Luego, abrió la otra y saludó despacio con sus doce dedos.
Hubo una pausa larga, durante la cual Milou oyó que alguien contaba entre susurros. Luego, los Fortuyn dieron un paso al lado rápido y, a pesar de la pared de pelo ébano que cubría su rostro, Milou sintió cómo la mirada de los adoptantes aterrizaba en ella. Era la hora de su numerito.
—Ella es Milou —dijo Gassbeek. La matrona se aclaró la garganta, pero Milou no se apartó el pelo del rostro—. Tiene aproximadamente doce años, puede recitar los cuentos de hadas de los Hermanos Grimm y posee una voz bastante agradable para el canto. Milou viene con un ataúd pequeño, ese vestido extraño que lleva puesto y una marioneta.
—Pero ¿viene con cara? —preguntó el señor Fortuyn.
—¿Milou? —La matrona hizo clac con su bota a modo de advertencia—. Aparta inmediatamente tu cabello.
—Mill-u —reflexionó la señora Fortuyn—. ¿Qué clase de nombre es Mill-u?
—Uno que yo no hubiera elegido —suspiró Gassbeek—. No tengan ningún reparo en escoger un nombre más adecuado. —CLAC—. Quítate el pelo de la cara, niña.
Milou notó otro pinchazo en la oreja izquierda, como una ráfaga de aire frío, pero lo ignoró. No necesitaba que su sexto sentido le advirtiera que corría el riesgo de desatar la ira de la matrona.
—¿Es sorda? —preguntó la señora Fortuyn.
—No —gruñó Gassbeek—. No lo es.
—¿Milou? —El susurro de Lotta estaba teñido de miedo—. ¿Qué estás haciendo?
Los pinchazos en la oreja regresaron un instante antes de que la matrona la agarrara del pelo y le tirara la cabeza hacia atrás. No le hizo falta más tiempo para cambiar la expresión de su rostro. Arrugó la nariz, mostró los dientes y, con la cabeza alejada de la luz, sabía que sus ojos casi negros parecerían pozos vacíos y oscuros.
Los Fortuyn dieron un grito ahogado.
Milou sonrió. No era una sonrisa dulce. No había hoyuelos. Era una sonrisa que la matrona le había enseñado: todo dientes y sin alma.
—Goedemorgen —gruñó Milou, adoptando su mejor voz de hombre lobo.
Los adoptantes deslizaron sus ojos abiertos de par en par por su rostro, examinaron su vestido negro que no le quedaba bien y luego subieron la vista otra vez. Milou los contempló por debajo de las pestañas, similares a las patas de una araña. Los Fortuyn intercambiaron una mirada: narices arrugadas y una sacudida de cabeza nada sutil.
—Nos llevaremos a ese —anunció la señora Fortuyn, señalando al niño de cabello oscuro en medio de la fila—. Parece muy dulce.
El corazón de Milou danzó de júbilo.
Gassbeek retorció el puño una vez más, luego soltó a Milou y esbozó una sonrisa aceitosa.
—¡Una elección excelente! —exclamó con alegría, haciendo clic clac hacia una mesa auxiliar sobre la que había un libro inmenso de cuero—. Permítanme prepararles el certificado de adopción. —Su sonrisa desapareció cuando miró a los huérfanos—. El resto, regresad a vuestros… estudios.
El reloj de pie hizo tic y tac, las ratas chillaron en los rincones más oscuros de la habitación y los huérfanos avanzaron con pisadas silenciosas para retomar sus tareas domésticas agotadoras.
Mientras subían las escaleras, Milou sonrió para sí misma por su estupenda actuación. Luego, miró de reojo a sus amigos. Lotta fruncía el ceño, Sem parecía desconcertado, Egg todavía intentaba limpiarse el carbón de las manos y Fenna parecía querer ocultarse en una de las muchas sombras del lugar. La sonrisa de Milou cayó hacia el suelo.
—No olvidará lo que hiciste —le aseguró Sem en voz baja—. Está vez, el castigo será algo peor que raparte la cabeza o golpearte los dedos con un bastón.
Milou tragó con dificultad.
—No tenía otra opción. No pueden adoptarme; lo sabes. Soportaré cualquier castigo.
Sem no parecía convencido, pero le sonrió con timidez.
—Espero que valga la pena.
Milou abrazó su marioneta y deslizó de nuevo los dedos sobre la etiqueta en su pata, ignorando la pequeña punzada de duda que intentaba alcanzar su corazón.
Ella también esperaba que todo valiera la pena.
La esperanza era lo único que le quedaba.