Capítulo uno
Se me ocurren muchas formas bonitas de despertar.
Está el olor de las tortitas en verano o la primera brisa fresca del otoño. La perezosa comodidad de un día de nieve, con el mundo enterrado bajo un manto blanco. Cuando despertar resulta fácil y tranquilo, una lenta transición del sueño a la luz del día.
Y luego está esto:
Las cortinas abriéndose de golpe, dejando entrar el sol, y el repentino peso de un gato enorme que se sienta sobre mi pecho.
Gimoteo y me esfuerzo por abrir los ojos, y veo a Grim mirándome, una pata negra flota sobre mi cara.
—Largo —murmuro, y ruedo hasta que el gato cae de lado sobre las sábanas. Me lanza una mirada hostil, suelta un suave suspiro felino y se hunde todavía más en la cama.
—¡Buenos días! —dice mi madre con una voz demasiado alegre, considerando que llegamos anoche y mi cuerpo no tiene ni idea de qué hora es. Un ruido sordo me taladra la cabeza, y no sé si es por el desfase horario o por los fantasmas.
Vuelvo a taparme con las sábanas, temblando por el frío artificial del aire acondicionado del hotel, que ha estado zumbando toda la noche. Mi madre abre la ventana, pero en lugar de brisa, lo que entra es una ola de calor.
La calidez del verano hace que el aire resulte pegajoso.
En la calle, alguien canta desafinando, y el sonido bajo de un trombón se mezcla con su melodía. Una voz aúlla de la risa. Alguien deja caer algo y, por el sonido, parece una olla vacía.
Incluso a las diez de la mañana, Nueva Orleans está llena de ruido.
Me siento, mi pelo es un nido de rizos enredados, y miro alrededor, aturdida por el sueño. ¡Jo!
Anoche, cuando llegamos, no hice mucho más que lavarme la cara y dejarme caer en la cama. Pero ahora que estoy despierta, me doy cuenta de que nuestra habitación de hotel no es lo que se dice «normal». No es que ninguno de los sitios en los que nos hemos alojado durante nuestros viajes haya sido «normal», pero el Hotel Kardec es particularmente extraño.
Mi cama está encajonada en un rincón, sobre una pequeña plataforma. Hay una zona de descanso entre mi posición elevada y la enorme cama de cuatro postes que mis padres han ocupado al otro lado de la habitación. Eso no es lo extraño. No, lo extraño es que toda la habitación está decorada con intensos tonos púrpuras y azules oscuros con detalles dorados, y la seda y el terciopelo lo cubren todo, como si se tratara del interior de una tienda de adivinación. Los tiradores de los cajones y los ganchos de la pared tienen forma de manos: o con los dedos entrelazados o con las palmas hacia arriba, como si intentaran alcanzar algo.
En nuestro afán por cambiarnos y descansar después del vuelo, dejamos las maletas apiladas en el suelo de madera pulida, con la ropa desparramada y medio salida de ellas. Y ahí, en mitad del caos, entre el neceser de mi madre y la funda de mi cámara, se encuentra Jacob Ellis Hale, mi mejor amigo, que también es un fantasma.
Jacob se me ha estado apareciendo desde el verano pasado, cuando me caí en un río y me salvó la vida. Juntos nos hemos enfrentado a espíritus en Escocia, a poltergeists en París, a cementerios y a catacumbas, y a muchas cosas más.
Está sentado con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas y un cómic abierto en el suelo delante de él. Mientras lo observo, las páginas se pasan solas.
Podría ser una brisa, pero mi madre ya ha cerrado la ventana.
Y las páginas solo giran en un sentido, al ritmo de lectura de un niño.
Los dos sabemos que no debería ser capaz de hacer eso.
Hace una semana no podía, y ahora…
—Vamos, Cass —me dice mi madre—. Date prisa.
No grabamos hasta esta noche, así que estoy a punto de protestar cuando mi padre añade:
—Hemos quedado con nuestro guía en el Café du Monde.
Me animo, curiosa. En cada lugar que visitamos para el programa de mis padres tenemos un nuevo guía. Alguien que conoce a fondo la ciudad y sus secretos. Me pregunto cómo será nuestro guía aquí. Si será un escéptico o un creyente.
Al otro lado de la habitación, mis padres están ajetreados, preparándose. Mi madre le quita restos de espuma de afeitar de la mandíbula a mi padre. Él la ayuda con el cierre de su pulsera.
Ahora mismo, siguen siendo mis padres: unos cerebritos torpes y cariñosos. Pero esta noche, cuando se pongan delante de las cámaras, se convertirán en algo más: los Inspectros, una pareja de viajeros, cazadores de fantasmas e investigadores de actividad paranormal famosísimos. Tienen mil vidas.
—La verdad es que son muchas vidas —dice Jacob sin levantar la vista—. O al menos, una bastante extraña. Nunca he entendido cómo se puede tener más de una vida…
Jacob Ellis Hale, mejor amigo, fantasma y fisgón.
Levanta las manos.
—No es mi culpa que pienses tan fuerte.
Por lo que sé, su habilidad para leerme la mente está relacionada con el hecho de que me sacara de la tierra de los muertos y yo lo anclara a la de los vivos. Ahora no nos podemos separar. Es como un chicle en el pelo.
Jacob frunce el ceño.
—¿Se supone que soy el chicle?
Pongo los ojos en blanco. La cosa es que yo también debería ser capaz de leerle la mente.
—Puede que mis pensamientos sean más silenciosos —dice.
O puede que tu cabeza esté vacía, pienso mientras le saco la lengua.
Él frunce el ceño.
Yo resoplo.
Mis padres se giran y me miran.
—Lo siento. —Me encojo de hombros—. Solo es Jacob.
Mi madre sonríe, pero mi padre arquea la ceja. Ella es la creyente, aunque no estoy segura de que crea en Jacob, el fantasma o en Jacob, el amigo imaginario y excusa conveniente de por qué su hija se mete en tantos problemas. Mi padre, sin lugar a dudas, no es un creyente, y considera que soy demasiado mayor para amigos imaginarios. Estoy de acuerdo. Pero Jacob no es imaginario, solo invisible, y no es mi culpa que mis padres no puedan verlo.
Todavía.
Pienso la palabra lo más en silencio posible, pero Jacob la escucha de todos modos. Sin embargo, parece que no le da miedo, porque se levanta y sonríe.
—¿Sabes? —dice, exhalando contra la ventana—. A lo mejor podría…
Acerca el dedo índice al vaho y frunce el ceño, concentrado, mientras dibuja una J. Para mi sorpresa y horror, la letra aparece en el cristal.
Salgo de la cama y la limpio antes de que mis padres lleguen a verla.
—Aguafiestas —murmura, pero lo último que necesito es que mis padres se den cuenta de que Jacob es real, o de que estuve a punto de morir, o de que he pasado cada instante de mi tiempo libre cazando fantasmas. Por algún motivo, no creo que lo aprueben.
Siéntate, estate quieto, ordeno mientras me meto en el baño para vestirme.
Me recojo el pelo en un moño desordenado e intento no pensar en que mi mejor amigo es, absoluta e innegablemente… cada vez más fuerte.
Saco mi collar de debajo del cuello de la camiseta y estudio el espejo que cuelga de él. Un espejo, para mostrar la verdad. Un espejo, para recordar a los espíritus que están muertos. Un espejo, para mantenerlos quietos mientras rompo el hilo y los libero.
Mi reflejo me devuelve la mirada, llena de incertidumbre, e intento no pensar en el Velo, o en la razón por la que los fantasmas están destinados a permanecer en el otro lado. Intento no pensar en lo que les sucede a los espíritus que se vuelven lo bastante fuertes como para tocar nuestro mundo. Intento no pensar en mi amiga Lara Chowdhury, que me dijo que era mi trabajo liberar a Jacob antes de que se volviera demasiado peligroso, antes, antes…
Intento no pensar en los sueños que he tenido, en los que los ojos de Jacob se vuelven rojos y el mundo se hace pedazos a su alrededor, y no recuerda quién soy yo, no recuerda quién es él, y me veo obligada a elegir entre salvar a mi mejor amigo y salvar todo lo demás.
Intento no pensar en nada de eso.
Así que acabo de vestirme y, cuando vuelvo a salir, Jacob está recostado en el suelo delante de Grim, ambos enzarzados en lo que parece un concurso de miradas. Me recuerdo a mí misma que Jacob es Jacob. No es un fantasma cualquiera. Es mi mejor amigo.
Jacob desvía la mirada y la fija en mí, y sé que puede oír mis pensamientos, así que me concentro en Grim.
La cola negra del gato se mueve perezosamente de un lado a otro, y me pregunto, no por primera vez, si los gatos, incluso los que son rechonchos y del todo inútiles, pueden percibir más de lo que se ve a simple vista, si pueden percibir el Velo y los fantasmas que hay más allá, tal como puedo hacerlo yo.
Levanto mi cámara del suelo, me paso la correa violeta por la cabeza e introduzco un carrete nuevo. Mis padres me han pedido que documente su programa entre bastidores. Como si no tuviera suficiente con mi trabajo: evitar que los fantasmas malintencionados creen el caos.
Pero oye, todo el mundo necesita un pasatiempo.
—Te recomiendo los videojuegos —dice Jacob.
Lo miro a través del visor, mientras enfoco y desenfoco la cámara. Pero incluso cuando la habitación se desdibuja, Jacob no lo hace. Siempre permanece nítido y claro.
Esta cámara, como todo lo demás en mi vida, es un poco extraña. La llevaba conmigo cuando casi me ahogué y, desde entonces, de alguna forma ve más.
Como yo.
Mis padres, Jacob, y yo recorremos el pasillo, que está decorado como nuestra habitación: intensos tonos azules y púrpuras y apliques de pared con forma de manos. La mayoría de ellos sostienen lámparas. Pero aquí y allá, algunas de las manos están vacías.
—Un choca esos cinco fantasmal —dice Jacob, golpeando una de las palmas abiertas. Esta se bambolea un poco, amenazando con caer, y le lanzo a Jacob una mirada fulminante. Él me dedica una sonrisa avergonzada.
Para bajar, evitamos el siniestro ascensor de hierro forjado que solo es lo bastante grande para una persona y optamos por la escalera de madera.
El techo del vestíbulo tiene pintadas una mesa y unas sillas vacías, como si te encontraras caminando sobre ellas, mirando hacia abajo. Un efecto mareante.
Me siento como si me estuvieran observando y me doy la vuelta; entonces veo a un hombre en un rincón, asomado desde detrás de una cortina. Solo cuando me acerco me doy cuenta de que no es un hombre sino un busto: una escultura de cobre de una cabeza y un pecho. Tiene perilla y patillas y me mira con fijeza.
El letrero en la base de mármol indica que se trata del señor Allan Kardec.
Jacob se apoya en él.
—Parece un gruñón —dice, pero no estoy de acuerdo. El señor Kardec tiene el ceño fruncido, pero es el tipo de expresión que mi padre pone a veces, cuando piensa mucho. Mi madre lo llama su cara de reloj, porque dice que puede ver los engranajes girar detrás de sus ojos.
Pero también hay algo extraño en la mirada de la estatua. Me percato de que los ojos no son de cobre, sino de cristal: canicas oscuras con zonas grises.
Mi madre me llama y me giro para ver que ella y mi padre me esperan en la entrada del hotel. Jacob y yo nos alejamos de la mirada fantasmal de la estatua.
—¿Lista? —pregunta mi padre mientras empuja la puerta para abrirla.
Entonces, salimos a la luz del sol.
El calor me golpea como una pelota de plomo.
Al norte del estado de Nueva York, donde solemos vivir, el sol de verano calienta, pero a la sombra se está fresco. Aquí, el sol es calor líquido, incluso en la sombra, y el aire es como una sopa. Muevo el brazo a través de él y siento cómo la humedad se me pega a la piel.
Pero el calor no es lo único que noto.
Un carruaje de caballos pasa por delante de nosotros. Un coche fúnebre se dirige en la dirección contraria.
Y ni siquiera estoy en el Velo. Esta es la versión vivita y coleando de Nueva Orleans.
Nos quedamos en el barrio francés, donde las calles tienen nombres como Bourbon y Royal, las manzanas son cortas, los edificios bajos y los balcones de hierro forjado recorren como hiedra la fachada de los edificios. Es una colisión de color, estilo y sonido. Adoquines y hormigón, árboles retorcidos y musgo español. Nunca he estado en un lugar tan lleno de contradicciones.
Edimburgo, la primera ciudad a la que fuimos para el programa, era húmeda y gris; una ciudad de piedras antiguas y senderos escondidos, su historia justo en la superficie. París era brillante y limpia, todo filigranas de oro y amplias avenidas, sus secretos enterrados bajo tierra.
Nueva Orleans es diferente.
No es el tipo de sitio que se puede capturar en una foto.
Es ruidosa y hay mucha gente, y está llena de cosas que no encajan, el golpeteo de los cascos de los caballos desentona con el claxon de un sedán y un saxofón. Hay muchos restaurantes, tiendas de tatuajes y de ropa, pero entremedio hay ventanas llenas de velas y piedras, cuadros de santos, letreros de neón con palmas hacia arriba y bolas de cristal. No sabría decir cuánto de esto es un espectáculo para los turistas y cuánto es real.
Y por encima de todo, o mejor dicho, detrás de todo, está el Velo, lleno de fantasmas que quieren ser escuchados y vistos.
Los espíritus a veces se quedan atascados en ese plano, atrapados en una especie de bucle de sus últimos momentos de vida, y mi trabajo es liberarlos.
—Eso es discutible —dice Jacob, que prefiere fingir que es del todo normal que una chica escuche el tap-tap-tap de los fantasmas y sienta la constante presión del otro lado intentando atraerla—. Lo único que digo es que todo esto de liberar a los fantasmas, ¿cuándo te ha hecho la vida más fácil?
Entiendo su punto, pero no se trata de hacer lo que sea fácil.
Se trata de hacer lo correcto.
A pesar de que, de vez en cuando, desee poder silenciar el otro lado.
Pasa un carruaje, adornado con plumas rojas y borlas doradas, y yo lo sigo mientras intento sacarle una buena foto.
—Oye, Cass, cuidado —me advierte Jacob, justo antes de que me choque con alguien.
Me tambaleo hacia atrás, parpadeando para enfocar la vista. Estoy a punto de disculparme cuando miro hacia arriba y veo un esqueleto con traje negro.
Y así como así, el mundo se detiene de golpe.
Se me escapa todo el aire de los pulmones, Nueva Orleans desaparece y estoy de vuelta en el andén de la estación de París, el día que nos marchamos, mirando al desconocido al otro lado de las vías, preguntándome por qué nadie más se ha dado cuenta del suave cráneo blanco que asoma bajo el sombrero de ala ancha. Estoy atrapada en mi piel, incapaz de respirar, incapaz de pensar, incapaz de hacer nada más que mirar esos ojos vacíos mientras el extraño se levanta y se quita la máscara, y no hay nada más que oscuridad debajo.
Y caigo a través de esos ojos vacíos, de vuelta a Nueva Orleans, mientras el esqueleto de aquí camina hacia mí, con una mano huesuda extendida.
Y esta vez, grito.