Ayermañana

EL VIAJE A LA METÁFORA LEJANA Y A LA INDIA
DE LOS ELEFANTES: UN PREFACIO

Estos ensayos fueron escritos en su mayor parte bajo la influencia embriagada de mis voces de madrugada, mi teatro matutino, como yo lo llamo.

Todo aquel que tiene un gato sabe a buen seguro de qué estoy hablando. El gato acude de madrugada a instalarse en tu cama. Es posible que no te arañe, que no inhale tu aliento o que no haga ruido. Los gatos se limitan a estar ahí y a mirarte hasta que levantas un párpado y los espías cuando ya están a punto de caer muertos por falta de alimento.

Así ocurre con las ideas. Llegan silenciosamente a la hora en que trato de despertarme y me recuerdan mi nombre. Las ideas y las fantasías se esconden en la arista de mis chistes, me hablan al oído y luego, si no me despierto, me dan más que los gatos: un buen golpe en la cabeza, que me arranca y me devuelve a la máquina de escribir antes de que las ideas vuelen o mueran, o las dos cosas a la vez.

En cualquier caso, yo consigo que las ideas vengan a mí; no voy a ellas. Agoto su paciencia haciendo ver que las ignoro. Esto enfurece a la criatura latente hasta que está casi a punto de ser alumbrada y, una vez alumbrada, de ser alimentada.

Yo suscribo la teoría del Big Bang.

Esto significa que si no hay un Big Bang cada día en mi vida, me siento olvidado y desvalido. Si el lado derecho de mi cerebro gira y se echa un sueñecito en el izquierdo, yo corro inmediatamente, me arrojo a una charca desierta hasta que el viejo cerebro queda dividido en dos mitades homogéneas.

En este libro tenemos, pues, un menú de big bangs, que pueden ser muy bien pequeñas camuesas y palomitas de maíz añejas para ti. Es muy posible que aquello que no llena tu mente y no te impulsa a buscar la máquina de escribir, el tablero de dibujo o el ordenador me llene y me impulse a mí.

Mis planes para ferreterías, museos de ratones e historias de artistas y sus paletas para proyección de fotografías en cámara oscura han estado ahí como enchufes eléctricos que esperan conectar durante decenas o veintenas de años. Me alegro de haber sido uno que se humedeció el pulgar, lo introdujo en el enchufe creativo y recibió una descarga. Con los pelos de punta corrí hasta mi máquina de escribir en busca de nuevas sacudidas. Cada descarga, cada sacudida, está registrada aquí dentro.

Admitido que todo esto es verdad, ¿cuáles son mis antecedentes?

Cuando yo tenía trece o catorce años, mi familia arruinó mis Navidades. ¿Cómo? Regalándome suéteres, calcetines, camisas y varias corbatas, pues con ellas quise colgarme en las últimas horas de aquella horrible y oscura mañana de diciembre.

–¡No volváis a hacerlo! –grité–. ¡Lo que yo quiero son juguetes, maldita sea, juguetes!

Desde entonces, mis gritos se han venido repitiendo todas las Navidades. He tenido que enseñar a mi esposa y mis cuatro hijas, y a todos mis amigos, a que hicieran sus compras de cumpleaños y Navidades para mí exclusivamente en los almacenes ToysRUs o F.A.O. Schwarz. Mi oficina mecanográfica y mi taller del sótano están atestados de juegos mágicos, robots, Godzillas, máscaras, dinosaurios y –¡saurios saltadores!– un Bullwinkle de dos metros y medio de alto que acostumbraba a estar en el escaparate del Rocky and Bullwinkle Emporium, de Sunset Boulevard.

Uno de mis mejores amigos es Stan Freberg, el más grande humorista en servicio permanente de Estados Unidos. La primera vez que entré en su suntuosa casa murmuré «¡Xanadú!», y él bajó corriendo al sótano y volvió con un trineo en el que aparecía escrito en letras grandes y floridas la palabra «ROSEBUD».

Mis primeras historias, a la edad de doce años, estaban escritas en un juguete. Una de aquellas máquinas de escribir con un alfabeto circular que tenías que hacer girar y pulsar, de modo que en mecanografiar uno o dos párrafos invertías algo así como media hora.

¿Por qué aparece, antes o después, esa pasión por los juguetes?

Pues porque pronto me di cuenta de que los juguetes, como la poesía, eran esencias de cosas, símbolos concisos de vidas posibles o imposibles. En suma, yo sabía perfectamente que la metáfora era todo, todas y cada una de las cosas. Metáforas para desayunar, caramba. Azúcar y crema para ellas, ¡para empujarlas hacia abajo!

Durante los actos en honor de la estatua de la Libertad volví a darme cuenta de que sin metáfora no podemos entender, no podemos comprender, no podemos conocernos a nosotros mismos, o a los otros. El don de saber sintetizar experiencia, vida, en bloques adecuados es decisivo. Sin ese don seríamos un mar de dudas e ideas erróneas. Con él sabemos quiénes somos y podemos decírnoslo unos a otros en la confianza de que es verdad. Percibir, conocer, decir a la edad de doce o veinte años: yo soy escritor, yo soy artista, yo soy actor. No tal vez lo soy o espero llegar a serlo, sino lo soy ya ahora.

Mi don, si es que tengo alguno, consiste en sentarme, cuando se presenta la ocasión, con grupos, a veces con los visitantes de un museo o los miembros de una corporación y decirles quiénes son. En una palabra, en resolver sus problemas, en encontrar su metáfora. Naturalmente, a veces lo saben muy bien. En realidad, la mayoría de las veces las personas tienen una idea general de sus apetencias. Pero a menudo han estado tan ocupadas haciendo lo que tienen que hacer, que no les resulta fácil ocuparse de sí mismas. Por consiguiente, yo tengo que presentarme como un observador amable que toma notas y hace cálculos aritméticos.

Así pues, yo soy el maestro de lo evidente. En cierta ocasión acuñé una fórmula, les comuniqué su metáfora, y todos dijeron: «¡Pues claro! ¡Señor, Señor, eso es exactamente lo que somos! ¿Cómo es que no hemos visto una cosa así? En cualquier caso, ahora que lo vemos, lo tenemos que decir».

De ahí mi subtítulo: «Respuestas evidentes a futuros imposibles». Esto significa además que una de las razones de por qué disfruto recorriendo una fábrica de juguetes es que estoy rodeado total y exclusivamente de metáforas. Celebraciones de conceptos jubilosos. Proyectos y sueños transferidos a una forma tridimensional. Esto no significa que no todas las fábricas fabriquen metáforas; las fabrican. Un rifle, o un cañón es una metáfora de las piedras lanzadas en otro tiempo por el hombre. Lo que empezó en las bocas de las cuevas se desarrolló luego, más violentamente, en la cabeza de los hombres y por último en los talleres y las fábricas de munición y pólvora, donde se perfeccionó el arte de arrojar objetos contundentes. Así, los centímetros y los metros se convirtieron en kilómetros y millas. Pero el sueño de la distancia y de la energía requerida estaba por llegar. Era la metáfora aún no alumbrada.

Una fábrica de ordenadores es una metáfora de un nuevo tipo de biblioteca, ¿no es así? Ciertamente que los ordenadores no se parecen en nada a los libros, pero eso es lo que son; folios mecánicos que contienen símbolos en sus cerebros electrónicos y los imprimen cuando necesitamos un libro, ya sea pequeño o muy grande.

Viking Lander en Marte es un juguete que se ha hecho grande, la metáfora de un sueño; ese sueño que extiende nuestro deseo, nuestra mano, nuestro ojo hasta otro mundo. No es una máquina, es nosotros. Todas las metáforas son nosotros, existan en dos o tres dimensiones, o como sonido puro o música.

Pero, como digo, prefiero con mucho la fábrica de juguetes, por razones obvias: como todos los hombres, yo no he salido de la niñez. Otros hombres mienten y dicen que ellos sí han salido. Yo me niego a mentir. Trato de ser un niño creativo, usando mi inmadurez de modo que beneficie a mi sociedad, en vez de perjudicarla.

De hecho, los hombres son los que llenan las tiendas de juguetes y compran juguetes que las mujeres consideran estúpidos –monorraíles, trenes, aviones, pistolas láser, juegos de ordenador, tanques y piezas de artillería–, mientras que las mujeres se dedican a comprar muñecas para sus hijas. Los niños tienen poca necesidad del tipo de juguetes que los hombres prefieren e inventan y agrandan hasta llenar nuestras culturas, si no necesariamente nuestras civilizaciones. Después de todo, las mujeres han nacido para tener muñecas vivas, criaturas para las que son madres y maestras. Si así lo deciden. Si lo quieren, podría añadir yo inmediatamente. Todo depende de ellas. Si deciden que no, pasan a engrosar la larga fila de hombres que buscan empleo. Los hombres llegan al mundo desnudos, sin creatividad original. Los hombres somos creadores secundarios. No podemos crear vida. Podemos ayudar a infundirla, pero ahí termina nuestra función. A nosotros nos han dejado desnudos, sin empleo y buscando nuestro futuro en los juguetes. Llenamos nuestros garajes de sueños y luego abrimos las puertas y soltamos nuestro primer globo Montgolfier, el primer Ford, la primera bicicleta Kitty Hawk convertida en aeronave, el primer ratón de orejas grandes llamado Mickey, el primer equipo-cohete de un colegio universitario de Pasadena, estudiosos de Von Karmen, que crearon el primer laboratorio de propulsión a chorro para viajes espaciales, la primera Wozniak Apple abrillantada en Silicon Valley. Todos los juguetes, autoinseminados, en garajes y sueltos, de tamaño colosal, para cambiar el mundo. Juguetes, juguetes.

Todos estamos metidos en el mismo negocio, ¿no es así? Yo plasmo símbolos sobre el papel para explicar los símbolos tridimensionales que salen brincando, rodando, bailando y cantando de las factorías.

Y, a partir de ahí, si a mí no me gustan mis ideas y no disfruto con ellas, y si a ti te ocurre lo mismo, yo voy a escribir historias deplorables y tú vas a hacer juguetes aburridos.

Quiero suponer que otra referencia cruzada pertinente podría ser la hormigonera. Echas dentro todos los ingredientes, los mezclas con agua, viertes la mezcla y dejas que se endurezca. Lo que sale es distinto de lo que se metió. ¡Sorpréndete!

Ese es el elemento que todos esperamos y deseamos obtener. No solo para sorprender a los demás sino también para sorprendernos a nosotros mismos.

Para un escritor de historias, o inventor de juguetes, la receta adecuada sería meter en tu cabeza muchas imágenes, muchos aspectos, muchas ideas acerca de tu familia, tu ciudad, tu país, tus otras artes y tu tiempo; a través de los globos de tus ojos hasta tus retinas, en tus oídos haciendo vibrar tus tímpanos, hiriendo las yemas de tus dedos, dilatando tus ventanas nasales, excitando las raíces de tus gustos. Con esta completa formación, semejante aluvión de estímulos tiene que dar lugar necesariamente a una provocativa explosión; a eso lo llamamos creatividad.

Cuando yo era un muchacho, los juguetes que se podían considerar metáforas del espacio exterior eran pocos y dispersos. En los años treinta, Cocomalt ofrecería algunos nuevos artilugios Buck Rogers –de manera especial, un botón o anillo descodificador– pero muy raramente un desintegrador. Y, demonios, ¿qué tiene que ver un desintegrador con los cohetes y los viajes espaciales? Cuando tenías catorce años podías comprar un sello de goma de Buck Rogers y con él entintar y estampar tu propia tira cómica del siglo veinticinco. Pero aún faltaban muchos años para que aparecieran auténticas naves espaciales, hechas de hojalata. El sueño espacial aún no había inundado nuestra sociedad y, por consiguiente, aún no había dado trabajo, en jornada continua, a las fábricas de juguetes de todo el mundo.

Hoy en día el mundo está inundado de juguetes que representan el día de hoy, de mañana, y los mundos situados más allá de mañana. En Japón, estado número 51 de la Unión, la gente es más aficionada y más dada a los juguetes, a las naves espaciales, a los robots, a las pistolas láser, que la de nuestro país. Los japoneses llegan corriendo con sus Godzillas y Walkmen, más grandes, más anchos, más rápidos, más ruidosos y se ponen a sacar fotos de ellos mismos sacando fotos de ellos mismos sacando fotos de ellos mismos, hasta que desaparecen detrás de su videocasete VHS. Este último juguete, y juguete es, cambiará la historia de nuestro mundo, y la historia de la cultura, si tenemos el ingenio y la imaginación necesarios para usarlo, pues este juguete pondrá a disposición de todas las escuelas del mundo miles de documentales sobre cientos de temas, no vistos hasta ahora si no es por los miembros del Documentary Committee for the Academy Awards. Yo pertenecí a ese comité durante dieciocho años y cada mes de enero tuve que asistir a noventa horas de proyección de filmes para elegir al ganador. Estas cintas increíbles, que ahora se adquieren a precios irrisorios, se pueden transportar y proyectar de costa a costa de nuestro continente, para usarlas como granadas de mano didácticas. Receta: metes una en un aula de videocasete y dejas que despierte en los estudiantes la curiosidad y, a partir de esta, la creatividad. ¡Menudo juguete!

Pero yo llevo ya un buen rato hablando, y hay docenas de cosas que no he dicho todavía. Termino subrayando, de nuevo, el hecho evidente de que todos trabajamos en lo mismo.

Como le dije el año pasado a un grupo de ejecutivos del Union Bank: «¡Espero que no piensen ustedes que están en el negocio de hacer dinero!».

Inmediatamente se produjo un momento de expectante silencio.

Antes de que alguien dijera algo, continué: «Ustedes están en el negocio de predecir el futuro. Si lo predicen correctamente, y actúan de acuerdo con la predicción, entonces y solo entonces merecerán y tendrán ustedes un beneficio».

Así es. Bancos, películas, pinturas, agricultura, juguetes. Compartimos lo que los sueños tienen en común y a eso lo llamamos futuro.

Como dice Wordsworth, estamos ocupados en sopesar el perjuicio respecto de la ganancia prometida, en medir el mal respecto del bien posible.

Wordsworth lo dijo, pero antes que él algunos dudaron de los diferentes inventos que llegaban al mundo y otros los acogieron con alegría.

Pero solo cuando el flujo de la Revolución Industrial alcanzó pleno desarrollo empezamos a manifestar nuestros temores por días y por horas. A la vista de todos los llamados avances o los consiguientes retrocesos provocados por la invasión masiva de las máquinas, intentamos sopesar el daño causado por cada una de ellas y en el mismo momento colocamos en la balanza el beneficio prometido.

Desde entonces hemos continuado equilibrando la balanza, formulando preguntas, con creciente incertidumbre y creciente gratificación.

¿Qué va a hacer el videocasete por el mundo? ¿Volvemos a la vieja televisión en blanco y negro? ¿Qué va a hacer la televisión por el mundo? ¿Volvemos a los cines? ¿Qué va a hacer el cine por el mundo? ¿Volvemos a la radio? ¿Qué va a hacer la radio para el mundo? ¿Volvemos al vodevil y la escena? ¿O salimos a las calles en busca simplemente de carnavales y ferias? ¿Hasta que al fin, a salvo en nuestras cuevas, contemplemos un mundo de retrocesos y nos preguntemos asombrados por qué la inmensa ganancia se convirtió cobardemente en pérdida? ¿Cómo se equilibran los platillos de esa balanza?

Cada vez que soñamos un sueño nuevo, proyectamos un nuevo proyecto o plasmamos en tres dimensiones una nueva tecnología mecánica o electrónica, damos ser, en el mismo instante, a la bestia de la iniquidad y al ángel de la misericordia.

Ambos están en nuestras visiones de cómo mejorar el mundo, de cómo reinventar a Dios, de cómo reinventar caminos de Dios y subproductos divinos. Si nos miramos a nosotros mismos, incluido el jardín, como excluidos, pensamos que sabemos más y mejor. Si nos consideramos hermanos de Jesucristo, pensamos que todo está bien. A veces nos olvidamos de considerar que en una simple cáscara de nuez, el bien y el mal se atacan mutuamente, como el yin y el yang. Incluso Jesucristo, turista del desierto durante cuarenta días y cuarenta noches, tuvo que arrojar lejos de sí los malos pensamientos.

Así, cuando golpeamos una roca no sale solo vino, salen también residuos tóxicos.

Yo tenía dos Godzillas en mi sótano. Uno se lo di a mis hijas hace quince años y lo recuperé cuando vi que no lo querían tanto como yo. El otro, más grande, pintado de blanco y con dos docenas de velas emergiendo de su espina dorsal, fue un regalo de Mattel Company cuando cumplí cincuenta y nueve años.

Hace algunos años trabajé con Tokyo Movie Shinsha en una película de dibujos animados titulada Little Nemo In Slumberland. Naturalmente, fue un puro goce ver cómo los japoneses disfrutaban inventando juguetes cada vez más nuevos y cada vez más milagrosos, pues hacían que Da Vinci y Edison parecieran Abercrombie y Fitch. Cuando nuestras dificultades lingüísticas se hacían excesivamente onerosas, ellos o yo tomábamos un nuevo animal, incluido el carrete o las baterías, lo poníamos sobre la mesa de conferencias y nos echábamos a reír. Berlitz debería conocer lo que descubrimos en las carcajadas como vehículo lingüístico.

Bueno, ya lo tienes: haiku, soneto, imagen fílmica, la cueva de Platón y todo lo demás. En sus Diálogos Platón habla de las imágenes que se reflejaban en las paredes de su singular cueva. Dice que esas imágenes, símbolos de un mundo exterior, son interpretadas de manera diferente en cada cabeza o, lo que es igual, en cada cueva con ojos interiores, y que cada una de estas representa a un individuo –hombre y mujer– que trata de descifrar su significado. La gloria de nuestra época es nuestra capacidad de captar y proyectar esos sueños en los muros y en las pantallas de los ordenadores, fantasías encapsuladas que van a viajar, en maletas electrónicas, hasta Marte y más allá.

Termino como empecé, recordando a mi segunda hija, Ramona, que en cierta ocasión, cuando tenía cuatro años, me dijo: «Dame un regalo y me lo comeré, me lo comeré». A lo que yo añadí: «Dame un regalo y lo guardaré, lo guardaré, y le daré cuerda y lo haré correr aquí, en el suelo, hasta el fin de mis días».

Termino también con el recuerdo de una tienda de juguetes de Sausalito, donde estuve hace algunos meses. Al salir, vi una pandilla de muchachos que pasaba corriendo. Uno de ellos se detuvo y se quedó mirando con avidez los brillantes objetos.

–Entra –le dije–, entra ahora, de prisa, quédate.

–¡Venga, vamos! –le gritaron sus compañeros–. ¡Eso son chucherías de bebé! ¡Venga!

–¡No! –susurré. El corazón me dio un vuelco; el muchacho titubeó por un momento y luego salió corriendo con sus amigos. Su marcha me rompió el corazón.

Ahora no me lo rompas tú también.

Recuerda los últimos versos de una vieja canción perteneciente a Babes in Toyland. Nunca me han gustado los versos, ni siquiera los del país de los juguetes:

«Una vez has traspasado sus puertas, ya nunca puedes volverte atrás.»

Al demonio con todo eso.

Tú sí puedes volver; de lo contrario, la vida no merecerá la pena.

Pregúntame a mí. Te indicaré el camino.