NOTA DE LA AUTORA

Viajamos en tren hacia el este desde Moscú, y el traqueteo del hierro en las vías marca el ritmo de nuestra aproximación a los montes Urales. Esta franja de elevaciones separa el oeste de Rusia de Siberia, gana altura en Kazajistán y sigue un trazado casi recto a través de Rusia hasta el océano Ártico. El tren pasa por perezosos senderos de humo de chimenea, iglesias doradas y capas de nieve apiladas como rollos de paño de seda, muy coincidente el ritmo del viaje —la marcha lenta, las paradas chirriantes en estaciones desoladoras y pueblos apiñados— con el modo en que los primeros viajeros describieron los trenes rusos en las escenas siberianas de la época,4 que tan en boga estuvieron. Hoy en día, sin embargo, los compañeros de viaje son escasos; casi todos los rusos utilizan el avión para ir y venir de Siberia, en vez del ferrocarril.

En tiempos del último zar, los viajeros del tren más icónico del país —el train de luxe Sibérien, que recorría los casi nueve mil kilómetros entre Moscú y Vladivostok, en la costa del Pacífico— hablaban de una pletórica opulencia, con los pasajeros chorreando «diamantes que hacían daño a la vista»5 y bañados en la música de un piano Bechstein.6 El ferrocarril siberiano trascendía una ambición mareante: «Desde las orillas del Pacífico y las cumbres del Himalaya, Rusia no solo dominará los asuntos de Asia, sino también los de Europa»,7 declaró Serguéi Witte, el ingeniero y hombre de Estado responsable de construir la vía a finales del siglo XIX. En los refinados vagones turísticos había un restaurante siempre al completo, con paredes de caoba, y un salón de fumadores al estilo chino; todo ello bajo la presidencia de un revisor gordo muy perfumado y con un pañuelo de seda rosa. Camareros francófonos iban y venían con burdeos de Crimea y caviar de beluga, recorriendo vagones con espejos y pinturas al fresco en las paredes, una biblioteca, un cuarto oscuro para que los pasajeros procesaran los negativos de sus cámaras y —según los anuncios de promoción turística de Siberia— una peluquería y un gimnasio equipado con una rudimentaria bicicleta estática. Se oían musiquillas procedentes del vagón comedor, como de musichall, con el piano utilizado a modo de encimera donde ir amontonando los platos sucios.8

En ningún momento de ese enorme viaje euroasiático, ni ahora ni antes, había a la vista ningún cartel que dijera BIENVENIDOS A SIBERIA.9 Solo estaba la mancha oscura con que los cartógrafos señalan los montes Urales —una línea que evoca un vago carácter monumental—. En realidad, los Urales están más cerca de ser un ejem-ejem topográfico, como si el territorio se aburriera un poco, con esas montañas que se muestran como chichones y nudillos y altozanos sueltos. No hay telón que se descorra dramáticamente al borde de Siberia, ninguna linde significativa con un sitio concreto, solo mal tiempo cerniéndose sobre una idea abstracta.10

Siberia es difícil de fijar, sus fronteras imprecisas permiten que cada visitante le otorgue su forma preferida. En un intento de simplificación para organizar estas fronteras borrosas, voy a aportar unas cuantas notas que expliquen mis parámetros.

La amplitud de Rusia se ha comprimido y aplastado en mapas rotulados, para así encajar este vasto territorio en una sola hoja. Lo hace aún más complicado el hecho de que, aparte de China, este país tiene más fronteras internacionales que ningún otro.11 En esta Nota de la autora también explico los periodos temporales y la terminología, que en Rusia puede resultar complicada. Si mis definiciones resultan a veces algo reduccionistas, será porque no soy historiadora. Si son eurocéntricas, será porque soy inglesa: cualquier viaje mío a Siberia ocurre de oeste a este: en lo físico, en lo cultural, en lo musical. Este libro —escrito para el lector no especializado acerca de una búsqueda que a veces consiste más en mirar que en encontrar, en el llamado «país de la conversación interminable»—12 es una aventura personal y literaria. En las Notas referenciales y la Bibliografía selecta se indican trabajos académicos más matizados y otras lecturas.

Mi Siberia abarca todo el territorio al este de los montes Urales, hasta el Pacífico: es la «Siberia» definida en los mapas imperiales rusos hasta el periodo soviético. Es una interpretación muy amplia, que incluye el Extremo Norte y el Extremo Oriente ruso, cubriendo territorios perdidos y ganados durante los siglos XVIII y XIX. Tendré que disculparme de antemano, pues, porque sé muy bien que no he respetado las modernas fronteras administrativas ni la vigente corrección política sobre lo que es o deja de ser Siberia. Lo que sí he hecho, en cambio, es atenerme a la descripción de Antón Chéjov: «La llanura siberiana empieza, creo, en Ekaterimburgo, y termina Dios sabe dónde».13

A principios del siglo XX hubo tres revoluciones significativas en Rusia. La primera fue en enero de 1905, después de que los soldados del gobierno abrieran fuego contra manifestantes pacíficos en San Petersburgo, en lo que se ha dado en llamar «Domingo sangriento». Vladímir Ilich Uliánov, más conocido por su alias, Lenin, y León Trotski se erigieron en arquitectos principales de las dos revoluciones socialistas de 1917 —la Revolución de Febrero y la de Octubre, o Bolchevique—. Tenderé a referirme conjuntamente a los acontecimientos de 1917 como Revolución rusa, si no indico otra cosa.

A lo largo de las últimas décadas han salido a la luz datos archivados que han permitido a los historiadores proponer cifras más fiables sobre desterrados a Siberia bajo los zares y sobre los presos del Gulag soviético.* Algunas de las estadísticas más válidas** para hacerse una idea del tamaño son las siguientes: de 1801 a 1917, más de un millón de súbditos se vieron desterrados a Siberia en aplicación del sistema penal zarista. Entre 1929 y 1953 murieron 2.749.163 trabajadores forzosos en el Gulag soviético.*** Hay muchas más cifras, y sufrimiento en cantidades inconmensurables, pero de ahora en adelante no mencionaré con frecuencia los recuentos de víctimas y presos. Ello porque las cifras oficiales no son dignas de confianza y porque los cálculos de otras fuentes son estimaciones hechas a desgana.

Utilizo Rusia para referirme al país de antes del final de la guerra civil rusa, que tuvo lugar entre 1918 y 1922, cuando los Rojos (los bolcheviques, luego llamados «comunistas») lucharon con los Blancos (anticomunistas, con algunas facciones aún favorables a los zares). La URSS es la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, o Unión Soviética, formada en 1922, que se extendió hasta abarcar Rusia y otras catorce repúblicas circundantes. Tras el derrumbe del régimen soviético, tras un tumultuoso periodo de reestructuración económica que se denominó perestroika, Rusia cambió de nombre. A partir del 31 de diciembre de 1991 pasó a llamarse Federación Rusa, que abreviaré a Rusia para mayor facilidad. Para seguir estos cambios políticos, así como los momentos clave en la historia de Siberia, el lector puede acudir a la Breve cronología histórica del final del libro.

Hasta el 31 de julio de 1918, las fechas rusas se ajustaban al calendario juliano, o Antiguo, que iba entre once y trece días por detrás del gregoriano, o Moderno. Utilizo el Antiguo para los acontecimientos ocurridos en el interior de Rusia antes de la revolución. A continuación utilizo el Moderno.

A veces soy yo quien incurre en falta de sincronía. En aras de la coherencia narrativa, este libro está escrito en forma de viaje continuado, pero mis diversos viajes de investigación no ocurrieron todos en el orden en que se documentan. A veces tuve que regresar a una localidad para profundizar mi investigación. También tuve que trabajar según se me presentaban las oportunidades, con un tiempo inclemente y la impredecible atención del SFS, Servicio Federal de Seguridad ruso, el aparato estatal de seguridad y vigilancia, heredero directo del KGB. Casi todos mis viajes por Siberia los hice en invierno, no en verano. Ello, sobre todo, por causa de mi peligrosa respuesta alérgica a los mosquitos de la zona, tan feroces como sugiere la leyenda siberiana de que nacieron de las cenizas de un caníbal.14

La Gran Guerra Patriótica es un término generalmente utilizado por los rusos para referirse a la experiencia soviética en la Segunda Guerra Mundial. Yo he utilizado las versiones occidentales más habituales de los nombres, he tendido a evitar los patronímicos, así como las formas femeninas de los apellidos que suelen usar las mujeres rusas. Nicolás II es como normalmente llamamos al último zar ruso. Los demás Nikoláis que conocí, así como los Alekséis, las Marías y las Lidyas, quedan en sus formas originales. Me gustan porque me suenan a ruso, aunque ello sea una opción muy personal.

Las entrevistas se han efectuado todas por mediación de intérpretes, que han seguido lo más cerca posible el espíritu de la intención, según comenta el compositor húngaro Franz Liszt refiriéndose a las transcripciones de obras orquestales al piano: «En materia de adaptación, hay exactitudes que equivalen a infidelidades».15 Muchas de mis entrevistas se grabaron digitalmente. Las citas directas originales fueron objeto de comprobación en las fuentes, y algunas veces se enmendaron para ajustar su significado.

En una de las intérpretes he confiado más que en los restantes: Elena Voytenko, cuya fortaleza de ánimo me ayudó a superar muchos agujeros negros en Siberia. En algunos de mis viajes por Rusia me acompañó también un fotógrafo norteamericano, Michael Turek. Consulté toda clase de guías locales, desde maestros de música a especialistas en rescate montañero. Viajé «a lo que saliera» por seguir una pista, en avión, en tren, en helicóptero, en motonieve, a lomos de un reno, en vehículo anfibio, en barco, en aerodeslizador y en taxi. También recurrí al autoestop e hice trayectos en coches de operarios de compañías petrolíferas y de gas. Falsas pistas dieron lugar a más de un retroceso, lo cual me obligó a repetir alguna visita.

La región de Altái de Siberia (capital, Barnaúl) es vecina de la República de Altái (capital, Gorno-Altaisk); esta última es la más remota y montañosa. Para simplificar, aplico el término Altái a ambas regiones. He optado por la designación moderna de los topónimos rusos (a partir de 1991, las localidades han recuperado sus nombres prerrevolucionarios, por lo general). Utilizo el nombre actual de San Petersburgo, pero también lo llamo Petrogrado (entre 1914 y 1924) y Leningrado (su nombre desde la muerte de Lenin hasta el final de la Unión Soviética en 1991). Esta decisión también es personal. Los hechos acaecidos en esta ciudad durante el sitio de Leningrado, entre 1941 y 1944, fueron tan monumentales que resulta difícil desvincular el nombre de los concretos incidentes históricos. Lo cual no es tan cierto en el caso de Novonikolaevsk, que ahora se llama Novosibirsk. Antes de ponerme a escribir este libro no había oído ninguno de los dos nombres.