
Si medimos su anchura desde los Urales, al oeste, hasta el último trozo de tierra que integra la península de Chukotka, en el Ártico ruso, resulta que Siberia es más ancha que Australia: su borde del Pacífico Oriental queda a solo ochenta kilómetros de América del Norte. En Siberia hay lagos que se llaman mares, con algunas zonas tan poco pobladas que los viajeros de todos los tiempos las compararon con la luna.* Esta analogía funcionaría bien si no fuese por la vida animal que florece en las bóvedas heladas de Siberia. Hubo una vez —cuando Eurasia no era una masa continental tan enorme como ahora— en que los Urales constituían la orilla de un mar epicontinental que separaba Europa de Asia. La flora y la fauna emigraron por tierra cuando bajó el nivel del mar, excepto una especie que se las compuso para respetar más o menos las fronteras de esa división biogeográfica largo tiempo olvidada: un intrépido y pequeño tritón siberiano que rara vez encontramos al oeste de los Urales. Nadador empedernido y héroe de la evolución, la Salamandrella keyserlingii, del tamaño de un lápiz, puede sobrevivir dentro del permafrost durante muchos años, a temperaturas que alcanzan los cincuenta grados bajo cero. En su Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn cuenta que, en los campos de trabajo de Stalin, las más elevadas nociones en materia de pescado quedaban descartadas ante un bocado de esa carne prehistórica. Si algún hambriento recluso tropezaba con algo así, lo que ocurría era que descongelaban en la hoguera la salamandra, dándose codazos entre ellos, y se la comían con «auténtico placer».66
En una fría mañana invernal de 2016, llegué a la ciudad de Jabárovsk, en el Extremo Oriente ruso, tras un vuelo de ocho horas desde Moscú y casi un día entero en coche desde el Pacífico, donde la costa se halla tan atascada de hielo que se puede caminar sobre el océano congelado. Me dio la impresión de estar todo lo lejos de casa que se puede estar sin salirse de este planeta. Con la idea de los pianos perdidos de Siberia acosándome en la cabeza, había hecho un par de someros intentos de comprobar si mi búsqueda tenía posibilidades, pero el verdadero objeto de mi viaje no era encontrar un instrumento para la pianista mongola. Venía a intentar algo más raro: escribir sobre el tigre de Amur, el tigre siberiano. Si me salía una buena crónica, podría vendérsela a algún periódico británico.67 En invierno, con el bosque cubierto de nieve, resulta más fácil ver las huellas de un tigre.
La Panthera tigris altaica, icono natural ruso, bajo rigurosa protección federal, está en una delicada situación. Se calcula que solo sobreviven en libertad unas quinientas de estas criaturas, lo cual las hace tan raras como los pocos leopardos de las nieves que habitan en el macizo siberiano de Altái, cerca de Mongolia, y el tigre de Amur, del que solo quedan unos ochenta ejemplares donde Rusia hace frontera con China y Corea del Norte. Los chinos estuvieron siglos cazando tigres furtivamente y recolectando raíces de ginseng para su medicina tradicional en estos bosques orientales. Luego, en el siglo XIX, los cazadores de caza mayor los mataban por las pieles, que eran un buen trofeo, hasta que Rusia prohibió la caza del tigre en 1947. Ahora los conservacionistas profesionales tendrán suerte si tropiezan con un tigre en libertad más de una o dos veces en su vida.68 Antes de que el realizador cinematográfico coreano Sooyong Park emprendiese sus trabajos de investigación en 1995, había menos de una hora de material filmado de tigres en libertad.69
Llegué a Jabárovsk dando por supuesto que todo estaría muerto y enfermo, desprovisto de encanto, insoportablemente cruel. Siberia había funcionado como cárcel durante más de tres siglos. Había sufrido los destrozos de la revolución, la guerra civil, el terrorífico reinado de Stalin y el impacto de la Gran Guerra Patriótica. Yo cumplí los dieciocho en 1991, el año en que se derrumbó la Unión Soviética. Veinticinco años más tarde, tenía numerosas imágenes postsoviéticas grabadas a fuego en la imaginación: una fábrica aquí, un tanque abandonado allá, y un bosque enfermo devorado por la contaminación industrial.
Tampoco es que fuera yo la única en tener esos prejuicios. En 1770, Catalina la Grande se quejó a Voltaire, el gran filósofo de la Ilustración francesa: «Cuando esta nación sea más conocida en Europa, la gente se recuperará de sus muchos errores y prejuicios relativos a Rusia».70 Cuando Chaikovski conoció a Liszt en 1887,71 observó en él una nauseabunda sonrisa deferente, en la que había una pesada carga de desprecio.
«No hay que prestar atención a las fanfarronadas de los rusos; confunden el esplendor con la elegancia, el lujo con el refinamiento, la policía y el miedo con los fundamentos de la sociedad —escribe un viajero francés, el marqués de Custine, sobre la Rusia que conoció más o menos cuando Liszt estaba en San Petersburgo—. Hasta ahora, en lo que atañe a la civilización, se han contentado con las apariencias, pero si alguna vez les diera por vengar su auténtica inferioridad, nos harían pagar muy cruelmente las ventajas que les llevamos.»72 Custine —de quien un historiador afirma que era un chismoso y un amanerado—73 ejerció gran influencia en la temprana (y persistente) percepción occidental del atraso ruso: «Los rusos se han podrido sin haber madurado»,74 escribe en 1839, citando una conocida frase hecha de la época. Si Occidente mira de arriba abajo a Rusia, esta actitud resulta aún más pronunciada con Siberia —y siempre fue así—. «Hay pocos lugares en la superficie de la Tierra sobre los que la mayoría de la humanidad tenga unas ideas tan rotundas con tan escaso conocimiento personal»,75 observó un economista británico que recorrió el país en 1919.
Cuando entré en contacto por primera vez con la ciudad, esta neblina de tópicos envolvía Jabárovsk. Era una extensión monocroma, plomiza, sin la belleza brutal de Moscú ni el agraciado toque color pimienta de San Petersburgo. Había un museo dedicado a un puente, otro a los peces, otro a la historia de la extracción de gas. La nieve estaba sucia, como la gravilla nocturna de los antiguos canales de televisión. Los humos de las chimeneas ponían arrugas en el cielo, como en un rostro preocupado. Eran escasos los indicios de prosperidad urbana: un bulevar estilo europeo con borrones de pintura rosa, y un paseo con barandillas blancas que los fotógrafos de bodas utilizaban como decorado y que estaba junto al helado río Amur. Y menos mal que no llegué en verano, cuando los bosques circundantes se convierten en ciénagas ennegrecidas por los mosquitos, cuyas alas agitan la superficie como si estuviese lloviendo y cuyos cuerpos hinchados van a caer en todas las cucharadas de sopa.
Alek sandr Batálov, el especialista en tigres de la localidad, no me dijo gran cosa al principio. Tenía sesenta y tantos años, era robusto y de baja estatura, con los ojos grises y los hombros ensanchados por las flexiones que practicaba en una barra instalada bajo el dintel de la puerta de su cabaña del bosque. Llevaba botas de fieltro, regalo de un coronel del ejército ruso, y un mono de camuflaje cuya parte de arriba no hacía juego con los pantalones. Camino del bosque nos seguía otra furgoneta con provisiones de boca y mantas extra. La conducía un hombre pálido, con el rostro marcado por una vida entera de aspirar con fuerza el humo de los cigarrillos, con una falta de encanto ajustada a la descripción que un viajero decimonónico llamado Vladímir Arséniev dio de los lugareños que lo acompañaban en su expedición por este territorio: «Elegimos siberianos —escribe— no por sus virtudes sociales, sino porque eran hombres de recursos, acostumbrados a superar las condiciones más duras».76
Arséniev tenía razón. Nuestro conductor demostró su eficacia cuando al motor de la furgoneta le dio un ataque de tos y se paró, pero no hizo el menor intento de pegar la hebra con nadie. El cocinero uzbeko de la base de investigación de Aleksandr, que tampoco era muy charlatán, no satisfizo mi curiosidad: en qué catastróficas condiciones tuvieron que hallarse tanto Samarcanda, la ciudad de la Ruta de la Seda, como las rutas doradas que a ella conducían antaño, para que un hombre se aventurara hasta aquí, renunciando a los gruesos melocotones de su nativo valle de Ferganá, en Uzbekistán, a cambio del pescado lleno de espinas que podía ofrecerle Siberia. Para el uzbeko, no estaba claro si Siberia señalaba el fin del camino o un nuevo principio.
Salimos de Jabárovsk dando tumbos, dejando atrás grupos de trabajadores esperando el autobús, dejando suspendido en el aire el vaho de sus alientos. Ya en las afueras, pasamos por delante de un centro comercial en el que unas semanas antes se había colado un oso pardo. Le pegaron un tiro y lo arrumbaron en la trasera de una furgoneta blanca y negra, con la cabeza colgando, como un osito de peluche sin relleno. Alek sandr nos contó entonces que un jabalí la había emprendido a topetazos contra las puertas de un hotel de Jabárovsk hacía poco. Todo lo que contaba Alek sandr implicaba que Siberia bullía de animales salvajes, pero, un siglo antes, Dersú Uzalá, el trampero indígena que encabezó las expediciones de Arséniev, había dado aviso de que el entorno estaba extinguiéndose: según su cálculo, las martas cibelinas y las ardillas desaparecerían en diez años.77
Dersú Uzalá pertenecía a la tribu nanái, a cuyos miembros llamaban «tártaros con escamas»,78 porque tenían la costumbre de vestirse con pieles secas de pescado. A finales del siglo XVI la población de Siberia comprendía casi un cuarto de millón de indígenas: nómadas, pescadores, cazadores y pastores de renos.79 Los nanái eran una más de las aproximadamente quinientas tribus siberianas únicas, de religión chamánica y animista.
Esta mezcla empezó a cambiar en el siglo XVII. Los disidentes religiosos que se negaron a adoptar las reformas de la Iglesia ortodoxa rusa huyeron al este de los Urales, escapando de la represión en la Rusia europea. Crearon comunidades de Viejos Creyentes, que todavía existen. El proceso de asimilación cultural rusa de las minorías tomó ímpetu bajo Catalina la Grande, con una rápida expansión del comercio siberiano. Las enfermedades traídas por la llegada de extranjeros también se difundieron por las comunidades indígenas. A mediados del siglo XVII, los colonos rusos —es decir, no solo los condenados, que siempre representaron una pequeña parte de la nueva población siberiana— eran tres veces menos numerosos que los siberianos indígenas.80 A finales del siglo XIX, la proporción había cambiado y había cinco veces más ciudadanos de origen ruso que indígenas siberianos. Con estos cambios demográficos —no exclusivos de Rusia: recuérdese lo que estaban haciendo los europeos en las colonias—, el cristianismo ortodoxo no tardó en imponerse. Las colectivizaciones forzadas del periodo soviético, así como la severa «rusificación» del ideario político, hicieron que los últimos casos excepcionales de Siberia se alinearan con Rusia. El chamanismo, prohibido por Lenin en los años veinte, ya apenas se parece a lo que fue. Con la mezcla de sangres nuevas y viejas, ahora se ven rasgos eslavos en rostros que parecen un poco coreanos, mongoles o incluso indígenas americanos. Las ciento y pico lenguas originales de Siberia están desapareciendo. La lengua kerek, hablada en el Extremo Norte, está cerca de la extinción. En Siberia quedan ya más tigres que personas de habla itelmena.

Dersú Uzalá, aquí en una foto de c. 1906, fue guía en la expedición de Vladímir Arséniev, a quien salvó dos veces la vida. En 1975, el director japonés Akira Kurosawa llevó su historia al cine en un film titulado Dersu Uzala, que obtuvo el Óscar a la mejor película de habla no inglesa.
Había nevado esa noche en Jabárovsk. Cuanto más nos alejábamos, más gruesas eran las acumulaciones de nieve. Cuando tomamos el desvío a la localidad de Durmin, la carretera estaba bloqueada. Las hierbas de los pantanos se arqueaban bajo el peso, y las inflorescencias se balanceaban como pompones de plata. En esa soledad resultaba difícil imaginar el susurro de las martas cibelinas en la taiga rusa —el «bosque ebrio», así llamado por sus árboles flacos y desplazados de su posición vertical—. Este animal emparentado con la marta prosperó antaño en el cinturón boscoso entre la estepa herbosa del sur de Rusia y la tundra del norte, ya dentro del círculo polar ártico. A mediados del siglo XVI las martas cibelinas eran ya el «oro blando» de Rusia y aportaban hasta el diez por ciento de los ingresos estatales:81 su piel sedosa, cada uno de cuyos pelos color chocolate oscuro presentaba un remate plateado, como de rocío mañanero, era un gran atractivo para mercenarios cosacos de mala calaña. En respuesta a los zares, los cosacos colonizaron Siberia tan rápidamente que alcanzaron el Pacífico a los sesenta y tantos años de su primera incursión allende los Urales.
Estuvimos a punto de atropellar a un ratón de campo, pero Alek sandr lo vio a tiempo en la carretera. «Si no te fijas en las musarañas, tendrás grandes problemas», dijo explicando cómo se rompen las cadenas naturales con cada roble que cae. Cuando predadores y presas pierden su lugar en el mundo, los tigres se ven obligados a migrar a un territorio que no les corresponde. Me aconsejó que estuviera atenta a los cuervos cuando se congregan en torno a una pieza muerta. Quería que viese un trepador, que era su pájaro favorito. Además de comentarme cosas del bosque, Alek sandr también me habló un poco de política: a él le parecía bueno el socialismo, pero creía que en otras naciones no lo habrían soportado durante mucho tiempo. Me dijo que los rusos tenían muy buen aguante, y que ello podía aprovecharse para experimentar las ideas desde el principio hasta el final. Me habló del vacío que se había creado y de su desilusión cuando la URSS se desintegró. Me contó que de niño vivía en una cabaña a la orilla de un río siberiano, que la cabaña estaba rodeada de campos de trigo y de unos montes donde él recolectaba las bayas que su abuela añadía luego al yogur. Llenar una cesta grande costaba una hora. Fue en esas expediciones cuando aprendió a observar el comportamiento de los animales, entre ellos las liebres, los pájaros, los corzos, los zorros y los lobos. A los cinco años estuvo espiando a una familia de grullas, escondiéndose en el estanque, de modo que solo su nariz y sus ojos asomaban del agua. Pero provocó el enfado de las grullas, que lo atacaron.

Grabado dieciochesco de un trampero indígena de Siberia. Hubo una fuerte explotación de los indígenas, a quienes pagaban con una tetera de cobre a cambio de todas las pieles que pudieran meter en el recipiente.82
Poco a poco, Alek sandr fue revelándome sus motivaciones para proteger a una especie que —temía él— ya no era capaz de protegerse sola. Daba igual que rara vez tropezara con un tigre. Igual que Sooyong Park —el investigador que con tanta elocuencia ha relatado los años que pasó durmiendo en acechaderos, esperando la aparición de algún tigre siberiano—,83 Alek sandr se daba por contento siguiendo huellas e intentando que entraran en razón los leñadores que dañaban el hábitat del que dependían no solo el tigre, sino también sus presas. A Alek sandr lo fascinaba la posición del tigre en la cultura rusa. Me contó toda clase de supersticiones centradas en el tigre —como la de aquel pope de tiempos de los zares que llevaba una piel de tigre debajo de la casaca para evitar que le mordieran los perros callejeros de la localidad— y unas cuantas historias verdaderas y truculentas. Unos años antes, un buen amigo suyo, guarda forestal, vio unas huellas frescas nada más despertarse, registró el avistamiento en su diario y emprendió la marcha hacia otro refugio de invierno. El tigre le tendió una emboscada en el camino.
Luego Alek sandr me cogió la mano, me la apretó y detuvo la furgoneta. En el suelo, por delante de nosotros, había una fila perfecta de pisadas —cuatro dedos redondos en torno a cada almohadilla—. Me bajé del vehículo con mucho cuidado y puse la mano sobre la huella en la nieve. Entonces fui consciente del tamaño real. La zarpa delantera medía nueve centímetros en su parte más ancha. Alek sandr dijo que era un tigre de seis años, un macho seguramente.
Durante casi un kilómetro más, las huellas siguieron una línea recta, pero luego se apartaron del camino, porque el tigre se había acercado a un árbol para arañar la corteza con sus garras. Alek sandr dijo que no debíamos seguir adelante. Si un tigre se ha preparado para atacar, nadie puede reaccionar con la velocidad suficiente. Los tigres son inteligentes, son capaces de premeditar su venganza. Les gusta ir pisando nuestras huellas, según Alek sandr, porque caminan con más eficacia sobre la nieve comprimida.
Avanzamos muy despacio hasta llegar a la impresión que había dejado el tigre en la nieve al tenderse para dormir: la huella de su barriga prominente. Aún quedaban pelos incrustados en la blancura. Unos pasos más allá había manchas escarlata de sangre, una mancha tan fresca que en su color aún brillaba la vida. Con eso nos habríamos contentado —con tocar la sangre de una presa de tigre siberiano—, pero solo hasta tomar la siguiente curva del camino. El tigre estaba ahí durmiendo, quizá a unos quinientos metros, en mitad de la carretera. Cuando alzó la cabeza, vi las deslumbrantes rayas, los cristales de nieve cayéndole de la espalda, la posición de su larga cola, que no guardaba relación alguna con el miedo.
Esa noche me costó trabajo dormir. El chasquido de un leño en el fuego me recordó que un tigre solo necesita una dentellada para romperle el cuello a un ciervo. Pero no era el miedo lo que me mantenía despierta; era la excitación. Parte de mí quería abandonar Durmin y las incomodidades de la vida en Siberia —las noches angustiosas, la carne helada colgando en el porche, en espera de que la despedazara el torpe cocinero uzbeko—, pero otra parte, mucho mayor, quería permanecer allí.
Ahora que me encontraba en pleno bosque, había algo que me fascinaba en la taiga, algo más profundo que las centelleantes incisiones de canales sinuosos que se ven desde el aire, garabateando en el bosque sus pronunciadas curvas en ese, como si la tierra de algún modo susurrara. Siberia tiene un encanto oculto, como los mapas de Semion Remézov, que hizo el primer registro cartográfico importante de la región a finales del siglo XVII, cuando Pedro el Grande lo envió a Tobolsk, una ciudad del oeste siberiano.
Remézov tenía ojo de cartógrafo para las dimensiones del territorio, y una elegante mano de ilustrador. Sus mapas están decorados con fortalezas trabajadas a plumilla, lagos en forma de hoces y bosquecillos. Muchos de sus manuscritos están salpicados de criaturas siberianas —caballos voladores, manadas de lobos, antílopes con cuernos— y dibujos lineales con representaciones de grandes catedrales, armas y soldados. Su trabajo sigue siendo la más perfecta destilación de los atractivos siberianos, expuesta en bellos trazos caligráficos. Pintados en azules acuosos, los ríos tributarios se despliegan por las páginas como las venas del propio imperio, con todos los ramales finamente dibujados, como espinas de pez. Remézov dibujó Siberia con una delicadeza que contradice su feroz reputación, desde los deshilachados ríos que se derraman en lagos con forma de corazón enamorado, a los bosques atravesados por perezosos arroyos en viaje hacia el norte, hacia el Ártico. En mi cabeza, Siberia empezó a arder en posibilidades: las fallas y pliegues de un paisaje lleno de peligros y oportunidades. De su vacío empezaron a desgranarse nombres: Chita, Krasnoyarsk, el Yeniséi, que es uno de los cuatro grandes ríos siberianos, junto con el Amur, el Lena y el Obi. Me cautivó lo maravilloso que sería encontrar uno de los pianos perdidos de Siberia en un país así. ¿Y si lograba localizar un Bechstein en una cabaña perdida de los bosques? Había pruebas suficientes en la historia musical de Siberia para estar seguros de que los instrumentos habían llegado así de lejos, pero ¿qué quedaría de ellos?
Durante mi última noche en el bosque, le mencioné la idea a Alek sandr mientras compartíamos un ligero caldo de eneldo con cabezas de pescado de ojos blancos hervidos: la de regresar a Siberia a buscar un instrumento.
Al principio, Alek sandr no acusó recibo de mi idea. Me habló de su historia personal y las canciones de su padre. En el pueblo siberiano donde se crio Alek sandr, su padre era profesor de música, además de acordeonista; el hijo recordaba bien sus melodías. Alek sandr me habló de un músico que diez años antes había requerido ayuda para llevar un viejo piano a su casa de Jabárovsk. Recordaba haberlo arrastrado hasta el bloque de apartamentos, para subirlo después varios pisos de escalera. Luego, Alek sandr se puso de nuevo a repasar sus grabaciones de tigres hechas con su cámara trampa, dejándome en la cabeza la imagen de un piano remolcado sobre aceras heladas. No volvimos a mencionar la música hasta la mañana siguiente, mientras nos disponíamos a abandonar el bosque. Alek sandr pidió que me acordara del tigre que habíamos encontrado en nuestro camino, y la nieve picoteada de sangre. Me dijo que esa visión sería mi talismán.
—Tienes que intentarlo —insistió—. El tigre te traerá suerte.
Durante mis últimas horas en compañía de Alek sandr, se instaló en mi mente el fuerte convencimiento de que la búsqueda por Siberia de huellas históricas de instrumentos me produciría a mí la misma encantadora fascinación que a Aleksandr la de huellas de un animal raro. Yendo de puerta en puerta en busca de instrumentos me adentraría más profundamente en Rusia, y tal vez así hallara un contrapunto musical no solo a la brutal historia de Siberia, sino también a las modernas imágenes de este país que nos suministraban los medios occidentales contrarios a Putin. Cuando salía del bosque en el coche pasé por el sitio donde había visto al tigre. Si los abedules plateados eran espíritus arbóreos, como creía el pueblo nanái, debería quizá haberles dedicado un acto de totemismo, para convencer a Siberia de mantenerme a salvo.
A mi regreso en Inglaterra, empecé a buscar pistas válidas. Me puse en contacto con Piotr Aidu, concertista ruso de piano que había creado en Moscú un orfanato para instrumentos abandonados. En su colección había un Broadwood inglés de 1820 y un Stürzwage ruso con señales de que algo había ardido bajo su tapa: era una buena marca, bastante infravalorada, que él me aconsejó buscar. Me dijo que había voces que valían la pena en los viejos instrumentos. En su opinión, los pianos restaurados tenían mejor sonido que sus equivalentes modernos.
Otros no estaban de acuerdo. Numerosos expertos me dijeron que ni con toda la reconstrucción del mundo se podía estar seguro de que un piano muerto volviera a cantar. Se me dijo que Siberia era un sitio espantoso para los pianos, sobre todo por la baja humedad invernal.
Se me advirtió de que la salida del país de los artefactos con más de cien años de antigüedad estaba sometida a una regulación muy estricta; los de más de cincuenta requerirían, como mínimo, un permiso especial. Tomé la decisión de concentrarme en las antiguas rutas comerciales siberianas, incluidas las ciudades del ferrocarril transiberiano que prosperaron en el siglo XIX, al mismo tiempo que los pianos rusos se extendían hacia el este. Pensaba utilizar anuncios de televisión, redes sociales y canales locales para localizar instrumentos privados con historia. Me haría falta contar con la ayuda de los afinadores de piano de Siberia. Ellos conocerían mejor que nadie las historias que aún podían pervivir en los hogares rusos. Para mí, esa era, con mucho, la parte más importante: reunir historias y ver luego a dónde me conducían.
Poniendo marcas en mi mapa empecé a percibir con más claridad la coincidencia entre la expansión zarista hacia Siberia, con el establecimiento del sistema de deportación, y el deseo estatal de traer la fabricación europea de pianos a Rusia —y el modo en que los instrumentos se habían ido introduciendo poco a poco en el páramo, a lo largo de tres siglos, contribuyendo a las oleadas de rusificación de la antigua Siberia y de las culturas indígenas perdidas—. Una parte de mí esperaba que el piano, que era un magnífico símbolo de la cultura europea, no hubiera llegado aún a las tiendas de los nómadas. Cada piano que encontrara sería un triunfo, pero también quería registrar los rincones de Siberia que permanecían intocados —las partes que ni siquiera Catalina la Grande había logrado meter en vereda durante un reinado como el suyo, que contribuyó a convertir Rusia en una nación musical europea, y Siberia en sinónimo de miedo—. Me tocaba no solo viajar por la historia musical de los siglos XIX y XX, sino también observar la dominación del piano, sus cambiantes dominios y su papel social. Solo entonces comprendería el valor de algo tan precioso en las periferias físicas de Rusia, en un momento en que la música de piano se experimentaba «en vivo», antes de que la radio y las grabaciones achicaran el mundo. Siguiendo la trayectoria de un objeto, me aproximaría más a la comprensión del lugar. Así aprendería que un objeto nunca es solamente un objeto, que cada piano canta de un modo distinto, dependiendo de quién lo haya tocado y de quiénes pulieran su caja de madera.