Hay algo aterrador y mágico al mismo tiempo en el hecho de encontrarse en el océano, desplazándose entre el cielo y la tierra, sabiendo que te puedes topar con cualquier cosa durante la travesía.
Las estrellas habían desaparecido. El mar y el cielo eran negros como la tinta, tan oscuros que ni siquiera veía mis manos apartando el agua delante de mi cara, tan negros que no había separación entre mar y cielo. Se habían fundido en uno.
Era comienzos de marzo, yo tenía diecisiete años, y me encontraba nadando a unos doscientos metros de la costa, más allá del rompiente de las olas frente a Seal Beach, California. El agua estaba fría —unos trece grados— y tan suave como el hielo negro. Yo nadaba a buen ritmo, moviéndome a unas sesenta brazadas por minuto, dejando una ligera estela plateada en el enorme océano negro.
Mis sesiones matutinas de entrenamiento solían comenzar a las seis de la mañana, pero ese día quería terminar temprano, llegar a casa, acabar de hacer mis deberes y pasar el día con amigos. Así que había empezado a las cinco.
A mi alrededor se movían grandes y silenciosas fuerzas. Fuertes corrientes marinas creadas por vientos lejanos y enormes olas, por la atracción gravitacional de la luna y el sol y el rápido movimiento giratorio de la Tierra. Estas corrientes me envolvían como largos hilos de regaliz negro y blando, y yo luchaba con toda la fuerza de mis brazos, intentando deslizarme entre ellas.
Mientras nadaba, lo único que oía eran las olas, subiendo y reventando en la orilla, el ritmo suave de mis manos hundiéndose en el agua, el aliento que entraba por la boca hasta los pulmones, y el largo borboteo de las burbujas plateadas que se iban perdiendo lentamente en el mar. Seguí el mismo ritmo y sentí que el agua por debajo de mí se estremecía.
No era una ola tramposa ni una corriente. Era otra cosa. Se acercaba. El agua se sacudió con más fuerza, como si se combara bajo la superficie. De pronto me sentí muy pequeña y muy sola en aquel mar oscuro y profundo.
Entonces oí un ruido. Pensé que venía de las profundidades del océano. Al comienzo parecía un murmullo y luego fue creciendo, como si alguien intentara pedir ayuda, pero sin llegar a articular las palabras. Mientras nadaba, intentaba entender qué estaba ocurriendo.
El ruido cambió. Se volvió más raro, como el final de un chillido.
Repasé mentalmente la lista de sonidos marítimos que conocía y los comparé con el ruido que llegaba a mis oídos. No coincidía con nada.
Tenía el pelo de los brazos completamente erizado. Fuera lo que fuera, se estaba acercando.
El mar estaba cargado de energía. Lo sentía inseguro y expectante, como el aire justo antes de una poderosa tormenta. El agua estaba electrizada.
Quizá era eso, quizá el agua lanzaba un aviso sobre una tempestad que se aproximaba. Quizá la energía de lejanos vientos y lluvias torrenciales se transmitía a través del agua.
Miré el cielo sobre mi cabeza y el horizonte en la lejanía. Los dos tenían un tono apagado y estaban tan negros como la tinta. No había ni una nube en el horizonte.
Levanté la cabeza para ver la altura de las olas. En la orilla, no habían aumentado de tamaño y no había olas formadas por el viento. Ni siquiera uno que otro rizo en la superficie del agua. Ninguna señal de tormenta.
No entendía nada. La energía en el agua aumentaba de intensidad. Me sentía como si estuviera sentada en la rama de un árbol junto a un nido de abejorros furiosos que no paraban de zumbar.
De repente la superficie del agua estalló muy cerca de mí. Oí un ruido como del agua escurriéndose y luego un golpe seco. Como gotas de lluvia cayendo sobre el mar. Pero del cielo no caía nada. Estaba ocurriendo algo raro.
Algo muy raro.
De la oscuridad, salieron unas cosas que me saltaban en la cara, dándome coletazos en los brazos y en la cabeza. Era como nadar a través de un mar de langostas, y con cada impacto mis músculos se tensaban. Temblaba de miedo, y sólo pensé en dar media vuelta y volver a toda prisa a la orilla.
Pero me dije: conserva la calma. Tienes que concentrarte. Tienes que averiguar qué es esto.
Tomé una bocanada de aire y me sumergí en el mar profundo y oscuro.
Miles de pequeñas anchoas cortaban el agua, brillando como huidizas bengalas.
Cegadas por el pánico, se apartaban frenéticamente del banco de peces y saltaban fuera del agua como palomitas de maíz cociéndose a fuego alto. Intentaban escapar de algo más grande.
La luz estallaba a mi alrededor en cientos de diminutos flashes azulinos que se disparaban sin cesar.
Cuando giré la cabeza para respirar, algo saltó dentro de mi boca, se agitó rozando mi lengua y dio un par de coletazos entre mis dientes. Era más grande que el pulgón de mar que había tragado una vez en un lago de Maine, y más grande que una anchoa.
En un acto reflejo, lo escupí de vuelta al agua. Tenía los flancos plateados y brillantes y medía unos quince centímetros. Era un pejerrey gruñón, un pez casi dos veces más grande que la cría de anchoa. Los pejerreyes gruñón perseguían a las anchoas, arrancándolas del agua y tragándoselas enteras.
Llegaban cada vez más pejerreyes gruñón, chocaban contra mis muslos y me rasguñaban los hombros con sus aletas espinudas, pero yo sonreía. Los pejerreyes gruñón habían vuelto. Todos los años, estos pejerreyes vuelven a las costas de California en primavera y verano. Esperan cerca de la orilla hasta la luna llena o la luna nueva, cuando la marea está alta, para nadar hasta la playa y poner sus huevos. Siempre es como un milagro ver cómo vuelven todos los años, sabiendo exactamente dónde y cuándo tienen que nadar hasta la orilla.
Un solitario pejerrey macho, que cumple el rol de explorador, nada por delante y, si la costa está despejada, cientos de hembras pejerrey gruñón lo siguen, cada una acompañada a su vez de hasta ocho machos. Escogen una ola especial, una ola nacida de la resaca que los arrastre lo más adentro posible en la playa, de manera que los huevos de las hembras no se pierdan mar adentro.
Cuando una hembra llega a la playa, cava un agujero en la arena con la cola y, a fuerza de agitarse de un lado a otro, va taladrando en la arena suave y húmeda hasta quedar enterrada hasta la boca. Entonces deposita alrededor de tres mil huevos, y uno de los pejerreyes machos se aproxima y expulsa su lecha. Después, los pejerreyes adultos vuelven al mar y los huevos quedan incubando diez días en la cálida arena. Los alevines de pejerrey gruñón luego emergen de los huevos y se dejan arrastrar por la marea para iniciar una vida en el mar.
A mí me fascinaba verlos llegar a la orilla y me encantaba salir a pescarlos. Era todo un acontecimiento en el sur de California. En el verano, me reunía con amigos la noche de luna llena y esperábamos a los pejerreyes. Extendíamos nuestras toallas multicolores en una saliente en lo alto de la playa, más allá de donde alcanzaban las olas. Nos sentábamos, arropados por mantas lanudas, a veces solas, a veces abrazadas con los amigos, para ahuyentar las rachas de la brisa fría y húmeda del océano. Hablábamos en voz apagada para no asustar a los peces, de novios y novias, de los planes para el verano y las barbacoas, de nuestras vidas y nuestras familias, de nuestros sueños y de cómo nos sentíamos. Analizábamos nuestras vidas y, a veces, nos tomábamos de la mano bajo la manta. Nosotros también estábamos inquietos, esperando nuestra propia marea alta.
Alguien del grupo susurraba con voz excitada:
—¡Ahí están!
Nos levantábamos de un salto y barríamos la playa con la mirada en busca de un pez solitario. Cuando veíamos a uno dando coletazos en la arena, observábamos y esperábamos lo que nos parecía una eternidad. De repente, al cabo de unos minutos, se elevaba una ola con cientos de peces. Era una ola tan cargada de pejerreyes que se alzaba más lentamente que cualquier otra. Al rizarse, su cara oscura y vidriosa se iba convirtiendo en un relieve donde sobresalían cientos de cabezas y colas de pejerreyes gruñón en todos los ángulos.
La ola reventaba en la orilla y, entre cabriolas y saltos, los pejerreyes se lanzaban sobre la arena, alejándose de la orilla a coletazos. Resoplaban con fuerza por las agallas para procurarse aire. Me parecía asombroso que fueran capaces de aguantar la respiración durante dos o tres minutos, que tuvieran que salir del agua y volver a la arena para continuar con el ciclo de la vida. Observábamos aquella danza totalmente cautivados.
En cuanto los pejerreyes gruñón acababan de poner los huevos, volvían al agua dando coletazos. Era el momento en que todos nos lanzábamos a la arena y, en nuestra carrera, salpicábamos lodo que se nos quedaba pegado en las piernas, e intentábamos recoger los pejerreyes con las manos desnudas.
Siempre eran resbalosos, esquivos, rápidos y más difíciles de sostener en las manos que un trozo de mantequilla tibia. A veces, mis amigos y yo cazábamos unos cuantos, pero nadie se los llevaba a casa para freírlos rebozados con una capa de harina de maíz y luego comérselos, como hacían algunas personas. De alguna manera, aquello habría estropeado la magia del espectáculo del que habíamos sido testigos. Nos alegrábamos cuando conseguíamos atraparlos y sentir el pulso de la vida que latía en sus cuerpos, para luego devolverlos al agua salada y tibia.
Mientras nadaba, sentía una intensa conexión con los ágiles pejerreyes gruñón y pensé que era muy afortunada de poder vivir la experiencia de nadar con ellos, hasta que me di cuenta de que habían atraído a un pequeño grupo de atunes albacora.
Normalmente, los atunes viven y migran a unos treinta kilómetros o más de la costa, pero la abundancia de comida los había atraído hacia adentro. El atún albacora es un pez grande. Pesa entre diez y veinte kilos. Tiene la forma de una gigantesca hoja de haya, con un lomo azul oscuro y los flancos y el vientre de color gris azulado. Son nadadores muy rápidos y verlos desplazarse es como ver a un turbopez en acción.
Al principio me gustaba sentir cómo el agua se agitaba y se alzaba aquí y allá cuando los atunes viraban a mi izquierda o derecha. Pero cuando empezaron a saltar fuera del agua para atrapar a los pejerreyes gruñón, empecé a inquietarme. No quería que me golpeara un atún de veinte kilos. Me aparté hacia la derecha, y luego a la izquierda, pero estaban por todas partes.
Entonces ocurrió. Un atún enorme, de unos quince kilos, salió del agua como un proyectil. Me azotó la espalda y yo di un respingo. Luego otro rebotó sobre mi hombro. Empecé a reírme como una tonta. Tuve que ponerme de costado para recuperar el aliento. Estaba lloviendo atunes. Qué cosa más extraña, salvaje y maravillosa.
Se me ocurrió que esos atunes podrían atraer a peces más grandes, y los únicos peces más grandes en los que pensé en ese momento eran los tiburones. Decidí aproximarme a la orilla, lejos de las multitudes hambrientas. Cuando me acerqué a la tierra, vi que las casas del lado norte del muelle comenzaban a despertar.
La gente empezaba a levantarse. Las ventanas del segundo piso que habían estado apagadas y vacías se convertían en grandes cuadros brillantes y dorados y, a medida que la gente entraba en sus cuartos de baño y bajaba al primer piso, se iban encendiendo más cuadrados dorados. Imaginé el ambiente acogedor en el interior de aquellas casas, y me dejé abrigar mentalmente por aquella calidez dorada.
Tenía frío. La temperatura del Pacífico en marzo ronda los trece grados. El agua que me rodeaba no paraba de quitarme el calor del cuerpo. Era como estar abrigada con una manta tibia mientras nevaba y, de pronto, sentir que me quitaban la manta. Para contrarrestar la baja de temperatura, tenía que nadar a un ritmo lo bastante rápido para generar calor. Aun así, seguía teniendo la piel fría, tan fría como el agua. Sentía el frío calándome hasta lo más hondo de los músculos.
Una brisa venida de tierra trajo consigo, por encima de las aguas, el aroma dulce de huevos fritos con tocino ahumado, sabrosos panqueques y el olor ácido del café recién hecho esperando en la cafetera. Llevaba nadando más de una hora y mi estómago empezaba a rugir de hambre. Sólo me quedaba llegar hasta el embarcadero del norte, dar media vuelta y nadar los últimos ochocientos metros hasta el muelle. Con eso, daría mi entrenamiento por acabado.
Empezaba a relajarme, estirando los brazos, sintiendo mis manos y mis brazos apartando el agua espesa, la rotación de mis hombros y mi torso, y el pataleo ligero de mis pies. Mi cuerpo se deslizaba por el agua como la seda deslizándose por una piel muy suave. Mi respiración era profunda y holgada, y me sentía bien. Había recuperado mi ritmo, y ahora me movía con el flujo universal de la creación. Todo estaba sincronizado, las corrientes que flotaban a mi alrededor, el canto del océano, la brisa… Salvo que todo lo que había más abajo estaba extrañamente quieto.
Todos los peces habían desaparecido.
Levanté la cabeza, y miré a la derecha y a la izquierda. No vi nada. Volví a inclinar la cabeza hacia el agua y miré hacia abajo a través de mis gafas de submarinista. Era como mirar en un pozo a medianoche. No se veía nada, pero yo sabía que ahí abajo había algo.
El agua comenzó a agitarse con más intensidad que antes y me sentí impulsada hacia arriba y abajo, como si estuviera nadando en una gigantesca lavadora.La masa de agua se revolvió y me encontré montada sobre una burbuja colosal. Se desplazaba directamente desde abajo, y despedía una vibración cargada de energía. Tuve la sensación de que justo debajo de mí se movía una nave espacial. Jamás había sentido nada tan grande en el agua.