La calle que conducía a mi casa en Grecia
Yo tuve una casa en Grecia una vez, en una isla frente al Peloponeso. Fue la primera y, como tal, ocupa un lugar deslumbrante en mi memoria. Pertenecía a una pareja inglesa que veraneaba allí. En el otoño de 1982 fue mía.
Hidra es tanto el nombre de la isla, un paraíso exento de automóviles, como del pueblo, una cascada de casas de piedra y escaleras que se desbordan montaña abajo hacia el puerto. Allí fue donde terminé La casa en Mango Street. Mi casa era una estructura primitiva situada por encima de la aldea con una amplia vista del pueblo, el mar y el cielo. Estaba lo suficientemente cerca de la civilización y, al mismo tiempo, lejos. Solitaria pero sociable. Suficientemente remota como para mantener a la gente a raya y, sin embargo, yo podía, si quería, bajar al puerto en busca de compañía al final del día. Un equilibrio perfecto entre el retiro y la sociedad para un escritor.
Si el mío fuera un relato de Ovidio, mis metamorfosis como una nube comenzaron el año en que me mudé a Provincetown en el verano de 1982. Planeaba terminar allí La casa en Mango Street, antes de partir hacia Grecia. Eso es lo que le dije a mi editor, y eso es lo que me prometí a mí misma que haría. Estaba tan segura de que terminaría para el final del verano, que compré un boleto de ida de Nueva York a Atenas para septiembre y un pase de Eurail para poder viajar por Europa sin gastar mucho.
En Provincetown compartí un apartamento bajo las escaleras en el centro de artes Fine Arts Work Center con Dennis Mathis, amigo y corrector personal desde nuestros días juntos en Iowa. Dennis estaba trabajando como pintor de casas esa temporada y llegaba a casa de un mal humor que sólo una siesta podía disipar. De todas maneras, él hacía tiempo para leer mi producción del día y me ofrecía comentarios, cuidadoso de no destruir lo que llamaba mi peculiar voz.
Fue un verano excéntrico inundado de suficientes personajes como para poblar una película de los Hermanos Marx. Bailábamos en lunadas en las dunas de noche y en tardeadas en los bares gay de día. Con razón me costaba concentrarme en ese otro mundo dentro de mi cabeza.
En mi casa en Provincetown justo antes de salir a Grecia (photo credit 1.2)
En septiembre metí mi manuscrito sin terminar en la maleta y me despedí de Provincetown. No sabía cuándo volvería, pero sabía que yo no sería la misma a mi regreso, gracias a Dios. Si había alguien de quien necesitaba huir, era de mí.
Quería que mi vida cambiara. Después de la maestría, había dado clases de preparatoria, luego trabajé como reclutadora para universidades y como consejera. Organizaba eventos comunitarios de las artes. Daba mi tiempo a todo el mundo menos a mi escritura. Quería ser escritora, pero no tenía idea de cómo lograrlo excepto viajando. ¿De dónde saqué esa idea? Bueno, por un lado, de las películas. Y por otro, de los emocionantes nombres de lugares que trotaban detrás del nombre del autor al final de un texto: Mallorca, Trieste, Marrakech, Tenerife. Y luego estaban las biografías de los reconocidos escritores (varones) portándose mal. Yo sabía tan poco acerca de cómo vivían las mujeres escritoras, y nada sobre los escritores de la clase trabajadora, aunque había asistido a un taller de creación literaria. No estaba segura de cómo proceder en este asunto de convertirme en escritora, pero sabía lo que no quería. No quería vivir en Nueva York ni dar clases en una universidad: lo primero porque (como persona pobre) odiaba las grandes ciudades y lo segundo porque (como persona pobre) las universidades me intimidaban. Quería vivir como una escritora y me imaginaba que los escritores lo hacían con una máquina de escribir y una casa junto al mar.
A los veintiocho años me sentía provinciana e ingenua. Afortunadamente llegó mi primera beca nacional de escritura; este fue mi momento de ahora o nunca. Al principio pensé en mudarme a San Francisco para estar cerca del ámbito literario latino. Pero ese sueño parecía uno que podría alcanzar fácilmente sin necesidad de una beca y pospuse ese plan para después. En lugar de eso, apunté hacia una geografía más exótica. Intentaba quedar bien con mi Némesis en Chicago, un hombre a quien yo consideraba sofisticado. Quería que él me admirara a mí, en lugar de lo opuesto. Para ganarme su aprobación, haría lo que él había hecho. Me convertiría en una trotamundos.
Mi destino favorito era la Patagonia, en la punta de Sudamérica, con un plan de abrirme paso hacia el norte a Buenos Aires, hogar de todas las cosas que me encantaban: el tango, Borges, Storni, Puig y Piazzolla. Pero, ¿cómo lograrlo? La idea de viajar por Latinoamérica era demasiado abrumadora para una mujer que nunca antes había viajado sola fuera de Estados Unidos. Y, para colmo de males, sabía que los hombres del lugar creerían que yo estaría invitando su compañía con sólo viajar sola. Abrumada, me convencí a mí misma de que sería más fácil aplazar Patagonia hasta que fuera una viajera más experimentada.
Afortunadamente, a principios de ese año yo había conocido a Ifigenia, una poeta de ascendencia griega. Ifigenia iba a ir a Atenas a visitar a su familia ese otoño y dijo que podría acompañarla. Hicimos planes de encontrarnos en septiembre en Atenas. Esto fue un alivio para mí, ya que tenía pesadillas que combinaban mis más grandes terrores. Soñaba estar encerrada en un cuarto oscuro con un ratón fantasma. Con Ifigenia a mi lado, me sentía más calmada.
Tengo un vago recuerdo de haber mandado una carta tipo “Mi perro se comió la tarea” a mi editor de la pequeña editorial que estaba esperando el manuscrito prometido para finales del verano. ¿Qué más podría yo hacer? No me devolverían el dinero de mi boleto a Grecia. Volé y traté de no pensar demasiado en él. Tenía un temperamento infame.
Fui a Atenas primero, donde me quedé con Ifigenia en la casa de sus padres, un apartamento inmaculado que olía deliciosamente a musaca. Anduvimos husmeando por el pueblo visitando las antigüedades de rigor y luego nos fuimos a El Pireo a visitar las islas, de hecho sólo una, a fin de cuentas, aunque llegamos con el plan original de ver otras.
Hidra es adonde fuimos, porque se decía que estaba llena de artistas e Hidra es adonde nos quedamos, porque era la gloria. Rentamos habitaciones en pensiones de medio pelo e hicimos lo que hacen los escritores en las islas griegas: sentarnos bajo el toldo de cafés al aire libre garabateando en diarios, comiendo calamares y haciendo amistad con los estrafalarios ciudadanos del pueblo. Cuando nos cansamos de atraer a excéntricos, regresamos a Atenas, donde me esperaba una airada carta de mi editor. No recuerdo qué decía, pero si fuera una caricatura yo dibujaría humo saliendo del sobre. Fue suficiente como para darme cuenta de que yo no iría a ningún lado hasta que terminara el libro.
El retraso de mi libro hizo que me fuera imposible mantener la promesa a mi Némesis de Chicago; habíamos planeado encontrarnos en Marruecos. Le escribí y le dije que no iría, y la respuesta fue un siroco de ira. Yo estaba escribiendo mi libro, no podía ir, pero era inútil explicarlo. Me sentía pésimo. Había escogido mi escritura por encima de un hombre. No sería la última vez.
De modo que regresamos, Ifigenia y yo. A vivir en Hidra en lugar de sólo estar de visita. Una isla a sólo unas horas de Atenas, tan cerca del Peloponeso que lo podías ver en el horizonte.
Al principio vivimos en ese puerto en forma de herradura con su día dividido por los silbatos de los barcos. “¡Ya llegamos!” o “¡Ya nos vamos!”. Cada uno dándonos la hora del día sin tener que consultar un reloj. Los turistas diurnos se desbordaban de enormes trasatlánticos y tomaban las mismas fotos de tabernas, arcos floreados y burros antes de treparse de nuevo a bordo y salir pitando de ahí.
En nuestra primera visita a Hidra habíamos conocido a dos hermanos greco-egipcios que tenían una tienda a un extremo del puerto junto al café que vendía paninis. Konstantinos y Vasilis Embiricos. Eran dueños de una peculiar tienda de regalos con abrigos de piel e imitaciones baratas de antigüedades griegas de yeso, una extraña combinación de mercancía empolvada, lo cual resultaba aun más estrambótico bajo el sofocante calor de otoño.
Me caían bien los hermanos Embiricos y yo les caía bien a ellos. Vasilis, el mayor rechoncho, se parecía al actor de film noir Peter Lorre, la misma frente amplia, pelo seboso y unos enormes ojos de sapo taponados de tristeza, como si hubieran visto demasiado para una vida. ¿Era divorciado, separado, viudo? No recuerdo. Estaba solo y era solitario. Konstantinos, por otro lado, era delgado como un Giacometti, un hombre llamativo con un niño precioso que vivía en Atenas con su mamá. No eran millonarios, endeudados como estaban debido a sus alianzas expiradas y los hijos que estas habían producido. Vivían en una calle interior en casas modestas que con toda probabilidad rentaban y de las cuales no eran dueños, brillantes por fuera pero oscuras como cuevas por dentro. Su calle, como la mayoría de las calles de la isla, estaba meticulosamente pulcra, con el empedrado enfrente de la casa restregado a diario por fanáticas amas de casa griegas.
Cuando yo estaba buscando alojamiento, Konstantinos me ofreció su casa, la cual desafortunadamente venía con Konstantinos. Por el corto tiempo que viví allí disfruté de cómo entraban las mañanas, el placer de admirar la luz en el techo con su lustre de moneda pulida.
Entonces Konstantinos se encariñó demasiado conmigo y busqué una casa propia. Tomé la primera que me mostraron, en la cima de la montaña, prácticamente donde terminaba la civilización y comenzaba la tierra silvestre. (Ifigenia me acompañó en un principio, pero las escaleras a la larga la derrotaron. Conté más de trecientos cincuenta escalones desde el puerto hasta mi puerta. Al final se dio cuenta de que escribir en los cafés era más de su agrado y se mudó a otro hospedaje cerca del puerto). Firmé por el alquiler de dos meses por doscientos dólares al mes, la misma cantidad que costaba la renta de mi apartamento de Bucktown, Chicago, y devolví las llaves la mañana en que terminé La casa en Mango Street, el 30 de noviembre de 1982.
La casa de Hidra era una casa de veraneo sencilla. Como todas las casas griegas, la encalaban por dentro y por fuera cada Día de Pascua. Tenía un muro alto en el jardín, paredes gruesas, líneas suaves y esquinas redondeadas, como tallada de queso feta.
Desde la ventana del dormitorio de arriba sentías que podrías saltar y volar sobre el pueblo, una geometría de cubos de azúcar deslumbrantes que se precipitaban sobre el mar. En la orilla opuesta quedaba el espejismo de tierra llamada el Peloponeso con su cordillera brumosa y, encima de todo esto, la gran indulgencia del cielo. La famosa luz de Provincetown no le llegaba a los talones a Grecia. Esto era espléndido, eterno, sereno.
Nuestra aldea estaba construida como los anfiteatros de la antigüedad, completamente de piedra. Cada sonido podía ser escuchado por cada vecino, ya fuera una taza de porcelana filtzanaki colocada de nuevo sobre su plato o la radio a todo volumen con el gran éxito de Giorgos Salabasis de esa temporada: “S’agapao m’akous” (“Te amo, ¿qué no me oyes?”).
Al principio, mientras los primeros días de octubre todavía eran cálidos, instalé mi estudio en el jardín bajo una enramada de vid atontada de abejas borrachas. Pedí prestada la máquina de escribir francesa de Konstantinos, cuyas teclas estaban dispuestas de manera distinta a un teclado en inglés, y todo lo que mecanografié esa temporada —cuento, poema, carta— salió con los mismos errores tipográficos consistentes.
Cuando levantaba la cabeza de la página, las montañas enfrente en el continente se veían de un lavanda desteñido por el sol, como un terciopelo antiguo listo para disolverse en polvo. Cada día el mar de un tono de azul distinto que el día anterior, y cada tono de azul contrastando con esas otras franjas de azul: el cielo y las montañas.
Uno de los grandes deleites de mi casa en Hidra era abrir las ventanas de mi recámara cada mañana, puertas gemelas de tres cristales cada una, desenganchar las contraventanas, un repiqueteo y un gemido, un ligero empujón, y giraban y se abrían como brazos abiertos de par en par para entonar a todo pulmón una canción: mar, cielo, jardín entrando a raudales. ¡S’agapao m’akous!
La casa, sus ventanas y la dicha de abrirlas aparecieron en mi novela en la viñeta “Sally” (o quizás la viñeta se hizo realidad). Porque mi casa era como aquella con la que sueña la protagonista Esperanza, con ventanas que dejan entrar el cielo en abundancia.
Una vez, en esta misma ventana de la recámara atrapé con las manos lo que pensé era una palomilla gigante, pero entre su aleteo pude ver que era un pájaro aterciopelado o un murciélago o alguna otra criatura mítica a medio camino entre insecto y duendecillo. Lo dejé ir, demasiado asustada como para mirarlo con más detenimiento.
Mientras vivía en la casa de Hidra, tuve este sueño. Soñé que nadaba con delfines en el Egeo. Saltábamos dentro y fuera del agua alegremente como una aguja hilvanando el mar. Esto era aun más extraordinario porque en la vida real el agua me aterra.
Vivir en Hidra era así, en algún punto entre la realidad y la imaginación. Vivía una vida encantada y me veía a mí misma vivir esta vida encantada haciendo tap-tap-tap en la máquina de escribir, en una casa hermosa con vista al mar, como los escritores de las películas.
Quise compartir mi buena fortuna e inmediatamente invité a todos mis amigos y familiares a visitarme. Pero nadie me tomó la palabra. “Good lucky”, como diría mi madre, qué suerte, o nunca hubiera terminado mi libro. Tenía dos meses para trabajar.
Trabajaba mejor en casa y prefería bajar al puerto sólo cuando necesitaba provisiones, lo cual era casi a diario, ya que yo no cocinaba mucho que digamos. Me levantaba al mediodía, me ataba las correas de las sandalias de cuero que le había comprado al zapatero en el puerto y bajaba corriendo al pueblo de dos en dos escalones a la vez, apurándome antes de que las tiendas cerraran para el almuerzo y una siesta sin prisas.
En el puerto compraba pepinos y yogur y ajo para hacer tzatziki. Compraba huevos para el desayuno. Compraba aceitunas sacadas con una cuchara de un barril con aceite y envueltas en un cucurucho de papel encerado y una rebanada gruesa de un queso feta empapado. Luego, de camino cuesta arriba por la montaña, paraba en una tiendita atestada de clientes comiendo parados como caballos y ahí hacía mi última compra: un pedacito de cordero asado para la cena.
Había agua a todo nuestro alrededor, pero no había peces. Las aguas habían sido pescadas por completo, explicó Konstantinos. Me aventuré una noche a pescar calamares con él, pero después de eso nunca jamás. Presenciar cómo los calamares agonizaban en nuestro barco después de haberlos pescado fue demasiado para mí y me hizo llorar. Pero no tanto como para que no los disfrutara al día siguiente con aceite de oliva y limón.
Cerca de la casa de Konstantinos había una panadería que vendía unas empanadas deliciosas de espinacas con queso que yo compraba recién salidas del horno, junto con hogazas de pan recién horneadas que rebanaba y donde metía barras de chocolate suizo. Yo pesaba 118 libras en ese entonces y he de haber quemado las calorías al trepar los trescientos cincuenta escalones hasta mi casa. ¿De qué otra manera explicar este milagro?
El costo de vivir en Hidra era alto para los lugareños porque prácticamente todo era importado, incluso el agua potable. Aunque el nombre de la isla quiere decir “agua”, esto era sólo un recuerdo de siglos atrás cuando Hidra había una vez ostentado varios manantiales naturales. Ya no había agua en Hidra, así como ya no había peces en el mar. Tenía que importar su suministro del continente, así como importaba casi todo lo demás, incluso las escasas frutas y verduras. Unas naranjas tristes, unas manzanas magulladas, unos cuantos pepinos, quizá unas cebollas. Ir al mercado se sentía como vivir en tiempos de guerra, pero ahora mirando atrás quizá sólo había sido así para mí, la que se levantaba al mediodía y tenía que arreglárselas comprando las sobras.
Sólo había un vehículo en Hidra, un camión enorme que acarreaba la basura a alguna parte remota de la isla, un lugar que me asustaba cuando pensaba en él. Nuestra isla existía sólo para el egocéntrico puerto y la cercana aldea jipi de Kaminia, con grandes acantilados entre los dos pueblos que miraban hacia abajo, al agua atestada de bancos de peligrosas aguamalas.
De noche trabajaba sobre el mostrador de la cocina porque una lámpara colgante era la única iluminación adecuada de la casa. Si había tenido una buena jornada, después bajaba al puerto para encontrarme con Ifigenia o para cenar con Konstantinos en una taberna o en casa de su hermano Vasilis, porque a Vasilis le gustaba cocinar, o a bailar en una discoteca o tomarme un ouzo en un bar después de un día de canalizar historias.
Aunque disfrutaba de la compañía de otros, me sentía más feliz que nunca cuando me quedaba a bordo de mi propio barco rodeado de tierra, contenta de admirar el mundo desde ese remoto navío llamado hogar. Me detenía a la ventana de mi habitación como una Penélope esperando a su Ulises, el jardín desbordándose de uvas, plumbago y jazmín por un lado y por el otro lado un ajetreado puerto con trasatlánticos que oscilaban de arriba abajo, humildes barcos pesqueros y yates millonarios.
Mi casa era apenas una casita campestre, sin embargo era el lugar más hermoso en el que he vivido jamás, entonces y desde entonces. Me sentía en la luna por ella como una adolescente loca de amor y la casa absorbía mi adoración. Durante el día dejaba las puertas dobles y las ventanas abiertas, la luz suave como una perla, la casa llena de viento. Lavabos y pisos de cemento, tubería a la vista, bancos empotrados en la pared, una cocina rudimentaria con una estufa de campamento aprovisionada de un tanque de propano. Nada lujoso. Algún día tendré una casa tal como esta, me dije a mí misma. Su sencillez me daba un infinito placer y ese placer me permitía escribir.
¡Hidra, Hidra, Hidra! Una bandera ondeando en el viento. Me encantaba su intimidad. Yo podía caminar a donde quisiera. Me encantaba la privacidad de sus altos muros. Me sentaba a la ventana de mi dormitorio con una pierna dentro y la otra fuera, como sentada a horcajadas sobre un gran caballo blanco alado, admirando tanto el mundo interior como el exterior.
Me sentía en casa. Consideré incluso quedarme para siempre. Pero no podía razonar el cómo. Yo no era griega. Tendría que aprender una cultura completamente nueva. Esta no era mi gente, no era mi causa. Y, ¿cómo me ganaría la vida? Ah, si tan sólo…, pensé para mis adentros.
¿Sería cierto que había tantas capillas en la isla como había días del año? No lo sé. Pero había suficientes milagros o así me parecía. Una vez Konstantinos arrancó una flor de jazmín de una enredadera y me la dio a mí, y yo me quedé tan pasmada como si él hubiera sacado un conejo de un sombrero. No tenía idea de que el jazmín creciera sobre las paredes. Nunca había visto una flor de jazmín hasta esa noche, blanca como la luna, lechosa y dulce.
Lo asombroso de la isla era que no había manera de que un criminal se escapara. Yo podía caminar sola a casa de noche sin miedo. Todo el mundo sabía quién eras y adónde ibas, y podrían detenerte antes de que abandonaras la isla. Ya sea que este sentido de seguridad fuera cierto o no, era una sensación nueva para mí como mujer y como oriunda de Chicago. Nunca me había sentido así antes y pocas veces lo he hecho desde entonces.

La maravilla más grande de todas, escribía todos los días o al menos así lo recuerdo. Escribía en letra manuscrita y luego pasaba a máquina lo que había escrito, anotaba correcciones sobre mi texto mecanografiado hasta que no lograba entender ese hilo anudado llamado mi letra. Luego volvía a escribir la página en limpio desde un principio, un proceso que se repetía una y otra vez, y el cual yo disfrutaba, porque me permitía escuchar el texto, como un compositor escuchando la música en su cabeza.
¿Dónde están ahora esas hojas de papel?, me pregunto. Probablemente en el basurero municipal de Hidra, un lugar de terror, me imagino, sobrepoblado de ratas gigantes al otro extremo de la isla, cada pedacito tan escuálido como el otro lado era glamoroso.
¿Leía yo en esa época? No puedo imaginarme lo contrario. Sé que tenía un ejemplar de tapa blanda de La necesidad del arte: un acercamiento marxista de Ernst Fischer, con el que trataba de impresionar a mi Némesis de Chicago, pero había pasajes subrayados sólo en los primeros capítulos, aunque acarreé el libro por Grecia, Italia, Francia, España y Yugoslavia, tratando de aparentar ser inteligente. No recuerdo nada acerca de este.
Las tabernas eran las ágoras democráticas donde los caminos de los ricos y los no tan ricos se entrecruzaban. Reconocí la colosal cabeza de Ted Kennedy en la taberna donde yo estaba almorzando una tarde lluviosa con Konstantinos y Vasilis. Ted y compañía se habían bajado de un yate deslumbrante y estaban ocupados masticando las mismas papas grasosas y el pollo recocido que nosotros.
La isla hacía alarde de bellas mansiones de piedra construidas por millonarios, antiguos capitanes marinos y, corría el rumor, piratas, antiguos y modernos. Ciertamente se veían como si hubieran costado un tesoro en construir. Quiénes eran estos adinerados, nunca lo supe. Todo el mundo sentado en los cafés se veía tan pudiente o tan pobre como todo el mundo. En ese sentido parecía ser una sociedad igualitaria, aunque sabíamos que eso no era verdad.
Vivir en una isla con tierra a la vista es calmante. Enormes trasatlánticos se deslizaban puerto adentro depositando a los turistas del día. Los hidroplanos flotaban sobre el agua acelerando de ida y vuelta hasta El Pireo como libélulas nerviosas. Nuestro puerto apestaba a meados de gato, pescado muerto, algas, resina. Todo el tiempo el sonido del agua chapaleaba constantemente contra los muros mohosos del puerto. Los hombres griegos daban vueltas a sus kompoloi, esa especie de rosario de cuentas griego, holgazaneaban todo el día en los cafés, miraban la cosecha fresca de mujeres extranjeras en su escasa ropa de veraneo bajar galopando de los barcos, mientras que las mujeres griegas, tragedias griegas de su propia manufactura, eran más industriosas que las hormigas obreras, limpiando, siempre limpiando, su labor, como la de Sísifo, nunca terminada.
Observábamos a los hoteleros revolotear sobre los turistas que llegaban tan pronto como se bajaban del muelle, esperando atraerlos a sus alojamientos. Y nadie intervenía para advertir a las jovencitas mochileras sobre la pensión cerca de la torre del reloj cuyo dueño era un notorio voyerista. No importaba. Ya pronto se darían cuenta.
Los griegos tienen un lenguaje no verbal que tuve que aprender a descifrar. Cuando movían la cabeza y chasqueaban con la lengua cuando les hacías una pregunta, no querían decir: “¡Qué pregunta tan estúpida!”, sino simplemente “no”. Y cuando te gritaban al hablarte, aprendías a no tomártelo a pecho. Este era el tono normal que usaban al hablar entre ellos.
Fue mientras viví en Hidra que me di cuenta de que las mujeres griegas tenían la misma voz triste y ronca que las gaviotas. Me imaginaba que se habían metamorfoseado como en un relato de Ovidio. Eran las mujeres más hermosas que vi en Europa, con ojos de ágata, seres hermosos incluso con sus voces ásperas. Pero su belleza se marchitaba demasiado pronto, mientras que los encantos de los hombres perduraban.
Dado que la nuestra era una isla sin vehículos, no había forma de arrastrar cosas cuesta arriba excepto a mano o en burro. Las rutas que los animales tomaban estaban sembradas de estiércol fresco. Los hombres que pastoreaban estas bestias hablaban un lenguaje de burro hecho de sonidos como “brrr”, y chasquidos con la lengua como el que quería decir “no”, y gritos que yo esperaba que los burros no se tomaran a pecho, pero al parecer sí lo hacían. Eran criaturas sensibles que lloraban echando la cabeza hacia atrás mirando el cielo. Pobrecitos.
Como las calles de Hidra no tenían nombres cuando viví allí, para dar una dirección tenías que llevar a alguien de la mano o darle señas muy específicas. “¿Conoces la casa con el muro con el águila de dos cabezas? Das a la izquierda allí y subes y subes siguiendo la “Calle de la Caca de Burro”, no puedes perderte, sigues su sendero y luego cuando llegues a una pasarela cubierta de jazmín, la segunda casa a la derecha, por el olivo. Allí es donde vivo yo”.
Había una mujer de Alemania en la isla a la que llamaré Liesel. Ella había trabajado para los directores famosos del nuevo cine alemán: Fassbinder, Herzog, Wenders. Liesel vivía en una casa hermosa con varias terrazas donde la montaña se negaba a ceder. Eso hacía que fuera una experiencia mágica entrar a esa casa con sus altos muros pintados de cal y los olivos, los limoneros y la buganvilia, sus cuartos escasa pero hermosamente decorados con objetos acarreados con gran esfuerzo desde Viena o Cuzco. Cada objeto en la casa de Liesel parecía estar listo para un close-up: una cubeta de madera bajo una llave de latón en el jardín, una cama antigua de madera curvada en el centro de un cuarto vacío, una canasta de cocina que colgaba de una viga de madera en el techo de un mecate peludo.
El trabajo de Liesel durante sus días de cineasta tenía que ver con buscar lugares de filmación, obtener permiso para filmar allí, asistir con arreglar el plató, tratar de conseguir a los extras, asegurarse de la continuidad y muchos otros detalles que sonaban glamorosos a alguien que no era cineasta. Mientras trabajaba en Sudamérica con Werner Herzog filmando Aguirre, la ira de Dios, ella contrajo una enfermedad misteriosa que iba y venía y la dejaba retorcida de dolor. Como resultado, varios cineastas habían juntado sus recursos y comprado la casa de Hidra que Liesel ocupaba, pero de la cual no era dueña. No supe la causa de su generosidad. Se dijo que era porque ella se estaba muriendo. Liesel estaba bastante convencida de esto y a menudo estaba lo suficientemente enferma como para también convencer a otros. Quizá se estaba muriendo de vez en cuando. ¿Quién sabe? Yo sólo sé que asustaba a las mujeres griegas locales tener a una mujer tan pálida con el cabello y la piel del color de un fantasma merodeando por el cementerio de noche y maldiciéndolas durante el día porque su basura soplaba hacia su jardín.
Acompañé a Liesel en una de sus excursiones por el cementerio. Me fascinaban las tumbas griegas con sus lámparas de aceite prendidas y los retratos sin sonreír de los muertos grabados en las lápidas, tal como en los cementerios mexicanos y, siempre y cuando no anduviera sola, no me daba miedo. Yo le tenía mucho afecto a Liesel. Me contaba historias maravillosas de una vida vivida con el pie puesto en el acelerador. En esa época ella me parecía ya mayor, aunque ahora me doy cuenta de que ella era más joven de lo que soy yo al escribir esto.
Cuando me presentaban a los isleños, la gran pregunta en mi mente era: “¿Dónde vivía Leonard Cohen?”. Pregunté y pregunté, pero nadie supo o no me lo quiso decir. No tendría que haber mirado muy lejos. Había suficientes genios creadores por todas partes. Tengo en mi diario de esa época una tarjeta postal de la artista de performance formada en Julliard, Charlotte Moorman, la chelista que tocaba desnuda con un chelo hecho de pantallas de video en 1967 y que era la musa de Nam June Paik, el fundador del video arte. La conocí en uno de los cafés, donde ella tuvo la bondad de darme su dirección y decirme que la buscara cuando estuviera en Nueva York, pero yo era demasiado tímida y nunca lo hice.
Tuve una amistad en esta época con una mujer casi una década más joven que yo. Se llamaba Willhemina. Era una belleza sureña a la que habían mandado a vivir con una tía en París. (En mi imaginación esa tía se parecía a la viejita que se hace amiga de Babar el elefante). De alguna manera, Will se las había arreglado para aparecer sola en las playas de Hidra. Hombres prehistóricos y núbiles estaban locos por Will. Ella tenía la cara cuadrada y ancha de la hija de un granjero; era pálida, de piel pecosa; cabello rubio rojizo; y ojos tan brillantes como el Egeo. Era bonita, pero no hermosa, y había cierta desproporción en su cuerpo que hacía que me preguntara a qué se debía tanto alboroto. Pero ella era joven y una vez había sido porrista, y a los hombres les gusta eso, supongo.
Will me contó sobre las obligatorias píldoras de dieta que repartían a todas las porristas de la universidad sureña a la que asistía, lo cual me hizo suspirar: “¡Ay, mujer!”. Y una noche cuando compartimos el apartamento de Vasilis me contó la historia de su aborto. Ella era la Gloria Trevi de la isla, sobreviviendo episodios que me hacían temblar. ¿Dónde, me preguntaba, estaban sus padres alcahuetes?
Will decía que lo único que extrañaba de Estados Unidos eran los malvaviscos. Le mandé seis bolsas cuando llegué a casa, pero viajaron por medio mundo y regresaron como un bumerán de regreso a Texas con varios sellos del correo que decían “Devolver al remitente”. Qué habrá sido de Will, nunca lo sabré. No me sorprendería si estuviera casada con un magnate griego.
Will y yo en el puerto de Hidra
Mi vida personal era un desastre. Tuve múltiples aventuras amorosas porque quería proteger mi corazón de mi Némesis de Chicago. Estábamos en una relación abierta, me decía él, lo que quería decir que eso le venía bien a él, pero no a mí. Pero de nada servía. Mientras él menos me necesitaba, yo más lo quería. La independencia inspira admiración y la admiración es un afrodisiaco.
Yo trataría de ganarme su admiración durante décadas sin darme cuenta de que él estaba revuelto en mi cabeza/corazón como el arquetipo del padre, hasta que finalmente un día me di cuenta de que yo nunca obtendría su aprobación. Pero para entonces ya no necesitaba su aprobación. Él era un producto de mi imaginación.
Mientras tanto, allá en la isla, Konstantinos y yo tuvimos un breve romance, pero se apagó a los pocos días, dejando sólo un hilillo de humo.
Konstantinos a los cuarenta me parecía viejo a mis veintiocho. Algunas veces cuando compartíamos la intimidad, su cara se transformaba en una calavera, y sentía como si me estuviera acostando con la Muerte, aunque nunca se lo dije. Él tenía unos grandes ojos felinos, una cara delgada con pómulos extraordinarios, el cabello revuelto de un gladiador y un mentón cubierto de una barba de Ulises bien recortada. Se veía exactamente como esos retratos egipcios bien parecidos encontrados en las momias de Faiyum, con ojos tan oscuros y húmedos como las aceitunas griegas. Puedo ver los encantos de Konstantinos claramente hoy, pero en el momento en que lo conocí yo estaba distraída con la novedad de los muchachitos que revoloteaban a mi alrededor, habiendo salido con un hombre mayor cuando yo tenía la edad de ellos.
Cuando me salí de la casa de Konstantinos, seguí con mi vida sin pensarlo dos veces. Es posible que él admirara mi independencia y eso pudo haberlo atado más a mí. Al escribir esto pido disculpas por cualquier dolor que le haya causado a Konstantinos por mi indiferencia, y perdono a mi Némesis quien de manera similar me causó lo mismo.
Durante mi temporada en Hidra mi piel estaba cobriza por haber vivido dos temporadas en dos costas: el Atlántico y el Egeo. Traía el pelo largo y rizado como las sacerdotisas cretenses que saltaban sobre los lomos de los toros y agarraban serpientes con las manos. Yo estaba creando. Tenía mi propio dinero. Y, tenía una casa propia. Esto para mí representaba el poder.
Los hombres llegaban con frecuencia a mi vida y con frecuencia me parecían encantadores. Era fácil razonar: “¿Por qué no?”. Pero hubo sólo uno que guardé en mi corazón: Dimitri, un marinero griego, que me ayudó a distraerme de mi Némesis de Chicago. Los demás fueron sencillamente pasatiempos.
Mi marinero griego zarpó después de una pasión breve e intensa. Cuando lo conocí por primera vez en el puerto, me dijo su nombre con una voz suave y adormilada. Me gustó de inmediato. Sus ojos de Las mil y una noches. Su cuerpo de campeón boxeador con un pecho como el escudo de Aquiles. Ahora que lo pienso, parecía un Javier Bardem de joven. Con razón he estado loca por Bardem todos estos años.

La casa de Hidra y La casa en Mango Street están unidas por ese viaje. Un momento eterno, como estar enamorado. Intento recordar a la distancia dónde escribí cada una de las viñetas de La casa, pero sólo puedo ubicar algunas y, como no tenía computadora en ese entonces ni ningún lugar donde almacenar mis borradores como viajera, debo depender de la memoria.
La noche en que empecé el libro en Iowa, escribí el primer capítulo, “La casa en Mango Street”, el capítulo “Meme Ortiz”, y una viñeta que se quedó a mitad del camino.
Cuando estuve trabajando como maestra de preparatoria en Chicago, escribí los capítulos “Darius y las nubes”, “Chanclas”, “Minerva escribe poemas”, “Geraldo sin apellido” y “El jardín del mono”.
“La familia de pies menuditos” nació el año en que trabajé como consejera en la Universidad Loyola, mi alma mater, después de un comentario que hizo un estudiante sobre mis propios pies menuditos. “Alicia que ve ratones” y “Lo que Sally decía” también se basaron en algo que había dicho alguien a quien yo aconsejaba. Durante esta misma época de mi vida compartí “El primer empleo” con el escritor de Chicago James McManus. Jim tomaba mi trabajo en serio y me recordaba hacer lo mismo, y eso fue justo lo que necesitaba oír en una época de fe tambaleante en mis propios poderes creadores.
Acabé varias viñetas mientras estuve en Provincetown. Cuáles, no estoy segura. Pero recuerdo haber comenzado y terminado “Elenita, barajas, palma, agua” sobre esa mesa de roble redonda de la biblioteca junto a la ventana, que dejaba ver los pies de los inquilinos de arriba pisando fuerte al subir y bajar las escaleras.
Una mañana en Atenas, justo antes de despertar, soñé con la primera línea de “Las tres hermanas”. “Vinieron con el viento que sopla en agosto, delgadito como tela de araña y casi sin que las vieran”. Quizá estar en Grecia me hizo pensar en tres; yo era una gran admiradora de La diosa blanca de Robert Graves. Metí esa oración en mi diario y la llevé en el transbordador hasta Hidra, donde escribí esa viñeta.
Una noche, con apenas mi linterna y la luna iluminando el camino, iba subiendo los escalones hasta mi casa en Hidra. Me debatía si escribir o no un cuento sobre una violación. Quería proteger a mi protagonista. No quería que le pasara nada malo. También estaba la dificultad de cómo escribir una historia que el personaje no quería contar. Y, ¿cómo escribirlo si yo no tenía experiencia de primera mano, ya fuera como víctima o testigo?
Pero luego recordé algo que me había pasado en el octavo grado. Cómo un chico alocado me había agarrado la cara en contra de mi voluntad y me había besado una noche mientras caminaba de regreso a casa por North Avenue con una amiga. Cómo mi amiga, más sabia sobre las cosas del mundo, se había bajado de la banqueta hacia la calle y me había dejado sola cuando este chico y su amigo se acercaron.
Los dos probablemente no eran mayores que nosotras, pero había algo sobre su manera de pavonearse que le advirtió a ella: “Oh, oh, lío”. Yo fui quién quedó a la mano. El embistió. Moví la cara, pero no lo suficientemente rápido, y su boca aterrizó de manera torpe en uno de mis ojos. Fue mi primer beso.
Dijo: “Te quiero, Spanish girl”. Luego salieron corriendo con torpeza, rugiendo, supremamente satisfechos consigo mismos.
“¿Te hizo daño?”
“Estoy bien estoy bien estoy bien”, dije, fingiendo que no era nada. Pero no estaba bien. No podía ponerlo en palabras, ni siquiera para mí misma. Cómo mi cuerpo habló de ello por años. Cómo no se lo conté a nadie y traté de olvidarlo, pero tratar de olvidarlo sólo hizo que brotara a la superficie como una mujer ahogada en ese pantano llamado los sueños.

En la isla yo seguía el mismo horario de escritura que hoy día. Del mediodía al anochecer. Luego me ponía las sandalias de piel y volaba con los pies alados de Hermes por los trescientos cincuenta escalones de piedra hacia la civilización abajo. De alguna manera era una vida ideal. Un convento de clausura de día y El Bar Pirata de noche. La excéntrica población de la isla al alcance cuando necesitaba de su compañía.
¿Compartí lo que escribía con alguien durante esos dos meses? ¿Le mostré algo a Ifigenia, quien también era escritora? No recuerdo comentario alguno. Yo escribía a máquina en la tarde y a veces toda la noche. Aunque no escribí las viñetas en orden lineal ni las arreglé en un orden fijo mientras las escribía y, aunque le dije a mi editor que sugiriera una disposición, yo sabía intuitivamente cómo se suponía que debían de ir. Dos meses después, cuando estaba alojada en el sur de Francia, mandaría instrucciones a mi editor y pondría en claro la secuencia específica.
Hacia fines de noviembre, llegaron unas tormentas horribles con su alborotado cabello de rayos de Medusa, a veces cancelando los barcos que iban y venían. Moví mi estudio adentro, pero a la larga me vi forzada a terminar mi última semana en Hidra en el puerto, en la casa de Vasilis, ya que mi casa no tenía calefacción y, como estaba hecha de pura piedra, era tan húmeda y fría como un mausoleo.
A Vasilis le gustaba que Will y yo nos quedáramos en su casa cuando él estaba fuera. Creo que él pensaba que acrecentaba su reputación el tener a dos chicas jóvenes, una morena, una rubia, yendo y viniendo. Me recuerda a algo que dijo Carlos Fuentes, sobre cómo Don Juan no se da cuenta de cuándo se ha convertido en Don Quijote.
Mientras escribo esto, un recuerdo que había olvidado burbujea a la superficie. Vasilis y yo estamos sentados en su sofá una noche. Él se lanza hacia adelante, su cara de prisionero triste sobrevolándome; me empuja sobre mis espaldas, intentando besarme. Pero yo me paro cual resorte como un payasito boxeador y me río tan fuerte que él nunca vuelve a intentarlo.
La noche en que terminé La casa, me estaba quedando en el apartamento del segundo piso de Vasilis. Quedaba sobre un callejón angosto detrás de la panadería, sin vista al mar pero con una preciosa vista del pueblo y el cielo estrellado. Me parece recordar que el apartamento tenía calefacción a vapor, pero quizá sea sólo en mi memoria. Era cómodo y acogedor, decorado a la manera oriental con alfombras por doquier. Vasilis se había ido a Atenas, y yo tenía conmigo esa noche a un muchacho griego alto a quien no amaba, que tenía ojeras oscuras como un mapache debajo de los ojos. Pasé mis últimos días en la isla con él; no recuerdo por qué. Los hombres eran una lata cuando yo estaba escribiendo. Exigían que fueras a la cama de inmediato. Tenían hambres urgentes. Pero una vez que les dabas de comer, como niños se quedaban dormidos. Entonces podía volver a mi escritura.
Estaba guardando un disco de la colección de Vasilis para el momento en que terminara el libro. “El Danubio azul” de Strauss. Qué callado estaba el mundo esa noche. Había apenas el círculo de luz sobre la página. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando llegué al final. Me sentía tan aliviada de que el muchacho en el cuarto de al lado estuviera roncando. Esta dicha era mía y quería saborearla a solas.
Abrí las ventanas y empujé las pesadas contraventanas de madera aunque hacía fresco afuera. Se abrieron con un crujido y la luna dio un paso adentro. Era una noche clara llena de estrellas. No se esperaba una luna llena hasta el día siguiente, pero la noche estaba encendida, pintando el blanco pueblo de azul.
Las primeras notas del “Danubio azul” comenzaron, suave, tímidamente al principio. El cielo estaba abrumado de nubes extrañas, recuerdo. Las miré estirarse y bostezar con las primeras notas y, a medida que la música gradualmente adquiría ímpetu, éstas se pusieron más animadas. Al final, terminaron pasando a toda velocidad como una camada de peces precipitándose a través de ese mar llamado cielo.
Cuando terminó el vals agarré mi Walkman y corrí por el pueblo azul hasta el mar, con Astor Piazzolla y Gerry Mulligan en los oídos. Cuando llegué a la pasarela entre Hidra y Kaminia, me trepé al muro y comencé a bailar, sintiéndome toda una hechicera. “¡Ya acabé!”, grité, y podía ver los barcos pesqueros que salían a buscar calamares, porque los calamares sólo se pescan de noche. “Es de mala suerte ver a una mujer cuando uno está pescando”, Konstantinos me había dicho. Y me pregunté si los marineros podían verme bailar sobre el muro como una bruja, maldiciendo porque no podrían pescar ningún calamar esa noche.
Entonces recordé a Liesel, y fui a despedirme. Liesel siempre estaba despierta de noche, así que no temía visitarla a esas horas. Años después Liesel me diría que bailamos bajo la luna esa noche, pero no lo recuerdo. Fue todo breve y apresurado. Yo tenía que empacar y agarrar el primer hidroplano de la mañana y era casi el amanecer cuando toqué a la puerta de Liesel.
Al alba besé al muchacho mapache de despedida, deposité las llaves de la casa, y me subí al hidroplano hacia Atenas, donde mandé por correo el manuscrito desde la oficina de correos de la Plaza Síntagma sin hacer una copia. Esto me parece increíblemente descabellado ahora en esta época de computadoras, pero así era mi vida AC.
Una década después, cuando regresé a Hidra, creí haber recordado la isla a la perfección, pero cuando me bajé del barco me di cuenta de que se me había olvidado una cosa. El aliento fresco que se eleva de la piedra húmeda aun en el verano.
De vez en cuando, el sonido de un gallo que canta o el lamento quejumbroso de un burro me lleva de vuelta a mi isla. ¿Por qué digo “mi”?, me pregunto. Parte de esta me fue dada por siempre, creo yo. Al escribir hoy a la distancia, es como si hubiera vivido siempre en esa casa con las ventanas que dan al jardín y al mar.
Pensé que yo era Penélope durante mis días griegos, pero ahora me doy cuenta de que fui Ulises. “Al partir para Ítaca / espero que tu camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de descubrimientos”. Como en el poema de Cavafy, me siento agradecida por la maravillosa travesía.
En los tejados, Hidra