10.
La niña Candelaria

La primera vez que veo a alguien con la piel del color de un caramelo voy caminando detrás de la abuela y le piso el talón.

—¡Torpe! ¡Fíjate por dónde andas!

En lo que me estoy fijando es el cuarto de lavar de la azotea donde la niña Candelaria le está dando de comer ropa a la lavadora de rodillos. Su mamá, la lavandera Amparo, viene todos los lunes, una mujer como un nudo retorcido de ropa para lavar, duro y seco y con toda el agua exprimida. Primero creo que Amparo es su abuela, no su mamá.

—¿Pero cómo es posible que una niña con piel como un caramelo tenga a una mamá tan polvosa?

—¡Hocicona! —dice la abuela enojona. —Ven acá. Y cuando estoy a su alcance, me da un coscorrón.

La niña Candelaria tiene la piel brillante como una moneda de cobre de veinte centavos después de que la chupas. No es transparente como una oreja como la piel de tía Güera. Tampoco pálida como la panza de un tiburón como la de papá y la abuela. Ni del color de barro colorado de río de mamá y su familia. Tampoco del color café con demasiada leche como el mío, ni del color de tortilla frita de su mamá la lavandera Amparo. Como ninguna otra. Suave como la crema de cacahuate, intensa como la cajeta.

—¿Cómo te pusiste así?

—¿Así cómo?

Pero no sé lo que quiero decir, así que no digo nada.

Hasta que conozco a Candelaria creo que lo hermoso es la tía Güera, o las muñecas con cabello color lavanda que me dan en Navidad, o las mujeres de los concursos de belleza que vemos en la televisión. No esta niña con tantos dientes como mazorca de maíz blanco y pelo negro, negro, negro como las plumas de gallo que relucen verdes en el sol.

La niña Candelaria de las piernas largas de pájaro y los brazos flacos es todavía una niña, aunque es mayor que cualquiera de nosotros. Le gusta cargarme y hacer de cuenta que es mi mamá. O digo pío, pío, pío y me pone un pedacito de chicle Chiclets en la boca como si fuera su pajarito. Digo, —Candelaria, dame vueltas otra vez, y ella me da vueltas. O, —Hazme caballito, y me sube a la espalda y galopa por todo el patio. Cuando quiero, deja que me siente en sus piernas.

—¿Y qué quieres ser cuando seas grande, Lalita?

—¿Yo? Quiero ser… una reina. ¿Y tú?

Candelaria dice, —Quiero ser una actriz, como las que lloran en la tele. Mira cómo me hago llorar. Y practicamos hacernos llorar. Hasta que empezamos a reír.

O me lleva por la calle cuando tiene que hacer un mandado. De camino y de vuelta, decimos, —Vamos a jugar a los cieguitos, y nos turnamos caminando por la calle con los ojos cerrados, una guiando, la otra dejándose guiar. No abras los ojos hasta que te diga. Y cuando lo hago, estoy parada frente a la puerta de una casa extraña, la niña Candelaria risa y risa.

¿Qué quiere usted?
Mata rile rile ron.

Yo quiero una niña.
Mata rile rile ron.

Escoja usted.
Mata rile rile ron.

Escojo a Candelaria.
Mata rile rile ron.

Cuando jugamos «mata rile rile ron», quiero tomarte de las manos, Candelaria, si tu mamá te deja, sólo un ratito, antes de que tengas que regresar a tu trabajo a lavar ropa, por favor. Porque ¿te conté? La niña Candelaria es una niña a la que le gusta jugar aunque se levante con el gallo y se duerma en el camino al trabajo sobre el hombro duro de su madre, la vieja lavandera, el largo viaje a la ciudad, los tres autobuses hasta la casa de la abuela en la calle del Destino cada lunes, para lavar nuestra ropa sucia.

—¿Cómo dejas que esa india juegue contigo?, mi prima Antonieta Araceli se queja: —Si se me acerca, me largo.

—¿Por qué?

—Porque es una cochina. Ni siquiera usa calzones.

—¡Mentirosa! ¿Cómo sabes?

—Es cierto. Una vez la vi acuclillarse detrás del cuarto de lavar y hacer pipí. Como si fuera un perro. Le dije a la abuela y ella hizo que tallara todo el techo con una cubeta de jabón y la escoba.

¿Cómo saber si la prima Antonieta Araceli está diciendo la verdad o contando un cuento? Para ver si es verdad que Candelaria no usa ropa interior, mi hermano Rafa inventa este juego.

—Vamos a jugar a la roña sólo que no te la pueden pegar si te agachas así, ¿entiendes? Yo la traigo ahora. ¡A correr!

Todo el mundo, los hermanos y primos, se esparcen por el patio. Cuando Rafa trata de pegársela a Candelaria, ella se agacha como una rana y todos los demás también nos acuclillamos y miramos. Candelaria sonríe su sonrisa grande de dientes de mazorca, las piernas flacas dobladas debajo de ella.

No usa calzones. No exactamente. Nada de florecitas ni elástico, nada de encaje ni algodón suave, sino un burdo tablón de tela entre las piernas, unos pantaloncitos hechos en casa arrugados y grises como trapos de cocina.

—Ya no quiero jugar este juego —dice Rafa.

—Yo tampoco.

El juego termina tan pronto como había empezado. Todo el mundo desaparece. Todo el mundo se va. Candelaria acuclillada en el patio, sonriendo su sonrisa de dientes grandes como granos de mazorca blanca. Cuando por fin se levanta y viene hacia a mí, no sé por qué, corro.

–¡Estate quieta! Quieta, —me regaña mamá.

—Es que mi pelo tiene risa, —digo.

Mamá hace que me siente en sus piernas. Me jala y me parte el pelo en todas direcciones.

Me llevan corriendo a la pileta de afuera, restriegan mi cuero cabelludo con jabón negro hasta que está en carne viva, hasta que mis berridos hacen que mamá pare. Luego ya no me dan permiso de jugar con Candelaria. O ni siquiera hablarle. Y no debo dejar que me abrace ni debo masticar la nubecita de chicle que pasa de su boca a sus dedos a mi boca, todavía tibia de su saliva, y nunca dejar que me cargue en las piernas como si fuera su bebé. Nunca, ¿entiendes?

—¿Por qué?

—Porque sí.

—¿Porque sí qué?

—Porque no me dejan, grito desde el balcón del patio, pero antes de que pueda agregar cualquier cosa me meten adentro.

Candelaria en el patio reclinándose sobre la pared, mordiéndose la uña del dedo gordo, o parada sobre una pierna de cigüeña, o quitándose los zapatos empolvados con los talones apachurrados como pantuflas de casa, haciendo un círculo con el dedo grande del pie en los mosaicos del patio, o doblando sábanas, o arrastrando una palangana de hojalata con ropa mojada para el tendedero de la azotea, o agachada en un juego que inventamos, el paño sucio de sus calzones como el pañal arrugado que lleva Jesús en la cruz. Su piel un caramelo. Un color tan dulce, que duele de tan sólo verla.