¿Qué tengo yo de especial?

Desde que la pequeña Marie —con su pelo castaño, sus enormes ojos oscuros y su amable sonrisa— empezó primero de primaria, se siente muy mayor.

Al fin y al cabo, llevaba casi un año entero contando los días y esperando ese primer día, con una excitación e impaciencia que eran cada vez ma­yores.

En ocasiones, incluso a ella le cuesta creer que ya lleve ocho meses en la clase de primero C del Colegio Astrid Lindgren y que en pocas semanas cumplirá siete años.

Quizá sea cierto eso que tanto repite su madre: «Cuanto mayor se hace uno, más rápido pasa el tiempo».

Probablemente, en el fondo no sea tan mala idea escuchar de vez en cuando a los adultos y pensar en todas esas cosas que les encanta decirnos en cuanto tienen ocasión.

Efectivamente, habéis calado muy bien a Marie. Para la edad que tiene, da la impresión de pensar mucho en todo lo que ocurre a su alre­dedor. Es tremendamente curiosa y se empapa de todo lo que le parece importante e interesante. Y, como comprende muchas cosas que sus amigos aún no son capaces de entender, sus padres están muy orgullosos de ella.

Sin embargo, desde hace algún tiempo, están preocupados por su hija, a quien quieren más que a nada en el mundo. En infantil y al principio de su primer curso en el cole, Marie parecía contenta y despreocupada. Charlaba sin parar desde que se levantaba a primera hora de la mañana hasta que se iba a la cama por la noche. Y, aunque podía resultar agotadora algunos días, a sus padres les gustaba que Marie les preguntara sin descanso, por­que quería enterarse de todo, hasta del más mínimo detalle. Además, por aquel entonces se reía mucho más, se lo pasaba genial todos los días y contagiaba su adorable sonrisa a todo el que la rodeara.

Pero que Marie esté cada vez más cambiada y más silenciosa no puede deberse al cole. Afortunadamente, no le cuesta aprender y sus profesores siempre hablan maravillas de ella.

Así pues, tiene que ser otra cosa lo que preocupa a Marie. Y, aunque sus padres le den vueltas continuamente al asunto, para ellos sigue siendo un misterio. Por esta razón, esperan a que surja el momento oportuno para hablar con su hija.

Y ese momento llegó ayer. Después de que su madre la recogiera del cole, Marie se puso a comer, nuevamente desganada, mareando los alimentos por el plato.

—¿No te gusta? —le preguntó su madre, preocupada—. Y yo que preparé tu comida preferida pensando que te haría ilusión…

—No…, si está muy rico —le aseguró Marie rápidamente y algo asustada—. Es que no tengo mu­cha hambre. Quizá puedas calentarlo más tarde.

Acto seguido, su madre se secó las manos y se sentó a la mesa de la cocina junto a su hija.

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—Claro, lo haré encantada —le prometió, con una reconfortante sonrisa—. ¿Es que prefieres ir a jugar al parque?

—La verdad es que no —murmuró Marie sin levantar la vista hacia su madre—. Me gustaría irme a mi habitación, a leer y jugar un poco.

Marie seguía con la cabeza gacha, mirando en silencio el plato, cuando su madre apoyó la mano izquierda suavemente sobre el brazo de la niña.

—¿Qué te pasa, tesoro? ¿Estás triste por algún motivo? ¿No crees que deberíamos hablar de ello? La mayoría de las veces eso suele ayudar bastante —le propuso en voz baja—. Antes, en cuanto acababas de comer, salías corriendo al parque. Y, si había llovido mucho, invitábamos a tus amigos de clase o ibas tú a pasar la tarde en su casa. No es propio de ti que de repente pases tanto tiempo sola. Hasta hace poco, siempre nos contabas lo bien que te entendías con todos los de tu clase, algo que nos alegraba mucho a tu padre y a mí. ¿Por qué de pronto ha cambiado todo?

—No te preocupes, mamá —contestó Marie, haciendo un evidente esfuerzo por parecer contenta y despreocupada. Incluso volvió a mirar a su madre—. Ya estamos juntos en el recreo —añadió rápidamente—. Después del cole, todos tenemos muchas cosas que hacer y por eso no que­damos tanto. Pero no pasa nada, no estoy triste por ello. Supongo que los niños de mi edad ya no jugamos tanto unos con otros; será que nos estamos haciendo mayores.

Que Marie se esforzara tanto en quitarle importancia conmovió a su madre casi hasta hacerla llorar.

—Todo eso está muy bien, es muy bonito, e incluso tal vez sea cierto, en parte —contestó ella mientras se levantaba de la silla y miraba a Marie con decisión—. Pero en ese caso también serás lo bastante mayor para hablar de tus cosas conmigo de forma sincera y abierta. Prepararé un chocolate caliente e iremos a sentarnos a tu habitación. Las chicas mayores son capaces de hablar con sus madres igual que con sus mejores amigas, y hoy haremos exactamente eso.

Cuando su madre se giró hacia el fuego, vio a Marie algo nerviosa. Era como si aún no tuviera claro si debería alegrarse o tener miedo de la charla que le esperaba.

Poco después fueron a la habitación de Marie. Su madre se sentó junto a ella, que se tumbó en la cama. Cada una sujetaba entre las manos una humeante taza de chocolate caliente, de la que salía un tentador aroma.

Con cariño, su madre rodeó con el brazo los hombros de Marie.

—Bueno —le anunció de forma decidida—. Lo que estamos compartiendo ahora mismo es lo que los adultos llamamos «la hora de la verdad». Te toca empezar, cariño. Cuéntame qué es lo que te preocupa.

Como no tenía que mirar a los ojos a su madre, y se sentía enormemente orgullosa de que se la tratara como a una chica mayor, Marie encontró rápidamente el coraje para aceptar la invitación. Pronunció sus primeras palabras de forma vacilante y a un volumen tan bajo que apenas se oían. Pero, con cada nueva frase, iba elevando y reafirmando la voz y, al cabo de un rato, aquello que llevaba tiempo preocupándola le brotó de dentro como si fuera una catarata.

—Hasta el curso pasado todo era muy fácil —comenzó Marie—. Lo único que queríamos todos era jugar y no teníamos en la cabeza más que tonterías. Nadie era distinto de los demás, y aceptábamos a todos los niños en nuestro grupo. Sin embargo, por algún motivo, ahora es mucho más complicado. Todos quieren ser mejores, más listos y más guapos que los demás. Aunque, en realidad, quienes piensan así sean muy parecidos entre ellos.

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»Algunos de los niños y niñas de mi clase creen que soy tonta porque me gusta prestar atención en clase y porque de verdad me interesa lo que nos enseña el profesor. Ayer Andreas me dijo que a quienes eran como yo su hermano mayor los llamaba «empollones».

»Y algunas de las chicas piensan que soy rara y nada guay porque no llevo las mismas zapatillas deportivas que ellas, porque no escucho la misma música y porque aún no tengo móvil. Como sigo imaginándome historias y me gusta dibujar, me consideran una niña pequeña que en realidad ni siquiera debería ir todavía a primero.

En los ojos de Marie empezaban a asomar lágrimas, contra las que intentaba luchar, porque bajo ningún concepto quería echarse a llorar. Por ese motivo, cada vez se le hacía más difícil seguir hablando tan deprisa como antes, hasta que poco a poco se quedó parada.

A fin de darle a su hija la oportunidad de volver a tranquilizarse, su madre la interrumpió en ese momento, preguntándole en voz baja:

—¿Te gustaría tener unas de esas zapatillas y escuchar la música que tan guay les parece a tus compañeros de clase? ¿Querrías tener ya un móvil?

—No —respondió Marie intentando no sorberse los mocos—. Mis zapatos son bonitos así, y los de los demás son todos parecidos. Además, me has explicado que nosotros no podemos permitirnos cosas exageradamente caras, y no quiero que tengáis que trabajar más horas para que yo pueda comprarme algo que no necesito. Tampoco me hace falta un móvil. A veces me dan pena los niños que no pueden dejar de mirar esos aparatos. Como siempre están atontados con ellos, se pierden muchas cosas bonitas y apenas hablan ya unos con otros. Y esa música es una tontería, es un rollo. Las chicas de mi clase se pasan los recreos enseñándose los últimos vídeos de internet y fingen entusiasmarse con ellos. Sin embargo, cuando las observo, me da la impresión de que en realidad a la mayoría no le gustan. Pero, como quieren integrarse a toda costa, no se atreven a decir lo que de verdad piensan.

Tras una pequeña pausa, en la que Marie se tragó un par de lágrimas más, añadió un poco desconcertada:

—¿Las cosas son así cuando uno crece? ¿Se deja de decir la verdad para gustarles a los demás?

Cuando Marie planteó esta pregunta, también se humedecieron los ojos de su madre. Por un momento, no encontró las palabras adecuadas y simplemente la abrazó muy fuerte.

—No, ángel mío —le susurró al oído a su hija—. Es muy muy triste que haya demasiada gente que lo crea, pero, a pesar de ello, es completamente falso. Para decir la verdad y sostener tu propia opinión, es necesario un gran coraje, algo que a la mayoría de la gente lamentablemente le falta. Por eso prefieren adaptarse, porque es mucho más sencillo.

Poco a poco y con cuidado, la madre de Marie fue soltándose del abrazo, a fin de poder mirarla a la cara cuando dijera las siguientes palabras. Tan solo mantuvo de forma cariñosa sus manos sobre los hombros de la niña.

—¿Puedes hacerte una idea de lo tremendamente orgullosa que estoy de ti, pequeña? A pesar de lo joven que eres, ya demuestras suficiente fuerza y coraje para decidirte por el camino más difícil. Eso me hace una ilusión indescriptible. ¡Por favor, no lo olvides! Siempre podrás contar conmigo.

Marie pestañeó para deshacerse de las últimas lágrimas mientras esbozaba una tímida sonrisa. En ese momento no era capaz de entender por qué había tenido miedo durante tanto tiempo a hablar sobre ese asunto con su madre. Se sintió infinitamente aliviada de no encontrarse ya sola frente a sus preocupaciones.

Con gran placer le dio un trago a su chocolate caliente. Sí, desde ahora todo le volvería a dejar un buen sabor de boca.

Estaba claro que «la hora de la verdad», como la llamaban los adultos, podía conseguir milagros. Como siempre, su madre tenía razón. A veces solo se necesitaba compartir con alguien la preocupación para que dejara de ser tan grave.

Durante un par de minutos, se quedaron sentadas, calladas y pensativas, la una junto a la otra. Cuando se acabaron el chocolate, su madre la sorprendió con una extraña pregunta:

—Tesoro, ¿sabes que eres alguien muy especial?

—¿Alguien especial? ¿Yo? ¿Por qué iba a ser yo alguien especial? —se asombró Marie, con los ojos abiertos como platos—. ¿Qué quieres decir con eso? En el cole no soy mejor que muchos otros y tampoco soy capaz de hacer nada extraordinario.

—Estaba segura de que ni siquiera se te había pasado por la cabeza —contestó su madre sonriendo—. Todo el mundo puede destacar en alguna cosa, y es bueno que sea así, porque de esta forma podemos ayudarnos entre todos. Pero también hay personas que son muy especiales sin darse cuenta y sin tener que esforzarse para lograrlo. En ellas, lo especial forma parte de su corazón, y tú, mi pequeña Marie, eres una de estas personas.

—No sé, mamá… Creo que estás exagerando —respondió Marie, dudando del elogio, que ella creía que no merecía en absoluto—. Es verdad que me gusta aprender, y decir la verdad, pero eso puede hacerlo cualquiera que lo desee.

—No me refiero a eso —la interrumpió su madre—. En realidad, lo que pretendía decir es que tienes el don de hacer felices a los demás y de arrancarles una sonrisa.

—¿Cómo es posible? —se sorprendió Marie, que miraba perpleja a su madre—. Nunca se me había ocurrido. Además, no puede ser que yo haga eso.

—Claro que sí, cariño. Te pondré un ejemplo… ¿Te acuerdas de la última vez que fuimos a ver a la abuela?

—¡Claro! —contestó radiante Marie—. Me encanta cuando estamos con ella. Es maravilloso que siempre cocine exactamente lo que más me apetece, que me haga un delicioso bizcocho y que se pase el día jugando conmigo. Es una pena que viva tan lejos y que no podamos ir a verla más.

—¿Te das cuenta? Eso es justo a lo que me refería —dijo su madre—. Desde que tu padre cambió de empresa y tuvimos que mudarnos, la vemos muy poco. Afortunadamente, ella tiene buenos amigos con los que pasa mucho tiempo, pero a veces está sola. El hecho de que se esfuerce tanto en hacerte feliz demuestra cuánto te quiere y cuánto te echa de menos.

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En ese momento, Marie asintió, comprendiéndolo. Sí, eso lo notaba perfectamente cada vez que iban a ver a su abuela.

—Ahora piensa en la última vez que la abuela nos recibió a la puerta de su casa —le pidió su madre—. Allí, delante de ella, estábamos los tres, pero a quien primero miró y dio un abrazo enorme fue a ti. Estaba encantada y fue capaz de olvidarse por completo de lo sola que se había sentido antes. Fuiste tú quien hizo aparecer esa sonrisa radiante en su cara.

Marie se quedó pensando un momento antes de llevarle la contraria a su madre:

—Pero si yo ni siquiera tuve que hacer nada… Simplemente estaba allí, y ella ya se puso contenta. Tú misma acabas de decir que me quiere mucho y que a veces me echa de menos. Eso no demuestra que yo sea especial.

»¡Dime la verdad! Solo me lo has dicho porque tú también me quieres. Incluso puede ser que tú lo pienses, pero yo no podría creérmelo por mucho que lo intentara.

—¡Claro que te quiero! ¡Y no sabes cuánto! —le confirmó su madre, abrazándola de nuevo—. Pero eso no quiere decir que no me dé cuenta de cómo eres. Quizás este de la abuela no sea el mejor ejemplo, lo admito.

»¡Pongamos otro distinto! Acuérdate de hace dos años, de la niña cuya familia tuvo que mudarse aquí de pronto y se incorporó a tu clase a medio curso.

—Maya —exclamó Marie—. Me cayó muy bien desde el primer día, ojalá siguiera aquí en el cole, o incluso en mi clase. Seguro que Maya me habría apoyado.

—Sí, a mí también me da pena que la hayan vuelto a cambiar de colegio y que ya no podáis pasar más tiempo juntas —añadió su madre—. Es un encanto de niña y teníais muchas cosas en común. Sin embargo, cuando llegó el primer día al cole, tú eso no lo sabías porque nunca la habías visto. Tu comportamiento con ella ese día me lo contó después tu profesora, que estaba muy orgullosa de lo que hiciste.

—¿La señora Kleinert? ¿Qué te dijo? No me acuerdo bien de ese día. Solo sé que Maya y yo éramos muy buenas amigas y que nos lo pasábamos muy bien juntas.

—Eso es porque nunca te das cuenta de cuando haces cosas por los demás —le contestó su madre—. Eso es lo que le pasa a la gente como tú, a la gente que es especial.

»Como Maya era una niña tranquila y tímida, estaba bastante asustada el primer día. En el fondo, no conocía a ningún niño y no sabía cómo reaccionaríais ni si os caería bien o no.

»Cuando la señora Kleinert la llevó a clase, le habría gustado que se la tragara la tierra. Los demás niños solo la miraban con curiosidad, pero tú te acercaste a ella y le preguntaste si quería ir contigo para enseñarle el patio.

»Más tarde, la señora Kleinert me contó la sorpresa de Maya por lo que hiciste y con qué felicidad y alivio te había sonreído. Desde ese momento se convirtió en tu amiga.

La madre de Marie le dedicó a su hija una mirada reconfortante. ¿Habría entendido la niña lo que intentaba decirle?

Como Marie seguía en silencio, añadió:

—En ese momento, hiciste a Maya tan feliz como a tu abuela. Y para ella aún eras una desconocida… Así que, en este caso, no es que le cayeras bien desde hacía tiempo ni que se alegrara mucho por volver a verte.

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—Sí, puede ser —concedió Marie, esta vez a regañadientes—. Pero eso no fue nada especial, sino algo normal. Si yo hubiera llegado nueva a mitad de curso, seguro que también habría tenido una sensación rara y un poco de miedo. Cuando me di cuenta de cómo debía de sentirse Maya en ese momento, quise ayudarla. Es lo que habría hecho cualquiera.

—No, te equivocas —le respondió su madre—. Lo que para ti resulta evidente, no lo ve igual todo el mundo. Al menos tendrás que reconocerme que ningún otro niño reaccionó como tú. Solo tú te dirigiste a Maya de forma amable y solo tú te preocupaste por ella.

»Cuando me enteré, me sentí muy orgullosa de ti, y así vuelvo a sentirme una y otra vez. Porque, sin pensártelo dos veces, tú siempre te acercas a la gente. Y de esta forma les transmites mucha alegría y haces que sonrían.

»Precisamente por esta razón eres tan especial. No tiene absolutamente nada que ver con que seas mi hija o con que yo te quiera mucho. Sencillamente es así.

—Es que no me gusta que otras personas estén tristes o asustadas —afirmó un poco insegura Marie—. Cuando se ponen contentas, yo también me siento bien y todo es más agradable.

Sensiblemente emocionada, su madre la abrazó.

—Si todas las personas pensaran como tú, el mundo sería un lugar mucho mejor —le susurró al oído.

Mientras acariciaba el cabello de Marie, se le ocurrió algo más que añadir:

—Podría ponerte muchos otros ejemplos… Acuérdate de la señora Kruse, la mujer que vive en la planta baja. Cuando nos la encontramos en la calle antes de ayer, al volver de la compra, tú tenías muchísima prisa porque querías acabar un dibujo del colegio.

»A pesar de ello, te paraste a hablar con ella y, en el camino a casa, le llevaste la bolsa de la compra sin que te lo pidiera.

—No quería que tuviera que llevar una bolsa tan pesada —dijo Marie al recordar el encuentro—. Pesaba menos que mi mochila. Pero la señora Kruse necesita un bastón para andar y seguro que a ella le cuesta más tener que cargar con una bolsa. Además, de todas formas, teníamos que hacer el mismo camino.

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—Sí, eso es cierto —añadió su madre—. Pero también es verdad que tuvimos que andar más despacio y tú no pudiste llegar a casa tan pronto como te habría gustado.

»Y, aun así, no te lo pensaste ni un momento. Para ti era evidente que había que ayudar a esta encantadora anciana. Pero no todo el mundo habría actuado así, y por eso eres tan especial.

—No sé, mamá, me parece un poco raro. Seguro que la mayoría de la gente habría hecho lo mismo —contestó Marie, intentando quitarle importancia—. En mi opinión, todos somos especiales.

»Por ejemplo, Tania sabe cantar fenomenal. Y Martín llevó su guitarra la semana pasada al cole y nos tocó una canción preciosa.

»Lena sabe muchísimo de perros y también cómo debemos comportarnos para que estén a gusto. Lo ha aprendido porque tiene dos cachorritos muy monos.

»Y nadie corre tan rápido como Tobías. Nuestro profesor de Educación Física todavía sigue sorprendiéndose.

—Sí, tesoro, entiendo muy bien lo que quieres decir, que además es muy propio de ti. Una de tus mejores cualidades es la humildad. Y eso también me resulta admirable.

»Por supuesto, tienes razón. Cada uno tiene sus habilidades y sus talentos, y todos nosotros somos especiales.

»Y no sabes lo feliz que me hace que entre tus virtudes esté el sentir empatía por los demás, y que desees ayudar siempre y en todos los lados. Simplemente quería decírtelo hoy.

Por fin, apareció una amplia sonrisa en el rostro de Marie. Después de todo, se alegraba.

—Probablemente esa sea tu máxima virtud —le dijo su madre, tras pensárselo un momento—. Pero tienes muchas más. Hoy me lo has demostrado de nuevo, cuando me has contado por qué las cosas en primaria no te resultan tan sencillas como cuando ibas a infantil y por qué eso a veces te entristece.

Después de la charla con su madre, Marie volvió a parecer tan contenta y despreocupada como no lo estaba desde hacía semanas. Su madre se alegraba más de lo que era capaz de explicar. Y Marie se propuso con firmeza acudir directamente a su madre la próxima vez que le preocupara algo.

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Así que «la hora de la verdad» fue casi como un conjuro que, en un abrir y cerrar de ojos, la liberó de sus problemas.

Siendo completamente honesta consigo misma, ella también se sentía un poco orgullosa de todas las cosas buenas que le había dicho su madre. Si de verdad eran ciertas, desde ese momento podría sentirse mucho mejor sin ser como los demás.

Mientras Marie estaba enfrascada en sus pensamientos, su madre se levantó.

—Había pensado en sorprender a tu padre esta noche con un delicioso postre casero de chocolate. Ya sabes cuánto le gustan, y creo que sería el broche perfecto para este día tan especial. ¿Qué te parece? ¿Te apetecería ayudarme a hacerlo? —le preguntó, con evidente buen humor.

¡Claro que le apetecía!

Asintiendo con muchas ganas, siguió de un salto a su madre a la cocina. Ayudarla y aprender tanto de ella siempre le hacía disfrutar mucho.

Una vez colocados todos los ingredientes en la mesa y repartidas las tareas, su madre retomó la conversación que habían tenido en la habitación.

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—Que seas capaz de hacer sonreír a tanta gente y que brilles como el sol es realmente algo extraordinario, Marie.

»Pero también te admiro porque a tu edad ya tienes la fuerza de no dejarte cambiar para complacer a los demás o para ser como el resto. Sin embargo, acabo de acordarme de otra cosa de la que me gustaría hablar contigo, porque para mí es otra prueba más de lo especial que es mi pequeña pero gran hija.

—¿Y qué es, mamá? —quiso saber Marie enseguida, llena de curiosidad.

Mientras tanto, estaba preparando la masa del postre, y se alegraba mucho de poder adornarlo en cuanto estuviera horneado y hubiera enfriado. No obstante, también tenía mucha curiosidad por saber qué iba a decirle su madre.

—¿Te acuerdas de cuando eras más pequeña y les contabas historias a tus peluches y muñecas? —comenzó su madre—. A veces yo te escuchaba cuando tenías la puerta de la habitación abierta. Al principio les contabas cómo seguían los cuentos tradicionales o las historias de los libros que yo te había leído la noche anterior antes de acostarte. Más adelante, empezaste a inventarte tus propias historias, que ya no tenían nada que ver con las que conocías.

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—¿Y qué tiene eso de especial? —se sorprendió Marie. Como esto no se lo esperaba, se sintió por primera vez muy decepcionada—. Todo el mundo puede inventar historias. Es algo muy sencillo.

—No, tesoro, estás muy equivocada —la interrumpió su madre con decisión—. Quizá te dé esa impresión porque parece que a ti las ideas se te ocurren sin esfuerzo. Pero a otros les resultaría una tarea tremendamente difícil.

»Para inventar unas historias tan geniales, emocionantes o divertidas, hace falta tener mucha imaginación, como tú has dicho. Y esa extraordinaria imaginación y tu fantasía están también entre tus mejores cualidades.

—No, no creo —afirmó Marie un poco avergonzada, después de haberlo pensado durante un momento—. Todo el mundo tiene imaginación. Solo hay que utilizarla y pensar en algo que te guste.

—En líneas generales, es verdad —dijo su madre—. Cuando nacemos, recibimos el regalo de nuestra imaginación, y no deberíamos olvidar que se trata de uno de nuestros dones más preciados.

»Por eso me da mucha pena que la imagina­ción vaya poco a poco desapareciendo de nuestro mundo.

—Pero eso no puede ser... Si la imaginación es algo que poseemos desde el principio… —afirmó Marie sin entenderlo.

—Lamentablemente, así es —le explicó su madre.

»Deberíamos cuidar nuestra imaginación del mismo modo que lo hacemos con las plantas de casa. Si no las regamos, se mueren; y, si no utilizamos nuestra imaginación, esta se marchita como si fuera una flor preciosa que no recibiera agua. Se va atrofiando día a día hasta que la perdemos del todo.

—Ahora me estás tomando el pelo —dijo Marie sonriendo—. La imaginación no necesita agua y tampoco puede marchitarse. Siempre está ahí.

—Con el ejemplo de las plantas y el agua solo quería hacerte ver cómo me imagino yo la lenta desaparición de la imaginación de nuestro mundo —admitió su madre—. Piensa en los niños de tu clase, que se pasan cada minuto libre viendo fotos y vídeos. ¿Cuántas historias crees tú que habrán imaginado esos niños en los últimos meses?

—Ninguna —tuvo que aceptar Marie—. Muchos dicen, incluso, que a ellos los libros, los cuentos y las historias les resultan aburridos o tontos.

—¿Lo ves? Vamos acercándonos a la verdad. Todos necesitamos buenos libros e historias, para leerlos o para que nos los lean. Si escuchamos con atención, nuestra imaginación da vida a estas historias y en nuestra mente surgen de pronto unas imágenes increíblemente claras y llenas de detalles.

»A nuestra imaginación le resulta tan necesario como el agua para las plantas. Cuando dejamos de ejercitar nuestra imaginación, esta va disminuyendo cada vez más y acabamos perdiendo nuestra maravillosa capacidad de inventar cosas.

»Y no me refiero solo a los libros, los dibujos o las historias. Todo aquel que en algún momento ha inventado algo genial, como por ejemplo la rueda, la bombilla o el primer automóvil, no habría sido capaz de hacerlo sin imaginación.

»Por eso me alegraba tanto que utilizaras la imaginación desde pequeña y que inventaras tus propias historias desde una edad tan temprana.

Antes de que Marie pudiera responder, se quedó callada unos minutos. Nunca había visto las cosas de esa manera.

—Sí, seguramente tengas razón —susurró después de un buen rato—. Y, en ese caso, debería cuidar bien mi imaginación para no quedarme sin ella. Aunque igual ya me estoy haciendo demasiado mayor para contarles cuentos a mis muñecas y peluches… El año que viene ya seré capaz de leer y escribir sin ayuda. ¿Qué otra cosa podría hacer para que no desapareciera de repente mi imaginación?

—Eso es lo más maravilloso de todo esto —contestó su madre, alegrándose de su pregunta—. Como cualquier otra persona del mundo, tú tienes infinitas posibilidades para elegir entre las que más te gusten. En lugar de ver siempre películas, puedes leer libros y recrear las imágenes en tu mente, por ejemplo.

»Y, si disfrutas haciéndolo, podrías dibujar esas imágenes para que no se te olviden. Además, supongo que más adelante te gustará escribir esas historias que has imaginado. Seguro que tus peluches podrían confirmarme que tienes talento para ello.

Al quedarse un momento pensándolo, Marie y su madre sonrieron, antes de que su madre añadiera, todavía sonriendo:

—Nadie puede predecir qué te deparará el futuro.

»Pero ¿quién sabe? Quizás un día te conviertas en una escritora famosa que alegre mucho a niños y adultos con sus historias y que, de esta forma, los ayude a que no pierdan su imaginación.

—Esa sí que es una buena idea. Estaría genial —murmuró Marie ensimismada.

—Y, por favor, no olvides nunca que puedes lograr que cada uno de tus sueños se haga realidad algún día. Solo hay que desearlo de verdad y hacer todo lo que esté en tu mano. Alguien tan especial como tú puede conseguir todo lo que realmente se proponga —le prometió su madre.

—Entonces eso sirve para todos nosotros, porque cada niño y cada adulto es especial —consideró Marie, sonriendo de oreja a oreja.

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Mientras tanto, en la cocina comenzó a oler muy bien, lo que les recordó que debían sacar el bizcocho del horno. En los últimos minutos habían estado tan concentradas en la conversación que estuvieron a punto de que se les olvidara.

Media hora más tarde, Marie estaba decorando el postre y empezó a imaginar la primera y emocionante historia que deseaba escribir…

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