Capítulo 2

LA EXPERIENCIA DE LA VULNERABILIDAD

1. LA VIDA HUMANA: UN MESTIZAJE DE QUEHACER, QUEHACERSE, DEJARSE HACER

Decía Ortega y Gasset que la vida humana es quehacer y el quehacer ético es quehacerse, apropiarse de las mejores posibilidades con vistas a una vida buena. La vida humana es proyectar, crear, anticipar, derrochar fantasía hacia el futuro, ese elenco de posibilidades que nos convierte en sujetos agentes de nuestra existencia y que la tradición filosófica occidental ha reformulado con unos nombres u otros, desde la autonomía del legado kantiano, es decir, la capacidad de darse leyes a sí mismo, pasando por la voluntad de poder nietzscheana, o la agencia, que Amartya Sen considera como la capacidad fundamental, una «metacapacidad» desde la que son posibles las restantes.1

Es verdad que la célebre afirmación orteguiana «yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a ellas, tampoco me salvaré yo», apunta a una dimensión de dependencia con respecto al entorno que atempera ese carácter de sujeto agente del ser humano tan propio del vitalismo, pero en último término sigue siendo el yo creador el que ha de salvar las circunstancias. Queda entonces en la sombra esa dimensión de las personas que también nos constituye, la del tener que dejarse hacer, del ser hecho, que también nos acompaña en todos los momentos vitales, aunque más claramente en algunos de ellos. En los que nos hacen vulnerables por «lotería natural», es decir, en la niñez, la ancianidad, en la enfermedad, en las situaciones de incapacidad, y en esos otros que dependen de la «lotería social», en los contextos de injusticia, creados por la sociedad, que obligan a tener que dejarse hacer a los emigrantes pobres, a los refugiados y a cuantos no alcanzan un mínimo decente para protagonizar sus vidas.

No sólo somos sujetos agentes de nuestras vidas, sino a la vez e inevitablemente, también sujetos pacientes. Nos constituye ese «ser arrojados en el mundo» del que habló Heidegger, como también el ser con otros y ser deudores que el mismo Heidegger recordó en Ser y tiempo, junto al «estar a la muerte», que es la excelente traducción de Julián Marías del Sein zum Tode heideggeriano.2 Habitualmente se ha traducido como «ser para la muerte», pero Marías entiende con buen acuerdo que el hombre no está hecho para la muerte, ¿qué sentido tendría eso? Está hecho para la vida, pero puede morir en cualquier momento, está ya siempre a la muerte.3 Y ésa es tal vez la suprema vulnerabilidad.

2. LA VULNERABILIDAD NOS CONSTITUYE

Un ser vulnerable es el que tiene la capacidad de ser herido, lesionado, física o moralmente. En este sentido, todos los seres vivos son vulnerables, y, por lo tanto, lo somos los seres humanos. Esta dimensión ineliminable puede expresarse en términos ontológicos de finitud, de limitación, de contingencia, en cualquier caso, todo ello remite a ese poder ser dañados de quienes están en manos de la fortuna interna o externa, como ha mostrado una vez más la crisis de la COVID-19. Porque grupos vulnerables son los que están expuestos al riesgo de una manera desproporcionada, pero quien forma parte de ellos puede ir cambiando. Al comienzo de la crisis eran los ancianos, las gentes con comorbilidades, las gentes sin hogar, pero se fueron sumando personas que al principio no eran vulnerables y acabaron siéndolo más tarde al perder el trabajo o ser afectados mental o físicamente.

Sin embargo, también es verdad que el afán de ser invulnerables, de ponerse a salvo de la fortuna, nos acompaña a lo largo de la historia. El ejemplo de Aquiles es ya proverbial. Tetis, su madre, se propone librarle de la muerte y para lograrlo le sumerge en la laguna Estigia, que es fuente de invulnerabilidad. Pero tal cosa no está al alcance de los seres humanos, y una flecha envenenada le quita la vida en la guerra de Troya al darle justamente en el talón por el que Tetis le tenía asido al bañarle. Los dioses son inmortales, pero no los hombres, es la enseñanza clásica, por eso mismo son incapaces de compasión. A no ser el Dios cristiano, que se hace vulnerable a través de la kénosis, de la renuncia a los privilegios que acompañan al ser dios, precisamente para ser capaz de compadecer.

En lo que hace a la política, la historia del contrato social a partir de Hobbes es el intento de eludir la fortuna, que puede arrancar a los seres humanos vida y propiedad, porque hasta el más débil te puede quitar la vida.4 Por eso se hace necesaria la comunidad política, si no por naturaleza, por pacto. Un pacto que tendrá sentido originariamente por proteger los derechos civiles y políticos, pero más tarde se extenderá a los económicos, sociales y culturales. Todos ellos responden a exigencias de justicia, y satisfacerlas es la forma social y política de proteger y empoderar a los que son vulnerables. El Estado del bienestar ha sido la mejor fórmula política para protegerlos y por eso en este libro proponemos recrearlo como Estado de justicia en el nivel global de una democracia cosmopolita.

Vulnerable es entonces el que no se basta a sí mismo, el que no es autosuficiente y, por lo tanto, depende de otros, depende de la fortuna interna o externa a lo largo de su vida. Y no cabe duda de que los seres humanos somos dependientes, o, mejor dicho, interdependientes.

De hecho, el ser humano es un ser desvalido biológicamente, al nacer no posee las cualidades que le permiten adaptarse, porque es un animal deficitario. En comparación con los demás animales, es un «ser de carencias», en cuanto a posibilidades de adaptación y especialización.5 Se hace viable por la inteligencia, que es la facultad de prevenir, de transformar las carencias adaptativas en oportunidades vitales.6 Curiosamente, la inteligencia no ajusta al hombre a un medio, sino que le sitúa en un nivel superior, el del mundo. El medio está cerrado, y la respuesta, prefijada, mientras que el mundo es abierto y es preciso crear la respuesta, desde una vida que siempre es frágil y está abocada a «situaciones límite», por decirlo con Karl Jaspers.

Sin embargo, y a pesar de que la biología y la antropología filosófica reconocen el carácter vulnerable del ser humano, voces autorizadas de nuestros días denuncian que la ética occidental ha intentado obviar la vulnerabilidad, en vez de asumirla como una parte ineludible de cualquier proyecto de vida buena, y que esa ha sido una opción equivocada.

3. UN COMPONENTE DE LA VIDA BUENA

Algunos autores relevantes, como Williams, Nagel, MacIntyre o Nussbaum, han denunciado que la historia de la ética occidental está marcada por el afán de obviar la vulnerabilidad como una condición necesaria para cualquier proyecto de vida buena.7 Si la suerte es lo que le sucede a una persona en oposición a lo que hace, la mayor parte de los clásicos de la filosofía griega intentaron buscar la vida feliz a través de la autarquía, de la autosuficiencia, que se lograría a través del ejercicio de la razón. Cínicos, epicúreos y estoicos se esforzarían por alcanzar esa meta, sea desprendiéndose de toda convención social y de toda propiedad, en el caso de los cínicos, sea recurriendo a los placeres más sencillos y eliminando el temor a los dioses y a la muerte en el universo epicúreo; sea renunciando con los estoicos a los deseos, las esperanzas y las ilusiones, que están en manos de la fortuna y generan necesariamente dependencia y frustración.

A vosotros —dice el dios de Séneca a los sabios— os di bienes ciertos, permanentes, mejores y mayores cuanto más se los estudia y se los examina por menudo. Os concedí el desdén de todo miedo, el hastío de toda codicia, no brilláis exteriormente: vuestros bienes están vueltos hacia dentro [...]. Interiormente puse todo bien, vuestra felicidad consiste en no desear la felicidad.8

Y es cierto que la mentalidad griega, como también la latina, desprecia a quien no se basta a sí mismo, sea anciano o enfermo, porque al enfermo se le tiene por infirmus, débil, pusilánime, y la falta de firmeza no merece aprecio.9

En este contexto, autores como los mencionados aseguran que en la ética contemporánea la vulnerabilidad ha quedado en un segundo plano por la gran influencia de la ética kantiana, heredera en muy buena medida del estoicismo. La virtud no se entiende entonces como cultivo del carácter, atendiendo a la recta razón que señala el medio entre el exceso y el defecto, sino como «la fuerza de la máxima del hombre en el cumplimiento de su deber».10 Por eso, la fortaleza de alma es «la fortaleza de la intención de un hombre como ser dotado de libertad, por tanto, en cuanto es dueño de sí mismo (está en su juicio), así pues, en estado de salud humano».11

Siguiendo la sugerencia de la psicología de Tetens, Kant considera que son las facultades activas las que hacen al hombre propiamente humano, no las pasivas. Es en la autonomía donde radica el fundamento de la dignidad. Por eso —dicen los autores a los que nos hemos referido—, el concepto de vulnerabilidad ha quedado preterido en la consideración ética.

Sin embargo, ellos mismos recuerdan que esto no fue así en la filosofía de Aristóteles, quien apostó por integrar la dependencia de los seres humanos en la noción de felicidad, de eudaimonía. «Volver a Aristóteles» es entonces la consigna. Frente a tradiciones liberales y socialistas que han situado en el primer plano la ética y la política del deber y de las normas, surgen de nuevo las preguntas por la vida buena y por el papel de las virtudes en la vida personal y política y, en nuestro caso, por el lugar de la vulnerabilidad en los proyectos de vida digna de ser vivida.

Y es que, según la espléndida caracterización de Aristóteles, el hombre no es sólo razón, sino la conjunción de inteligencia deseosa y deseo inteligente.12 Ambos tienen que concertarse para lograr una vida buena, que se logra cultivando las virtudes a través de la forja del carácter. Tanto el deseo como la inteligencia necesitan apoyarse en el desarrollo de las virtudes en el seno de la comunidad, y por eso podemos decir que es la vulnerabilidad la que nos exige forjarnos un carácter cultivando las virtudes. Esto es lo que reclama un estudio pausado de las pasiones y las emociones, no sólo de la razón.

Un neoaristotélico como Alasdair MacIntyre recordará que somos animales racionales y, por lo mismo, vulnerables y dependientes, necesitados de la comunidad humana para desarrollar nuestras potencialidades.13 Y Martha Nussbaum, ante la pregunta por el hilo conductor de su pensamiento, llegará a afirmar que ese hilo es la vulnerabilidad humana, o la vulnerabilidad en general, incluso en la opción por el enfoque de las capacidades.14 Sea ello verdad o no,15 lo bien cierto es que la ética y la filosofía política consideran hoy la vulnerabilidad como una clave indispensable para diseñar proyectos de vida buena y propuestas de justicia.

En lo que se refiere a los proyectos de vida buena, como la experiencia de nuestra vulnerabilidad confirma que somos también pasivos, dependientes y contingentes, lo prudente es contar con nuestra fragilidad y aprender que somos interdependientes, que nadie es autosuficiente para llevar adelante su vida con bien en solitario.16

Pero en lo que se refiere a las exigencias de justicia, a ese campo de la ética que se pregunta si hay razones que nos obliguen moralmente a cuidar de los seres vulnerables y a empoderarlos para que puedan llevar adelante sus vidas, algunas teorías éticas apuestan hoy en día por la respuesta afirmativa. Tres de ellas son un buen ejemplo ya desde sus rótulos y funcionan como matrioskas, de modo que la tercera asume a las otras dos y va más allá de ellas: la ética del cuidado, la ética de la responsabilidad y la ética cordial.

4. ÉTICA DEL CUIDADO

La conocida fábula de Higino, a la que ya nos referimos en el capítulo 1 de este libro y que empieza con las palabras: «Cierto día, al atravesar un río, Cuidado encontró un trozo de barro», trata de mostrar que la esencia de los seres humanos consiste en la necesidad de ser cuidados porque son vulnerables, pero también en la capacidad de cuidar de lo vulnerable.17 Todas las personas son hijas del cuidado que sus madres tuvieron al engendrarlas y acogerlas en este mundo, y del cuidado de sus padres varones. Pero, además, la capacidad de cuidar nos constituye como seres humanos: es un existenciario, una actitud constitutiva de los humanos, como bien dice Heidegger en Ser y tiempo.18

Precisamente Heidegger relata la fábula de Higino para reforzar su tesis de que el ser humano vive en el ámbito de la cura, que significa a la vez «desvelo», «solicitud», «diligencia» en relación con alguien o con algo, e incluso supone prevenir para evitar que le ocurra algo malo. Esa ética del cuidado por lo vulnerable es la que propone hoy en día un buen número de autores —entre ellos, Leonardo Boff—, como la actitud ética que es preciso adoptar ante los seres humanos y ante la Tierra, a la que hemos hecho vulnerable a través del progreso científico y técnico.19

Según estos autores, la actitud de dominación frente a los demás seres vivos y frente a la naturaleza, la obsesión por incrementar el poder tecnológico convirtiendo a todos los seres en objetos y en mercancías, nos ha llevado a un mundo insoportable, del que forman parte ineliminable la pobreza, el hambre, la miseria y el expolio de la naturaleza. Un mundo que pone en peligro la supervivencia de la Tierra. Y la solución no consiste en utilizar técnicas más refinadas para causar un daño menor, sino que es una cuestión de ética: se trata de cambiar de actitud, de adoptar voluntariamente la disposición a cuidar, que es una relación amorosa, respetuosa y no agresiva con la realidad, y por eso mismo no destructiva. Sin embargo, siempre cabe preguntar por qué cada persona debería asumir esa actitud si no sale ganando individualmente con ello.

La respuesta sería que los seres humanos somos parte de la naturaleza y miembros de la comunidad biótica y cósmica, y, por lo tanto, tenemos la responsabilidad de protegerla, regenerarla y cuidarla, teniendo presentes a las generaciones futuras, que también tienen derecho a un planeta habitable.20

A todo ello habría que añadir la buena noticia de que la ética del cuidado no obliga a los seres humanos a ir en contra de su naturaleza biológica, sino que tiene precisamente una base biológica. Los animales, sobre todo los mamíferos superiores, cuidan a sus crías, a sus parientes y a los que les son cercanos. Y en el caso del Homo sapiens, no es sólo un homo oeconomicus, como se ha dicho habitualmente, cuya racionalidad consiste en intentar maximizar su beneficio, sino que es también, entre otras cosas, un ser predispuesto a cuidar de sí mismo y de otros. Para eso le ha preparado el mecanismo de la evolución, seleccionando la propensión a cuidar como una de las actitudes indispensables para mantener la vida y reproducirla, y va entrañada en nuestra humanidad biológica.21

Éste es uno de los lugares comunes en los estudios de biología evolutiva y en neurociencia, y ésta es la tesis fundamental de Churchland en su libro El cerebro moral; una tesis que parece razonablemente confirmada.22 Según Churchland, el vínculo, subrayado por la tristeza de la separación y el placer de la compañía, y gestionado por el circuito neuronal y las sustancias neuroquímicas, es la plataforma neuronal de la moralidad. Con el término vínculo se refiere al endocrinológico, a las disposiciones a extender el cuidado a otros, querer estar con ellos y entristecerse por la separación.23

Puede decirse entonces que los seres humanos nacen biológicamente vinculados, cuando menos, a las crías y a las parejas, y esa vinculación configura un compromiso biológico de cuidado, que exige sacrificios, pero se hacen de buen grado de un modo natural. Proteger a los vulnerables que nos están encomendados es una de las claves de la felicidad, el egoísmo individualista es suicida, y por eso el compromiso biológico se convierte en imperativo hipotético de prudencia, en consejo para los sagaces: «Si quieres ser feliz, protege a los seres vulnerables que te están encomendados biológicamente». Pero ¿se quiebra aquí el vínculo entre los seres humanos y el compromiso de protegerlos, o estamos obligados de algún modo a cuidar de todas las personas vulnerables?

5. ÉTICA DE LA RESPONSABILIDAD

A pesar de que algunos autores aseguran que es imposible superar el altruismo genético, es decir, la disposición a invertir energías sólo en la adaptación de quienes comparten el propio patrimonio genético, aun a costa de perder posibilidades de adaptación propia,24 lo cierto es que los seres humanos practican un altruismo que trasciende los límites del parentesco.25 El ser humano está preparado biológicamente para reciprocar, para ser altruista con tal de poder recibir un retorno, sea del beneficiario o sea de la sociedad. Ésta es la base biológica de las sociedades contractuales, dispuestas a la cooperación. Y justamente lo que ha mostrado la superioridad de la especie humana frente a otras, como decían los viejos anarquistas, no es tanto haber fomentado la competencia salvaje en la lucha por la vida, sino el apoyo mutuo. Cuidar de los vulnerables, de los débiles y enfermos que hubieran perecido sin remedio en la lucha y el conflicto entre los más fuertes ha sido y es el mayor timbre de gloria de los seres humanos.

Pero ante estos consejos de prudencia siempre queda abierta la pregunta por la obligación moral de proteger a todos los seres vulnerables, sean cercanos o lejanos, tengan o no capacidad de contratar y cooperar. Una ética de la responsabilidad puede ser la respuesta, y en este punto es paradigmática la propuesta de Hans Jonas.

Jonas entiende que el principio esperanza que en algún momento propuso Ernst Bloch podría llevar a sacrificar a la generación presente en aras de las futuras, y por ello propone sustituirlo por un principio responsabilidad por la Tierra y por la especie humana, que, gracias al avance de la ciencia y de la técnica son ya vulnerables. ¿Cuál sería el arquetipo de la responsabilidad moral por lo vulnerable?

El arquetipo —piensa Jonas— es la responsabilidad por el recién nacido o por el niño, que es un deber natural: el deber para con los hijos, que perecerían sin esos cuidados.26 No se funda en la reciprocidad entre adultos, sino que es asimétrico, es el único comportamiento totalmente altruista que nos procura la naturaleza.27 Precisamente la fragilidad del niño despierta la responsabilidad moral de cuidarle, por el temor de lo que va a sucederle si le dejamos a su suerte. Y esta responsabilidad se amplía hasta donde llegue nuestro poder de ayudar a los vulnerables, más allá de la reciprocidad y el intercambio.

Sin embargo, a pesar de Jonas, la moral biológica del cuidado de los hijos, que también comparten otros mamíferos superiores, no se convierte en un imperativo moral por el que debamos hacernos responsables de todos los seres vulnerables. Ante el imperativo «si puedes hacerlo, debes hacerlo», siempre cabe preguntar por qué.

La respuesta de Emmanuel Levinas es clara. Es el rostro del otro, la imagen de su fragilidad, lo que me impulsa a ser moral, no la autonomía ni la libertad del individuo. Es el ser del otro necesitado de ayuda el que me convierte en sujeto moral, obligado a prestar ayuda, el que me hace responsable. Es la presencia de la alteridad la que desencadena la obligación moral, más allá de la reciprocidad. La responsabilidad no viene de mí misma, sino de fuera, no soy yo quien toma la iniciativa, sino la fuerza del rostro de quien sufre.28

Y es verdad que el sufrimiento del desvalido puede ser un revulsivo, una llamada para quienes pueden paliar su dolor. Pero no necesariamente ha de ser una relación asimétrica, en la que el vulnerable es objeto de la ayuda, pero no sujeto al que es preciso empoderar para que pueda ser agente, protagonista de su vida, corresponsable de la comunidad humana. A la altura del siglo XXI, las personas deberíamos reconocernos recíprocamente como seres igualmente dotados de dignidad y a la vez necesitados de ayuda, como autónomos y vulnerables.

6. ÉTICA CORDIAL: RESPETO A LA DIGNIDAD, COMPASIÓN POR LOS SERES VULNERABLES

Desde hace algunos años vengo diseñando una ética de la razón cordial, que hunde sus raíces en la ética del diálogo que en los años setenta del siglo XX propusieron Apel y Habermas, pero trata de ir más allá de ella, sacando a la luz y desarrollando la dimensión cordial que el diálogo lleva entrañada. Argumentación y emoción andan entreveradas, es posible distinguirlas, pero no separarlas con un bisturí. Para percatarse de ello, es aconsejable ir con Apel y Habermas, pero más allá de ellos.

En efecto, en alguno de sus trabajos recuerda Habermas cómo los trazos esenciales de su filosofía tienen unas raíces biográficas, unas experiencia difíciles de olvidar, entre ellas, una operación en el paladar sufrida de niño.29 Según su relato, la intervención quirúrgica le condenó a un aislamiento que le llevó a experimentar la necesidad imperiosa de comunicación. Frente a lo que defiende cualquier individualismo miope, típico hoy del neoliberalismo, las personas no somos individuos aislados, sino en vínculo con otras, en una relación básica de reconocimiento recíproco, de intersubjetividad e interdependencia.

Ésta es la clave de la teoría de la acción comunicativa, que permitió a Habermas aportar a la teoría crítica de la escuela de Fráncfort el camino que buscaban Horkheimer y Adorno desde la década de 1960 para poner fin al imperio de la razón instrumental. La única racionalidad humana no es la de individuos que se instrumentalizan recíprocamente para maximizar sus beneficios mediante estrategias, sino que existe también esa racionalidad comunicativa que insta a construir la vida desde el diálogo y el entendimiento mutuo de quienes se reconocen como interlocutores válidos.

Pero también la experiencia del rechazo en la infancia apunta a una ética vigorosa, tejida de sentimiento y razón, que a mi juicio Habermas no ha desarrollado suficientemente. En la vivencia del rechazo afloran la conciencia de vulnerabilidad y de injusticia, dos emociones que abren el mundo moral, porque la humillación es inaceptable cuando yo la sufro y cuando a la vez tengo razones para defender que nadie debería padecerla. Las virtudes de la ética comunicativa son, entonces, la justicia que se debe a los seres que son autónomos, capaces de hacer su propia vida, y la solidaridad, sin la que no podrían llevarla adelante como seres vulnerables.30

En tiempos en que el emotivismo domina el espacio público desde los bulos, la posverdad, los populismos esquemáticos, las propuestas demagógicas, las apelaciones a emociones corrosivas, urge recordar que las exigencias de justicia son morales cuando entrañan razones que se pueden explicitar y sobre las que cabe deliberar abiertamente. Y, sobre todo, que el criterio para discernir cuándo una exigencia es justa no es la intensidad del griterío en la calle o en las redes, sino que consiste en comprobar que satisface intereses universalizables, no sólo los de un grupo, ni siquiera sólo los de una mayoría. Ése es el mejor argumento, el corazón de la justicia.

Como bien apuntaba Apel, cualquiera que argumenta en serio sobre qué normas son justas ya ha reconocido que sus interlocutores son personas y que sus intereses tienen que ser tenidos en cuenta dialógicamente. La comunidad de hablantes, actuales o virtuales, forma una comunidad real de comunicación que cualquiera de ellos se compromete a conservar en cuanto realiza una acción comunicativa; por ello tiene la corresponsabilidad solidaria de ayudar a mantener la comunidad real de comunicación. No se trata sólo de preservar a la humanidad, sino de hacerlo respetando la dignidad de cada uno de los seres humanos, porque entre ellos existe un vínculo de reconocimiento recíproco. Por eso es necesario a la vez poner las bases para que pueda realizarse en el futuro esa comunidad ideal de comunicación, que es una idea regulativa entrañada en la trama misma del lenguaje.

Pero, yendo más allá de Apel, el vínculo entre quienes se reconocen como interlocutores válidos puede entenderse en dos sentidos: 1) como vínculo lógico entre los participantes en una argumentación; 2) como vínculo entre los participantes en un diálogo, que no sólo ponen en juego su capacidad de argumentar, sino también otras capacidades, como la de estimar valores, apreciar lo que vale por sí mismo, el sentido de la justicia y la capacidad de com-padecer reconociendo a aquellos que son carne de la misma carne y hueso del mismo hueso.

Estas dos formas de vínculo se unen de tal modo que sin la segunda es difícil, si no imposible, que las personas quieran entrar en diálogo en serio; es difícil que se interesen en serio por descubrir si son válidas las normas que afectan a las personas; es difícil que se decidan por intereses universalizables, que siempre favorecen a los peor situados, porque los bien situados se aprovechan de los privilegios, los desfavorecidos apuestan por lo universalizable, que es lo más básico.

Atender a esa dimensión experiencial del reconocimiento recíproco es ineludible para querer dialogar en serio sobre la justicia de las normas.31 A ese tipo de reconocimiento podemos llamar reconocimiento cordial o reconocimiento compasivo, porque es la compasión la que nos lleva a preocuparnos por la justicia. Pero no entendida como condescendencia, sino como la capacidad de com-padecer la alegría y el sufrimiento de los que se reconocen como autónomos y a la vez vulnerables. El descubrimiento de ese vínculo, de esa ligatio, lleva a una ob-ligatio, que es más originaria que el deber, lleva a la com-pasión en la alegría y en el sufrimiento.

El vínculo comunicativo no descubre sólo una dimensión argumentativa, sino también una dimensión cordial y compasiva. Argumentar en serio sobre lo justo carece de sentido si esa exigencia no brota de una razón cordial, de una razón no menguada, sino íntegra, porque conocemos la verdad y la justicia no sólo por la argumentación, sino también por el corazón.32

Por eso, la virtud humana por excelencia es la cordura, en la que se dan cita la prudencia, la justicia y la kardía, la virtud del corazón lúcido.