En la actualidad, tanto en la legislación internacional y nacional como en los programas de políticas públicas, la adopción se define como una forma de protección de la infancia, destinada a proporcionar a los niños y las niñas privados de familia una solución de cuidado adecuado permanente. Este cambio está relacionado con la construcción de la infancia como vulnerable. Como subrayara Philippe Ariès (1962 [1960]), la infancia –etapa cualitativamente diferente de la edad adulta– es una creación relativamente reciente, que tiene sus raíces en el siglo xvii. La idea de que es, además, una etapa «vulnerable» –y, por tanto, necesita protección– no se desarrolla hasta el siglo xx (Levine, 2007; Qvortrup, 2005; Zelizer, 1985, 2005), que es, precisamente, el siglo en el que se desarrolla la adopción internacional (Weil, 1984).
Este nuevo paradigma en la construcción de la infancia cristalizó en la Convención de Derechos de la Niñez (en adelante CDN), aprobada por unanimidad por la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas en 1989, donde se reconoce a los niños y las niñas como sujetos de derechos que deben proteger las personas adultas (representadas por los «Estados Parte» y/o las entidades que lo componen: «instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos», según se refleja en el artículo 3.1 del texto). Los principios de la CDN, entre los que el del «bien superior del niño/a» es seguramente el más citado, fueron progresivamente incorporados a las legislaciones de los países signatarios en temas relativos a niños, niñas y adolescentes (Fonseca et al., 2012), incluidas las normas que rigen la adopción en España. Con respecto a la adopción, la CDN le dedica su artículo 21, que señala que los Estados Parte «cuidarán de que el interés superior del niño sea la consideración primordial» en ellas.
De este modo, la adopción es enunciada como una medida de protección, que pretende subsanar una situación de desamparo u orfandad mientras que se asume que las relaciones familiares son una necesidad básica en la infancia de la que se deriva el derecho a vivir en familia (Gómez Bengoechea, 2012). El «principio del bien superior del menor» se supone inspirador, legitimador y la razón de ser de todas y cada una de las adopciones, así como la consideración primordial en cualquier decisión que se tome sobre la situación o el futuro de niños, niñas y adolescentes en el sistema de protección del Estado. La ley estatal 21/1987, de 11 de noviembre, que reformó la normativa española en materia de adopción y reguló el acogimiento y la guarda, se suele considerar un hito en este sentido, ya que rompe con el «modelo privatista» (Calvo, 1994) que había dominado las regulaciones anteriores. Con ella –y con las legislaciones autonómicas posteriores–, la adopción –como también las relaciones filioparentales (Pérez Alvárez, 1989)– deja de pertenecer al ámbito de lo privado en función de la «protección» a la infancia. A partir de este momento, la adopción ya no puede concebirse como un arreglo entre particulares, sino como un acto judicial que debe obedecer siempre y en todos los casos al principio del «bien superior del menor».
¿Cómo funciona la adopción en España? Antes de llegar a la adopción, tienen lugar dos procedimientos paralelos. Por un lado, debe declararse la adoptabilidad del niño o la niña; es decir, debe comprobarse que se halla en una situación de desamparo y que la adopción responde a su interés superior. Por otro lado, se evalúa la idoneidad para adoptar de las personas que desean hacerlo. |
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ADOPTABILIDAD • Declaración de desamparo. • Asunción de la tutela por parte de la Administración. • Determinación de la adopción como la mejor medida de protección aplicable al caso. • |
IDONEIDAD • Presentación de la solicitud de valoración de las personas que se ofrecen para la adopción. • Sesiones informativas y de formación (obligatorias en muchas comunidades autónomas). • Estudio psicosocial de la persona o pareja. • Declaración de idoneidad. • |
ASIGNACIÓN Antes de elevar la propuesta de adopción al juez que debe constituirla, las entidades públicas competentes asignan al niño o a la niña a una familia concreta. La figura de la «guarda con fines de adopción» permite el inicio de la convivencia entre el niño o la niña y sus adoptantes con anterioridad a que el juez constituya la adopción. |
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ADOPCIÓN Sentencia de adopción. Una vez emitida, se extinguen los vínculos legales con la familia de origen. La filiación por adopción implica los mismos derechos y obligaciones que la filiación biológica. |
Desde los años noventa del pasado siglo, diversos trabajos han relacionado o equiparado la adopción con las Técnicas de Reproducción Asistida (TRA), señalando que tanto una como otras cuestionan la genealogía como la base del parentesco euroamericano (Carsten, 2000; Hoksbergen, 2000; Hoksbergen y Laak, 2005; Strathern, 1995, entre otros). El estudio de la adopción como técnica de reproducción asistida se relaciona con una concepción que entiende el parentesco no ya como una derivación de los lazos biológicos y la reproducción heterosexual, sino como un proceso social, construido a partir de lo relacional. Como ha señalado Joan Bestard para la reproducción asistida, en la adopción el parentesco es una relación que se define por la intencionalidad de quienes buscan a través de ella cumplir su deseo de ser padres o madres: «es el deseo de parentalidad el elemento constituyente de la filiación» (Bestard, 2009, pág. 85).
Este aspecto es particularmente relevante en el caso de la adopción en España, que tiene una de las tasas de natalidad más bajas de la Unión Europea y uno de los índices más altos de utilización de TRA. El espectacular desarrollo de la adopción internacional durante la primera década del siglo transcurre en paralelo a la caída de la natalidad –y de las tasas de fecundidad– y el aumento de la edad media de las mujeres en el momento de tener su primer hijo o hija.
Entre 1975 y 1995, la tasa de fecundidad en España pasó de ser una de las más altas de Europa (2,8 hijos por mujer) a situarse en 1,14, muy por debajo de la tasa de reposición que la demografía sitúa en 2,1. Desde entonces, este índice se ha mantenido siempre por debajo del 1,5 (en 2018 fue de 1,26, la más baja desde 2002). No se trata de una situación exclusiva del estado español, puesto que la disminución de la natalidad y de los índices de fecundidad es una tendencia global, pero, como señalaron Kohler, Billari y Ortega (2002), en el caso español es especialmente acusada.
Tabla 1. Evolución de la tasa de fecundidad y la edad media de la primera maternidad en España
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1975 |
1986 |
1996 |
2006 |
2017 |
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Media UE |
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Media UE |
Tasa de Fecundidad |
2,8 |
1,6 |
1,2 |
1,4 |
1,6 |
1,3 |
1,6 |
Edad media de la primera maternidad |
25,2 |
28,5 |
30,2 |
30,9 |
29,6 |
32,1 |
30,7 |
Fuentes: INE y EUROSTAT.
Lo que podría parecer en principio una disminución del deseo de tener descendencia responde en realidad a las dificultades de las mujeres en España para satisfacer sus deseos de maternidad. De hecho, España es también el país de Europa con el mayor child gap, definido como la diferencia entre el número de hijos deseado y el que se tiene (Bernardi, 2005). Como ha señalado Diana Marre (2009a), España tiene una situación de «infertilidad estructural», producida por factores tales como la ausencia o escasez de políticas públicas de apoyo a la maternidad y la familia (Comas et. al., 2016), la percepción por parte de las mujeres de que tener hijos perjudica su carrera profesional (Delgado, 2007), la precarización laboral en general y femenina en particular o el desigual reparto de las responsabilidades de cuidado familiar (Valiente, 2003). Dichos factores conducen a postergar la edad de la primera maternidad y, con ello, a un aumento de los problemas de infertilidad.
Con una de las tasas de natalidad más bajas de la Unión Europea y uno de los índices más altos de utilización de TRA, España se situó durante buena parte de la primera década del siglo xxi a la cabeza de los países que más adopciones internacionales realizaba (Selman, 2009). En este sentido, la adopción puede englobarse en lo que, desde una perspectiva feminista, se ha denominado «reproducción estratificada» (Colen, 1986, 1995; Ginsburg y Rapp, 1995), término con el que se subrayan las relaciones desiguales de poder que afectan las elecciones reproductivas de las mujeres. Las desigualdades entre las familias que donan –o se ven forzadas a donar– a sus hijos e hijas y las que los adoptan atraviesan el desarrollo y la construcción discursiva de la adopción. La distinción entre «madres –o familias– convenientes» e «inconvenientes» subyace e informa los discursos y prácticas de la adopción en muchos lugares (Briggs y Marre, 2009; Fonseca, 2002; Leinaweaver, 2009; Modell, 2002). Al calificar como «inconvenientes» o «inadecuadas» a las madres de origen basándose en criterios como su edad, su estado civil o su estatus socioeconómico, se legitima y se reviste como una necesaria medida de protección para sus descendientes el paso a otras familias «adecuadas» y normativas que son, además, familias que anhelan tener hijos e hijas y que, con frecuencia, tienen problemas de fertilidad.
La adopción puede ser contemplada también como una forma de circulación de niños y niñas entre grupos sociales (pensados en términos como la clase o la etnicidad) y, en el caso de la adopción internacional, entre países. Desde esta perspectiva, hay quienes han querido ver en ella una solución para los problemas de la infancia en los países de renta baja (Bartholet, 2006, 2010). Otros análisis más críticos han resaltado que la ideología del «rescate» ha impulsado la violación de los derechos de niños, niñas y familias de origen, primando el interés de las personas que desean adoptar y los intereses de los estados de recepción (Bergquist, 2009; Davies, 2011; Saclier, 2000; Smolin, 2006, 2007; Triseliotis, 1993, 1999). En la misma dirección, apunta el análisis de Barbara Yngvesson (2012 [2002]), que pone la adopción internacional en relación con una concepción de los niños y las niñas como bienes de consumo en la lógica mercantilista que informa de las relaciones entre estados en un mundo globalizado.
Desde que en 1984 Richard H. Weil se refiriera a la adopción internacional como una «migración silenciosa», diversos trabajos han analizado las implicaciones identitarias de la circulación no solo entre países, sino también a través de las fronteras de la raza y la etnicidad. En otros países, donde la llegada de niños y niñas a través de la adopción internacional se inició varias décadas antes con respecto al caso español, se ha analizado extensamente el papel de los «orígenes» o las «raíces» –entendidos como la cultura del lugar de origen– y la transracialidad en la formación de las identidades personales y sociales de las y los jóvenes adoptados, como veremos en el último capítulo.
La Convención de Derechos de la Niñez de 1989, además de señalar en su preámbulo que niños y niñas «para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe[n] crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión», consagró el principio del interés superior del menor como consideración primordial en cualquier medida que les afecte, tomada por las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos. Como se ha señalado anteriormente, dicho principio fue progresivamente incorporado a las legislaciones estatales y locales y es posiblemente el principio más citado en el ámbito de la protección de la infancia. No obstante, su contenido dista mucho de ser inequívoco y, con frecuencia, se ha aplicado con claves adultistas y etnocentristas. Para algunos analistas de la convención, el énfasis en la niñez y el mandato de aplicar caso por caso el interés superior deja de lado las repercusiones sociales que las decisiones que se tomen en su nombre puedan tener sobre sus familias o comunidades (Freeman, 2007; Reynaert, Bouverne-De Bie y Vandeveld, 2009). Para otros, el problema principal es que, al diferenciar entre los derechos de niños, niñas y adolescentes y su interés superior, se deja a las personas adultas la decisión y arbitrio de qué es lo que más les conviene (Archard y Skivenes, 2009; Ravetllat Ballesté, 2012) y estas, aun con las mejores intenciones, valoran ese interés desde sus propios esquemas vitales e ideologías, «en lugar de hacerlo pensando única y exclusivamente en el niño, con sus necesidades, sentimientos y escala de valores distintos de los que presentan los adultos» (Ravetllat Ballesté, 2012, pág. 91). Por último, se ha señalado también que la omnipresencia del principio del interés superior refleja una tensión entre niños y niñas como sujetos de derechos y objetos de protección, de manera que son las personas adultas las que quedan legitimadas para decidir por y sobre ellos (Marre y San Román, 2012).1
Solo recientemente, en la reforma legal acometida en 2015 y en concreto en la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de modificación del sistema de protección de la infancia y adolescencia, la legislación española ha incorporado una concreción del concepto jurídico indeterminado del interés superior del menor. En ella, se señalan como criterios básicos para su definición los siguientes:
«a. La protección del derecho a la vida y la satisfacción de sus necesidades básicas, tanto materiales, físicas y educativas como emocionales y afectivas.
b. La consideración de los deseos, sentimientos y opiniones del menor, así como su derecho a participar progresivamente, en función de su edad, madurez, desarrollo y evolución personal, en el proceso de determinación de su interés superior.
c. La conveniencia de que su vida y desarrollo tenga lugar en un entorno familiar adecuado y libre de violencia. Se priorizará la permanencia en su familia de origen y se preservará el mantenimiento de sus relaciones familiares, siempre que sea posible y positivo para el menor. En caso de acordarse una medida de protección, se priorizará el acogimiento familiar frente al residencial. Cuando el menor hubiera sido separado de su núcleo familiar, se valorarán las posibilidades y conveniencia de su retorno, teniendo en cuenta la evolución de la familia desde que se adoptó la medida protectora, y primando siempre el interés y las necesidades del menor sobre las de la familia.
d. La preservación de la identidad, cultura, religión, convicciones, orientación e identidad sexual o idioma del menor, así como la no discriminación del mismo por estas u otras condiciones, incluida la discapacidad, garantizando el desarrollo armónico de su personalidad.»
(Artículo 1.2 de la Ley Orgánica 8/2015 por el que se modifica el redactado del artículo 2 de la Ley Orgánica 1/1996.)
La adopción, tal y como la conocemos actualmente, se construyó sobre la base de lo que William Duncan (1993) denominó el principio del clean break («ruptura limpia» en castellano), por el que se suponía que el corte radical con lo ocurrido antes de la adopción era una garantía del éxito de esta. En España –como en la mayor parte de los países receptores de adopción internacional–, la incorporación a una nueva familia supone la escisión total de los vínculos con la anterior y la adquisición automática de la nacionalidad española. Si se considera que la identidad social viene en buena medida condicionada por la familia en la que se nace y crece, así como por su entorno social y cultural, se puede concluir con Barbara Yngvesson (2009, pág. 118) que la adopción produce «la cancelación de una identidad y su reemplazo por otra»; es decir, la adopción no solo devuelve al niño o la niña la posibilidad que supuestamente había perdido de crecer en un entorno familiar, sino que funciona por lo que Irène Théry (1998) denominó una «lógica de substitución», sustituyendo una identidad (la proporcionada por la familia de nacimiento) por otra (la de la familia adoptiva).
Tras esta forma de entender la adopción se encuentra la convicción de que tanto la familia como la nación son ámbitos de pertenencia exclusiva y excluyente, lo que ha sido crecientemente cuestionado desde distintos ámbitos. De hecho, y como veremos más adelante, actualmente se considera que las personas adoptadas tienen derecho a conocer sus orígenes y que ello es un elemento fundamental en el libre desarrollo de su personalidad.
En España, hasta finales del siglo xx, la adopción fue la última oportunidad para quienes no podían procrear, un hecho vergonzante que se convertía en un tabú rodeado de secretismo y ocultamiento (García Villaluenga y Linacero de la Fuente, 2006). Sin embargo, el desarrollo de la adopción internacional y la mayor visibilidad que esto conllevó, produjo cambios sustanciales tanto en el modo en que la afrontaban quienes adoptaban como en términos sociales. Como señalara Ana Berástegui (2010a), los medios de comunicación tuvieron un papel esencial a la hora de visibilizar la adopción como una forma solidaria de formar o ampliar una familia, que hacía visible la calidad humana de quienes optaban por ella. Así mismo, contribuyeron a extender la imagen de una infancia desvalida y necesitada, que tenía como enemigo una brutal burocracia que impedía o dificultaba su adopción por parte de buenas personas dispuestas a «rescatarlas».
Por otra parte, en paralelo al desarrollo de la adopción internacional, aparecieron las primeras asociaciones de familias autodenominadas «adoptantes», así como numerosos foros de Internet en los que se reunían para compartir información y experiencias y organizar encuentros periódicos. La decisión de adoptar y el proceso de adopción pasó de ser un asunto íntimo a convertirse en una experiencia compartida. Internet, con su posibilidad de contactar con otras personas inmersas en el mismo tipo de proceso, pero manteniendo el anonimato, fue utilizado inicialmente como fuente de información sobre los procesos y su tramitación, y pronto se convirtió en un lugar donde compartir experiencias, dudas y sentimientos, y también obtener consejos y opiniones.2
No obstante, y tal y como señalara Judith Modell (1994) para el contexto estadounidense, las familias adoptivas siguieron marcadas por la oposición entre el parentesco «biológico» y el adoptivo. Sostiene esta autora que las familias adoptivas se construyen sobre el principio de as if, es decir, del «como si». En otras palabras, las familias que tienen hijos e hijas de forma «natural» siguen siendo el referente constante e ineludible en su construcción. Prueba de ello son los paralelismos que establecen las personas que adoptan entre los procesos de adopción y los de procreación, equiparando el embarazo con la larga espera y el nacimiento con la asignación de un niño o una niña concretos y el encuentro con los mismos (Howell y Marre, 2006). En las narraciones de las personas adoptantes, la maternidad y paternidad biológicas son el referente –y modelo– constante e ineludible, manifiesto en el uso de metáforas y comparaciones que ligan ambos procesos. Así, por ejemplo, una madre adoptiva que acababa de recibir la primera foto del que sería su hijo describía su emoción en una lista de distribución de internet escribiendo: «Esto es como ver la primera ecografía»; otra, en un mensaje en el que respondía a una mujer que al fin tenía fecha para viajar a buscar a su hijo, comentaba jocosamente: «¡Se te ha puesto cara de parturienta!» (San Román, 2013a).
El referente de la parentalidad biológica marcó también las políticas y los discursos de los técnicos y técnicas que se ocupaban de la formación y evaluación de las personas que iniciaban un proceso de adopción (Charro y Jociles, 2007; Jociles y Charro, 2008), para quienes el «deseo de ser padres» era la motivación adecuada y correcta para iniciar un proceso de adopción, frente a otras consideradas incorrectas o insuficientes. Así mismo, se insistía en que, en caso de haber ya otros hijos o hijas en la familia adoptante, el o la que llegara a través de la adopción debía ser de menor edad, tal y como sucedería en una familia conformada de forma «natural» o «tradicional» (lo que, podría pensarse, contrasta con lo que ocurre en las cada vez más frecuentes familias reconstituidas o ensambladas, en las que los miembros de la pareja aportan a veces hijos e hijas de diferentes edades).