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Yolanda Martínez

Una española en el último bastión del califato

(España)

A veces le cuesta reconocer a su niña entre las telas negras del niqab, el velo íntegro. No es vergüenza, deshonra o decepción, sino la sensación de vivir una realidad que le es ajena. La foto del periódico saca en portada a Yoli, como la llaman en casa, detenida en el campamento de miembros del EI en Siria. Puede distinguir en una primera ojeada sus enormes gafas, que asoman por la ranura del velo. Es duro ver a su hija retratada como una terrorista yihadista, como una fugitiva convicta, como alguien que merece el destierro. Inmediatamente le viene a la cabeza la imagen de Yolanda con solo tres años, con el pelo rubio cortito y aquel vestido amarillo que le encantaba y que se volvía a poner en cuanto estaba recién lavado.

—Es que no había forma de quitárselo —recuerda el padre con una amarga sonrisa.

La fotografía enmarcada preside uno de los rincones más evitados de la casa, el mueble de los recuerdos de otra vida, en los que su hija era «una niña normal, muy buena, muy bonita». La estampa de Luis Martínez es la de un padre herido por los cuatro costados, que no solo arrastra las secuelas de un problema de salud que sufrió hace años, sino el eterno sentimiento de culpa que acecha a los padres de quienes se han unido al EI. Es un dolor que muta, que cambia de intensidad, que toma formas despiadadas que desgarran el espíritu: enfado y compasión; rechazo y responsabilidad; rabia y dolor.

—Siempre le cabe a uno el remordimiento de qué ha podido hacer mal. Yo les he dado una vida de seda natural y a lo mejor debería haberles dado una de ladrillo. A lo mejor les he dado demasiado a mis hijos. Les he dado lo que he podido y como he podido... todo... les he dado todo —se repite Luis a sí mismo.

Compungido, ahogado en sus lágrimas, intenta lidiar con el deber de un padre que no ha podido evitar una decisión irreversible.

—Quizás era un poco severo con ellos... —se cuestiona—, pero la relación era buena. Yo sabía que ella era distinta. Yoli armaba enseguida unos pitotes... era muy temperamental. Había que tener mucho cuidado porque enseguida se sentía dolida.

En las páginas interiores del periódico, Luis se topa con un primer plano de su hija. Una fotografía a color, aunque podría ser en blanco y negro porque solo la claridad de su tez y la oscuridad del velo ocupan el encuadre. Yolanda mira con temor al objetivo, como si estuviera observando a su padre y fuera él quien le apunta con la cámara. Posa con un gesto de pudor y vergüenza, de miedo y tristeza, tratando de esconder la realidad. Padre e hija vivieron una relación de idas y venidas, de incomprensión, enfados y decepción, discrepancias que a Luis le cuesta reconocer:

—Ella era muy responsable, una mujer muy responsable. Que luego ha tenido lo que ha tenido. No sé, ¿cuál es la culpa de uno o de otro? Porque yo no soy quién para juzgar a nadie, ni he sido juez. Es que tampoco puedes entender a una persona que te está contando 37 y luego es 32.

A pesar de la novedosa portada del periódico, para Luis esta historia no es ninguna noticia. Hace días que sabe que Yolanda ha salido con vida del califato. Los parientes de otras yihadistas, así como el Ministerio de Asuntos Exteriores español, han contactado con él para confirmarle que su hija está entre la cuota de prisioneros en los campamentos de Siria. Para él ha supuesto el fin de una vida clandestina que él también ha debido llevar en secreto. Un secreto que empezó el día en el que Yoli salió por la puerta de este piso madrileño del barrio de Salamanca, para después fugarse a Turquía e infiltrarse en los dominios del EI. Una tragedia, la afiliación de su hija al grupo terrorista, que ha terminado en la batalla final del califato en Baguz. En esas lindes ha resistido cinco años Yolanda, en compañía de su esposo y sus cuatro niños pequeños, tres de ellos nacidos bajo el yugo de la organización.

Unos días antes. Baguz (Siria), febrero de 2019

El siguiente epílogo nunca formó parte de la profecía. La gran batalla de todos los tiempos daría lugar a un Estado islámico que salvaría al mundo del caos total. El final del mundo, según el legado escrito en la literatura yihadista, tendría lugar en Siria. Un apocalipsis de cruentas contiendas y trágicos duelos que concluiría con el reino del islam. «Id a Al Sham porque es la tierra elegida por Alá donde se reunirán sus mejores servidores.» El profeta Mohamed señaló la tierra de Damasco como el escenario de la última yihad y el lugar donde se celebraría el día del juicio final. No hubo, en cambio, predicción profética que anunciara el asedio del mundo contra los últimos yihadistas o que presagiara, a tan solo cinco años de su fundación, la derrota del incipiente califato.

Las ráfagas de viento arrastran la arena del desierto de Deir Ezzor en una metáfora visual de la desaparición del EI. El último reducto yihadista se ubica en el remoto este de Siria, a pocos metros de la frontera sirio-iraquí, en un pueblo asentado a la orilla del río Éufrates. Ahí permanecen sitiados desde enero, en un escaso kilómetro cuadrado, los combatientes acompañados de sus familias, una amalgama de reclutas extranjeros venidos de Europa, América, África o Asia Central. Las montañas ocres de marga, las palmeras de dátiles o las cabañas de ladrillo hueco dan a la ofensiva de Baguz una atmósfera atemporal, un aire de batalla del Camello representada por los historiadores persas, de luchadores de turbante arropados en negras túnicas que se mueven con la furia del viento. Pero el chasis achicharrado de los coches bomba y la maraña del tendido eléctrico recuerdan la actualidad de esta guerra asimétrica.

Frente a los yihadistas, que luchan in extremis desde la verdosa ribera del río, combaten las tropas enemigas: las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), una facción kurda comandada por el ejército estadounidense, ataca por tierra la primera línea del frente; los soldados del régimen sirio empujan desde la otra orilla fluvial; y los cazas de los ejércitos de la Coalición Internacional contra el Estado Islámico de Irak y Siria (más conocida como CI, o bien por sus siglas en inglés, CJTF-OIR) bombardean desde el aire. Los yihadistas se arrastran por el suelo entre los montículos de tierra y disparan con rifles Kaláshnikov. Los siervos del islam integrista se afanan en rezos, ofrendas y bendiciones porque saben que el momento de la muerte está a punto de llegar. Pero no están asustados porque confían en entrar en el jannah, el paraíso, ya que lo han dado todo por emigrar a la tierra de Alá. Es la generación yihadista más entregada de la historia, resisten sin vacilación, su fe tiene una dimensión superior.

—¡A cubierto, todos a cubierto! —grita uno de ellos antes de que una humareda negra cubra la línea defensiva del frente por la explosión de un misil.

Los muyahidines corren rápido hacia los agujeros que han cavado en la tierra a modo de madriguera, a los que llaman handak, donde cada familia se protege de los disparos y las agresiones aéreas. En uno de esos rudimentarios búnkeres se esconde junto a sus cuatro hijos Yolanda Martínez Cobos, una madrileña conversa de 34 años que se mudó a Siria en los prolíficos tiempos del año 2014. La mujer observa la serie de bombardeos desde la oscuridad de su escondite, puede ver saltar por los aires pedazos de tierra seca y trozos de metralla. Aunque se ha acostumbrado a las peores calamidades, estas no le han enseñado a controlar la respiración. El aliento vuelve a empañarle las gafas que sobresalen por la ranura del niqab. En un momento en el que no escucha disparos ni el rugir propio de los cazas militares, Yolanda sale a la superficie con el propósito de buscar algún alimento para los niños. Se ha acostumbrado a moverse con rapidez, a correr sin que su vestido se lo impida, a agarrar a dos críos con un solo brazo o a levantarse sin esfuerzo cuando tropieza. En los últimos ocho meses ha sido una fugitiva que huye, como ella cree, de los enemigos del islam. Entre sus brazos solloza de hambre el más pequeño de sus hijos, el recién nacido Omar, a quien dio a luz en el pueblo de Al Shafa hace tan solo dos meses, en la intimidad de una tienda de campaña y gracias al auxilio de una yihadista de Filipinas. Podría decirse que las integrantes del califato han dedicado su yihad a la expansión demográfica. Casi todas han alumbrado a un hijo nuevo cada año, por lo que todas tienen entre tres y cuatro niños a su cargo.

En compañía de otras «hermanas», como se llaman entre ellas, Yolanda se apura en recoger el pasto seco de los campos colindantes para aplastarlo y preparar una masa insípida que, mezclada con agua, tomará forma de torta de pan. Es lo que comen desde hace semanas las desnutridas mujeres de Baguz y con lo que alimentan a sus vástagos. La española no sabe ni cuántos kilos ha perdido desde que huyó de Mayadín, la antepenúltima capital del EI, con su marido y sus entonces tres hijos pequeños. La escasez es tal que no encuentra instrumentos para prender fuego y revuelve entre los restos de plástico y basura amontonada en busca de material combustible con el que calentar los utensilios de cocina. Con la rapidez propia del instinto, agarra una rueda neumática y regresa a trompicones hasta la zona de la acampada. La quema con un mechero hasta que el caucho empieza a arder y se forma una fogata densa, suficiente para cocinar. Las mujeres desfallecidas, que amamantan a los recién nacidos por debajo de las telas negras, intentan mantener la dignidad entre la más absoluta falta de higiene. La polvareda las azota cada vez que escuchan el estruendo de una explosión, y tosen casi al unísono mientras se frotan los ojos con la manga de la abaya, el vestido largo islámico. «¡Allahu akbar, Alá es grande!», puede oírse en forma de lamento. Una de ellas se desploma en el suelo por la debilidad extrema, hasta que otra la ayuda a sentarse sobre un bidón de gasolina oxidado. Las telas negras marcan unas formas huesudas, brazos raquíticos, caderas estrechas, que retratan fielmente el aspecto moribundo de las mujeres de Baguz. El hambre se clava como una punzada en el estómago a cualquier hora del día y las ansias de comer no se olvidan ni siquiera con la imagen de la podredumbre que las rodea. En cualquier rincón, entre los matorrales, las chabolas, los vehículos o las tiendas de campaña, yacen restos de entrañas que, mezclados con la pólvora, impregnan el lugar de un olor ácido, intenso e indescriptible. En la pequeña hoguera las yihadistas de origen español, francés, alemán, ruso y marroquí calientan una placa sobre la que hornear las porciones de masa. Entre ellas critican el abuso de los «hermanos» iraquíes, quienes se han hecho con el control de los últimos víveres de Baguz. Ellos ocupan los mandos importantes del EI y se apropian de los pocos paquetes de arroz, latas de conserva y harina que quedan en la pequeña ciudad. Las viudas y los huérfanos, los parientes de un shahid —un mártir que ha muerto en combate— se quejan del poco respeto que los iraqiin, los iraquíes, tienen al islam, en el que las víctimas deben ser las primeras en recibir el alimento. Por ello sienten rabia y los llaman dunub —algo ajeno que no es propio a lo querido por Alá—, y piensan que en realidad es culpa de ellos que el califato, el khilafa, haya fracasado. Otra de las «hermanas» trae unos puñados de avena, que le ha entregado la esposa de un iraquí, y la cuecen en las cacerolas abolladas para ingerirla con un ansia extrema, mientras se les escurre entre las manos, como si se tratara de un verdadero manjar.

—Mamá... no quedan bolsas de basura.

—Con cuidado, sal fuera y pide a las «hermanas» que te den unas cuantas.

Con solo nueve años de edad, el hijo mayor de Yolanda, Bilal, hace las funciones de padre en las tareas y el cuidado de sus hermanos. El chico ayuda como puede a cambiar los improvisados pañales hechos con bolsas de basura en las que abren dos agujeros para las piernas de los bebés. Las penurias llevan a Yolanda a arrancar unos gramos de césped que avista en un terreno cercano y que los niños devoran hambrientos para calmar el apetito. El cerco bélico les impide, desde hace meses, encontrar bocado, a excepción de unas unidades mínimas que entran con cuentagotas. Ni siquiera hay agua purificada o medicinas para tratar las infecciones de los niños. Los bandos enemigos también han suspendido la cobertura 3G y los yihadistas no contactan desde hace semanas con sus familias. Es una táctica arcaica de la guerra, utilizada desde los conflictos de antaño, para debilitar y forzar la definitiva rendición.

La imagen de los cuatro chavales devorando con ansia esos hierbajos destroza la moral de la madre. El agua que beben está sucia —la recogen del pantano o bien de los charcos de lluvia—, y por eso la diarrea ha afectado la salud de todos los chiquillos. Pero el agua sigue siendo el bien más necesario, el elemento esencial para mantenerse con vida. Así que su recogida es una actividad, aunque arriesgada, vital y necesaria. Es el momento más peligroso del día porque la salida al río los expone a las posiciones del ejército sirio, que se encuentra a solo doscientos metros de distancia. Las mujeres deben arrastrarse hasta la orilla, camufladas entre los matorrales, pues saben que el enemigo las observa desde la ribera opuesta. Cuando llegan al margen fluvial, observan que está cubierto de montañas de cadáveres, en un revoltijo de barro, mantas y restos humanos de quienes fueron tiroteados días atrás.

—¡Ah! ¡Media vuelta, nos están disparando! ¡No! ¡Le han dado!

Yolanda cae de bruces sobre el cuerpo de otra mujer que ha sido alcanzada por las balas. Del susto, tropieza con las garrafas de agua hasta que consigue levantarse y correr hacia la zona protegida.

—Ahora vamos nosotros, ¡venga! —El marido de Yolanda, el marroquí nacionalizado en España Omar al Harchi, sale con otros «hermanos» en busca de agua. El asedio es cada vez más virulento y ni siquiera queda líquido para calmar la sed de los más pequeños. A pocos minutos de caminata, gracias al fresco litoral del Éufrates, encuentran un arroyo de agua cristalina. Omar se sumerge aprisa con un par de botellas, pero el bufido de un proyectil le hace soltar instintivamente los recipientes de plástico.

—¡A tierra! —grita uno de sus compañeros.

Tras el estruendo del impacto, el yihadista español se incorpora aturdido y desorientado. No entiende lo que acaba de pasar hasta que distingue los cuerpos descuartizados de quienes lo acompañaban. Él es el único que ha sobrevivido.

La acampada es un lugar insólito de características indescriptibles. Un asentamiento de otra centuria que evoca el refugio de un pueblo a la fuga. Las tiendas de campaña son fragmentos de tela sobre astillas de madera; las camionetas están cargadas de mantas, colchones y bártulos. Veinticinco montículos sobresalen en la parcela reservada a la sepultura de los cadáveres, algunos de adultos, otros de niños pequeños. En el campamento de Baguz, ubicado a solo quinientos metros del frente, confluyen costumbres tribales propias del desierto con los modos de vida europeos de los muhayirun. Un hombre toma el té sentado sobre una alfombra a la entrada de un chamizo. Mientras, unos militantes foráneos teledirigen un dron que graba desde las alturas para después emitir las imágenes en una publicación de propaganda. Es una posada de carácter internacional por la que deambulan los yihadistas más extremistas del califato. En la entrada se forma una inusual aglomeración porque en ocasiones reciben la visita de un traficante que, con el permiso de los kurdos, vende el kilo de azúcar o la lata de sardinas por un billete de cien dólares.

Ante las pocas probabilidades de salir de ahí con vida, Omar abre vías de comunicación con el enemigo en un intento desesperado de pactar una rendición. Primero, habla por teléfono con unos milicianos kurdos que lo ponen en contacto con los oficiales estadounidenses. Omar quiere que los dejen pasar a Turquía, pero los kurdos piden a cambio información sensible sobre las posiciones de los francotiradores de Dáesh. La entrega de información supondría una alta traición a la banda terrorista, con unas consecuencias letales tanto para él como para el resto de su familia, así que cierra definitivamente la interlocución. El cabeza de familia trata de contactar con un traficante para planificar un salvoconducto de salida. Entre la multitud de Baguz corre el rumor de que los paisanos que venden provisiones de comida también conducen a las familias hasta la frontera turcosiria. Es la última tentativa antes de que las tropas kurdas hagan su entrada definitiva en el cerco de Baguz. Para ello, Omar entrega cuanto tiene, 4.400 euros en efectivo, a un mercante local que promete transportar al grupo hasta una zona segura durante la noche. Pero la operación vuelve a frustrarse, pues el traficante desaparece del pueblo con el dinero. Ante la inminente entrada de las FDS, que descienden en vehículos la ladera de la montaña, la única salida es asumir la derrota. «O acabamos con los kurdos o estamos muertos», escriben por teléfono a sus familiares en España.

En la penumbra de una gélida noche de febrero, entre el pesar y la esperanza, Omar al Harchi se despide de Yolanda. Se agarra con fuerza a ella, como si no la quisiera perder, como si quisiera sentirla por última vez, para guardar su forma en el recuerdo.

—Esta es la única forma de salvarnos, Yoli —le dice tras hacerle entrega del permiso, que corresponde al mahram, o varón guardián, para que camine la senda de la rendición. El momento de la despedida es una punzada en el corazón de una mujer que siente una devoción desmesurada por su marido. Ella teme no volver a ver a ese hombre por el que lo ha dado todo, por el que se convirtió a una nueva religión, por el que abandonó a su familia y por el que se adentró en los confines de un grupo terrorista. Junto a Yolanda camina su amiga Luna Fernández Grande, otra yihadista española cuyo marido, Mohamed el Amin, ha sido abatido en los últimos envites de la ofensiva. Las dos conversas madrileñas se conocieron unos años antes de marcharse a Siria, cuando sus parejas eran amigos que coincidían en la mezquita, para consagrar después la llamada «célula de la M-30», un círculo de marroquíes y españoles que se entregó al yihadismo y ocupó las primeras páginas de la prensa nacional.

Yolanda no tarda en alcanzar una posición de las FDS acompañada de sus cuatro hijos: Bilal, Aisha, Jadiya y Omar. Con ellos van Luna y los suyos —Abdurrahman, Asia, Maryam e Ibrahim—, más el hijo de la segunda esposa de su marido, y otros tres niños del español fallecido en combate Mohamed Draoui. La hilera de los vencidos lleva a los catorce españoles a la custodia de los milicianos y milicianas kurdos que gestionan la llegada de las esposas e hijos de Dáesh. En la parte trasera de un camión, en el que se apelotonan más de cien mujeres y niños, los prisioneros serán conducidos hasta los campamentos de detención en el nordeste de Siria, como Al Hol, Al Roj o Ain Issa. Y solo unos días más tarde, Omar se entregará también con otros dos combatientes de Tetuán. Y esta será la última pista que todos los familiares tendrán del paradero de Omar al Harchi, el marido de Yolanda y conocido en la organización como Abu Bilal al Andalusi.

La primera prueba gráfica de que las españolas han salido del califato con vida es del 24 de febrero de 2019. Un vídeo de la agencia de noticias árabe A24NewsAgency1 muestra a Luna Fernández en un punto de criba (screening point) a los pies de un camión aparcado en medio del desierto sirio, en un instante en que el convoy hace un alto en el camino.

—¿Todos son hijos tuyos? —le pregunta Mustafa Bali, el oficial de prensa de las FDS, señalando a los ocho niños pequeños. Luna asiente con la mirada fija en el suelo y los brazos cruzados. Es una escena rutinaria en las semanas de la batalla de Baguz. Pero en esta ocasión la secuencia llega hasta la pantalla del ordenador de la suegra de Luna, que, desde Madrid y tras una exhaustiva búsqueda por internet, reconoce los rostros de sus cuatro nietos. El hallazgo activa la voz de alarma entre los familiares y un agente del CNI al comunicar que las mujeres han logrado salir a salvo. Los padres de unos y otros, que han llevado en secreto la afiliación de sus hijos al EI, contactan por primera vez entre ellos y solicitan, vía correo electrónico, la repatriación de sus hijas al Ministerio de Asuntos Exteriores español.

Los puntos de criba en los que han aparecido Luna y Yolanda son el primer cara a cara entre vencedores y vencidos, entre kurdos y yihadistas, donde tiene lugar el cuestionario sobre el nombre y la nacionalidad. Es aquí donde se identifican los primeros combatientes terroristas extranjeros —como se los denomina en el ámbito de la seguridad—, ya que hasta ahora la indumentaria típica y los estragos de la batalla no permitían distinguir ni rasgos ni ciudadanía. Este tipo de prisionero tiene un valor añadido, ya que representa la peor amenaza para Occidente y una valiosa moneda de cambio para los actores locales.

En un frondoso mar de telas negras, que ondean por el viento de una tormenta de arena y bajo las que asoman unos pies descalzos y unos tobillos raquíticos, los milicianos kurdos se adentran para tomar las primeras anotaciones.

—A ver, tú, ¿cuál es tu nacionalidad? —Bali se adentra en la multitud de mujeres, que se apartan a su paso para que no las roce un varón.

—Francesa, francesa, soy francesa —responde una mujer con las gafas cuarteadas y agazapada por el temor a que, como contaban los rumores en Raqqa, los kurdos violen a las apresadas.

—¿Y tú? —repite el miliciano sin levantar la vista del cuaderno.

—Marruecos, de Marruecos.

Los esqueléticos guerrilleros masculinos, envueltos en arrugados trapos, son dirigidos a los centros penitenciarios, antiguas escuelas u hospitales que ahora hacen la función de cárceles para los miembros de Dáesh en Hasaka, Kobane, Derik o Qamishli. Yolanda es evacuada en uno de los últimos convoyes que abandona Baguz, una hilera de cinco camiones y un autobús blanco que traquetea por la pedregosa carretera del desierto. Para sorpresa de los soldados estadounidenses y de toda la comunidad internacional, más de treinta mil personas han salido del último bastión del EI.2 Ni siquiera las estimaciones del mando de la CI, que la prensa tachaba de exageradas, lograron prever una cifra semejante. Las imágenes aéreas de los cazas y drones sugerían un número menor, pero los yihadistas se han escondido bajo tierra en túneles y búnkeres de las compañías petrolíferas que explotaban los yacimientos antes de la guerra.

La última columna de vehículos hace la parada definitiva en el macroasentamiento de Al Hol, una cárcel abierta con tiendas de campaña, que en aquellos días multiplica su población de los diez mil a los setenta y tres mil desplazados.3 El alojamiento se sitúa en la provincia de Hasaka, en un terreno árido de climatología adversa, atizado por ráfagas de lluvia en invierno y un sofocante calor en verano. El mar de carpas donadas por el Alto Comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR, o UNHCR por sus siglas en inglés) se extiende hasta la línea del horizonte. Más de 12.600 tiendas de campaña refugian a las unidades familiares4 y más de quince mil personas comparten los espacios comunes.5 El campamento, que antes solo alojaba a los desplazados de la contienda bélica, no se ha adaptado a la repentina llegada de los remanentes del EI. La superficie total de Al Hol está dividida en siete secciones, casi todas habitadas por sirios e iraquíes que residían en el área controlada por el grupo terrorista o que formaban parte de la organización, pero también por aquellos que llegaron en otra ola previa de civiles desalojados. La sección de los extranjeros, el anexo número 7, cuenta con mayores medidas de seguridad. Los otros residentes no pueden entrar en esta área donde se encuentran instalados once mil doscientos mujeres y niños.6 Un montículo de tierra rodea el perímetro para evitar que periodistas y curiosos puedan observar a las esposas e hijos de los terroristas de categoría internacional.

Yolanda observa el desembarco en Al Hol con estupefacción. El tumulto de telas negras es una aglomeración que se mueve dislocada, sobre la que sobrevuelan unos bebés que pasan de mano en mano o entre la que se puede distinguir a unos chiquillos que saltan de la cabina de carga al suelo. Entre los mantos oscuros, aderezados con la polvareda de arena, salen manos, desnudas o con guantes, que se secan el sudor de la frente, hurgan en el interior del vestido o bien enjuagan las lágrimas de las mejillas. Las seis horas de trayecto en la estructura metálica del vehículo han ocasionado desmayos, mareos e incluso alguna muerte entre quienes arrastraban un estado de debilidad extrema.

—Bilal, coge a tus hermanas, ¿de acuerdo?

La madre ordena al primogénito que agarre fuerte a Aisha y Jadiya, que no las pierda de vista, para que ella pueda proteger al recién nacido enrollado entre las telas bajo el vestido. Teme que el bebé pueda sufrir los envites del desplazamiento, ya que la masa de mujeres se mueve sin orden ni compás. Desde atrás una anciana le pisa la falda, otras chicas tiran de ella hacia abajo. Echa la vista atrás para buscar a Luna, a la que encuentra a apenas tres metros de distancia. Cuando la mira, se topa con unos ojos delirantes que brillan a través de la ranura del velo. Unos sollozos arrancados por la muerte de su marido, a quien ha perdido solo unos días atrás, pero que también reflejan los primeros meses de un nuevo embarazo, el hambre de las últimas semanas y el agotamiento de cargar con ocho niños pequeños. La ley de Alá la ha hecho responsable de otros cuatro huérfanos españoles. Uno de ellos es el hijo de la segunda esposa de su marido y por ello ahora todos pertenecen a la misma unidad familiar. Entre la turba de mujeres que se agolpa en la entrada de Al Hol, Yolanda puede distinguir a la tercera española, Lubna Mohamed Miludi, que también ha sobrevivido a la calamidad de Baguz. La ceutí, de 24 años, se ha movido con yihadistas francófonos debido a la nacionalidad de su marido, el yihadista francés Al Khandoussi, que también ha caído en el último frente del EI. Lubna se desplaza con otras mujeres que conoció en el califato y con su único hijo. El torrente de mantos negros va a parar a una enorme carpa con bancos azules, una especie de oficina de registro, en la que tendrán que esperar varios días hasta recibir una tienda de campaña individual. Los administradores del recinto deben organizar los nuevos ingresos, levantar unidades de lona adicionales y distribuir los paquetes de ayuda humanitaria. La entrada de Al Hol es un embudo de enfermedades, hambre y suciedad. Un colapso de miles de niños y mujeres que arrastran las peores infecciones, una higiene inexistente y un preocupante estado mental. Las primeras muertes, contagios o peleas son inevitables. Día a día, se conforma lo que será el principal ejemplo de una distopía en pleno siglo XXI, un barrizal en el que se criará toda una generación multinacional, al amparo de las costumbres yihadistas, pero bajo el sometimiento de la captura bélica, en la que convivirán durante años las prisioneras yihadistas de Dáesh.

EL PARADIGMA DE UNA DISTOPÍA:

LOS CAMPAMENTOS DE PRISIONEROS YIHADISTAS

Las puertas de Al Hol son el paso hacia un universo desconocido, lo más parecido que alguien ha podido descubrir de las dinámicas del caído califato. Por el que fluyen todavía las mismas costumbres que regían la vida de Raqqa, Mayadín o Baguz, las capitales que han habitado los terroristas más temidos de nuestra era. Esta extraña ideología hechicera que destierra a los hombres y mujeres del nuevo siglo, que los encierra en una política arcaica incomprensible, que denigra el papel de la mujer y lo relega a su función más simple. Es el Estado Islámico de Dáesh en una versión más decadente, el primer contacto que un periodista tiene con lo que fueron las calles y sociedad del EI. El primer avistamiento de los yihadistas en su rutina diaria, yendo al mercado, a la zona de baños o levantando una caseta.

Hacia la primera carpa de ACNUR en la entrada se acerca una inmensa marea de niños que no levantan un palmo del suelo. Arrastran carros y cajas, empujan cajones con ruedas y tiran con fuerza de una cuerda con varios contenedores de carga. Sus rostros imberbes están abrasados por el sol, y sus ropas, roídas por la tierra. La ausencia de hombres, que han perecido en la contienda, ha cedido forzosamente el relevo a los infantes de Al Hol, que son ahora la mano de obra en la rutina diaria. Uno de ellos, de tez oscura pero brillantes ojos azules, se seca el sudor con la manga de una camiseta mientras espera el reparto de las provisiones del día.

—¡Perdone, perdone, señora! —El pequeño me confunde con una trabajadora de la organización—. Perdone, ¿podría decirme qué es esto y para qué lo utilizamos?

Probablemente es la primera vez que el chico sostiene un ventilador, un pequeño aparato de plástico blanco que distribuye ACNUR para aliviar la época más calurosa del año. Las diminutas manos llenas de rasguños y moraduras aprietan aleatoriamente los botones de funcionamiento y me mira para buscar mi gesto de aprobación. Sonríe tímidamente, confundido, incapaz de entender por qué no se mueven las aspas. Aun así, sale corriendo encantado, contento de haber encontrado un nuevo juguete. La explanada de Al Hol se esparce por la árida región de Wadi Herbat al Maliha, una comarca que ha sufrido la desertización por la falta de lluvias y que ahora registra las temperaturas más altas del país. Este refugio acogió a los desplazados de la guerra del Golfo en 19917 y, con el paso del tiempo, el lugar ha sido el reflejo de los distintos frentes bélicos, esta vez, de los supervivientes del califato.

El microcosmos de Al Hol se conforma como un tipo de sociedad singular huérfana de adultos varones y donde la mitad de la población no supera los doce años. Pero los adolescentes también tienen responsabilidad penal en la región kurdosiria y son investigados en otros espacios carcelarios porque los instructores de Dáesh aleccionaban militarmente a los mayores de nueve años. Estos menores que fueron en un tiempo el experimento piloto de la genealogía del EI son hoy el yugo de carga de los restos del califato. En grupitos, tiran de las provisiones de comida varios kilómetros hasta la tienda de campaña. Algunos hacen un alto en el camino y se resguardan bajo la sombra que dibuja un macrobidón de agua; otros caen rendidos al suelo hasta que sus amigos acuden a socorrerlos. Por las callejuelas puede verse a «los niños de los recados», que desempeñan labores de limpieza, cargan bolsas de la compra o esperan ante un puesto en el shok, el mercado, para conseguir algo de calderilla con la que mitigar el tormento de Al Hol.

—Es una tienda de campaña, está en llamas —dice uno de los trabajadores humanitarios—, probablemente se haya originado mientras cocinaban, con el aceite hirviendo o el hornillo de gas. Con el dedo índice señala al otro extremo del área, donde se divisa una columna de humo blanco. Las presas deben preparar su propia comida y las cocinas ambulantes desatan repetidos incendios.

Las primeras semanas en Al Hol son una prueba mortal para los más pequeños, que llegan desnutridos por las incontables miserias que han sufrido en el cerco bélico. Los hospitales de las ciudades de Hasaka y Qamishli, inhabilitados para algunas afecciones, reciben a diario a bebés enfermos de neumonía o infectados a causa de las quemaduras. El equipo médico no es capaz de absorber la demanda y empiezan a morir los primeros recién nacidos, que llegarán a 517 en los meses posteriores.8 Los paquetes de alimentos con bolsas de arroz, habas, garbanzos o zaatar —una mezcla de tomillo y semillas de sésamo, típica de la cocina árabe, que se toma con aceite— son distribuidos por el Programa Mundial de Alimentos (WFP, por sus siglas en inglés), pero no contienen raciones de fruta, verdura, carne o pescado. Estos nutrientes sí se pueden encontrar, sin embargo, en los puestos del shok, aunque a unos precios muy elevados que solo una ínfima proporción de los presos puede costear. El personal paramédico que ofrece atención sanitaria en Al Hol no es capaz de atender el desmedido número de pacientes. La Cruz Roja es la única organización humanitaria con presencia declarada y sus trabajadores visitan las instalaciones cada semana. Otras instituciones como Save the Children, tan necesarias en un entorno crítico para la población infantil, trabajan de incógnito y sin el logotipo para proteger la seguridad de su personal.

—Lo que nos preocupa es la nutrición de los más pequeños. Comen suficiente cantidad, pero sin variedad. A largo plazo creemos que esto creará un problema de retraso en el crecimiento, toda esa generación será más bajita y sufrirá una serie de problemas mentales —dice Amjad Yamin, portavoz de la organización. Una generación integrada por al menos cuarenta y nueve mil niños entre los que se ha identificado a unos setecientos procedentes de países de la UE.9 El equipo de ACNUR es el encargado de las labores de vacunación, puesto que los nacidos en el califato nunca han recibido el tratamiento preventivo, pero las dosis no son suficientes para la desproporcionada presencia de niños.

Al Hol es un campamento-prisión de las dimensiones de una pequeña metrópoli. Los habitantes-presos no poseen vehículos para desplazarse y el paseo por el mar de tiendas puede ser la única sensación de libertad. De la seguridad se encargan los milicianos kurdos de la Asayish (fuerza policial) y la inteligencia de las YPG (Unidades de Protección Popular, la milicia que hace la función del ejército), que vigilan las dinámicas internas. El shok es una calle interminable de diminutas casetas que exponen productos a la intemperie, en los que venden tomates, pepinos, verdura u otro tipo de bienes acordes a los preceptos halal (prácticas permitidas en la religión musulmana). Este bazar improvisado, que se expande sobre un suelo de barro y cabañas cubiertas de paja, cuenta también con carnicerías respetuosas con los principios musulmanes, oficinas de empeño o de envío de fondos —mediante la hawala, un sistema tradicional de entrega de dinero a través de terceros— y tenderetes de ropa salafista como jalabeyas —túnicas de hilo masculinas— o niqabs. En la vía principal se viven escenas grotescas, surrealistas, inverosímiles... Una señora ataviada con la usual túnica negra apunta con un dedo hacia el cielo, en representación de la unicidad del islam —el término tawhid que ensalzan los yihadistas—, para glorificar al fundador del califato, Abu Bakar al Bagdadi:

—¡Allahu akbar! ¡Alá es grande! ¡Es el Califa quien nos ha preparado este campamento para que podamos hospedarnos y alimentarnos! —grita exaltada.

—¡No! ¿Qué estás diciendo? ¡Han sido los murtaddin, los apóstatas, quienes nos han encerrado aquí, pero Al Bagdadi vendrá a rescatarnos con un caballo que descenderá de los cielos! —la reprende otra muchacha más joven.

No tarda en originarse un altercado de frases arrojadizas con ideas disparatadas propias de una realidad inimaginable. Ideas de locos que incluso ponen en duda la salud mental de algunos de los habitantes del EI.

—¡Oye, tú! ¿Habéis visto a las españolas? —La miliciana responsable de la seguridad en el anexo número 7, el área de las extranjeras, recorre la acampada, aturdida por el calor y la vagancia, gritando a la boquilla de un megáfono.

—Sí, están por el fondo, por ahí —responde en árabe otra yihadista instalada frente a la puerta.

Han pasado tres meses desde que Yolanda, quien se registró en la oficina principal con su nombre civil y nacionalidad, anotara «España» como el destino de una posible repatriación. Unas mujeres que viven frente a su tienda le dicen que las kurdas la están buscando. A ella, a Luna y a Romina Martín, una mujer alemana de padre malagueño que también ha solicitado volver a España en la ficha de ingreso.

—¡Venga! ¡Recoged vuestras cosas, os vais a España! —grita la miliciana kurda cuando las encuentra.

La noticia corre como la pólvora en la sección 7 de Al Hol ante la perplejidad de las otras extranjeras, ya que ningún país europeo ha sacado de aquel lugar a ni siquiera uno de sus prisioneros patrios. Hasta ese momento, solo Francia y Suecia han repatriado a cinco y siete menores huérfanos. Pero la salida de los adultos es todavía una fantasía inalcanzable para las prisioneras. Luna es la primera en salir, alucinada de la celeridad con la que se ha gestionado su vuelta a España, y después lo harán Yolanda y Romina. Lubna Mohamed Miludi, la recluta de Ceuta, no quiere sumarse a la operación de salida y decide, según cuentan ellas, quedarse en Al Hol. La ceutí prefiere adoptar un perfil bajo, todavía no ha dado entrevistas a la prensa y apuesta por esconderse entre el caos que domina el asentamiento. Yolanda y Luna viajaron a Siria antes de que Al Bagdadi instaurara públicamente el califato, mientras que Lubna se unió al grupo unos meses después, en noviembre de ese mismo año. Esta diferencia podría agravar su investigación judicial, pues no se unió a una insurrección islámica, sino a un grupo terrorista que controlaba un territorio. Además lo hizo sin pareja, como una novia yihadista (jihadi bride), por lo que su coartada —casi todas ellas insisten en que fueron engañadas por sus maridos— tiene pocas posibilidades de prosperar. Yolanda, Luna y Romina desembarcan en otro campamento a unas cuatro horas de trayecto. Y enseguida comprenden que han sido víctimas de una trampa para facilitar su traslado. La maniobra no concluye con el vuelo a Madrid, sino con su internamiento en un recinto más reducido y controlado por las tropas estadounidenses: el campamento de Al Roj.

Me encuentro con Yolanda un mes más tarde, cuando la rutina, las horas de sueño y el alimento diario le han devuelto la tranquilidad y los kilos perdidos en la vorágine de la guerra. Nos vemos por primera vez en la caseta de las guardianas de la unidad de inteligencia, en un aparcamiento de gravilla cerrado por unos muros de bloques de hormigón. El sol cegador de un día de junio a las tres de la tarde me impide ver con claridad, pero aun así puedo ver a una mujer robusta, de tez pálida y paso firme que se acerca a saludarme con una decisión abrumadora.

—Eres tú, ¿verdad? Tenía ganas de conocerte.

Me sorprende la suavidad de su voz y el carácter dulce de la yihadista madrileña. También su actitud cercana, me llama por mi nombre, con una confianza muy poco habitual entre las temerosas exfiltradas de Baguz. Yolanda se muestra a cara descubierta, no por voluntad propia, sino por orden de las autoridades de Al Roj, donde se ha prohibido cualquier simbología del grupo terrorista como el uso de niqab y el color negro en la vestimenta. Por ello se presenta ante mí con un velo jimar —una capa que cubre desde la cabeza hasta la cintura pero deja el rostro visible— de color azul muy oscuro y unos pantalones anchos de tela marrón. Las enormes gafas, posiblemente de alta graduación, sobresalen de sus facciones, entre las que destaca una prominente nariz. Me fijo sin querer en los dientes, poco cuidados, entre los cuales resaltan algunas roturas y defectos, y que me llevan directamente al imaginario de la desgraciada huida por el valle del Éufrates. Una crónica de carencias, caídas, golpes, hambre y dolor. Su piel es escrupulosamente blanca, le da el fulgor de una mujer espiritual, de sabia del islam, de reputada fémina yihadista. El tono de la voz es muy bajo, casi inaudible, y pausado acorde al recato propio de la moral salafista. El rostro poco agraciado de la yihadista Martínez recuerda al de una niña tímida e inocente, de carácter dócil y manipulable, de alguien sin excesiva confianza en sí misma. Pero la actitud es distinta, ejerce cierto dominio sobre otra chica que la acompaña. Yolanda no duda en entrar primero en el cuarto que nos han preparado. No duda en sentarse y, cuando habla, se dirige a su interlocutor con seguridad:

—Llevamos aquí más de un mes y medio metidas en una jaima grande sin climatizador. Todos los días nos dicen «mañana, mañana os damos una tienda para vosotras», pero nos mienten para fastidiarnos. La gente aquí está muriendo de cólera. Hay casos... aquí ha muerto un niño y una mujer. Y hemos pedido que limpien las aguas o que por lo menos les echen lejía, pero no hacen caso. Hay cólera en esta época... imagínate... ¡El cólera es de la Edad Media!

Yolanda comienza la crónica de su paso por el EI con un memorial de sus miserias: la malaventura en los últimos dominios yihadistas y el castigo en los campamentos de detención. Desprecio, sanciones, malos cuidados... que la perfilan como una víctima y nunca como la supuesta terrorista que ve la comunidad internacional. Al Hol —dice— era más caótico, pero tenían más libertad. Allí podían vestir con mayor recato y de color negro, que ellas veneran.

—Pues no sé por qué estamos aquí. Primero nos dijeron que nos inscribiéramos para ir a España y preguntamos muchísimas veces si íbamos a venir a este campamento, porque aquí, por ejemplo, está prohibido vestir el niqab o de negro... Y nos dijeron: «No, no, no vas a ir allí ni de broma, tú directa a tu país». Pues nos desnudaron en la calle y nos quitaron todo. Porque yo iba con algo de ropa de color negro, nos desnudaron delante de los policías de ellos. Eso no se hace... Ellos que dicen que son musulmanes y nosotros también, eso no está bien. De eso hace un mes y medio; todos los días nos prometen cosas y siempre es mentira.

No pueden evitar pensar que están a un paso previo de la repatriación a España. En Al Roj, donde conviven mil setecientas personas,10 se dan más facilidades para las gestiones de expedir nueva documentación o para las pruebas de ADN que permiten comprobar el parentesco de los nacidos en Siria. Pero también mueven a las presas por cuestiones de seguridad con mujeres que son muy influyentes, peligrosas o que han intentado escapar.

—Antes vivíamos... yo he estado en todos lados —prosigue Yolanda haciendo un fugaz recorrido por su peregrinaje—. Nunca he pisado Irak. Raqqa lo he visto, pero nunca he vivido ahí. La primera vez, estuve en Al Shaddadi; de allí fui a Mayadín; de ahí pasé de un lado del río al otro; y luego, poco a poco, a Baguz. Cruzamos el río con unas barcas, ni te lo imaginas, es como la Edad Media...

—Es que no piensas en ningún momento que estás en el presente, estás fuera de este mundo —la interrumpe Romina, la alemana española, con quien comparte su tiempo en la nueva encrucijada de Al Roj.

—¿Por qué os unisteis al EI? ¿No había otra forma de poner en práctica vuestra religión?

Romina asiente con la cabeza y asume arrepentimiento, pero Yolanda repite la tesis típica de la mujer yihadista:

—Yo solo seguí a mi marido —dice en un tono contundente y sin mostrar ni un ápice de remordimiento—. Yo he venido porque a mi marido lo quiero un montón, lo sigo queriendo y donde vaya iré. Yo vine a Siria hace seis años, en 2014, con Luna, vinimos en el mismo tiempo. Somos amigas de hace muchos años. Cuando vine, yo estaba embarazada de mi segunda hija y mi marido me dijo que íbamos a Turquía de viaje turístico. Pero yo tenía mi billete para volver a Marruecos y dar a luz allí. Y de ahí fuimos de un sitio a otro; vamos, a lo mochilero, porque no tenemos mucho dinero. A mí me parecía todo normal hasta que me anunció: «Estás en el Dawlat al Islamiya [nombre en árabe del EI]». Yo le pregunté: «¿Tú crees que es una buena idea?». Y él me contestó: «Sí, aquí hay islam». «Si tú crees que esto está bien, yo confío en ti, eres mi marido, yani, ¿por qué voy a creer que me estás engañando?», concluí. Y nosotros siempre hemos llevado una vida muy normal. Él iba a trabajar todos los días; en el juzgado, por ejemplo, el juez necesitaba comida o cosas para la casa y él se las cogía, las metía en el coche y se las llevaba, arreglaba la electricidad, los grifos... era como el manitas. Nunca participó en combate, ni yo tampoco. No es verdad eso que dicen, no hemos recibido entrenamiento militar. Yo he estado estos cinco años y medio con mi familia, con mis cuatro hijos a los que quiero un montón. Y no hemos hecho nada por lo que pueda ir a la cárcel, nada ilegal. Cuando yo vine aquí, no era ilegal, era viajar de un país a otro. Es como el español que quiere emigrar a Arabia Saudí porque quiere seguir estudios islámicos. No hay ningún problema, nosotros elegimos esto, para nosotros, pues ya está. Nuestra única intención cuando vinimos fue que nuestros hijos se criasen en el islam. Nada más. En España, para mí era muy difícil. Yo llevaba el velo largo y hasta los propios musulmanes me repudiaban. Me decían: «Pero si tú no eres árabe». Y qué tiene que ver no ser árabe, soy musulmana. Y el Estado español dice que hay libertad de expresión, religión y cultura. «Halas, se acabó», les decía, «déjame en paz; yo estoy en mi país, tú no estás en tu país, ¿no?».

—Pero el Estado Islámico es un grupo terrorista internacional —apunto.

—Hay gente que se ha dedicado a coger la pistola y otra que no. Como nosotros, que siempre hemos estado atrás de todo. Había gente que luchaba, pero nosotros hemos estado viviendo el día a día porque queríamos vivir en el islam. Yo no he tenido ninguna intención de coger la pistola. Yo vengo de una familia no musulmana; mi madre es católica, no tiene sentido; mi marido siempre se ha sentado con mi madre y con mi padre muy respetuosamente. Cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero yo también quiero mi libertad para hacerlo, y esa libertad no la tengo en España. Entonces por eso vinimos aquí. Yo he tenido una vida normal: mi marido iba a trabajar y volvía para comer en casa, y luego se iba a trabajar y volvía para dormir. Tú no encontrarás diferencias [con otros países], lo único es que aquí puedes llevar el niqab y ser musulmana.

—¿Qué opinas del tipo de ley y gobernanza del EI como las ejecuciones en las plazas públicas?

—Mira, sobre eso no te puedo decir nada. Si Alá ha decretado una cosa, yo no te puedo decir que eso está mal porque sería ir en contra de mi propia religión. Igualmente, el Estado español dice que quien roba va diez años a la cárcel, ¿no? Si robas, atente a las consecuencias. Si tú robas en el EI, tendrás que asumirlas. Para evitarlo, no robes. Por ejemplo, si lo has hecho a propósito y con violencia, te cortan una mano, aquella con la que has robado. Pero si lo has hecho por necesidad, no te la cortan. Solo lo hacen en un caso extremo. A mí no se me ocurre ponerme a robar porque, oye, me gusta mi manita. Es una forma de decir «ten precaución», no lo hagas para no tener que asumir las consecuencias. En España la gente se pone a robar o a matar a otros. Al final, aquí llevábamos una vida normal. Pues eso es lo que nosotros hacíamos. El 99 % no ha hecho nada. Porque había bombardeos, incluso con fósforo blanco, mañana, tarde y noche.

—¿Os bombardearon con fósforo blanco?

Wallah al adin, la palabra de un musulmán no es mentira. La gente se estaba ahogando. Han utilizado lo que se supone que son bombas prohibidas; nos bombardeaban tanto por un lado como por el otro.

—Tu tiempo se está terminando. Tienes cinco minutos más. —Solo han pasado veinte minutos desde que empezamos a hablar y la oficial de inteligencia interrumpe nuestra charla. He esperado casi tres semanas para obtener un permiso de acceso a Al Roj, pero es casi imposible mantener un diálogo fluido con las prisioneras. Los kurdos no quieren que los periodistas nos vayamos de Siria con una carpeta llena de información. Hay palabras que Yolanda, incluso, menciona en clave: «estos de aquí», para referirse a sus carceleros kurdos; «los que combaten con estos», para las tropas estadounidenses. Antes incluso de haber consumido el tiempo pactado para nuestro encuentro, la guardiana vocifera unas órdenes monosilábicas para que dejemos de hablar.

—Mira a ver si puedes hacer algo por nosotras —concluye Yolanda, que se dirige de nuevo al interior del campamento—, aunque sea por los niños... Que no se olviden de nosotras.

La guardiana que observa atentamente nuestra conversación, y que se impone entre nosotras con los brazos en cruz, es una recluta de aspecto joven, pero con una marcada actitud de autoridad. Está uniformada con el conjunto verde de las Unidades Femeninas de Protección (YPJ, por sus siglas en kurdo), tiene las manos encallecidas y el ceño abrasado por el sol. Probablemente recibió instrucción militar e ideológica en las montañas iraquíes de Qandil, donde el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK, por sus siglas en kurdo) tiene sus campos de entrenamiento y donde la guerrilla kurda se ha ocultado durante décadas. Estas chicas se entregaron en su pubertad a la causa del partido y han regresado a Siria tras la fundación de la región autónoma en 2013. Sus ideales están organizados por las enseñanzas marxistas leninistas, pero denotan la incultura de no haber recibido ningún otro tipo de educación. La mirada dulce y amable de la veinteañera se desvanece cuando da órdenes a las presas. La extraña interacción de las guerrilleras kurdas con las yihadistas de Dáesh se teje en una sincronía de complicidad y castigo. Les ofrecen chocolatinas cuando las entrevistadas lloran al recitar su espeluznante relato, o les hacen una carantoña cuando el bebé juega en el suelo; pero atizan un grito seco a la hora de la llamada o muestran indiferencia cuando los bebés presentan síntomas de enfermedad. Las dos ideologías son antagónicas —el yihadismo salafista de Dáesh y el socialismo libertario del PKK—: una persigue la aplicación de la sharía en un Estado islámico y la otra, la liberación del pueblo kurdo en un Estado confederado.

—Los primeros ingresos en estos campos se produjeron tras la batalla de Tabqa en el verano de 2017, cuando los muhayirun recurrían a traficantes para escapar del califato hacia Turquía o a otras zonas de Siria (como el área opositora de Idlib) —explica la guardiana kurda mientras me acompaña a la puerta de salida—. Y los traficantes, en lugar de completar el encargo, nos los entregaban a nosotros, o bien nos informaban de dónde los habían dejado. En la ofensiva de Raqqa lanzamos desde el aire miles de panfletos en los que se podía leer que si se entregaban a las FDS los repatriaríamos de vuelta a sus países. Así que, poco a poco, los yihadistas se fueron entregando... También emprendíamos operaciones de captura en los territorios limítrofes de Turquía o en Idlib. Y nos coordinamos con los traficantes; algunos tienen conexiones con nosotros, otros son infiltrados, tenemos nuestras fuentes... El proceso de detención fue progresivo y cada uno tiene, en realidad, una historia diferente. Muchos de ellos se entregaron porque se dieron cuenta de que venir aquí fue un error. Entran en lo que ellos creen que es el paraíso y la realidad es muy diferente. Dáesh les requisa sus pasaportes al cruzar la frontera. Ahora, nosotros estamos haciendo lo posible para que sus países se los lleven de vuelta. Algunos han aceptado, como Estados Unidos, Indonesia, Sudán y Rusia. Otros Estados no los quieren porque son ciudadanos radicalizados y suponen una amenaza para su población... Pero el tema de los menores es una cuestión de emergencia. Si no los sacan de aquí, van a crecer en un ambiente de radicalización. Por ejemplo, siempre están jugando como si tuvieran armas, y eso es un peligro para el futuro. Necesitan volver a sus países para integrarse en la comunidad y, sobre todo, para aprender algo que no tienen nada claro: la diferencia entre el bien y el mal.

Yolanda regresa a la carpa común, preocupada, dudosa de que la entrevista logre una llamada a la solidaridad o, por el contrario, dispare el odio público a los yihadistas arrepentidos. Observa a los tres hijos corretear alegremente por la masa oscura de abayas entre otras mujeres que resisten al calor bajo la sombra que proyecta la lona azul. Cuando se sienta, se pierde en sus pensamientos sobre su esposo Omar. Al final de la entrevista le he preguntado por su paradero y ha respondido que no sabe de su situación ni de su estado de salud. Lo último que escuchó es que se había entregado unos días más tarde que ella, imagina que estará preso en una cárcel kurda, pero teme que lo envíen a Irak, como ocurrió en la operación que en enero de 2019 llevó a los once yihadistas franceses hasta Bagdad, donde posteriormente recibieron la pena de muerte. A veces llegan a Al Roj misivas escritas desde los centros de detención y gestionadas por la Cruz Roja. Otras esposas han recibido correspondencia, pero nunca ha llegado una carta de Omar.11 «¿Y si lo han ejecutado? ¿Y si ha muerto en una sesión de tortura?», piensa la madrileña hasta que su hija Jadiya le tira del traje para avisarla de que ha hecho deposiciones con sangre. «Aquí solo hay paracetamol, ibuprofeno, jarabe para la diarrea y una crema que sirve para todo», recuerda. Las enfermedades infantiles son el día a día en la bitácora de este presidio. Y la imagen principal es la de unos niños infelices, con la cabeza afeitada por las plagas de piojos, y que dotan al lugar de un aire de campo de concentración. Pero las suyas son las únicas risas que se escuchan en el mutismo de Al Roj cuando los pequeños presos juegan al pillapilla o hacen volar una cometa hecha con una bolsa de basura, se esconden entre las tiendas, tras las cabinas de los baños, tropiezan con las piedras... «¡Bismillah, en el nombre de Alá!», «¡Allahu akbar, Alá es grande!» son las frases que exclaman en el tiempo de juegos. Las escenas de sus dibujos parecen traídas de otra era, las forman figuras a lápiz o rotulador que representan a las familias vestidas con los oscuros ropajes del vestuario salafista y que cabalgan sobre un caballo a través de un jardín de cascadas y árboles del paraíso.

La rutina en los focos de detención es lenta, punzante, vacía... Yolanda recoge sin ganas los jergones de lana sobre los que han dormido y organiza la ropa esparcida en los aposentos. A primera hora de la mañana sale al exterior para contemplar a los niños que corren descalzos hacia los baños. La jornada empieza con las primeras tareas del día, como la preparación del desayuno, el aseo de los pequeños, el lavado de la ropa y la práctica de los rezos. A media mañana surgen los altercados: un día los guardianes requisan objetos en una batida, otro se produce una pelea entre dos «hermanas», otro no llega el dinero enviado por la familia y eso obliga a comer pan y legumbres durante varias semanas. En invierno las estufas han originado virulentos incendios entre las tiendas y en verano se repiten a diario los golpes de calor. Pero lo que más trae de cabeza a Yolanda, lo que de verdad le quita el sueño, lo que la lleva a suplicar ayuda con insistencia, son las constantes enfermedades que afectan a sus cuatro hijos pequeños.

«Bip, bip.» El teléfono vibra por la recepción de una imagen.

—Es Aisha, la he pesado hoy y está por debajo de los nueve kilos, llora de hambre. Jadiya tiene diarrea, como agua y sangre. Pasó la noche llorando por el dolor del oído, que le llegó a sangrar. Y Omar tiene una infección de oídos, le salen como mocos de ellos... ¿Qué piensan hacer con los niños? —Yolanda escribe desde el campamento con la ayuda de un teléfono clandestino.

—¿Tú dejarías que se los llevaran a España? —le pregunto.

—No —responde con rotundidad.

Las madres se niegan a dejar marchar a sus vástagos en un intento por forzar su regreso a Europa, pero también por no quedarse solas y caer en el abismo de la depresión.

—Solo deseo ver a mi esposo y que mis hijos vuelvan a jugar con él como lo hacían. No me importa lo que piense nadie, sé que les encanta inventar cuando no saben de dónde sacar. Nosotros hemos llevado una vida muy familiar en un contexto que la gente no entiende. Pero lo que te digo y le diré a todo el mundo es que mi marido, durante todos estos años de casados, me ha hecho la mujer más feliz de esta vida y que sus cuatro hijos lo quieren y lo echan de menos porque ha sido y será un padre cariñoso con ellos.

—De eso no hay duda, pero los países quieren condenarlos por su actividad militar porque saben que los hombres han luchado.

—El mundo está loco —afirma Yolanda.

—¿Qué quieres decir?

—Ven por un lado de la cámara, pero no abren el zoom para ver todo el contexto.

—¿Quieres decir que hay otros ejércitos que también luchan?

—Digo que no todos hacían el mismo papel y entre nosotros había diferentes tipos de pensamiento. Ha habido muchos dunub aquí y nosotros lo estamos pagando. Te tengo que dejar. Es de noche y es peligroso...

El trapicheo de teléfonos móviles, única vía de comunicación con el exterior, es un secreto a voces en las cárceles abiertas. Guardianas y prisioneras fingen que nadie sabe nada, pero los comerciantes del shok venden terminales móviles a escondidas, teléfonos con tarjetas de compañías sirias. La cobertura 3G es la puerta al mundo para las mujeres de Dáesh, la forma de comunicarse con sus familias, pero también una oportunidad para promover su activismo, militar en las plataformas fundamentalistas, pedir auxilio o exponer públicamente la injusticia:

Os reclamo porque no tengo ni marido ni hijo ni hermano. Esto es un grito de ayuda, un grito de dolor. Vuestra «hermana» no es testigo de la esperanza y siente el peligro, a cada momento estamos expuestos al ataque de los kurdos en sus campamentos, nos arrestan con motivo y sin motivo, nos llevan a la cárcel y allí nos torturan. ¡Esta es la situación de vuestros «hermanos» en los campamentos kurdos!

Desde el interior de una tienda de campaña, una mujer vestida con el niqab difunde un comunicado de propaganda en el grupo de Telegram «Black Diamond Imprisoned» (Diamante Negro Encerrado). En el canal de chat se quejan del castigo del mundo contra los seguidores de Alá. Los técnicos audiovisuales han diseñado el grafismo animado de unos diamantes que se hacen añicos, en una simbología del vilipendio a la pureza de la mujer, para el inicio de esos mensajes. Los textos, vídeos e imágenes son recopilados por los gestores de la difusión y comunicación. El fin es victimizar a los musulmanes, infundir compasión en el público y generar un gancho de atracción a los nuevos adeptos:

¿No es cierto que los kuffar siempre dicen con claridad que son sujeto de abuso de sus Derechos Humanos? ¿Por qué ahora no intervienen? ¿Por qué ahora no muestran su humanidad? ¿Por qué ahora no muestran su efectividad en dichos temas? Os doy la respuesta: Porque no somos humanos, nosotros somos terroristas, musulmanes, somos extremistas, somos musulmanes, no nos consideran humanos.

Las salas de chat encubiertas también son una vía de propagación del ideario yihadista a través de la cual las prisioneras siguen los logros, pérdidas o novedades de los líderes de Dáesh. Hace menos de una semana el califa Abu Bakar al Bagdadi, en unas de sus contadas apariciones públicas, ha divulgado un nuevo mensaje. Es el segundo discurso en el año 2019 y el tercero desde 2014. El inquietante audio, de unos treinta minutos de duración, ha sido distribuido por la agencia de propaganda Al Furqan y ha llegado hasta los teléfonos móviles de Al Roj. El líder del EI les dedica un fragmento de sus palabras, en el que intenta animar la moral de sus huestes y les pide que sean pacientes ante la situación de adversidad:

¿Cómo puede un musulmán aceptar vivir cuando hay mujeres musulmanas que están sufriendo en campamentos de desplazados y en las prisiones de la humillación bajo la custodia de los cruzados y sus sirvientes los rafida [término histórico para designar a los que rechazan el califato suní], los criminales ateos, y los murtad en cada esquina de la tierra? ¡Y no reciben nada de aquellos que afirman y profesan soportar los problemas de la umma [comunidad musulmana], sino abandono, calumnia, puñaladas, desfiguración e incitación contra ellos!

La voz de Al Bagdadi resuena en la penumbra de la noche en las fechas posteriores a la filtración del mensaje. Ocultas en la oscuridad, las seguidoras del cabecilla descargan el archivo de audio de un grupo de Telegram: «Haz todo lo posible para rescatar a tus hermanos y hermanas y derribar los muros que los encarcelan», escuchan. Las vigilantes de Al Roj están hartas de oír el tono monocorde de Al Bagdadi cuando cae la tarde. El discurso del califa ha agitado el statu quo del campamento y ha tenido un impacto apabullante sobre sus fieles más acérrimos. Las prisioneras se han movilizado en unas revueltas significativas, vitorean a su líder al unísono, se congregan para ensalzar los principios teológicos como el tawhid (el monoteísmo del islam), protestan a campo abierto, y los milicianos disparan al aire para que regresen a sus tiendas. El motín concluye con decenas de detenciones y un refuerzo de vehículos militares y efectivos armados.

—¡Tú, dame el teléfono móvil! ¡Ya! —gritan dos milicianas kurdas que están registrando la tienda de una francesa.

—No tengo teléfono móvil —responde la presa.

—Dámelo ya o requisaremos tus pertenencias.

—Buscad, no tengo nada...

—De acuerdo, ¡salid todos fuera!

Yolanda pasa el dispositivo a otra compañera, que también hace uso de ese mismo terminal, porque los pasos de las guardianas advierten una nueva batida. La tensión entre unas y otras no solo responde al reciente comunicado de Al Bagdadi, sino también a la trascendencia de lo que acontece en los enfangados focos de detención. Las localizaciones decrépitas, de baños atascados y duchas enmohecidas, son el perímetro de los «apestados» del mundo, que aguardan cerrados a cal y canto en un estado de aislamiento y destierro. La provincia alegal kurda del nordeste de Siria no goza de reconocimiento internacional y por ello no existe autoridad para resolver el entuerto y procesar a los remanentes de Dáesh. Y este vacío ha dado lugar al limbo legal en el que se erigen los centros de internamiento más siniestros de nuestra era. Un limbo que desconecta a la solución del problema, a los presos europeos de su nacionalidad. Y que hace de la ratonera de Siria el escenario prototipo para contener, a cualquier precio, la expansión del virus de la yihad.

EL DESTIERRO DE LOS «APESTADOS»

A LA PROVINCIA FICTICIA

La provincia de Rojava, como denominan los kurdos a esta región siria, se extiende en el desamparado nordeste de Siria, en el cruce de las tres fronteras de Turquía, Siria e Irak. Es una concatenación de pueblos de estepa y matorral, un área más fresca que el desierto pero más seca que el boscoso oeste del litoral. La población kurda ha sufrido varias décadas el abandono de la gestión central de Damasco y, como consecuencia, no ha desarrollado infraestructuras ni tejido industrial. Los kurdos no han sido reconocidos con documentos de identidad o autoridad legal para establecer sus propios negocios, y esto los ha relegado al turbio oficio del contrabando por las rutas de tráfico con Turquía o Irak. Caravanas de tabaco, té o petróleo han transitado durante décadas las porosas fronteras del Kurdistán.

La guerra contra Dáesh, que ha expandido sus dominios por los territorios limítrofes, ha dado a esta comarca una categoría internacional. Por el único acceso fronterizo ya no entran solo cabras y terneros, sino todo el panorama de la escena militar global, como el representante del Departamento de Estado de Estados Unidos —William V. Roebuck—, delegados de ministerios de Asuntos Exteriores de países europeos o los ejércitos de Estados Unidos, Francia o Inglaterra. Washington ha desplegado en esta área unos dos mil soldados, Reino Unido y Francia no superan los seiscientos. Por las carreteras patrullan imponentes tanques y vehículos blindados con suministros de armamento de última generación o los contratistas de defensa mejor preparados. Sin embargo, la población local vive sumida en una absoluta pobreza, las telecomunicaciones sufren averías diarias y la cobertura 3G no alcanza las aldeas. La inversión extranjera no excede el campo de batalla y observa con interés la riqueza pródiga de la tierra, pues la demarcación cuenta con las principales reservas de petróleo del país.

La asociación de Estados Unidos con los kurdos se ha forjado al ritmo de la guerra de Siria, en la que han demostrado ser la única fuerza capaz de frenar el imparable avance del EI. En el año 2012 los líderes occidentales presenciaban con angustia la islamización del Ejército Libre de Siria, el bando opositor al presidente sirio Bashar al Asad, y aliado de Europa y Estados Unidos. La yihadización de estas facciones, que habían importado grupos armados como Jabhat al Nusra —el Frente al Nusra, la filial de Al Qaeda en Siria—, anunciaba el fin de los intereses de Occidente. El último intento tuvo lugar en septiembre de 2015, cuando el Departamento de Estado norteamericano puso en marcha la operación «Entrenar y Equipar» para formar un bloque de soldados sirios que no incluyera signos religiosos en el campo de batalla. Pero resultó en fracaso: horas después del término de la instrucción, los opositores entregaron el armamento y la munición donada por Estados Unidos a la filial de Al Qaeda. La traición de la División 30 fue el colofón de las duras críticas a los estadounidenses, y a otras potencias extranjeras, a las que se acusaba de promocionar la yihad en Siria.

Pocas semanas después, el mundo conoció la formación de las nuevas Fuerzas Democráticas Sirias, una amalgama militar de kurdos, árabes, asirios y turcomanos entrenada y dirigida por mandos estadounidenses. Su misión no era derrocar a Al Asad, sino expulsar al nuevo enemigo, una agrupación yihadista con dominios territoriales, el EI, desde la ciudad de Alepo hasta Deir Ezzor. El grueso de las huestes lo formaban milicianos de las YPG (filial del PKK en Siria), lo que presentó un conflicto diplomático con Ankara, miembro de peso en la OTAN, e introdujo discrepancias en el seno de la UE y de Estados Unidos, que también consideran organización terrorista al PKK.

Los kurdos de Rojava han sacrificado su sangre para el florecer de su Estado. Ellos han luchado frente a frente contra Dáesh «en nombre del resto del mundo», como ellos dicen, en una batalla que ha costado la vida a más de once mil milicianos de las FDS. Pero la guerra internacional contra el EI presentaba una oportunidad para cumplir la aspiración fundamental de los kurdos, la creación de un Estado autogestionado. En noviembre de 2013 el Movimiento por una Sociedad Democrática (TEV-DEM, por sus siglas en kurdo), una coalición pro-PYD (Partido de la Unión Democrática), había fundado de manera unilateral el territorio de Rojava, una superficie que abarca la provincia de Hassaka, Raqqa y Alepo y divide 18.300 km2 en tres cantones: Afrin, Kobane y Cizire. Washington les ofrecía la continuidad de su Administración a cambio de derrotar al mayor enemigo de la comunidad mundial. La provincia del PYD-YPG planteó desde el principio una gerencia descentralizada y basada, en teoría, en los principios marxistas-leninistas que predica el líder Abdula Ocalan. Los consejos civiles kurdos se ocupan de la Administración civil; las fuerzas de la Asayish, de la patrulla policial; las YPG, de la protección de las fronteras.

La fórmula FDS-Estados Unidos ha resultado un éxito. En pocos meses lograron cortar las rutas de abastecimiento y el tránsito de los yihadistas en Tel Abyad, Al Hol, Tishrin, Al Shaddadi y Manbij. La asociación progresó en cada frente hasta la definitiva caída de Raqqa en octubre de 2017 y del último pueblo del EI en Baguz en marzo de 2019. Pero el final de la ofensiva ha dado paso a un escenario incierto. La era del poscalifato ha concedido a los kurdos una autoridad ilegítima, la custodia de la última cuota de los FTF. Para ello han habilitado antiguos centros escolares o edificios municipales como cárceles que encierran a más de diez mil hombres adultos (entre los que hay dos mil extranjeros). Pero la autoridad carece de capacidad legal sobre ciudadanos de otras nacionalidades y, por ende, su único destino es el abandono o la extradición a los países de origen.

—La jurisdicción es el principal problema. La CI está intentando que los países se lleven a sus combatientes terroristas extranjeros, pero se niegan. Por eso se están reformando las prisiones y las FDS están haciendo todo lo que pueden para asegurar el encierro de estos prisioneros. Se está pidiendo dinero a esos países para que contribuyan con los gastos también.

En uno de los cuarteles generales de la CI, por el que transitan fornidos soldados de múltiples nacionalidades, me reúno con el portavoz de la alianza de setenta y ocho países, la asociación militar que, en el marco de la «Operación Inherente», actúa bajo el mando del ejército de Estados Unidos. El coronel Sean Ryan es un tipo alto, de rápida ejecución y disciplina militar, pero de trato amable y simpatía acorde a las funciones de una portavocía. Nos sentamos en una de esas cafeterías de bollería americana que los soldados han montado dentro de una cabina prefabricada a los pies de una abandonada construcción típica en la arquitectura de Oriente Medio. Enseguida me confiesa que ha habido desacuerdos internos entre los aliados porque los europeos no quieren hacerse cargo de sus yihadistas. Estados Unidos, en cambio, ha repatriado a todos sus prisioneros, veintisiete,12 un número menor que otros países occidentales:

—Hay seis prisiones en total, pero no tenemos mucha autoridad sobre los detenidos. Las cárceles están repartidas por el territorio, hay una en Ain Issa, otra en Kobane, [otra en Qamishli, Derik y Hasaka] y [los kurdos] están intentando formar algo que les dé jurisdicción sobre estos detenidos, sobre todo si son sirios. [...] En cuanto a los extranjeros, nosotros seguimos insistiendo en que los países deben repatriar a sus yihadistas, pero primero no quieren hacerlo y, si lo hacen, lo quieren llevar a cabo en la más estricta confidencialidad. Algo con lo que, personalmente, no estoy de acuerdo —prosigue el portavoz de la CI—. Las negociaciones para las repatriaciones se hacen entre los ministerios de Asuntos Exteriores de estos países y los kurdos, no es la CI la que hace la mediación. Nosotros supervisamos este proceso y mantenemos las prisiones, pero no tenemos nada que ver con las repatriaciones. Es algo entre los países y los kurdos. El Departamento de Estado de Estados Unidos hace algunas gestiones. En ocasiones pueden llamar a sus homólogos y decirles «venga, encontremos un acuerdo para que te lleves a tus chicos», y entonces comparten fondos, pagan el combustible y el vuelo, y todo lo demás. La CI no hace eso —concluye—. El Departamento de Estado tiene un papel importante en los temas diplomáticos, ya que Damasco no desempeña ningún papel en este proceso. Hace tiempo invitamos a dos senadores a un viaje por esta zona y dijeron: «Hey, si los otros países no repatrían [a sus yihadistas], entonces tienen que pagar». Hasta ahora han renovado todas las prisiones para adaptarlas a los estándares internacionales con fondos de Estados Unidos, cerca de 1,6 millones de dólares. Si no tienen pensado hacer su aportación, Estados Unidos no va a hacerlo. Algo tiene que ocurrir para eso... Si no te vas a llevar a, digamos, quince yihadistas franceses, entonces debes pagar veinte mil dólares cada año para que mantengamos a cada preso francés.

El tira y afloja entre funcionarios y kurdos ha sido la tónica en la actualidad del Kurdistán, una especie de bucle permanente con reuniones interminables y estériles. Los delegados europeos visitan la provincia para calibrar los pasos de una posible repatriación. Dos oficiales, un traductor, una libreta, los vasitos de té, caras serias pero predispuestas... es una fotografía que se repite, que aparece en las redes sociales de vez en cuando, y que recuerda que la cuestión, sin ser nunca una prioridad, es todavía un tema candente en la agenda de Europa. Y en la imagen nunca falta Omar Abdelkarim. No hay diplomático que se precie, en su ronda de conversaciones con la Administración Autónoma, que no visite las oficinas de este personaje que hace las funciones de ministro de Asuntos Exteriores. A pesar de su aspecto afable, Abdelkarim nunca da su brazo a torcer. Por su despacho pasan enviados de medio mundo y por ello conoce los recelos de los líderes europeos, sus propuestas o soluciones alternativas. La apretadísima agenda del diplomático lo hace casi inaccesible y nunca responde a todas las preguntas de los medios de comunicación. Es una figura conocida en el entorno de la Unión Europea, adonde viaja con frecuencia para dar entrevistas o asistir a conferencias sobre la cuestión de los yihadistas retornados. Pone como ejemplo a los Estados «que están colaborando», como Estados Unidos, Rusia, Uzbekistán, Kosovo, Malasia e Indonesia, aquellos que han fletado a los prisioneros con el apoyo de la aviación estadounidense.

—No tenemos información de que haya ciudadanos españoles entre los yihadistas capturados. Y no tenemos ninguna vía de comunicación abierta con las autoridades de España —empieza Abdelkarim, que se mantiene firme incluso cuando le digo que he estado con Yolanda Martínez y Luna Fernández—. Le hemos pedido a cada país que se lleve a sus ciudadanos para que sean juzgados bajo su jurisdicción. Además, las mujeres y los niños necesitan un programa de rehabilitación y reintegración adicional... Hasta ahora habíamos iniciado un diálogo con Canadá, hemos tenido encuentros con representantes del país en nuestra oficina de Suleimaniya [Irak], donde incluso llegamos a completar los formularios para hacer los pasaportes a los prisioneros. El Gobierno aceptó llevarse a todo el mundo, pero no sabemos por qué en el último mes no hemos sabido nada. También el primer ministro belga nos contactó para iniciar una repatriación de los menores; querían empezar con un niño, pero nosotros nos opusimos, queremos que se los lleven a todos. Abrimos conversaciones con Dinamarca y con Holanda. Rusia se ha ocupado de unos cincuenta pequeños y mujeres; Indonesia, de una familia de treinta y un miembros; Estados Unidos, de una mujer y sus cuatro hijos... Pero los europeos no hacen nada... Tampoco hemos acordado ningún tratado económico con los países de la CI, de momento nos están ayudando con los costes de las nuevas prisiones y los campamentos, pero no es nada... La aportación es insuficiente... De esta manera hemos lanzado una propuesta: la instauración de un tribunal internacional que esté sujeto a la supervisión de Naciones Unidas o del Tribunal de la Haya, de modo que tengamos potestad para emitir sentencias [a los extranjeros] y los países puedan extraditar e imponer las condenas. Así nos hemos reunido con Naciones Unidas, la Cruz Roja, la Unión Europea... Creemos que este asunto debería resolverse con un acuerdo multinacional y no con pactos bilaterales. Imagínate, aquí hay mujeres con tres o cuatro hijos, cada uno tiene un padre diferente, una nacionalidad distinta, así que calcula el conflicto diplomático que tenemos aquí. La comunidad internacional está evadiendo sus responsabilidades con los yihadistas extranjeros. No aceptamos lo que nos dicen.

—¿Estáis utilizando a los prisioneros yihadistas para lograr reconocimiento internacional? —le pregunto.

—Nosotros ya somos un país o un gobierno de facto... La CI mantendrá su presencia durante un tiempo, lo que nos da cierta legitimidad. También el representante del Departamento de Estado [de Estados Unidos] William V. Roebuck nos ha visitado varias veces; tenemos una delegación en Francia, un país que también está sobre el terreno. No nos reconocen oficialmente porque somos una autoridad dentro de otro Estado precisamente en un momento en el que la comunidad internacional persigue una solución territorial para la guerra de Siria. Pero en realidad lidian con nosotros como si fuéramos un país de facto. Estamos representados en Suleimaniya, París, Berlín, Holanda...

—¿Qué dificultades conlleva hacerse cargo de este gran número de yihadistas?

—Algunos de estos individuos son muy peligrosos, ten en cuenta que somos un territorio inestable militar y políticamente. Cualquier incidente, como una intervención del ejército de Turquía o un ataque del régimen sirio, podría provocar un vacío que los yihadistas utilizarían para escapar. Estos terroristas irían a los territorios de la Administración Autónoma (como se denomina a esta demarcación) y amenazarían a nuestras comunidades... Sí que tenemos capacidad para garantizar el encierro, pero no podemos juzgarlos, y este problema influye en el futuro a corto plazo —concluye Omar Abdelkarim.

—Para eludir esta controvertida repatriación algunos países nos han pedido que juzguemos a los yihadistas aquí, aunque no lo solicitan de manera oficial —revela Kenan Berekat, ministro de Interior en el cantón de Cizire—. Les hemos dicho que de acuerdo, pero que envíen a sus jueces para que dicten sentencia. De ese acuerdo depende si el veredicto se aplicará aquí o en los países de origen, pero queremos que esta decisión se tome de manera conjunta, entre todos los países. Si representantes del aparato de justicia vienen aquí y celebran juicios de acuerdo a sus leyes, esto resolvería el problema. Yo diría que Francia es el país con el que es más fácil negociar; con Bélgica, es parecido. De hecho, Francia va a abrir pronto un Instituto Francés en la ciudad de Amuda, una muestra de los planes a largo plazo que tienen los aliados en esta región. En la Administración Autónoma somos nosotros los que trabajamos la tierra agrícola y la extracción de crudo; todavía no hemos alcanzado un volumen suficiente para compartir la producción, pero estamos abiertos a cualquier oferta económica, en materia de educación, de sanidad y diplomática.

Kenan Berekat se refiere una y otra vez a la instauración de un tribunal internacional en Siria para juzgar a los dos mil hombres y cuatro mil mujeres extranjeros como la tercera vía que ha traído de cabeza a la comunidad internacional. Suecia y Holanda han sido los valedores de esta resolución que solventaría el asunto de los últimos FTF. Pero este apaño no estaría exento de inconsistencias legales. Porque ¿cuál sería el alcance de su jurisdicción? ¿Cubriría los abusos de Dáesh o también los de otros grupos yihadistas? ¿O todos los crímenes de guerra cometidos en Siria? En tal caso, si el tribunal tuviera competencia para juzgar las masacres perpetradas por Rusia o Estados Unidos en los bombardeos contra la población civil, serían estas potencias las que tumbarían el proyecto. El área geográfica plantearía otras cuestiones, ya que en Siria solo sería viable con la intervención del gobierno de Bashar al Asad. Y es por ello que la ronda de conversaciones ha apuntado a Irak como la ubicación para este tribunal especial. Pero el obstáculo aquí es que una corte internacional solo podría juzgar crímenes de guerra, como el genocidio, la esclavitud sexual, las masacres en masa o las ejecuciones sumarias, sobre las que apenas existen pruebas que señalen a los autores.

El dilema de la jurisdicción imposible no afecta, en cambio, a los prisioneros sirios e iraquíes que pasan uno a uno por el banquillo de la Administración Autónoma de Rojava. En un edificio municipal del extrarradio de Qamishli se discute sobre la actual ley antiterrorista, el código legal que juzga a los miembros del EI, el Decreto 20 del cantón de Cizire aprobado en julio de 2014. Los abogados sentados en esta junta de funcionarios estudiaron derecho en los tiempos prebélicos de Al Asad y ahora buscan incorporar nuevas influencias que beben de sus aspiraciones ideológicas. El comité de fiscales plantea introducir una reforma para ampliar la definición de terrorismo y la duración de las penas.

—Nuestro código penal parte del sistema jurídico sirio, basado en el derecho penal francés. La diferencia es que nosotros hemos eliminado la pena de muerte y también la ley marcial [que otorga facultades extraordinarias a las fuerzas de seguridad en caso de guerra] —explica el abogado Raso—. También forjamos acuerdos con las tribus [...]; si el líder puede garantizar que esta persona no será una amenaza para la sociedad, lo soltamos.

En el tribunal improvisado de los kurdos el montón de pruebas lo forman las armas que portan en la captura, las posiciones que han ocupado en Dáesh, los vídeos de propaganda, o las imágenes que toman en la captura las fuerzas de seguridad. O las confesiones, que también constan como evidencia.

—Tenemos entre quince y veinte casos cada semana, por lo que los juicios duran de cuarenta minutos a una hora como máximo.

Los juicios ad hoc, que se celebran en Qamishli y Kobane y sentencian a toda prisa a los últimos que salieron del califato (sirios e iraquíes), tienen lugar a puerta cerrada e impiden que la prensa, ni la local ni la extranjera, destape una sesión en la que los acusados no gozan de asistencia legal.

—Es por cuestiones de seguridad. Los letrados no aceptan defenderlos por la reacción que puede haber en los pueblos, pero tienen derecho a hablar —interrumpe Raso, quien destaca las cifras de yihadistas sirios e iraquíes juzgados, unos mil ochocientos en 2017 y 2018. Los iraquíes prefieren rendirse ante los kurdos que huir a su país, donde les espera la pena de muerte. En los centros de internamiento, explican los mandos de las YPG, quieren implementar programas de desradicalización, pero los proyectos no fructifican debido a la falta de ciencia y de especialistas psicológicos en un país que ha sufrido las penurias más aterradoras en más de ocho años de conflicto.

—El problema con el que juegas aquí es el nivel de convicción —dice el portavoz de las YPG—. La del EI es una doctrina que trasciende la política, las culturas, las fronteras. Estas personas vinieron al califato para salvar sus vidas y creen que recibirán la recompensa en otra existencia. —Para los guerrilleros libertarios kurdosirios las aspiraciones trascendentales de la yihad no son más que el delirio con el que fantasean un puñado de trastornados—. ¿Es usted capaz de responderme a esto? ¿Por qué los extranjeros de Dáesh vinieron a destruir nuestra tierra? ¿Por qué una chica española contempla una guerra como la tierra del exilio? ¿Por qué un país devastado es para ellos un sueño cumplido?

Y así es: el porvenir de Yolanda, la yihadista en el frente más devastador de todos los tiempos, nada tenía que ver con los planes que su familia, su niñez y su entorno habían preparado para ella. Una madrileña de una familia pudiente, de religión católica practicante, y que había sido alumna del colegio más selecto de la capital española. Una radicalización, la de la yihadista Om Bilal, como ella se hizo llamar en el califato, que hace de ejemplo paradigmático sobre el impredecible progreso psicológico en la captación yihadista, en el que confluyen percepciones de uno mismo y de un entorno con un desenlace verdaderamente difícil de prever.

LA YIHADISTA YOLANDA, UNA NIÑA BIEN

DEL BARRIO DE SALAMANCA

La radicalización de Yolanda Martínez es uno de esos fenómenos poco habituales, raros, que nadie de su entorno esperaba y que hacen del terrorismo yihadista un monstruo de grandes tentáculos sin ningún límite en su alcance. Las estadísticas señalan siempre a aquellos de orígenes humildes o de comunidades de inmigrantes. Pero la madrileña nace en 1985 en el seno de una familia muy acomodada, de padre español y madre extranjera, afincada en el distrito de Salamanca, uno de los núcleos residenciales con mayor renta per cápita del país. Luis dedica los años de la madurez a afanarse en su actividad profesional como ejecutivo en una empresa multinacional, en la que logra ascender desde los tiempos de la dictadura de Franco hasta posicionarse como alto directivo. Los viajes por el norte de España y otros países del extranjero forman parte de su rutina, y de esta manera adquiere mundo y una interminable lista de contactos entre las fortunas mundiales de los negocios. En uno de esos trayectos, conoce a la que luego fue su mujer, de la que se enamoró y a la que convenció para que se mudara con él a España. La pareja se estrena en la paternidad, primero con un niño y luego, casi con cuarenta años, con Yolanda. Es siempre la madre quien se ocupa de los chiquillos, ya que Luis debe trasladarse a menudo para gestionar las ventas de la empresa para la que trabaja.

Cada mañana, los dos hermanos salen de casa para caminar los pocos metros que separan el portal del edificio de la escuela, un complejo neogótico y modernista que recuerda a una pequeña catedral de enormes vidrieras y ventanales de arco apuntado. La imponente edificación es la viva representación de la educación regida por la Iglesia católica, de educación firme y puritana, de aire refinado y familiar. Las escaleras que dirigen hacia las aulas portan el lema del centro, «La verdad os hará libres», una cita del Evangelio de san Juan. Mientras sube los peldaños con sus compañeros de clase, Yolanda queda prendada de las luces de colores que entran a través de las vidrieras, cuyos cristales dibujan escenas religiosas que incorporan elementos políticos e históricos de otra época, como la Virgen María abriendo las puertas del paraíso a los caídos de la Guerra Civil. En la composición hay un escudo que le resulta familiar, el de la Falange —el partido de inspiración fascista fundado en 1933—, junto al lema franquista: «Una, grande, libre». El muro exhibe uno a uno los nombres de hombres que murieron en los tres años de la contienda bélica y un eslogan, «1936, caídos por Dios y por España, 1939», completa la composición central. Ha leído miles de veces la inscripción en madera que bordea el patio interior:

¿Quieres ser bueno? Con que lo quieras basta. ¿Quieres ser libre? Estudia y trabaja. Solo la envidia y la pereza tienen esclavos. ¿Quieres ser dichoso? Ama mucho y envidia poco. ¿Quieres la mayor grandeza? Sé humilde. La felicidad no consiste en la satisfacción del egoísmo sino en la paz del alma y en la alegría del bien ajeno.

Y conoce de memoria las galerías laterales que dirigen a las aulas. La benjamina de los Martínez pasa los primeros años de su vida en uno de los mejores colegios de España, El Pilar, una majestuosa institución de la calle Castelló —en el mismo barrio de Salamanca— en la que han estudiado algunos de los personajes más ilustres del país. El centro está dirigido por la orden católica marianista y se puso en marcha en 1907. En la década de 1920 estuvo dominado por el talante humanista y liberal de la época, aunque la institución cerró durante los años de la guerra, para volver a impartir estudios tras la victoria del franquismo. Por aquel entonces solo ofrecía docencia a niños —hijos de la clase más conservadora— y era financiada con fondos privados, pero a partir de los años ochenta entraron alumnas femeninas y la participación financiera estatal. Aun así, siempre ha conservado ese carácter elitista y a él acuden los niños bien de la capital. Un centro de pedigrí por el que han pasado dirigentes políticos como José María Aznar y Alfredo Pérez Rubalcaba; figuras de los medios de comunicación, como Juan Luis Cebrián y Fernando Sánchez Dragó; y grandes nombres de los negocios como los hermanos Luis y Javier Solana o los Gómez-Acebo. Como la élite de «la incubadora de poder», apodo que le han conferido los medios, Yolanda la yihadista también fue pilarista. Las paredes del segundo piso están decoradas con las orlas de los graduados, que primero cursaban COU y después segundo de Bachillerato —tras la imposición del plan educativo LOGSE—, expuestas en artísticos collages. El del curso de Yolanda, la promoción 2002-2003, es un mural de fotografías de carné que simulan la cabeza de unos animalitos pintados con lápices de colores. Pero no hay rastro de la foto de Yolanda Martínez, una alumna a la que sus compañeros de clase recuerdan como una niña «callada, con gafas y con cara de pardilla», que no tenía demasiados amigos ni era excesivamente brillante en el currículum escolar. En los últimos años de colegio, Yolanda abandona el centro para cursar el bachillerato de Bellas Artes, una modalidad que no existe en El Pilar.

La adolescente recibe la influencia de una madre que pinta lienzos habitualmente en casa, composiciones no muy creativas que son copia de obras clásicas y que ahora decoran el salón del hogar familiar. No hay colgada ninguna obra de Yolanda, que se han escondido, seguramente, por el aniconismo salafista que evita la idolatría de imágenes. El padre también dedica su tiempo libre a la pintura, en su caso de la heráldica española, en cuartillas que ahora cuelgan del pasillo y que representan los escudos de España desde la época de los Reyes Católicos, en un recorrido por el turbulento devenir de la península ibérica. Desde el emblema de la unión de Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla a los de Carlos I, la República o el franquista. Luis es un amante de la historia y la tradición, de los gustos finos aunque poco sofisticados, un madrileño a ultranza al que le gustan las costumbres castellanas y comer en un buen mesón. Los domingos siempre asiste a misa con su mujer y sus hijos, y precisamente de esas tardes de eucaristía conserva los primeros recuerdos de Yolanda y su pasión por la técnica del trazo de color. Es ahí cuando descubre que su hija es feliz cuando pinta, una actividad que la abstrae. Para que se entretenga durante la misa, Luis le da un cuadernito con lápices y ella se dedica a pintar. Es por esto que, a los dieciséis años, sus padres la matriculan en el instituto Ramiro de Maeztu, otro centro de gran prestigio en Madrid, para que estudie el bachillerato de Bellas Artes. El colegio de secundaria está ubicado en la prestigiosa zona de El Viso y en él recibió clase la actual reina de España, doña Letizia Ortiz. Yolanda sale de ahí para iniciarse en la vida adulta, una vida que la llevará hacia un mundo muy diferente del que ha conocido hasta ahora, otro ambiente, otra cultura y otra religión. La cara más desconocida de una niña que se ha criado entre algodones en los barrios burgueses de la capital de España.

Yoli no vive una adolescencia rebelde, de entradas y salidas, fiestas y novios. No se siente especialmente brillante en los estudios (en los que sí destaca su hermano, que se ha matriculado en ingeniería), ni tampoco tiene éxito entre los chicos de su edad.

—Era una chica que no fumaba, que tampoco se dedicaba a esto. De vez en cuando yo le decía: «Vámonos de Madrid», a una casita que tenemos fuera, y nos íbamos todos —apunta el padre.

De carácter tímido, estilo inocuo y no especialmente agraciada, Yolanda pasa inadvertida en sus años en el Ramiro de Maeztu, donde ya casi nadie la recuerda. Entre las obras de los bachilleres en Bellas Artes que lucen en algunas de las paredes de los pasillos, ninguna tiene la firma de Yolanda.

—Aquí tenemos presentes a los personajes ilustres que han pasado por aquí, no a los otros... —afirma la recepcionista.

Después de graduarse, la joven de dieciocho años se inicia en el mundo laboral sin grandes expectativas ni una gran vocación. Comienza a trabajar en unos grandes almacenes, y después en otras tiendas, algo que ahora el padre intenta recordar con orgullo:

—Trabajó en El Corte Inglés, estaba muy bien considerada, ¿eh? Además, llegó a ser la jefa de sección, no la clásica empleada... Como ella tenía estudios y tal, en aquella época. Y luego estuvo en una compañía muy fuerte, Adidas. Ella inauguró la tienda del Bernabéu, ella hizo la presentación. Mi hija no ha sido... Le ha pasado un poco como a mí, le ha gustado ir de aquí para allá, no éramos personas que cogíamos una sombrilla y nos quedábamos ahí sentados —relata su padre en un intento de excusar que su hija menor, después de haber contado con las mejores oportunidades, no encontrara un futuro profesional que incluyera altos retos o educación superior.

Muy pocos saben el dónde, el cuándo y el cómo se conocieron. Pero los allegados sugieren que fue un encuentro casual en las calles del centro de Madrid, uno de los miles que se producen entre jóvenes los fines de semana. El día en el que Omar al Harchi, un chico marroquí de veinticuatro años, se cruza en la vida de Yolanda, ninguno de los dos se ha rendido todavía a los hechizos del islam radical. Ella es una muchacha tímida, un año menor que él, que trabaja en una tienda de ropa como encargada; él ha conseguido un visado para venir a trabajar en España y se ha colocado como escayolista en una empresa de construcción. Omar vive entonces con su hermano mayor, Mohamed al Harchi, en un piso compartido en Vallecas, pero los fines de semana sale por el centro de la gran ciudad. Es un chaval de indudable atractivo, de bellas facciones y complexión esbelta. Presumido, viste los pantalones rasgados de la época, se afeita la barba para salir de marcha y se cuida la piel con crema. No practica su fe más allá del respeto al ayuno durante el mes de Ramadán y algunas visitas esporádicas a la mezquita. Una noche de 2008, Omar y Yolanda se cruzan por primera vez en una discoteca o una sala de recreativos. Enseguida él se engancha al encanto de niña buena de la joven y ella se siente atraída por lo exótico de su personalidad. Esa misma noche, se intercambian los teléfonos. Mantienen el contacto y Yolanda no tarda en visitar a su nuevo novio en el piso de Vallecas.

—Yolanda empezó a venir a la casa donde yo vivía con él —recuerda un familiar— y yo le dije a Omar: «O te casas con ella o lo dejas, no engañes a la chica». Él me contestó: «Es que no es la misma religión...». Vivíamos en Vallecas y Omar siempre iba al centro. Él hablaba un castellano perfecto. Yolanda empezó a venir a comer a casa, el sábado y el domingo, cocinábamos los tres...

La relación se formaliza y evoluciona hacia los planes de matrimonio debido a las costumbres más conservadoras de la sociedad marroquí, en la que el noviazgo es solo un paso previo a la boda. Las parejas jóvenes no deben aspirar a ser novios como un objetivo en sí mismo, sino que la relación es sinónimo de un proyecto matrimonial. La diferencia religiosa parece ser un impedimento para el progreso del idilio y ella, de un carácter más cándido e influenciable, se interesa en convertirse al islam como una condición imprescindible en su nuevo compromiso. La introducción de Yolanda en la religión musulmana dura aproximadamente un año y avanza al ritmo que ella conoce a Omar. A diferencia de otros credos, entrar en la comunidad musulmana es un proceso sencillo que consta de un estudio general del Corán y la manifestación en voz alta de la shahada —el testimonio de la fe islámica: «La ilaha il-la Al-lah, Muhammad rasul Al-lah» («No existe otro dios que Alá y Mohamed es su mensajero»)— ante testigos o en solitario. Durante ese tiempo, ella se inicia en el Corán, intenta estudiar la historia y teología de esta fe y aprende a rezar. Para Yolanda, la conversión al islam supone el inicio de una nueva identidad, de una segunda oportunidad, de una nueva vida con la que realizarse. Es un nuevo camino, desconocido para su entorno, que le da la posibilidad de diferenciarse. Harta de ser la menos brillante de su casa y de su clase, el Corán le da una sabiduría que le aporta un elemento intelectualizante. En ese tiempo, empieza a mostrar los primeros indicios de su conversión, como la decisión de llevar el velo.

—Yo empecé a notar cosas raras y se lo dije: «¿Qué pasa?». Ella me respondió: «Nada, es que me gusta más la religión musulmana que la católica» —recuerda el padre, que intenta comprender los nuevos intereses de su hija—. Una de las veces, una hermana de mi mujer que era monja y además fue superiora de un convento me dijo: «Son buenas todas las religiones porque tienen una especie de valla con la que hasta ahí puedes estar». Entonces yo pensé: «Bueno, pues no está tan mal...».

Como no podía ser de otra manera, un año después de conocerse, la pareja decide dar el paso de contraer matrimonio. Y lo hacen en un lujoso complejo de más de 12.000 m2 y seis plantas —construido íntegramente con dinero saudí— coloquialmente apodado la «Mezquita de la M-30», la más emblemática de la capital y también la más conocida de España. El templo es el lugar de culto al que acuden para instruirse en el credo, practicar los rezos del viernes o encontrarse con conocidos que quieren profundizar en la palabra del Profeta. Es un punto de referencia, además de una instalación fastuosa donde oficiar con prestigio el matrimonio. A la boda asisten los padres de Yolanda y el hermano, además de una amiga de la familia de Omar. Su hermano Mohamed todavía vive con él, pero no acude al enlace porque no puede ausentarse del trabajo. Para tan señalada fecha, Yolanda elige el color amarillo y viste un hiyab o pañuelo sobre la malla negra que cubre parte de la frente, a juego con un vestido de tonos ámbar hasta los pies. Omar lleva puesto un traje de americana y corbata oscuros y una camisa de color granate. Los dos posan ante la cámara del padre de Yolanda en posición acaramelada, sonriente, feliz. Otra instantánea muestra a la familia al completo en el jardín del complejo; la madre de la novia, en una muestra de aceptación y respeto, se ha colocado para la ocasión un pañuelo sobre el cabello. El padre ha querido invitar al convite de la boda en un restaurante cercano a la mezquita al que todos se dirigen para celebrar el banquete. Al principio, los padres de la joven intentan comprender los nuevos intereses de su hija, darle normalidad y ofrecerle el amor que sienten por ella. En ocasiones dudan de que este sea el camino más fácil para su felicidad, pero poco pueden hacer ante las decisiones de una mujer que ya es adulta.

La acuciante crisis económica del año 2008, que arrasa el boyante sector de la construcción en España, va a truncar los planes de esta recién formada unidad familiar. La Gran Recesión provoca una caída de los encargos laborales de Omar, hasta dejarlo en una situación de desempleo y la pareja solo puede permitirse el alquiler de un dormitorio en un piso compartido con otros parados que pasan apuros económicos.

—Cuando se casó, Omar recogió sus cosas y se marchó con ella —recuerda el familiar—, y yo me quedé solo en la habitación. Ellos alquilaron una habitación con una mujer en Villa de Vallecas.

Ahí la pareja pasa los primeros meses de su enlace y Omar inicia su proceso para obtener la nacionalidad española. Al principio los padres de ella quieren respetar a la recién formada familia, en un intento de mantener la cohesión y cordialidad, aunque observan con preocupación la situación de necesidad que vive su hija, una muchacha cuyos padres gozan de una holgadísima situación patrimonial. Yolanda queda embarazada de Bilal, el primer hijo, una noticia que llena de entusiasmo a los Martínez y a los Al Harchi, pero que lleva al matrimonio a buscar un nuevo piso donde tener más intimidad. Se mudan a la localidad de Madridejos, en la provincia de Toledo.

—Cuando nació Bilal, fui a visitarle. Ahí Omar no estaba trabajando, sino que tenía una ayuda de doscientos euros para el piso. Y aquí en Madrid no podía pagarlo —explica Mohamed.

Con veintiséis años, el paro frustra los sueños de Omar, un marroquí que ha dejado a su familia en Tetuán para labrarse un futuro en la orilla europea del Mediterráneo. El padre estuvo preso en Marruecos por haber participado en la Revuelta del Rif (1958-1959), una rebelión de la población del norte del país contra la marginalización impelida tras el proceso de independencia. El levantamiento fue reprimido por las reales fuerzas aéreas, que bombardearon con napalm e invadieron por tierra varias ciudades de la región. El padre ha muerto hace siete años y la madre, con otros dos hijos a su cargo, no puede costear más formación educativa, así que Omar parte rumbo al norte con el propósito de labrarse un porvenir. Pero la Gran Recesión de 2008, solo dos años después de su desembarco en España, infunde en Omar un sabor de resentimiento hacia un país que no era como le habían contado. Apenas hay oportunidades laborales y la rutina en Madrid es más hostil que en su ciudad natal. Tiene la sensación de que se le han cerrado todas las puertas y de que su sueño español ha sido un desengaño. Esa sensación de fracaso y desesperanza provocan en él unas ansias de rebeldía, una rebeldía que se nutre de interminables horas de tiempo libre. Tiempo para ver la televisión, para conversar con amigos y para navegar por la web. Y es así como empieza a frecuentar la Mezquita de la M-30, en el distrito de Ciudad Lineal, un lugar de encuentro con otros conocidos, incluso su propio hermano, con los que comparte la lengua y la cultura, y donde puede pasar las horas sin tener que pagar ninguna cuenta. En el Centro Cultural Islámico, el nombre oficial de la institución, conoce a la que será una de las personas más influyentes en su vida: Lahcen Ikassrien. El marroquí tiene diecisiete años más que él y ha recorrido los frentes bélicos de Afganistán en los años 2000 y ha estado retenido tres años en la cárcel de Guantánamo. Ikassrien, a quien los conocidos llaman Hasan, ha sufrido incontables torturas bajo la custodia de los estadounidenses, unos episodios que ha denunciado públicamente en periódicos y canales de televisión tras su regreso a España y después de haber sido absuelto por la Audiencia Nacional de pertenecer a Al Qaeda. Hasan es, entonces, un héroe del nuevo orden mundial, que ha combatido la yihad contra el imperialismo estadounidense y ha sufrido los graves delitos de Occidente en la despiadada guerra contra el terror. Una experiencia que lo dota de cierto prestigio entre los jóvenes que frecuentan cada día el lugar, con los que habla, debate y ejerce cierta influencia:

—¿Cómo eran los interrogatorios en Guantánamo, Hasan? —le pregunta uno de los chicos.

—Eran muchas horas, pero no sé cuánto tiempo duraban, ya que no teníamos reloj ni ventanas. Me preguntaban por mi viaje a Afganistán y traían datos falsos. Me dijeron que si no colaboraba y les daba nombres me iba a quedar cuarenta años en Guantánamo.

—¿Cómo eran las torturas?

—Me metían en una celda frigorífica y luego me echaban cubos de agua caliente. Después me llevaban a una habitación muy fría y me hacían correr para destrozarme las articulaciones.

—¿Tienes sentimiento de venganza?

—Espero que los responsables de nuestra detención sean algún día capturados y encadenados de pies y manos igual que estuvimos nosotros.13

Ikassrien se erige entonces como el líder de los jóvenes que lo siguen en la mezquita, un grupo de quince hombres que se autodenominan, unos años más tarde, la Brigada Al Andalus: una red de captación, adoctrinamiento y envío de combatientes a los escenarios más sangrientos de la yihad integrada, según la Audiencia Nacional, por Lahcen lkassrien, Omar al Harchi, Mohamed el Amin Aabou, Nabil Benazzou Benhaddou, Mohammed Bouyakhlef y Mohamed Khalouk Darouani, entre otros. Muchos de ellos desaparecerán en los años sucesivos, acompañados por sus esposas e hijos, en la vorágine de la guerra de Siria.

LA BRIGADA AL ANDALUS:

DE LAS ANÓNIMAS CALLES MADRILEÑAS

AL CÉLEBRE FRENTE DE LA YIHAD

Los quince conocidos de la M-30 fueron dando forma a sus anhelos, doctrinas y estrategias en paralelo al desarrollo del frente bélico más sanguinario del momento: la guerra de Siria. La crueldad del régimen de Bashar al Asad contra la población civil radicalizó a las brigadas rebeldes que combatían contra el ejército regular. En un escenario de absoluto caos y desgaste, los grupos yihadistas tradicionales, Al Qaeda desde Irak y Afganistán, enviaron a sus delegados con el fin de expandir sus tentáculos en Siria. La yihadización del conflicto fue inevitable. Los muchachos sirios que en 2011 izaban la bandera blanquiverde, el símbolo pulcro de la oposición, dejaron crecer sus barbas a finales de 2012 y ondearon la shahada —la inscripción de la profesión de fe habitual en las insignias de los grupos salafistas— en los inicios de 2013. Las distintas marcas yihadistas exportaron la contienda con un signo internacional y la vendieron como un duelo del mundo contra la comunidad musulmana. Es así como unos marroquíes españolizados, en un patio de mármol en el nordeste de la metrópoli madrileña, sufren en sus entrañas el visionado de las masacres de Al Asad contra sus «hermanos» y sienten una ineludible responsabilidad que los llama a actuar. El proceso de radicalización de los europeos en el EI ha tenido un vínculo directo con el dolor de la población siria. Un dolor al que se han quedado enganchados y por el que han vendido su alma a los planes más envenenados de los que se hacen llamar los guerreros de Alá. Omar comienza a quedarse pegado al teléfono móvil, en el que descubre vídeos de escenas bélicas que superaban los límites de cualquier otra contienda: ataques indiscriminados contra los manifestantes desarmados, detenciones arbitrarias, torturas en cárceles, mujeres violadas o ataques químicos como el de Ghouta en 2013, en el que un gas nervioso asfixia a cerca de mil quinientas personas (según el Washington Post), entre ellos 426 niños.14 A diferencia de otros precedentes, como la guerra de Bosnia o el genocidio de Ruanda, esta vez las víctimas pueden grabar en vídeo lo que acontece y miles de vídeos inundan la red a diario, archivos que muestran la caída de barriles bomba, ejecuciones en masa o cuerpos asfixiados al inhalar gases mortales. Esos archivos dejan constancia de los crímenes de guerra perpetrados por un gobierno oficial, pero también alimentan las ansias de venganza de aquellos que se habían dejado seducir por el discurso yihadista: una corriente que supone una revisión política, social y religiosa de las normas para los musulmanes y en la que la guerra de Siria se presenta como una oportunidad imperiosa para implantar en esa área el soñado territorio al servicio de los planes de Alá.

Lahcen Ikassrien se perfila como un sabio en la yihad, una doctrina que ha aprendido hace más de una década en España durante su estancia en prisión por tráfico de hachís en la década de 1990. En ese entorno sufre un proceso de radicalización que, tras su puesta en libertad, culmina con un precipitado viaje a Afganistán en 2001. Ikassrien revela sus hazañas, a modo de relato epistolar, a los conocidos que ve asiduamente en la mezquita, un grupo de marroquíes inexpertos que lo escucha con especial atención. De vuelta a casa, entra en sitios web como Unicidad y Yihad, en el que se debaten postulados salafistas, y de ahí copia en un cuaderno, de su puño y letra y en grafía árabe, anotaciones teológicas para luego explicárselas a los chicos.

«La importancia de Siria como una tierra santa, en la que Alá ha ordenado entrar. De cómo el profeta lo ha bendecido, diciendo que va a haber soldados en Siria, Irak y Yemen.» Esta fue una de las frases que traslada a sus oyentes en la mezquita, que hace referencia al hadiz (acciones o palabras del profeta relatadas por sus acompañantes) de Abdulá ibn Hawalah y que fanáticos yihadistas interpretan como una premonición de la actual guerra que se libra en los tres países.

«Los hechos seguirán su curso hasta que haya tres ejércitos: uno en Sham [Siria], otro ejército en Yemen y otro ejército en Irak.» Con esta frase introduce a los demás las acciones del Frente al Nusra, una facción yihadista que, en agosto de 2011, se ha infiltrado por el nordeste de Siria a la orden del entonces líder de Al Qaeda en Irak, para fundar una nueva marca de la organización. El comandante Mohamed al Golani, en compañía de otros siete camaradas, se ha unido a la lucha contra Bashar al Asad, para después establecer un tipo de gobernación en la que la sharía rigiera el país. Ikassrien elige Al Nusra entre las demás brigadas que operan en el norte de Siria, por sus éxitos militares y su vínculo con la organización más importante en el espectro terrorista. «Haz la yihad con los libres, para el Frente Al Nusra», escribe en sus anotaciones. Las esposas de los integrantes de la nueva Brigada Al Andalus no quedan al margen del adoctrinamiento que el núcleo de la «célula de la M-30», como se la denominaría después, está experimentando. Los chicos trasladan estas enseñanzas a sus mujeres con distintos resultados: Marta Trabado, esposa de Abdeslam el Haddouti, no está de acuerdo y mantiene continuas discusiones con su marido por las órdenes de recato; Yolanda, en cambio, se muestra conforme y, poco a poco, extrema su modo de practicar el islam, adoptando el uso del niqab y otros preceptos halal (aceptables según la ley islámica), y recibe nuevas enseñanzas sobre el valor religioso de la lucha armada.

La situación económica de Omar y Yolanda, sin un empleo fijo que aporte un salario estable a la recién formada familia, es cada vez más precaria. España atraviesa la peor crisis económica desde el final del siglo XIX y la mayor destrucción laboral desde los años de la posguerra. Las empresas de construcción que antes le encargaban faenas no contactan con él desde hace meses. Yolanda ha dado el paso a cubrirse entera con el niqab, lo que ha impactado al propietario de la tienda en la que trabaja. El jefe le ha dicho que no puede atender así a los clientes y ella ha preferido darse por despedida.

—Omar, he estado hablando con mis padres y creo que no sería mala idea que nos mudáramos con ellos.

Luis y su esposa no quieren que su hija y nieto sufran las penurias de la necesidad. El pequeño Bilal va a cumplir tres años y los abuelos temen que la escasez tenga consecuencias en el desarrollo del niño. La irrupción del niqab de Yolanda en el barrio de Salamanca desata un revuelo ensordecedor. No solo en un vecindario que ve por primera vez a una mujer cubierta por completo con una tela negra, sino también en la relación entre padres e hija. A los pocos días de la mudanza, Luis se lo advirtió:

—Yoli, tú haz lo que quieras, pero vas a tener problemas en este barrio...

De puertas para dentro, la convivencia es resbaladiza, las tradiciones de la antigua usanza castellana engranan con dificultad con las prácticas salafistas.

—Él era muy callado. A veces, cuando nos sentábamos a comer ahí en la mesa, yo le decía: «Vamos a ver, Omar, ¿es que no hablas o qué pasa contigo? ¿Se te ha comido la lengua el gato?». Mi mujer siempre les preguntaba: «A ver qué queréis comer, ¿esto, lo otro? Para ir a comprar». Y yo le decía a veces: «Venga, voy contigo y compramos». Entonces, sí, esa era la historia, preparar comida halal.

Pero no se trataba únicamente de cuestiones relacionadas con la comida. El padre y la madre están siendo testigos directos de la radicalización de su hija y su familia. Ellos no intuyen las consecuencias que pueden acarrear las decisiones que toma Yolanda, pero sí ven que el tipo de vida que ha elegido choca en ocasiones con las costumbres occidentales. Luis intenta hacerla entrar en razón; le dice que puede practicar cualquier religión, pero que no es necesario excluirse de la sociedad. Esas broncas hacen que Yolanda sienta que su padre, un español prototípico al fin y al cabo, la repudia por haberse convertido al islam. Como es habitual en estos casos, la radicalización de los Al Harchi Martínez avanza al mismo ritmo que se distancian de su entorno. Omar tiene cada vez un papel más activo en el grupo de la mezquita, una actividad que lleva totalmente en secreto, y que despierta algunas dudas en Luis, quien teme, más que nada, que un día su hija desaparezca de su vida.

En 2012 la Brigada Al Andalus pasa del plano ideológico al operacional. Y, con el fin de mantener la confidencialidad que requieren las actividades insurgentes, establecen otros puntos de encuentro alejados de una mezquita que merodean los servicios de seguridad: la finca del suegro de Nabil Benazzou, en la localidad abulense de Santa Cruz de Pinares; la tetería Isla Verde, en Torrejón de Ardoz; y el embalse de El Atazar, al norte de Madrid. Ahí se citan para comentar la propaganda que descargan online, los vídeos de los comunicados yihadistas y los textos publicados por Al Nusra. En estos círculos, Omar adquiere cierto papel en el plano operativo y es él quien ejecuta el primer envío de muyahidines a Siria. La agencia de Halcón Viajes está solo a cinco minutos de la casa de sus suegros. Y hasta ahí se acerca el 26 de septiembre para comprar dos billetes de avión con destino a Estambul. Esta ha sido la única ruta de entrada de los reclutas extranjeros que, después de aterrizar en la ciudad turca, se desplazan al sudeste para cruzar a pie la frontera de Siria. Omar paga en efectivo 682,88 € a la dependienta de la agencia y da el nombre de los titulares del pasaje, Abdellatif el Morabet y Bilal el Helka, quienes se consagran como los primeros enviados por la Brigada Al Andalus al frente de la yihad. Tres días más tarde, los marroquíes con número de identidad de extranjero (NIE) —el documento que identifica a los extranjeros residentes en España— salen del aeropuerto de Barajas en el vuelo de Iberia 3760. El viaje resulta demasiado fácil, cualquiera diría que esta es la ruta de entrada a un escenario de yihad. Una vez en Estambul, el desplazamiento es por tierra, hasta que cruzan la frontera siria y llegan a la ciudad de Alepo, donde se alistan en una unidad del Frente al Nusra. Pero la yihad de El Morabet y El Helka solo dura dos meses, no trasciende si los dos yihadistas mueren en un intercambio de fuego o en una misión suicida, pero son los primeros yihadistas españoles (en realidad, extranjeros con residencia española) que caen combatiendo en la turbia escaramuza siria. La muerte de ambos coincide con el primer cisma dentro de la marca anti-Asad: las katibat (batallones) islamistas rechazan la formación de una coalición política que, desde Turquía y con el apoyo de Occidente, represente a todos los rivales de Damasco. En contrapartida, los grupos armados salafistas, como Al Nusra o Al Tawhid, anuncian la inminente formación de un califato islámico, que nunca llegará a fraguarse.

Los que se quedan en España se hacen eco de estas pugnas internas y, a kilómetros de distancia, siguen la ruptura definitiva. Esta se produce, en 2013, entre Al Nusra (la franquicia de Al Qaeda en Siria) y el EII (la franquicia de Al Qaeda en Irak que también opera en Siria). La primera quiere centrarse en el ámbito local, mientras que el segundo tiene ambiciones transnacionales. Y los seguidores de la Mezquita de la M-30, como tantos otros yihadistas foráneos, apuestan por el EII. En su perfil de Facebook, Ikassrien escribe en árabe:

Buenas noticias que anuncian la reconquista de la península arábiga. Dos extraordinarias taifas que vencen al enemigo de Alá, una se une a la otra en unas negociaciones definitivas para rendir honor al emir imam Abu Bakr Al Husseini Al Guraishi Al Bagdadi, que Alá lo bendiga y, en unos días tendréis la primera novedad... y en unas semanas... cambiará el nombre por el de Estado Islámico en Irak y Siria.

Las charlas doctrinales se producen en paralelo al proceso de las féminas del grupo que, en otras habitaciones, comentan las enseñanzas religiosas y políticas. Ellas, en un plano inferior, también descubren las hostilidades contra los inocentes en Siria y asumen las normas de modestia en la vestimenta. Yolanda y Luna visten con mayor rigurosidad el niqab, asumen con fervor el compromiso con el integrismo islámico. Por ello Yolanda y Luna se hacen buenas amigas, ambas se identifican puesto que son las únicas esposas conversas, madrileñas y de una edad similar. El resto de las mujeres marroquíes comentan, por teléfono, que las dos españolas tienen una postura un tanto radical en su manera de practicar los ritos o de interpretar lo que ocurría en Siria. Además, los maridos de estas, Omar al Harchi y Mohamed el Amin Aabou, toman poco a poco un papel de mayor responsabilidad en la red y hacen uso de sus contactos para lograr sus objetivos. Es precisamente uno de estos contactos de Aabou, uno de los investigados tras los atentados del 11-M, el que pone en el punto de mira a la Brigada Al Andalus. Aabou llama por teléfono a un individuo que tiene pinchada la línea y es así como la Brigada Al Andalus aparece en la lupa de la Comisaría General de Información de la Policía Nacional.

—Me decía que lo iban a meter en la cárcel. Me dijo que, un día antes de ir a rezar a la M-30, en la casa de Yolanda oyó a alguien al otro lado de la puerta de la calle y, cuando abrió, vio a dos hombres escuchando —recuerda el familiar.

Los dos hombres sospechan, enseguida, que tienen encima a la policía secreta española. «A mí me han seguido hasta la mezquita», «yo he visto un coche aparcado al lado de mi casa», «nos han seguido hasta Ávila», comentan entre ellos. Al momento deciden dejar de utilizar la red de telefonía y solo se comunican por internet. También empiezan a viajar con frecuencia e incluso se establecen en el exterior. Aabou y Luna son enviados a Alejandría, en Egipto, el 10 de marzo de 2013.

—Cuando se fueron, nos dijeron que se iban a Egipto —recuerda la hermana de Aabou—. Estuvieron un año allí. Cuando se marcharon, dijeron que se iban a montar un negocio con un amigo porque aquí mi hermano no encontraba trabajo y no estaba a gusto y, además, sus hijos podían estudiar árabe y la religión. Nos dijeron que tenían una tienda de ropa, pero la realidad no la sabemos.

Sin embargo, la investigación concluye que el traslado tiene como objetivo abrir una «ventana» en Egipto, es decir, otro punto exterior de envío de combatientes aprovechando el estrenado gobierno de los Ijwan Muslimín, los Hermanos Musulmanes. Mohamed Morsi, cabecilla del partido político de la organización, ha ganado las elecciones en 2012 y ha acabado la caza de brujas estructural que se ha emprendido en las últimas décadas contra los islamistas. Desde Madrid, Omar al Harchi, Navid Sanati Koopaei y, sobre todo, Mohamed Khalouk Darouani hacen colectas de dinero en la M-30 para ayudar a Luna y Mohamed. Como otros yihadistas europeos, el matrimonio se establece en el país árabe con el objetivo de practicar con libertad el salafismo, vestir sus llamativos ropajes, conversar públicamente acerca de los frentes bélicos, o frecuentar círculos devotos y segregados. Pero el mandato de los Hermanos Musulmanes apenas dura un año. El Ejército egipcio prepara un golpe de Estado contra el Gobierno y los islamistas vuelven a ser perseguidos. Es así como la emigración a Siria, un destino cercano al fin y al cabo, va tomando forma entre los islamistas más militantes. Pero la policía española sigue de cerca los pasos de Mohamed y Luna incluso en Egipto y, poco tiempo antes de partir a Turquía, el embajador español en El Cairo le pide a Luna que lo visite en la sede diplomática.

—Luna, me he enterado de que tenéis planes para marcharos a vivir a Turquía —le pregunta a sabiendas de que existe la posibilidad de que crucen a Siria—. Solo quiero preguntarte si te vas obligada.

—No, me marcho porque quiero, aunque mi marido es el responsable.

—¿A qué ciudad os vais, Luna? —insistió el diplomático para evitar lo que, unos meses más tarde, terminaría por cumplirse.

En casa de los Martínez la tensión entre las dos parejas va a romper definitivamente la armonía doméstica en 2013. Omar y Yolanda pasan largas temporadas con la familia paterna en Tetuán. Las idas y venidas, los secretos, las salidas, las normas, los silencios, las pegas... desatan una discusión definitiva el 28 de enero de 2014, una pelea sobre la convivencia que se vuelve casi imposible con la intransigencia del salafismo, en la que sus modos de vida se imponen sobre los demás y hacen casi imposible la cordialidad con las costumbres occidentales. La pelea da por zanjada la convivencia en el piso del barrio de Salamanca. A las 6:29 horas de la mañana la pareja y el pequeño Bilal salen del portal, donde El Haddouti los espera en un coche, que los conduce hasta el domicilio de Ikassrien. Esta es la última vez que Luis y su mujer verán a su hija, que escapa del hogar familiar para tomar el rumbo más temerario de su vida. Los padres desconocen las guerras que se libran en Oriente Medio, donde las brigadas yihadistas se instalan para crecer, y que esa guerra se ha cruzado transgresora en la biografía de una familia bien avenida de la capital. Tanto los Al Harchi, desde Tetuán, como los Martínez, en Madrid, piensan que el matrimonio se ha instalado en la orilla norte de Marruecos para liberarse en el modo de practicar sus ritos, instruir a los hijos en la religión y vestir el atuendo salafista. Pero cuatro meses después, de la noche a la mañana, los teléfonos de Yolanda y de Omar pasan varios días sin dar ninguna señal.

—Su madre me llamó y me preguntó dónde estaba Omar —recuerda el familiar—. Le dije que los buscara, así que fue hasta la casa de ellos, en Tetuán, y ahí no había nadie; me llamó y me pidió que preguntara a la familia de Yolanda. Así que les llamé y me dijeron: «No sabemos nada de ellos». Pocos días después, nos mandaron mensajes; Omar llamó a mi madre y le contó que se habían ido a Siria.

Yolanda Martínez había, finalmente, quebrantado la ley antiterrorista. Ya no se trataba de una conversa piadosa, que empatizaba con el sufrimiento de los musulmanes, o incluso justificaba la labor defensiva de las brigadas anti-Assad. Ahora la joven de veintinueve años había ingresado voluntariamente en un territorio con presencia de grupos terroristas. Dos semanas más tarde, y después de tres años de seguimiento, la policía desarticula en Madrid la célula de la M-30 en el marco de la Operación Gala e ingresan en prisión los nueve integrantes que todavía no habían abandonado el territorio nacional. Los domicilios son registrados y todo el material es incautado por los agentes. La policía reacciona con urgencia porque, según la posterior sentencia 25/2016 de la Audiencia Nacional, Nabil Benazzou Benhaddou, César Raúl Rodríguez, Younes Zayyad, y Mohamed Bouyakhlef ultiman los preparativos para seguir los mismos pasos que Al Harchi. El fallo judicial condena a los miembros de la Brigada Al Andalus a ocho años de cárcel por pertenencia a una organización terrorista; y el cabecilla de la «red de captación y envío de combatientes», como señala el auto judicial, es sentenciado a diez años de prisión por terrorismo y falsificación documental. No obstante, la investigación concluye que ninguno de los hombres y mujeres que integran el entramado ha tenido intenciones de adquirir armas o explosivos o de perpetrar un atentado en España.

En el momento de su migración, la yihadista del barrio de Salamanca no sopesa la posibilidad de que el proyecto del califato fracase o que, un día no demasiado lejano, sea investigada por la Audiencia Nacional. Quizá sí intuye que no saldrá del EI con vida y, por tal motivo, deja escrita una carta, con una letra esmerada y muy cuidada, casi como de niña pequeña, donde afirma que ante la injusticia del conflicto sirio hay que pasar a la acción. El legado de su despedida será precisamente la prueba que utilizará la policía, cinco años más tarde, para convencer al juez José de la Mata, titular del Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional, sobre su grado de peligrosidad.

«QUIERO VOLVER A ESPAÑA»:

LA JUDICIALIZACIÓN DE LOS YIHADISTAS RETORNADOS

Soy Yolanda Martínez Cobos, soy española y vivo en el campamento Roj... y aquí las condiciones son horribles. Vivimos en una jaima de plástico y cemento que llega a los cincuenta grados. Mi hija pequeña de seis años y mi bebé de cinco meses tienen quemaduras de segundo grado. Les pido que me traigan la medicina y no me la traen y no quieren ayudarnos en nada, todos los días nos prometen, se burlan de nosotros. Y, bueno, yo solo espero que las cosas vayan mejorando para nosotras. No entiendo por qué estamos aquí metidas porque yo vine con mi marido, en una situación en la que era completamente legal venir, para vivir el islam. Yo no he hecho nada extremista, ni mi marido tampoco y, bueno, pues para seguir mi religión. Lo que haya venido después, o lo que haya hecho la gente, por lo que esto se ha formado tanta bola, yo no he participado en ello ni mi marido. Y, bueno, espero que las cosas vayan favorables a nosotros....

El vídeo es emitido en un programa de televisión en prime time de la cadena Cuatro, titulado «Yihad, el enemigo a las puertas».15 Es la toma que le hice a Yolanda en Al Roj, cedida a un debate sobre el terrorismo yihadista. «Espero que las cosas vayan favorables a nosotros», la última frase suena con eco en el plató al tiempo que el resto de los colaboradores observa con desconfianza el discurso de Yolanda. El alegato de la madrileña pretende introducir el debate de la repatriación de los prisioneros del EI en Siria e Irak, no solo por las deplorables condiciones de vida, sino por las consecuencias a largo plazo que tienen esos masificados focos de detención en la seguridad internacional. Los demás invitados reaccionan con cautela: «Estas señoras se fueron siendo mayores de edad, conscientes de que iban a un lugar en conflicto donde estaba operando un grupo terrorista, en la tele lo que se veía eran degollamientos, ejecuciones masivas y demás. Eran mayores de edad, [...] NO eran engañadas al 100 %». Una repatriación sí, pero con todas las de la ley, ese es el punto de encuentro entre todos los que estamos en la mesa, aunque, detrás de las cámaras, los participantes reconocen que «lo más cómodo es que se queden ahí».

La repatriación de los yihadistas europeos ha sido el expediente más espinoso para los países de la UE, la comunidad política más reticente a realizar operaciones organizadas de retorno. Traer de vuelta a los prisioneros capturados, por las características de detención en Siria, es una cuestión que presenta numerosas trabas políticas, de seguridad, jurídicas y humanitarias. Los mandatarios no quieren enfrentarse a su electorado, los miembros de los cuerpos de seguridad temen que la falta de pruebas dé lugar a penas de cárcel inferiores a cinco años y los familiares están inquietos por las durísimas condiciones del exilio, que, por otra parte, incumple el derecho internacional.

La número dos del Ministerio de Interior español, Ana Botella, ha señalado que el Gobierno de España no tiene «intención de hacer una repatriación en bloque», sino de que estas personas sean juzgadas «sobre el terreno».16 Pero la vuelta de los españoles incluiría a las tres mujeres, a Omar al Harchi y a diecisiete menores —los que han sido identificados públicamente—, además del ceutí Zuhair Ahmed Ahmed, de veintiocho años y que ha sido hallado por su familia, gracias a fotografías publicadas por la prensa, en una celda del nordeste de Siria. Unas imágenes que muestran a Zuhair, por primera vez, postrado en el suelo sin piernas y que lo exponen como un tullido de guerra. En comparación con otros países de su entorno, repatriar a veintidós personas no es una cuestión de primer orden para España, pero, como ha mencionado Botella, existe un criterio común adoptado por dieciséis gobiernos europeos para evitar la vuelta de los yihadistas al territorio. El G16 es una iniciativa, propuesta por Bélgica, para formar un bloque desde el que gestionar, de una manera coordinada, la amenaza de los FTF. El grupo se gestó en 2013 y está integrado por Austria, Bélgica, Alemania, Dinamarca, Francia, Irlanda, Italia, Luxemburgo, Holanda, Polonia, Suecia, Reino Unido, Noruega, Finlandia, Suiza y España. Y su consolidación explica, en gran medida, la razón por la que la UE se niega a repatriar a los nacionales del EI. Para ello cada país ha hecho movimientos destinados a garantizar que los retornados, si regresan al territorio nacional, no se librarán de permanecer una temporada en prisión.

«Hoy he firmado la hoja para volver a España», me explica Yolanda en un mensaje de texto sobre un supuesto formulario que las autoridades españolas le han enviado hasta el campamento.

«Hola, ¿qué hoja?»

«Una hoja que nos han mandado desde España. Diciendo que nosotras queremos volver, pero con las consecuencias de que puede que nos caiga cárcel de 2 a 5 años.»

«¿Es una hoja del Ministerio de Asuntos Exteriores?», le pregunto.

«Creo que sí. Pero nosotras no hemos hecho nada malo, solo venir con nuestros maridos.»

«Y ese papel, ¿quién os lo ha dado?»

«La responsable de aquí [de la seguridad del campamento].»

«Pero ¿con el sello de España o en árabe?»

«No había ningún sello español. Todo en español, no había nada en árabe.»

«¿Qué ponía exactamente?»

«Ponía mi nombre completo, que estoy de acuerdo con todas mis capacidades mentales. Y con las consecuencias que pueda causar mi repatriación de volver a España yo y mis hijos menores. Y luego, abajo, el número de la ley por la que tan solo por pisar Siria es un delito.»

«¿Qué ley ponía?»

«De dos a cinco años [de cárcel] según se vea el caso», concluye Yolanda.

Las instituciones españolas, como el Ministerio de Asuntos Exteriores, el de Interior o la Fiscalía de la Audiencia Nacional, no reconocen la autoría de este trámite escrito para traer a las españolas. El documento hace referencia al artículo 575 de la Ley Orgánica 10/1995 que tipifica los crímenes de terrorismo y que fue sometido a una importante modificación en 2015, tras la resolución 2178 de las Naciones Unidas que urgió a los países miembros a tipificar el desplazamiento a la zona de conflicto. El artículo castiga con penas de dos a cinco años de prisión a la persona que «se traslade o establezca en un territorio extranjero controlado por un grupo u organización terrorista».

—No vale nada. Un documento firmado sin presencia de un juez, de su abogado... es papel mojado —responde el abogado del padre de Yolanda, José Luis Laso D’lom—. La ley es de 2015 y ellas ya estaban allí, así que no puede tener efectos retroactivos. Solo podrían juzgarlas por pertenencia o colaboración con organización terrorista. La pena es muy superior, pero para la colaboración hay que indicar el acto de colaboración concreto, y hacer la comida o cuidar de los niños no está en la lista...

El caso judicial de Yolanda es un claro ejemplo de la crisis procesal de los retornados. Su actividad dentro del califato es una incógnita, un misterio imposible de probar. Por lo que el proceso no presenta pruebas de crímenes cometidos en Siria, como la participación en la lucha armada o ejecución en masacres, pero tampoco en España, como la planificación de atentados; y el hecho que puede probarse, el desplazamiento a Siria, se tipificó en un tiempo posterior a su marcha. El hecho jurídico que aborda la policía en la investigación es la captación de otras mujeres y el adoctrinamiento, una actividad castigada con «penas de prisión de cinco a diez años» por «cualquier actividad de captación, adoctrinamiento o adiestramiento, que esté dirigida o que, por su contenido, resulte idónea para incitar a incorporarse a una organización o grupo terrorista».

—Nos enfrentamos a un agujero negro —reconoce el jefe policial de la Comisaría General de Información (CGI) que dirige la investigación abierta contra Yolanda. Él se refiere a la falta de pruebas, escuchas y seguimiento cuando ella residió en los confines del grupo terrorista, puesto que apenas utilizó el teléfono, las redes sociales o el correo electrónico. El equipo policial quiere fundamentar la culpabilidad de la joven en dos tramos. Uno, la presunta misiva que dejó escrita antes de partir a Siria —«ante la injusticia del conflicto sirio, hay que pasar a la acción»— y que apareció en el registro del domicilio de Mohamed Khalouk Darouani. Esta carta contradice la tesis que ahora expone Yolanda, es decir, que marchó a Siria engañada por su marido. La segunda línea es una supuesta conversación incautada entre las mujeres marroquíes de los integrantes de la célula de la M-30 en la que comentan que Yolanda y Luna, como conversas, «interiorizan y asumen de una manera muy activa la participación de la mujer en la yihad», según explica la policía. Pero la investigación anterior, que culmina con las detenciones en 2014, excluye a la esposa de Al Harchi del auto judicial porque no percibieron ninguna actividad delictiva.

—El papel de la mujer no se interpretaba antes como ahora —recuerda el inspector jefe—; desde la Operación Gala, que desarticula esta red, se abre otra operación que se centra por primera vez en las mujeres, pero no da resultados... y ahora estamos retomando esas investigaciones porque hay otra óptica. El papel de la mujer en Dáesh lo han interpretado a la perfección. Yolanda y Luna tuvieron un papel importante; varias mujeres de estos eran marroquíes y hablaban de ellas como que llevaban a último extremo el niqab y que estaban captando a gente, que se estaban radicalizando. Pero no hay ninguna que haya enviado a otras mujeres al conflicto, sino que los supuestos delitos serían captación y adoctrinamiento. Lo que pretendemos es demostrar que se han integrado sabiendo adónde iban, que podían haber optado por quedarse, que se quedaron hasta Baguz y no salieron del califato. Porque han cumplido con todo el papel. Con una carta como la que dejó Yolanda se ha condenado a miembros de ETA.

La Ley Orgánica 2/2015, de 30 de marzo, que tipifica los delitos de terrorismo, ha dado lugar a una campaña antiterrorista más agresiva que ha disparado las detenciones y por ello el número de arrestos en España encabeza las listas en Europa, solo por detrás de Francia y Reino Unido. Y por esa misma causa los yihadistas españoles son una de las nacionalidades europeas menos numerosas en el organigrama de Dáesh, 248,17 de los que 47 han retornado y 133 permanecen desplazados o fuera del radar de las fuerzas de seguridad.

—La reforma del Código Penal —señala otro inspector del CGI— lo que hizo es adelantar la barrera de protección. Antes castigaba cuando se cometía un atentado y ahora nos permite castigar cuando una persona se ha capacitado, adoctrinado, cuando una persona tiene la información necesaria para cometer atentados. [...] Debe haber actos preparatorios, como una persona que se descarga un manual para elaborar explosivos y hace consultas por internet para obtener ese material. Ha influido en cierta manera porque se empiezan a tipificar conductas que antes no se contemplaban, como el autoadoctrinamiento. Se trata de gente que vive inmersa en el ordenador horas y horas y descarga material ideológico y operativo con un fin. Lo que te pide el Tribunal Supremo es que sea de alta intensidad, que no sea meramente ideológico, sino que vaya un paso más allá, que sea una finalidad de alta intensidad. Operativo, que tenga la intención de realizar un ataque de terrorismo. Y, ahora, el autoadoctrinamiento tiene que ser para capacitarse. Debe incluir manuales o vídeos, no ser meramente ideológico. [...] Pero ha sido agresivo. La reforma penal permite ser agresivo. La idea es que logres detener a la persona antes de que cometa el atentado y puedas demostrar que estaba dispuesta a integrarse...

Pero el término ha generado cierto debate entre los letrados y juristas puesto que, en contra de lo que la gente piensa, existe una diferencia entre quien navega por la web para llevar a cabo un atentado y quien lo hace con la intención de desplazarse a un territorio controlado por un grupo terrorista. Mientras que la capacitación operativa está clara en los primeros, con la descarga de material para la fabricación de explosivos o la compra ilegal de armamento, no lo está tanto en aquellos que hacen consultas sobre el desplazamiento a otro territorio, consultas teológicas o ideológicas, ya que la migración al califato es una aspiración musulmana.

El espacio cibernético se ha implantado como el escenario de la cultura de la yihad. Pero la información teológica confluye, se nutre, se solapa con la propaganda del terrorismo yihadista. El vector de captación siempre es una cuestión religiosa que incita el interés del radicalizado. Un grupo de Facebook, un canal de Telegram o un chat en el que se plantean dudas sobre cómo llevar el velo, un tipo de alimento halal o cómo actuar en una situación determinada siguiendo el ejemplo de versículos coránicos o hadices sobre acciones del Profeta. En ese diálogo religioso se mueven los reclutadores yihadistas, que observan y seleccionan a quienes muestran aptitudes para adoptar el discurso radical, personas con dotes de liderazgo o que muestran una arenga intransigente. Internet ha sido el campo de batalla del reclutamiento de los FTF y el que explica, en cierta manera, la transnacionalidad del proyecto del EI. La propaganda de Dáesh se ha vertido en la web para que los jóvenes millennials, conocedores del lenguaje audiovisual y las redes sociales, compraran en un tiempo récord las promesas del yihadismo.

—Dáesh se configura en tres círculos. El primer círculo es el oficial y está dirigido desde los territorios que ellos controlaban. Ahí estaban los directores: las productoras en lengua árabe, Al Furqan; en lengua no árabe, Al Hayat; Al Bayan, en radio; Al Nabah, la revista semanal; Nayat, que es la que hacía los nasheed [cantos coránicos a capella] —comenta el mismo investigador—. El segundo círculo lo forman foros virtuales como Al Sumuq o Al Mimbar —los que usaba Al Qaeda— y los coordinan miembros de la organización o bien aquellos que no se han podido desplazar a la zona de conflicto. El tercer círculo está integrado por seguidores anónimos que no están reconocidos, pero que, basados en ese ideario, empiezan a difundir el material. Toman el contenido original de Dáesh y lo adaptan sobre el terreno o, en algunos casos, realizan producciones propias. No hay conexión [con el mando central] salvo en algunos casos. A veces existe la figura de un coordinador que forma parte de esas plataformas. Ellos saben que en este tercer círculo estamos nosotros, las fuerzas de seguridad e inteligencia, por lo que existen unos filtros de seguridad bastante importantes para pasar al siguiente círculo, el segundo. Unos coordinadores de seguridad que trabajan en este tercer círculo se encargan de encontrar personas que pueden ser mano de obra de interés para la organización, seleccionarlas y pasarlas al siguiente. Siempre están buscando traductores o gente con capacidades técnicas. El objetivo antes era reclutar para viajar a la zona de conflicto. Ahora [tras la caída del califato] es diferente y la temática está más orientada a la comisión de acciones. El último círculo es la parte donde se crea la propaganda y donde nos encontramos con gente como los lobos solitarios. La captación se produce donde está el público. Al principio, en 2015, era en Facebook y Twitter donde se expresaban abiertamente, sin ningún miedo, hasta que se dieron cuenta de que esto les había supuesto un montón de operaciones policiales en su contra. Desde entonces, han cambiado y hoy ya no lo hacen en público, sino en privado. Ahora lo hacen por otro canal, de punto a punto. Empiezas a notar que, de forma progresiva, comienzan a tomar medidas de seguridad.

Una de esas medidas ha sido la migración a los servicios de mensajería encriptada, como Telegram, más anónimos y difíciles de rastrear. No solo sirven de plataforma de propaganda, sino también de megáfono para las prisioneras en Siria. En los canales afines promueven colectas de dinero con el que pagar a los traficantes que las ayuden a escapar. La fuga, dada la inacción de los mandatarios europeos, es la única vía para regresar, tras alcanzar Turquía o Líbano, al territorio europeo.

LAS FUGAS DE LOS CAMPAMENTOS,

ÚNICO BILLETE DE VUELTA A EUROPA

Una «hermana» muhayirun y sus hijos, que han escapado recientemente de los campamentos, necesitan 1.500 dólares para completar la salida del área kurda. Oh, musulmanes del mundo, guardianes de la fe y del monoteísmo, llegaréis a Alá asistiendo a vuestras «hermanas» con algo tan simple como las donaciones.

Gracias a Alá, cuya gracia es honrada, con el apoyo de Alá todopoderoso, vuestros «hermanos» que participan en la campaña han logrado facilitar la llegada de dos «hermanas» muhayirun y ocho niños de Al Hol hasta las zonas liberadas [terminología para designar el territorio intervenido por Turquía en Idlib, Al Bab o Tel Abyad].

El repentino caos bélico en la provincia kurda, tras la intervención militar de Turquía en octubre de 2019, va a desatar un escenario que se temía desde hacía tiempo: las fugas de prisioneros.18 La olla a presión de estas cárceles abiertas explota ante la caída de misiles de artillería en el campo de Ain Issa, un recinto del que rápidamente escapan setecientos cincuenta afines al grupo terrorista. Pero quienes huyen de Ain Issa, en su mayoría mujeres y niños, se embarcan en otro peligroso lance hasta alcanzar la frontera de Turquía. Una de las fugitivas francesas, Nadima,* pasará dos semanas oculta entre lugareños y traficantes de Raqqa.

—Necesito encontrar a alguien que nos saque de aquí y nos conduzca hasta la frontera —escribe en una aplicación de mensajería.

—¿Cuántos estáis ahí? —le pregunto.

—Somos tres mujeres francesas y nueve niños, más dos hombres y dos mujeres civiles [que nos retienen].

—Entiendo.

—Nosotras no estamos con ellos, no somos de Dáesh, nosotras queremos marcharnos deprisa para huir de Dáesh. Queremos volver a Francia. [...] El problema es cómo vamos a pasar los controles de carretera de los kurdos.

Nadima explica que quienes quieren regresar al grupo terrorista o bien parten a Idlib, una ciudad bajo el control de otros grupos insurgentes, o bien contactan con los cuadros yihadistas clandestinos. Sin embargo, las que anhelan regresar a Francia deben sortear los checkpoints de las YPG hasta llegar a territorio turco.

—Un tal Ismail me ha dicho que mañana va a hablar con alguien que nos vendrá a recoger por la tarde para llevarnos a Tel Abyad [ciudad tomada por las tropas aliadas de Turquía]. Me han dicho que todo saldrá bien, pero tengo miedo... [Los que nos vienen a buscar] nos han pedido una foto.

—¿Para qué?

—Para dársela al Ejército turco o a nuestro Gobierno.

Al día siguiente, el traficante no recorrerá directamente la distancia hacia la frontera, sino que pasará una semana de casa en casa, en un intento de obtener un cuantioso pago de los familiares franceses. Finalmente, el grupo de furtivas entrará en Turquía, desde donde serán repatriadas a Francia.19 Al año siguiente, la yihadista con residencia española Lubna Fares, madre de tres hijos españoles, también desaparecerá del campamento Al Hol tras fugarse con otras compañeras.

La dispersión de los prisioneros no incitará un cambio en la política antirrepatriación, sino que establecerá un patrón: «Primero, los huérfanos; segundo, los niños en estado vulnerable; tercero, las madres». Hasta ahora las autoridades solo han extraído del nordeste de Siria e Irak a setenta y seis menores, de Francia (treinta y nueve), Bélgica (seis), Alemania (diez), Austria (dos), Holanda (dos), Italia (cuatro) Dinamarca (uno), Suecia (siete), Reino Unido (tres), Noruega (siete) y Finlandia (dos). Y han permitido la salida, escoltadas por milicianos locales o bien mediante su detención por parte de las fuerzas de seguridad del correspondiente Estado europeo, a tres mujeres —una adulta de Alemania, otra de Noruega y una de Italia— que han concluido el regreso a sus países de origen.20

La primera en salir de Al Hol será la yihadista alemana Laura H., que en noviembre de 2019 será escoltada con la máxima discreción para evitar un motín del resto de las apresadas. Acompañada por sus tres hijos y un menor de nacionalidad americana, cruzará por el paso fronterizo iraquí hasta tomar un avión a la ciudad alemana de Frankfurt. La prensa, que se hará eco de su llegada al aeropuerto, especulará sobre las causas de tan inusual decisión y el mecanismo que se habrá puesto en práctica.21 La repatriación concluirá por una orden judicial que impedirá separar a los menores de las madres; la intervención de una figura diplomática estadounidense en las relaciones con los kurdos; y el beneplácito del Gobierno federal alemán. Además, Laura habrá demostrado en su correspondencia, según fuentes cercanas, haber sufrido un desencanto con el grupo terrorista.

El retorno de Laura H. abrirá la vía obstruida de la vuelta a casa de los yihadistas europeos y avivará el diálogo entre el aparato de la justicia, los líderes políticos y los defensores de los principios humanitarios, los tres vértices en los que se mueve la polémica repatriación de los prisioneros desterrados de Dáesh. Y la motivación humanitaria será la que dará lugar al siguiente traslado, el de una mujer noruega de 29 años, dado el delicado estado de salud de uno de sus hijos. El tercero, el de la italiana Alice Brignoli, se producirá en octubre de 2020, pero tendrá un modus operandi particular. Alice será detenida en el campamento por las fuerzas especiales de su propio país (ROS, por sus siglas en italiano), que la enviarán en un avión de vuelta a Italia.

El rumor en Al Hol llenará de esperanzas a las yihadistas como Yolanda, que verán un poco más cerca la evacuación definitiva de los campos de reclusión; aunque la lentitud (en un año y medio, solo tres mujeres han sido repatriadas) también demostrará la postergación, o incluso la entelequia, de la hipotética vuelta a casa de los yihadistas europeos.