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—¿CON QUIÉN HABLAS, Isak?

El joven paciente alzó la cara pálida del libro que estaba leyendo y lo miró sorprendido.

—Con nadie. ¿He dicho algo en voz alta?

—Pues sí. —Simon Hartvig, su educador social, le dedicó una sonrisa tranquilizadora evitando mirarlo a los ojos. Era importante reconocer los síntomas de psicosis a tiempo para que la cosa no fuera a más. En esos momentos, Isak parecía tranquilo—. No pasa nada. Sigue leyendo.

Las paredes de la sala común estaban pintadas de naranja y decoradas con pósteres de películas: Grease, Pretty Woman, Dos tontos muy tontos… Había dos pacientes jugando al futbolín y en un rincón un grupo tejía llaveros de lana bajo la supervisión entusiasta de su compañera Ursula. La lluvia repiqueteaba sobre el tejado, olía a pan recién hecho y ya no faltaba mucho para el almuerzo. La verdad era que se estaba muy a gusto. La unidad U8 tenía a su cargo algunos de los casos más graves de jóvenes con enfermedades mentales que sufrían trastornos como esquizofrenia paranoide, pero en una tarde tranquila como la de ese lunes uno hubiera tomado el lugar por un centro de ocio juvenil normal y corriente. Un centro con clases de guitarra y vigilancia veinticuatro horas al día. Sala de artes plásticas, dulces caseros y cierres de seguridad en las ventanas.

Simon se reclinó en su silla y miró por la ventana hacia el parque del hospital. Las hayas que se alzaban frente a la fachada del edificio goteaban de forma descorazonadora, y el jardín que rodeaba el Centro de Psiquiatría Infantil y Juvenil de Bispebjerg parecía más un cementerio que un lugar de recreo. Le irritaba que los jóvenes no encontraran un entorno más animado cuando miraban por la ventana. Un entorno natural que sirviera para algo, que fuera el marco de experiencias enriquecedoras. Llevaba tiempo luchando por que le dejaran plantar un huerto en el recinto. Muchos estudios recientes demostraban una relación positiva entre las actividades al aire libre, la comida saludable y el bienestar psíquico ¿y no veían lo beneficioso que podía ser plantar un huerto en un hospital psiquiátrico?

Pero las cosas de palacio iban despacio; había fracasado en su empeño de ofrecer alimentos ecológicos en el comedor del centro y convertir una parte en desuso del hospital en un centro recreativo. Esta vez, sin embargo, las cosas pintaban mejor.

Seis meses atrás, junto con su compañero Gorm, había creado un comité que escribía cartas al Ayuntamiento y recogía firmas entre los familiares de los pacientes y los trabajadores del centro. Habían conseguido reunir ciento cincuenta mil coronas para el proyecto del huerto. Desafortunadamente, sus planes se habían quedado atascados en la Consejería de Tecnología y Medioambiente, que opinaba que el entorno del hospital debía preservarse, tal vez incluso elevarse al estatus de monumento. Pero el comité no iba a darse por vencido, Simon pensaba asegurarse de ello personalmente.

Observó la sala común para cerciorarse de que todos estaban ocupados y tranquilos. El grupo de los llaveros había dejado la lana sobre la mesa y ahora se entretenía con algún juego. Isak seguía leyendo con las piernas encogidas.

A menudo le parecía que trabajar en el sector de los cuidados era como pretender reparar una pieza de artesanía con cera. Simon solía regresar a casa con la sensación de que su trabajo como educador no tenía ningún sentido, de que nunca conseguiría cambiar nada. Aunque era joven y hacía poco que había terminado la carrera, ya empezaba a sentir que la impotencia se le metía bajo la piel. Las ganas de hacer cosas y la energía no eran cualidades muy útiles para sobrevivir en ese lugar. Pero él se negaba a aceptar que las circunstancias de los pacientes no pudieran mejorarse y que el bonito terreno que ocupaba el hospital no pudiera aprovecharse mejor, precisamente porque le gustaba aquel sitio y apreciaba aquellos edificios antiguos que se habían construido para que sobrevivieran a quienes los levantaron. Le recordaban a un tiempo pasado en que las soluciones eran duraderas y no meros parches.

La sociedad había cambiado. En la actualidad, una lavadora se estropeaba dos meses después de que se le acabara la garantía, las casas se construían a base de lana de roca y yeso, y el sufrimiento se trataba con calmantes sin que nadie se parara a considerar cuál era su causa. Se atajaban solo los síntomas.

El triunfo de la pereza, el fracaso del sistema.

Se levantó para darse una vuelta por la sala.

—¿Quién va ganando? No estarás haciendo trampas, ¿verdad, Isolde? ¡Que te vigilo!

Le dio un suave pellizco a Isolde en el brazo y siguió su camino con una sonrisa. Una de las ventajas de su juventud era que los pacientes se relacionaban con él con más facilidad que con muchos de sus compañeros mayores. Guardó la lana, aunque deberían haberlo hecho los pacientes, y acabó el recorrido situándose de nuevo junto a la butaca de Isak.

—¿Has desayunado?

El chico asintió con aire ausente.

Parecía una pregunta inocente, pero era de una importancia esencial. A menudo Isak se olvidaba de comer y cuando eso pasaba, la medicación antipsicótica le daba náuseas. Hacía poco, después de vomitar el Seroquel, había desaparecido durante varias horas y acabaron encontrándolo en los jardines del hospital rodeado de cuatro de los patos del estanque con la cabeza degollada.

Hacía aproximadamente seis meses que Simon acompañaba a Isak y ya estaba familiarizado con su historial. La esquizofrenia le surgió durante los primeros años de la adolescencia, pero, como ya venía con un diagnóstico de síndrome de Asperger, su familia creyó que no era más que una manifestación de su trastorno, así que pasó mucho tiempo antes de que recibiera el tratamiento adecuado. El educador había sido testigo de cómo la familia perdía lentamente hasta el último resto de esperanza a medida que la enfermedad empeoraba y los diagnósticos se amontonaban. Al final, el padre era prácticamente el único que iba de visita, a veces con una revista o un libro para Isak y siempre con una sonrisa que a Simon le partía el corazón. No había conocido una atención así ni en su propio padre. Los padres de Isak eran personas muy cariñosas que veían con impotencia que su hijo enfermaba cada vez más y se alejaba gradualmente del sueño de vivir algún día una vida «normal».

—¿Quieres bajar a la sala tranquila mientras los demás están con el ordenador?

—Sí, gracias. —Isak se levantó de golpe.

Sabía que al muchacho le gustaba mucho aquel pequeño espacio que el hospital, a petición del comité, había arreglado con papel de flores en las paredes, aceites esenciales y música relajante. Le gustaba en parte porque tenía paz para leer, pero también porque así no tenía que ver como los demás disfrutaban de internet cuando a él no le estaba permitido acceder.

—¿Llevas tu libro?

Isak mostró su ejemplar manoseado de la novela Papillon. Medía casi dos metros de altura, estaba flaco como un guerrero masái y andaba de una forma tan desgarbada y descoordinada que parecía que el suelo se movía bajo sus pies a cada paso que daba. En la sala tranquila se apoltronó en un puf de bolitas, con las piernas encogidas, y siguió leyendo.

Simon salió y comprobó que su botón de alarma seguía a buen recaudo en el bolsillo. Isak pronto alcanzaría la mayoría de edad y le aplicarían un protocolo de adulto para el que no estaba preparado en absoluto. Le resultaba insoportable pensarlo. ¿Dónde iba a vivir? ¿En una institución para enfermos psiquiátricos con un solo educador de día para diez jóvenes? O, de no haber una plaza disponible para él, ¿en un reformatorio o en un albergue para indigentes? La calle sería mejor que eso, al menos podría entrar y salir del hospital hasta que… ¿cuánto tardaría la cosa en acabar muy mal?

Simon cerró la puerta con gesto enfurecido. Tenía muy claro que había que emplear métodos drásticos para cambiar las cosas.

 

 

LOS BISTURÍES COLGABAN de la pared embaldosada entre oscilantes sierras eléctricas y de mano, herramientas pesadas y robustas diseñadas para cortar costillas y abrir cráneos. Un mundo de acero, de superficies fáciles de desinfectar y de precisión quirúrgica para enfrentarse a los residuos de la muerte, la descomposición y el caos. En todas las superficies y rincones había orificios discretos y surcos para deshacerse de los últimos fluidos y restos de vida de los cadáveres. Un paisaje de mangueras y suelos antideslizantes, de pizarras magnéticas y focos de trabajo.

Jeppe Kørner echó una mirada a la inmensa garra mecánica que colgaba del techo mientras se abrochaba los botones de su traje de protección. Se arrepintió de haberse comido un bocadillo de chorizo en el almuerzo; el sabor del embutido le repetía irremediablemente y el departamento de autopsias del Instituto Anatómico Forense no era precisamente el lugar más apetecible para notar el sabor de carne muerta en la boca.

A su lado, el detective Falck se cubrió el cabello canoso con la capucha blanca del traje protector que le daba, más si cabe, el aspecto de un osito de dibujos animados. Paddington, tal vez, perdido en un mundo frío lleno de acero y cadáveres donde en cualquier momento podía aparecer alguien y rajarlo.

—Seguro que ya han empezado. —Jeppe señaló la sala de autopsias más alejada y echó a andar hacia allí, con el osito Paddington pisándole los talones.

Nyboe, el patólogo forense, se encontraba junto a la mesa de acero que se alzaba en el centro de la estancia, acompañado de un perito forense y un fotógrafo de la Policía. La luz de los potentes focos hacía que los cuerpos proyectaran sombras sobre el cadáver y que dibujaran un paisaje sobre la piel, donde se alternaban bruscamente la nieve resplandeciente bajo el sol y una opacidad gris.

—¿A quién tenemos aquí? —Nyboe alzó la cabeza con el cuello largo y cubierto de arrugas, que le daba el aspecto de una tortuga aristocrática—. Kørner y Falck, acercaos. Estamos terminando con la exploración externa.

Jeppe se acercó a la mesa de autopsias y contempló el cadáver. La mujer estaba bocarriba, con la cabeza levemente inclinada hacia atrás y las manos abiertas, desnuda y con una palidez cerosa. Tenía una mandíbula y una barbilla prominentes, las piernas cubiertas de varices y el pelo de la cabeza y del pubis encrespado y mechado de gris. En aquella posición de indefensión, de sumisión total del cuerpo, cada defecto, cada imperfección, saltaba a la vista. Y, sin embargo, la mujer muerta de la mesa desprendía una extraña y frágil belleza.

—¿Habéis confirmado su identidad?

—Como suponíamos, se trata de Bettina Holte, de cincuenta y cuatro años, auxiliar sociosanitaria, reside en Husum con su marido y es madre de dos hijos adultos. La familia ha confirmado su identidad.

Jeppe se dirigió a Falck.

—¿Te encargas de cancelar la búsqueda?

Falck se apartó un par de pasos y empezó a desabrocharse el traje protector para sacar el teléfono móvil.

—¿Causa de la muerte?

Muy concentrado, Nyboe frotó un pezón de la víctima con un bastoncillo de algodón que guardó en una bolsa hermética antes de responder:

—Parada cardíaca, Kørner, igual que todo el mundo. ¿Hay algo más que quieras saber antes de que empiece la autopsia?

Jeppe reprimió un suspiro.

—Dime lo que sepas por ahora, si eres tan amable.

—Amable es mi segundo nombre. —Nyboe agarró una varilla metálica de la mesa de trabajo que tenía detrás. Era una de esas varillas telescópicas que los maestros de primaria usaban años atrás para señalar países lejanos en el mapamundi. La empleó para señalar la muñeca de la víctima.

—¿Ves los cortes? ¿Aquí, aquí y aquí? —La varilla pasó de una muñeca a otra y luego a los muslos.

Jeppe se inclinó hacia delante para ver mejor. En ambas muñecas y en la ingle izquierda había unos cortes de unos diez centímetros de largo paralelos entre sí y perpendiculares a las extremidades. Doce cortecitos hechos con mucha precisión sobre las tres arterias principales del cuerpo.

—Bettina Holte se desangró. Aparte de estos cortes, no he encontrado otras lesiones externas, por eso puedo afirmarlo con bastante seguridad.

—¿Desangrada? —Jeppe intentó no dejarse distraer por la conversación telefónica que Falck mantenía de fondo—. Cuando alguien se corta las muñecas y se desangra, ¿no suele tratarse de un suicidio?

—En este caso, no. Te aseguro que no podemos hablar de suicidio. —Nyboe volvió a echar mano de la varilla para señalar los brazos del cadáver—. ¿Ves las marcas rojas de los antebrazos? A esta mujer la sujetaron con correas. Y por los tobillos también. Puede que incluso las manos, también tienen la piel enrojecida. —Señaló de nuevo.

—¿Y por qué sujetarle las manos?

—Para que no hiciera esto. —Nyboe alzó una mano cubierta con un guante de látex, la cerró en un puño y la dobló hacia el antebrazo—. Esto frenaría el sangrado. Al menos un rato. —Dejó la varilla a un lado y se puso un dedo en la barbilla con gesto pensativo—. Por el rigor mortis podemos aventurar que la muerte se produjo entre la medianoche y las tres de la madrugada. Las dos horas que pasó enfriándose en la fuente nos impiden precisar más. Además, sabemos que la mujer estuvo tumbada bocarriba mientras se desangraba. Lo más probable es que el asesino la atara, le cortara las arterias y esperara a que muriese.

Jeppe se dio cuenta de que Falck volvía a estar junto a la mesa y se había puesto a tomar notas. Murmuraba de forma inconsciente mientras escribía. El ruido resultaba una alternativa nada deseable a la música que Jeppe tenía metida en la cabeza.

—El asesino debió de amordazarla o sedarla. De lo contrario, ella hubiera pedido ayuda.

—Sí, y hubiera gritado de dolor. —Nyboe empezó a cortarle las uñas al cadáver para guardarlas en una bolsita—. Desangrarse es muy doloroso. Los primeros diez o quince minutos tal vez no, pero cuando los órganos vitales empiezan a detenerse, duele una barbaridad. Y con estos cortes debió de tardar una media hora en morir. Habría sido más rápido si le hubiera cortado la carótida.

—¿Así que la idea era que tardara un buen rato?

El patólogo forense asintió con aire pensativo y cerró la bolsita con las uñas.

—Esa era, a todas luces, la intención del asesino, sí.

—¡Qué horror! —Jeppe se estremeció para sacudirse la inquietud de encima—. Entonces seguro que el asesino no la sedó.

—Eso nos lo confirmará el informe toxicológico, pero algo me dice que tienes razón. Probablemente no lo hizo. —Ajustó la lámpara frontal que llevaba en la cabeza y forcejeó para abrirle la boca al cadáver y poder examinar el interior—. No hay ninguna lesión en la boca, pero eso no significa que no la amordazara, por ejemplo, con una bolsa de plástico hecha una bola o una pelota blanda. No es muy difícil ahogar los gritos de una persona.

Jeppe cerró los ojos durante un largo instante e intentó imaginárselo. La mujer desnuda y atada, sangrando, incapaz de gritar para disipar el dolor mientras las fuerzas la abandonaban de una forma lenta y agónica.

—¿Hay señales de violencia sexual?

Nyboe introdujo un bastoncillo de algodón muy largo en la garganta de la mujer y se lo tendió al perito antes de responder:

—De entrada, no. Parecería lo más evidente, ya que la encontraron desnuda, pero no hay señales de penetración, ni de que ella se resistiera, y tampoco hemos encontrado esperma en los orificios corporales.

—Vale. —El inspector Kørner se inclinó de nuevo hacia la mesa para observar la muñeca de la mujer—. ¿Por qué todos estos cortes? ¿Por qué no le abrió las venas sin más?

Nyboe se giró en busca de algo en la mesa de trabajo.

—Vaya, Kørner, por una vez preguntas algo importante. —Agarró un bisturí—. No lo sé. Para empezar, me gustaría saber con qué se hicieron los cortes.

El perito elevó la cabeza de la mujer y Nyboe le hizo un corte en el cuello, dejó el bisturí a un lado y despegó el rostro del cráneo. Jeppe sabía que a continuación lo abriría con la sierra para extraer el cerebro, pesarlo, seccionarlo y examinarlo. Finalmente, el cerebro se guardaba en la cavidad abdominal junto a los otros órganos y se cosía la piel. El cráneo se rellenaba con celulosa y papel secante. Si se devolvía el cerebro a su sitio, se corría el riesgo de que empezara a salir líquido durante el entierro.

—¡Enséñame la mano!

Jeppe le tendió el brazo por encima del cadáver sin rostro de la mesa.

—¿Qué te propones?

Nyboe le remangó la ropa, le giró la mano para que la palma mirara hacia arriba y le colocó el filo de un pequeño bisturí sobre la fina piel del interior de la muñeca.

—No creo que yo fuera capaz de hacer unos cortes tan simétricos por mucho que me esforzara. Ni siquiera con el bisturí más fino que tengo.

Jeppe retiró la mano y se recolocó la manga.

—¿Quieres decir que estamos buscando un arma especial?

—Sí, Kørner, eso quiero decir. —Nyboe blandió el bisturí en el aire, arrancándole destellos bajo la potente luz de los focos—. Buscamos un arma especial.

 

 

—¿PENSAMIENTOS SUICIDAS?

Esther de Laurenti repitió la pregunta.

El psiquiatra la contempló con una arruga muy ensayada en la frente, encima de sus gafas con montura al aire, y ella se preguntó una vez más si podía, a sus sesenta y nueve años, tomarse en serio a un médico tan joven. ¿Qué edad tendría? ¿Treinta y pocos?

Paseó la mirada por la consulta esquivando hábilmente la mirada de preocupación del doctor. La pared que quedaba a su espalda estaba forrada con una vitrina de lustrosa madera de nogal rebosante de libros científicos sobre psiquiatría y medicina; las otras paredes de la sala estaban cubiertas de arte moderno y mariposas disecadas en cajas de cristal.

—¿Ha tenido pensamientos suicidas?

Al parecer había tardado demasiado en responder. Esther se dio cuenta de que había repetido la pregunta en un tono más alto por si ella no lo había oído, y decidió en ese mismo instante que el médico no le caía bien. Y mira que le había costado encontrarlo. Algunos de sus viejos conocidos de la universidad se lo habían recomendado con entusiasmo, otros no querían ni oír hablar de sus métodos. Al parecer, Peter Demant era un joven psiquiatra muy polémico.

Esther se recompuso.

—No… Bueno, no, hace mucho tiempo que no.

—Pero ¿los ha tenido? —La señaló con su grueso bolígrafo Mont Blanc como si fuera un abogado de película.

—Hace un año, como ya le he contado, sufrí una experiencia terrible. Perdí a dos personas muy cercanas. Después del suceso… durante un tiempo… —Esther se llevó un vaso de agua a los labios y volvió a dejarlo en su sitio—. Poco después me marché de la casa en la que me crie y eso también fue duro. Pasé por un par de fases muy negras. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Así que, respondiendo a su pregunta en presente, no, no tengo pensamientos suicidas.

Él tomó unas notas en su cuaderno y la miró fijamente por encima de los cristales de las gafas.

—Y, sin embargo, ha venido a verme. ¿Por qué?

Buena pregunta. ¿Por qué?

Esther no estaba deprimida en el sentido estricto de la palabra. Pasaba los días relativamente bien, sin que sucediera nada extraordinario. Se había jubilado de su cátedra de Literatura de la Universidad de Copenhague. Vivía en un pisito precioso y muy céntrico en la calle Peblinge Dosseringen con vistas a los lagos, que había comprado después de vender su casa en Klosterstræde y que compartía con su viejo amigo e inquilino, Gregers, y con sus dos carlinos, Dóxa y Epistéme. Se encontraba en una posición económica desahogada, su cuerpo seguía más o menos en buena forma física y tenía tiempo de sobra para hacer realidad su ambición de ser escritora.

Aunque, a decir verdad, apenas escribía. La novela negra que un año antes soñaba con terminar se había quedado en un cajón y no se le ocurría nada más. Las ideas la habían abandonado y cada vez que se sentaba frente al teclado se veía invadida por el cansancio y una gran desgana. Los días se sucedían en un sinfín de tareas rutinarias o de subsistencia, como ir a la compra, pasear, leer el periódico, celebrar cenas con amigos, etcétera. Eso era todo. Pasaban los días, sin más.

—Me siento como si me hubiera quedado parada. Congelada en el tiempo. No me siento mal, pero tampoco puedo decir que sea feliz. ¿Tiene eso sentido?

El doctor Demant ladeó la cabeza y su cara bien afeitada le dedicó una sonrisa fugaz.

—Tiene todo el sentido del mundo y no es usted ni de lejos la primera persona que se siente así. La depresión es una enfermedad muy común.

Alzó la cabeza, sorprendida, y notó el golpeteo de los pendientes en el cuello.

—Yo no estoy deprimida, solo… como paralizada.

—¿Paralizada, en qué sentido?

Sopesó sus palabras antes de responder.

—El verano pasado me quedé destrozada y rehacerme me resulta difícil, pero no me siento triste todo el rato, es solo que…

—¿Problemas de sueño? ¿Qué tal está durmiendo?

—Bueno, suelo despertarme entre las tres y las cuatro.

—Y ¿cómo anda de apetito?

Esther se encogió de hombros. La verdad era que había perdido cinco kilos durante los últimos dos meses, no tenía ganas de comer.

El psiquiatra se quitó las gafas con un gesto estudiado que pretendía manifestar autoridad y la miró muy serio. Esther intentó ignorarlo, pero comprobó con irritación que funcionaba.

—En su vida se ha producido un cambio profundo a raíz de su jubilación, además de haber sufrido dos muertes muy cercanas. Le cuesta comer y dormir, siente un desánimo generalizado. ¿Es correcto?

—Sí, así es.

—A mí todo esto me da a entender que está traumatizada. Es posible que usted misma no lo perciba así y que no se sienta deprimida, pero sospecho que es una de esas personas acostumbradas a apretar los dientes y seguir adelante. Es una luchadora; sin embargo, me parece que encaja en el perfil de lo que yo llamo «procesamiento tardío», es decir, en el de personas que no dejan que les afecten las dificultades y las desgracias, que se niegan a verse como víctimas. Una superviviente que no se hunde y sale siempre a flote, como un corcho.

Esther notó que una desagradable sensación de inquietud le trepaba por el cuello y se le extendía hacia el rostro. Apartó la cara de la mirada inquisitiva del psiquiatra y se dedicó a observar la decoración de las paredes. ¿Qué tipo de persona se dedicaba a coleccionar mariposas disecadas?

—Pero ya no puede escapar del trauma que ha vivido. Suele pasar cuando hay sentimientos pendientes de procesar. —Peter Demant volvió a ponerse las gafas—. Le propongo que programemos una terapia durante el otoño, cada dos semanas, para que podamos tratar lo que la está frenando.

Esther alzó una mano.

—¿Y no me ayudaría una pastilla? ¿Una píldora de felicidad?

—¿Se refiere a un antidepresivo? —El psiquiatra dejó su bloc de notas sobre el escritorio reluciente y esbozó una sonrisa irónica—. No son píldoras de felicidad, solo proporcionan algo de alivio a la gente que sufre depresión. Y yo no los receto sin haberme hecho una idea de la situación del paciente.

—No es que no quiera venir a terapia, es solo que…

—Nadie va a obligarla a nada. Si me permite un consejo, la terapia es el camino. Al menos, de entrada. —Se levantó—. Si quiere hacerla, pida cita para dentro de un par de semanas. No lo postergue, el tiempo pasa muy deprisa.

Peter Demant rodeó su escritorio y abrió la puerta que daba a la sala de espera. Una vez allí, le tendió la mano.

—Gracias por su visita.

Esther pasó a manos de una recepcionista sonriente que sostenía un datáfono. Sacó el monedero del bolso, introdujo la tarjeta y tecleó el número PIN sin apenas fijarse en el importe; aceptó el recibo y se dirigió apresuradamente hacia la imponente escalera de molduras doradas.

Se había pasado allí tres cuartos de hora, tendría que estar escandalizada por el importe que constaba en el recibo. En circunstancias normales se habría puesto furiosa, en circunstancias normales habría protestado enérgicamente contra aquel timo. Bien agarrada a la barandilla, bajó apresuradamente, ansiosa por volver al aire libre. Aunque quizá la terapia sí fuera el camino que debía seguir, por más que fuera uno difícil y costoso. ¿Acaso no era un mero orgullo infantil lo que la había hecho sentirse vulnerable, casi humillada, porque el psiquiatra estaba tan seguro de lo que le pasaba que la había diagnosticado al instante? Al parecer, la negrura que llevaba dentro se le veía en la cara.

La plaza de Sankt Annæ le dio la bienvenida con un cielo cubierto de nubarrones y charcos en sus amplias aceras. Cerró el portal con un golpe sordo y pisó la calle. Entornó los ojos un momento e inspiró profundamente antes de empezar a andar. En el lado opuesto de la plaza había una cafetería de la cadena Joe & The Juice. Cruzó rápidamente y entró en el interior rosa y negro del local, donde sonaba un hilo musical con un bajo atronador. La gente estaba sentada en taburetes charlando en voz muy alta para hacerse oír por encima del volumen de la música, como si fuera lo más normal del mundo. Esther se puso en la cola y contempló al camarero que, desde detrás de la barra, hacía malabares con manzanas y guiñaba el ojo a las clientas. Su actuación parecía forzada; sin embargo, tenía algo de tranquilizadora.

Pidió un cortado y recibió la sonrisa coqueta de un joven que, como mucho, tendría un tercio de su edad. Sus ojos azules brillaban con seguridad y ganas de vivir, su entusiasmo era contagioso. Cuando Esther fue a sacar el monedero del bolso se dio cuenta de que aún llevaba el recibo de la consulta de Demant hecho una bola en la mano. Sin pensarlo dos veces, arrojó el papelito arrugado en el vaso en el que la gente dejaba propinas y algunas clientas su número de teléfono.