Me despierto e inmediatamente me entra un ataque de ansiedad. La habitación del hotel se me cae encima, como un presagio de lo que me espera: un empezar de cero que me aterra y que rechazo, y la certeza de que jamás voy a recuperar mi vida de hace tan solo un par de días.
Anoche apagué el teléfono móvil después de contar trece llamadas de Plácido. No contesté a ninguna para no desmentir la fantasía de que ya me echaba de menos y me debí de quedar dormida de madrugada, agotada de tanto comerme la cabeza. Quiero desesperadamente volver a dormirme para dejar de pensar, pero no logro conciliar el sueño. Tengo ganas de hacer pipí así que me levanto y se me va un poco la cabeza, pero consigo llegar al lavabo. Estoy delante del espejo; tengo la nariz roja, los ojos hinchados y el pelo revuelto. Estoy vestida con la misma ropa con la que salí de casa —pienso con cierta aprensión que llevo veinticuatro horas con las mismas bragas— y veo encima del mármol un neceser que no recuerdo haber preparado: el sabio subconsciente trabajando por su cuenta. Un rayo de esperanza me sacude y abro la cremallera ansiosa. «¡Sí!», pienso al ver la caja en el interior. Saco dos pastillas del blíster y me las trago con un sorbo de agua que bebo a morro del grifo. Vuelvo a la cama y me meto dentro, otra vez con la ropa puesta.
Mientras espero que llegue el sueño anestésico, me acuerdo del verano en el que conocí a Plácido, en 1988. Fue en Barcelona, en La Enagua, un pub de la calle Casanovas en el que se daban cita jóvenes de clase media que simpatizaban con la izquierda y los hijos de la burguesía que creían rebelarse contra su condición de niños pera frecuentando locales malditos, para beber y fumar hachís.
Plácido era uno de estos últimos, un estudiante de arquitectura hijo de arquitecto, destinado a trabajar en el estudio internacional de papá desde el momento en que nació el primero de cuatro hermanos, y, por tanto, heredero natural de la tradición y el buen nombre de la familia.
La noche en que nos conocimos era la primera vez que él y sus amigos iban a La Enagua, y aunque los demás niños bien intentaban disfrazarse de progres, Plácido y su pandilla iban de pijos con todo su desparpajo. Yo llegué sobre la medianoche con un cámara de televisión que había conocido en Madrid y con el que llevaba cuatro o cinco meses acostándome. Le habían ofrecido trabajo en TV3 y yo estaba planteándome qué hacer con mi vida después de dar por terminada una etapa en la televisión. El pub estaba lleno, como siempre, y mi amigo pidió dos cubatas de ginebra Giró con Coca-Cola y nos sentamos con su grupo. Estábamos charlando cuando noté que me tocaban en el hombro. Era Plácido, con su pelo castaño y espeso, su polo Lacoste de color verde y sus vaqueros Levi’s —la gran mayoría allí éramos de Lois.
—Hoooola. ¿Qué tal? Estoooo…, que allí, mis amigos —dijo, señalando a un grupo de chicos que levantaron su copa al unísono cuando miré hacia ellos— dicen que sales en la tele. ¿Es verdad?
—Ya no —respondí, devolviendo el brindis al graderío y sonriendo.
Plácido era muy guapo y la testosterona del cámara, que estaba sentado a mi lado, le obligó a intervenir con cara de mosqueo.
—¿Qué quieres?
—Saludar —repuso Plácido, alzando las manos en son de paz y aguantándose la risa. Iba bastante achispado.
—Pues ya has saludado. Desfilando por donde has venido.
Plácido le ignoró y se dirigió a mí.
—¿Quieres tomarte una copa con nosotros?
Yo ya estaba rendida al descaro que gastaba el chico del Lacoste verde. Plácido me alargó el porro que se estaba fumando al mismo tiempo que el cámara me pasaba el que se estaba fumando él. ¿He dicho ya que Plácido era muy guapo? ¿Que tenía una sonrisa que prometía diversión y unos besos de ensueño? ¿Que yo tenía veintiún años y muchas ganas de fiesta? Cogí el de Plácido y el cámara se levantó de mala hostia, y le dio un empujón.
El camarero, un melenas con bigote en camiseta blanca de tirantes, se acercó a poner paz y en cuanto los separó, Plácido se dirigió a mí.
—Yo me voy ya. ¿Te apetece venirte conmigo?
El cámara me dijo que, si me iba, ya podía ir sacando mis cosas de su piso, y claro, yo me largué con Plácido.
Echamos a andar sin rumbo hablando de nosotros. Él me contó lo de su carrera y su familia rica, y yo le conté que a los diecinueve años me había ido a Madrid desde mi Almería natal; que antes de eso había estado trabajando en el bar de mis padres hasta que reuní dinero para irme; que me había presentado al casting de azafatas del Un, dos, tres… responda otra vez para reemplazar a una que iba a casarse, y que me habían cogido; que me habían cambiado el nombre por uno que daba a entender que era extranjera —soy rubia, ahora teñida, y tengo los ojos claros— y que me hacían hablar con acento; que la etapa había acabado en enero y que estaba tomándome un descanso; que lo más lógico sería regresar a Madrid ahora que el cámara me había echado del apartamento porque allí estaban mis amigos y conocía gente de la tele que podía conseguirme trabajo otra vez, aunque no me apetecía demasiado. La noche acabó en un hotel que había proyectado el padre de Plácido y en el que el estudio tenía reservada una suite a perpetuidad para VIPs y asociados. Plácido resultó ser tan divertido como me esperaba, con ese punto tan desvergonzado que solo se pueden permitir los niños ricos y consentidos: a las cuatro de la mañana pidió una botella de champán caro y dos solomillos con patatas para matar el hambre de los porros y el sexo. Pasamos todo el domingo igual de regalados, pidiendo todo lo que nos apetecía al servicio de habitaciones, entre sexo y siestas. Aquella fue la primera de muchas noches fabulosas que Plácido y yo hemos pasado durante los últimos treinta años.
Alargo la mano con la esperanza de encontrar su cuerpo al lado del mío. Todavía doy algunas vueltas, pero el sopor me va ganando. Desde la ventana solo veo la pared de un patio interior. Desde la ventana de mi dormitorio se ven los árboles… el césped… la casita del jardín.