Los rayos del sol entraban por la ventana del fondo de la habitación y Demelza sonrió al sentirlos en su rostro.
Le encantaba su calidez, y ahora que esta comenzaba a mermar, pues el frío invierno de las Highlands se acercaba, trataba de disfrutarlo cuanto podía.
—Buenos días, Nidhogg —murmuró.
El aludido no era otro que su lobo gris, que por norma dormía cada noche a los pies de la cama y que rápidamente se levantó para saludar a su ama con agrado.
La presencia de Nidhogg y Demelza en un principio había asustado a todos los que vivían en las tierras de los McAllister. Nadie se fiaba de un lobo y una vikinga, pero ahora ambos eran tremendamente queridos por todos.
Demelza demostraba día a día el enorme corazón que poseía y el cariño que les tenía a todos, y Nidhogg se ocupaba de que ni otros lobos ni otras bestias peligrosas se acercaran a las casas ni a los animales, especialmente a los caballos y a las ovejas.
Durante un rato Demelza permaneció tumbada sobre la cama, mientras el maravilloso olor de su marido, Aiden McAllister, emanaba de las sábanas. Sonriendo, acercó la nariz a ellas. Por suerte, ese día debía regresar de un viaje. Solo llevaba sin verlo dos días, pero eso para ella era toda una eternidad. Amaba con locura al hombre que había prometido quererla y cuidarla y, gracias a él, su vida era plena y feliz.
Estaba pensando en ello cuando la puerta de la habitación, que estaba entornada, se abrió por completo. Al levantar la cabeza, Demelza vio salir a Nidhogg y entrar a Hilda, la que para ella era su madre. Llevaba en brazos a la pequeña Ingrid, como siempre despierta, y cuando iba a decir algo, Demelza enseguida preguntó:
—¿Cuándo te la llevaste?
—Cuando dormías como un angelito. —Hilda sonrió.
Demelza suspiró. Su pequeña había estado despierta gran parte de la noche, llorando, y exclamó:
—¡Menuda nochecita me ha dado!
Hilda asintió.
—¿Ha llegado ya Aiden con Harald y Peter? —preguntó Demelza a continuación.
La mujer negó con la cabeza y, señalando a la niña, añadió:
—No, o esta pequeña brujilla estaría dormida.
Demelza sonrió. Si alguien apaciguaba y hacía dormir a Ingrid, ese era Harald. Su paciencia y las canciones que le cantaba en noruego a la pequeña la hechizaban, y cuando iba a contestar, Hilda indicó:
—Arriba, holgazana. ¿Qué haces todavía en la cama?
Ella sonrió y, extendiendo los brazos para que le entregara a su hija, replicó:
—Esperando a que vinieras a despertarme.
Hilda sonrió dichosa. Nada le gustaba más que despertar a su niña cada mañana, y, tras entregarle la pequeña a su madre, se sentó en la cama para observarlas reír y jugar.
Ver a sus dos amores felices era lo que más le agradaba en el mundo.
En el pasado, Demelza había sufrido mucho. Demasiado. Pero todo aquel sufrimiento se había acabado gracias a su fuerza interior y, sobre todo, a Aiden McAllister y al amor que este le profesaba a diario. Fruto de ese precioso amor había nacido Ingrid, una preciosa niña pelirroja como su madre que acababa de cumplir su primer año de edad y a la que, además de no dormir, lo que más le gustaba era llorar.
Demelza estaba jugando con su pequeña cuando oyó ruido de caballos acercarse a la fortaleza. ¡Aiden!
Rápidamente se levantó de la cama para mirar por la ventana y una sonrisa resplandeciente se instaló en su rostro al ver a su marido junto a Moses, Peter, Harald y otros hombres del clan que llegaban.
Años atrás, Harald había sido su cuñado. Se casó en Noruega con su hermana Ingrid, pero, por desgracia, el mismo día de la boda, tras el ataque de unos desalmados que iban buscando a Demelza, ella murió. Eso hizo que las vidas de Harald y Demelza cambiaran drásticamente, dejando su Noruega natal para irse a vivir a Escocia.
Los rudos highlanders desmontaron de sus caballos y se encaminaron hacia el establo. Todos menos Aiden y Harald, que continuaron hablando junto a la puerta de entrada. Demelza intentó oír lo que decían, pero le resultó imposible, no lo hacían lo suficientemente alto.
Instantes después, cuando vio que aquellos dos iban a seguir el mismo camino que los anteriores, abrió de golpe la ventana de la estancia y gritó:
—¡Aiden McAllister, ¿en serio vas a ir al establo antes de subir a darle un beso a tu mujer?!
Al oír eso, él miró hacia arriba con sorna.
Adoraba a aquella fierecilla.
Aunque ella no lo hubiera intuido, tanto él como Harald la habían visto observándolos. Por eso, con complicidad y para hacerla rabiar, habían hablado bajito.
—Atrevida y fanfarrona vikinga —soltó Harald mirándola.
El gesto ofuscado de ella no se hizo esperar y ambos sonrieron cuando desapareció en el interior de la casa. Sin dejar de sonreír, Aiden le entregó a Harald las bridas de su caballo.
—No hay nada que me guste más que esa pelirroja —declaró—. Luego nos vemos.
Una vez que Harald se marchó, Aiden entró en la casa con paso acelerado. En su camino se encontró con Girda, una de las criadas, y tras saludarla inició el ascenso a la primera planta.
Después de subir la escalera se encontró con Hilda, que llevaba en brazos a Ingrid. Ambos se entendieron con una sonrisa y, cuando el highlander le hubo dado un beso a su pequeña con amor, prosiguió su camino hacia el dormitorio.
Sin llamar, entró y cerró la puerta. Cuando sus ojos y los de Demelza se encontraron, él cuchicheó al ver su fiera mirada:
—Pelirroja salvaje...
—Señor... —musitó ella con cierto desagrado.
Aiden sonrió. Su mujer lo apasionaba, lo volvía loco.
Los separaba la bonita cama y Aiden, sacándose de debajo de la chaqueta una flor que había cogido por el camino, se la tendió.
—Esto es para la dueña de mi vida y mi corazón —indicó—. Y, sí, cariño, te he visto en la ventana y, para hacerte rabiar, he fingido que me dirigía al establo. Pero, créeme..., nunca habría llegado, porque lo único que he deseado desde que me marché hace dos días ha sido regresar para besarte y decirte lo mucho que te quiero.
Al oír eso, el gesto de Demelza se dulcificó. Aquel lado romántico de Aiden podía con ella. Por lo que, sonriendo, se subió a la cama de un salto, la cruzo y se tiró a sus brazos para besarlo.
Aiden la aceptó gustoso y, cuando los dos cayeron sobre el lecho, solo bastaron un par de besos más para que se hicieran el amor sin dudarlo. Se deseaban.
* * *
A la hora del almuerzo, cuando Aiden y Demelza se saciaron de amarse, bajaron al comedor. Allí frente a la chimenea estaba Harald, que tenía sobre su hombro a la pequeña Ingrid felizmente dormida, y al verlos aparecer afirmó:
—Pensé que os habíais matado.
Aiden sonrió y observó dándole un azotito cariñoso a su mujer en el trasero:
—Como verás, no ha llegado la sangre al río.
Divertida, Demelza empujó a su marido y, tras acercarse a Harald, le dio un cariñoso beso en la mejilla y lo saludó.
—No sabes cuánto te hemos echado de menos.
Él asintió sonriendo. Hilda le había dicho lo mismo. Estaba claro que la pequeña Ingrid lo necesitaba cerca para dormir y el resto, para descansar de sus lloros.
Con mimo, Aiden cogió a su hija en brazos para besarla. Ingrid era agotadora. Apenas dormía. Se pasaba más de la mitad del tiempo despierta e intranquila, pero no la cambiaría por la niña más tranquila del mundo. Tras unos minutos de carantoñas de los que la pequeña ni se enteró, finalmente se la entregó a Hilda.
—Que duerma una buena siesta —indicó—. Le vendrá bien.
—A ella y a todos —afirmó la mujer.
Todos rieron divertidos y, cuando los tres se quedaron a solas y se sentaron a la mesa, Demelza preguntó mirando al que había sido su cuñado:
—¿Encontraste los muebles que querías para tu hogar?
El vikingo asintió.
—Sí. Incluso encargué algunas piezas al ebanista.
En el tiempo que Harald llevaba en Escocia, Aiden, el marido de Demelza, había sido muy bueno con él. No solo lo había aceptado en el clan, sino que le había regalado unas tierras cercanas a la casa principal y al río, concretamente donde estaban las caballerizas, el lugar preferido de Harald. Allí, con la ayuda de los McAllister, que ya lo habían aceptado como uno más, el vikingo se había construido una bonita casa de piedra y una herrería en la que trabajar.
La enorme construcción tenía dos plantas, era espaciosa, soleada en verano y cálida en invierno. Una casa que había llenado de recuerdos que se llevó tras su último viaje a Noruega y que habían pertenecido a Ingrid, su amada mujer.
Después de comentar que al cabo de unos días llegarían los muebles que había encargado y de que Girda les sirviera unos platos con comida, Demelza preguntó mirando a Harald:
—¿Qué tal tu cita con Mariam?
Él resopló y, sin mirarla, respondió tocándose el anillo que llevaba en el dedo:
—No la repetiré.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Pero, Harald...
—¡Dem! —protestó él.
—Mariam está muy ilusionada y...
—Ese es su problema, no el mío.
Demelza maldijo. No había manera de que Harald rehiciera su vida y, recordando algo, insistió:
—¿Has vuelto a pensar en Lorna Sisley?
El vikingo resopló y respondió para que se callara:
—Alguna vez.
Demelza sonrió.
—Eso está bien, Harald. Necesitas una mujer en tu hogar y, si mal no recuerdo, dijiste que te gustó y que volverías a verla. ¿Qué tal si invito a su padre, Robert Sisley, y así os conocéis?
Él suspiró. Demelza no pararía hasta encontrarle una mujer.
—Sé lo que dije —repuso—. Pero si no te importa, yo decidiré cuándo y cómo.
Ese comentario y en especial ver su mirada hizo maldecir a la joven pelirroja y, cuando se disponía a protestar, su marido la cogió de la mano y preguntó:
—¿Te apetece venir con nosotros a Peebles y posteriormente a Edimburgo?
Oír eso hizo sonreír a la joven; entonces Harald, agradeciendo la intervención de aquel para desviar el tema, contó:
—Nos hemos enterado de que traerán una estupenda partida de caballos nórdicos para la gran fiesta del castillo de Edimburgo y le he dicho a Aiden que deberíais ir y comprar alguno.
Demelza asintió complacida, nada le gustaría más, pero Aiden añadió:
—Alastair, Zac y yo tenemos que solucionar un tema con Ferdinald Douglas en Peebles y hemos pensado que, ya que Edimburgo estará engalanada en fiestas, podríamos ir con nuestras mujeres y, además de hacer negocios, pasarlo bien. Podrías comprar con tus amigas lo que te apetezca. ¿Qué te parece?
Emocionada, Demelza se levantó. Las compras le daban igual, pero le encantaba estar con Adnerb, que era su mejor amiga, y Sandra, la mujer de Zac.
—¿Me estás preguntando si quiero estar con Adnerb y Sandra? —Aiden asintió, y ella gritó feliz—: ¡Por supuesto que sí! ¿Cuándo nos vamos?
—Dentro de unos días.
La joven sonrió entusiasmada y entonces Aiden añadió:
—Nos acompañará también el padre Murdoch.
Eso a Demelza no le gustó. Aquel cura que oficiaba las misas en la iglesia de Keith, y que era un cotilla por naturaleza, la agotaba un poco, pero repuso:
—Intentaré no matarlo. Odio cuando se pone tan puritano.
Aiden soltó una carcajada y Harald, al ver la alegría de la joven, asintió. Estaba claro que aquella había rehecho su vida en Escocia en todos los sentidos.
—Yo me quedaré en Keith si no os importa —señaló mirando a Aiden—. Las fiestas no son lo mío y, además, una de las yeguas nórdicas que compramos en la última remesa va a parir y quiero estar aquí.
Aiden se disponía a replicar cuando Demelza, tras darle una patada por debajo de la mesa para que no le llevara la contraria, indicó:
—De eso nada, Harald.
—Dem..., no empecemos —musitó el noruego.
—Tú te vienes con nosotros —insistió ella.
—No.
—Sí.
—He dicho que no —replicó él.
—Pues yo he dicho que sí. De la yegua ya se encargará otra persona, para que tú en Edimburgo puedas conocer a mujeres —insistió ella.
—No quiero problemas...
—Una mujer no tiene por qué ser un problema —declaró Demelza.
El vikingo maldijo.
—No hay nadie como Ingrid. Además, sabes que odio mentir cuando me preguntan mi procedencia por mi raro acento. Así que no iré.
Demelza refunfuñó. Harald tenía razón. Ellos y muchos de los noruegos residentes en el país ocultaban su procedencia para evitar problemas con los escoceses. Decir que eras vikingo no era algo que les gustase. Por norma odiaban a los vikingos por sus fechorías y sus saqueos.
—Harald, sabes tan bien como yo que no todos los escoceses piensan igual. Pero...
—He dicho que no iré. No hay más que hablar —sentenció él.
—Claro que hay más que hablar... —afirmó ella.
Harald protestó. Aquella cabezota nunca lo dejaba en paz, pero, cuando se disponía a replicar, la puerta se abrió e instantes después apareció el atractivo Peter McGregor, amigo de Aiden y Harald, con su candorosa sonrisa.
—¿Qué ocurre? —preguntó sentándose junto a ellos al notar la tensión en el ambiente.
Aiden puso los ojos en blanco, y Peter, al entenderlo, preguntó sonriendo a Demelza:
—¿Con quién quieres emparejar a Harald esta vez?
—Solo me intereso porque conozca mujeres y... —repuso ella señalándolo con el dedo.
—No necesito conocer mujeres —la cortó Harald.
La joven suspiró al oírlo, pero, ignorando su gesto enfadado, miró a Peter y preguntó:
—Por cierto, ¿quién era la joven con la que caminabas hacia el lago hace algunas noches?
—¡Demelza! —protestó Aiden.
—¡¿Qué?! —gruñó ella.
Peter sonrió, a aquella mujer no se le escapaba detalle, y, tomando un trozo de pan de la bandeja de madera, respondió:
—Sarah Kinsell.
—¿La hija de Mordac el Ruin? —Peter asintió y Demelza susurró—: Ándate con ojo con esa muchacha. No me gusta nada.
Aiden observó sorprendido a su mujer y, acto seguido, ella aclaró:
—Según me contó Adnerb, hace dos semanas la pillaron robando en el mercado y, al parecer, no es la primera vez.
Peter se encogió de hombros; eso le daba igual, Sarah solo era una amiga más, pero afirmó:
—Es bueno saberlo.
A continuación, se quedaron unos segundos en silencio, hasta que la incansable Demelza volvió a mirar al que para ella siempre sería más que su cuñado e insistió:
—Volviendo al tema...
—Dem... —protestó él.
—Te necesitamos para la elección de los caballos —repitió ella.
Molesto por su insistencia, Harald la increpó:
—Tú sabes elegirlos tan bien como yo. Incluso Aiden o Peter. ¿Por qué tengo que ir?
—Porque sí. —Demelza dio un golpe con la mano en la mesa.
Ambos se miraron a los ojos. Estaba claro por qué quería que Harald viajara con ellos y, mirando al techo, el vikingo gruñó:
—Por Odín...
—Por Odín y por Thor, ¡vas a venir sí o sí! —afirmó la joven haciendo sonreír a su marido.
Esta vez fue Harald quien dio un golpe en la mesa y siseó:
—No quiero una mujer en mi vida porque ya tengo una mujer.
Demelza asintió. Ver a su cuñado anclado en el pasado le dolía una barbaridad. Se merecía ser feliz, se lo había prometido a su hermana antes de morir, y, tras tomar aire, respondió intentando que la voz no le temblara:
—Antes de que sigas, permíteme recordarte que yo también perdí a Ingrid. —Harald maldijo mirando a Peter y a Aiden y ella prosiguió—: Sé cuánto os amabais y puedo intuir el vacío que su marcha te dejó en el corazón. Pero Ingrid murió. No va a regresar. Y te recuerdo que ambos le prometimos ciertas cosas antes de que lo hiciera. Mis promesas —dijo cogiendo la mano de su marido, que se la besó— las cumplí gracias a Aiden. Ahora solo falta que las cumplas tú y tengas una familia y un hogar.
Harald cerró los ojos y negó con la cabeza. Había pasado tiempo desde la muerte de Ingrid, pero la devoción que sentía por ella le impedía mirar a otra mujer con amor.
—Aiden... —musitó dirigiéndose a su amigo en busca de ayuda.
—Eso, Aiden, ¡di algo! —lo interrumpió Demelza—. A ver si a ti, o a ti —añadió mirando a Peter—, os escucha este maldito cabezón, cambia de parecer y por fin se da cuenta de que se está convirtiendo en un cascarrabias solo y amargado que no sonríe y que necesita ser feliz.
—Yo lo veo sonreírles muchas veces a ciertas mozas —musitó Peter.
Al oír eso, Demelza lo miró y siseó:
—De las mozas a las que te refieres prefiero no hablar. Así que, para decir eso, ¡mejor cállate!
Peter sonrió divertido y Aiden resopló. Aquellos dos ya estaban con lo de siempre. Por lo que, tragando lo que tenía en la boca e intentando ser imparcial, indicó:
—Os lo dije hace tiempo y os lo repito ahora. En el tema del amor, ni me meto, ni me pronuncio. Porque, diga lo que diga o haga lo que haga, uno de los dos se enfadará conmigo, y no. Lo siento, pero no. En cuanto a lo de omitir tu procedencia durante nuestros viajes, creo que es por tu propio bien y el de las personas que te acompañan. Sabes tan bien como yo que hay nórdicos que llegan a nuestras costas solo para causar muerte y...
—Yo no soy así —gruñó Harald.
Aiden asintió, lo sabía. Tanto Harald como su mujer eran unas buenas personas, aunque fueran de procedencia vikinga, y, tras intercambiar una significativa mirada con Peter, que lo entendió, dijo mirando a Demelza:
—Dicho lo cual, seguiré al margen del tema inicial y espero que lo solucionéis de la mejor manera posible entre vosotros para que todos podamos continuar viviendo sin tener que estar oyéndoos discutir por lo mismo cada dos por tres.
De inmediato, Harald y Demelza comenzaron a discutir sin reservas. En un principio lo hacían en gaélico, hasta que finalmente él cambió de idioma. Le era más fácil discutir con ella en noruego.
Acostumbrado a aquellas discusiones entre ellos cada vez que Demelza intentaba que Harald conociera a mujeres, Aiden prosiguió comiendo con tranquilidad sin inmutarse. Y Peter, sirviéndose en un plato un poco de carne, lo miró y, tan acostumbrado como Harald a aquellos numeritos, preguntó:
—¿Qué tal está el estofado?
Aiden asintió y respondió mientras aquellos dos seguían chillando:
—Riquísimo.
Tras un buen rato en el que Demelza y Harald gritaron y blasfemaron como si el mundo se fuera a acabar, cuando finalmente se hizo el silencio en el salón de la fortaleza, Peter preguntó mirándolos a ambos:
—¡¿Ya?! ¿Sin sangre ni hachazos?
Aiden sonrió.
—¿Alguno me puede decir en qué ha terminado el tema?
Harald se levantó molesto y salió de la estancia a grandes zancadas. Y Peter, al verlo, se puso a su vez en pie y fue tras él.
—Me lo llevaré a tomar un trago.
Una vez a solas con su marido, Demelza sonrió y respondió:
—El tema ha terminado en que vendrá con nosotros a Peebles y a Edimburgo.
—Cariño, creo que deberías dejar de...
—¡Ni hablar! —lo cortó ella—. Harald le hizo una promesa a mi hermana y, mientras no la cumpla, Ingrid no podrá descansar. ¡Así que mejor cállate!
Aiden asintió. Aquellos vikingos lo volvían loco con sus promesas.
—Partimos dentro de unos veinte días —dijo—. Ya te informaré.
Finalmente, la joven sonrió orgullosa porque se había salido con la suya y comenzó a comer estofado. Estaba hambrienta.
* * *
Esa madrugada, cuando Harald regresó de tomar unos tragos con Peter, la casa se le cayó encima como todas las noches, por lo que decidió salir y acercarse al lago.
Una vez allí, se desnudó y, como hacía habitualmente, se zambulló sumido en sus pensamientos. El agua fría lo relajaba, lo despejaba. Durante minutos nadó con rapidez hasta que, cansado, salió del lago y se tumbó desnudo sobre la hierba para contemplar el cielo y las estrellas. La imagen de Ingrid era cada vez más borrosa en su mente y, tras besarse el anillo que llevaba en el dedo, susurró:
—Siempre te llevaré en mi corazón, mi amor.