
Cuando el día era soleado, las coloridas casas de Villa Trigo parecían pigmentos salpicando la paleta de un pintor. Si la mañana era especialmente despejada, el edificio de la alcaldía, el más lujoso de la región, resplandecía como lo haría una perla gigante.
Sin embargo, aquel día no era soleado: nubes oscuras amenazaban con descargar toda su lluvia contenida.
La lluvia también solía ser una buena noticia en Villa Trigo, pero no en aquellas circunstancias. Porque los campos de cultivo de trigo, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista como amplios caminos dorados, estaban vacíos. No había frutos, no había flores, no había hojas, ni siquiera tallos o raíces. Los millones de espigas que daban de comer a aquel pueblo, sencillamente, se habían esfumado.
También las reservas de pan de los almacenes de Villa Trigo se estaban quedando sin existencias. Pronto, muy pronto, los lugareños se quedarían sin nada que llevarse a la boca. Al menos nada tan sabroso como una buena hogaza de pan.

Pero lo peor de todo, la noticia más triste de todas las que podían producirse en aquel lugar, era que la Masa Madre también había desaparecido. Porque aquella masa madre no solo servía para fermentar el pan, sino que otorgaba prosperidad a Villa Trigo. Era como el símbolo de su armonía. Porque la Masa Madre era además la fuente mágica del lugar.
Por ese motivo, por todas partes empezaban a verse señales de devastación. Algunas calles de tierra estaban ya resquebrajadas y secas. Las colinas parecían asoladas. Muchos aldeanos tenían la desesperanza instalada en los ojos.
Cualquier forastero recién llegado a Villa Trigo simplemente habría preguntado a todo el mundo:
—Y ¿por qué no elaboráis más pan vosotros mismos?
La respuesta a esa pregunta, sin embargo, no era fácil. La magia de la Masa Madre era la que proporcionaba las condiciones de humedad y temperatura propicias para que el trigo creciera fuerte. Y, sobre todo, lo más importante eran las recetas.
Elaborar pan no es un proceso sencillo. Requiere de muchos pasos. Una mínima variación en cualquiera de ellos estropea cualquier intento de crear pan. Todos los pasos, todos sus detalles, todas las proporciones de cada ingrediente… en definitiva, toda la experiencia y maestría residían en las recetas. El procedimiento era tan minucioso y artesanal que nadie se había atrevido a plasmarlo nunca, salvo por unas pequeñas notas orientativas y recordatorios recogidos en un pequeño libro llamado Las recetas.
—¡Sin Las recetas estamos perdidos! —gritaba uno de los aldeanos al que le encantaba desayunar pan de nueces.
Las recetas estaban custodiadas por el Maestro Panadero, Pancho. Solo él tenía acceso a tan importante conocimiento. Solo él estaba capacitado para llevarlo a cabo. El problema era que Pancho también había desaparecido de Villa Trigo, como si la tierra se lo hubiera tragado.
En las afueras de Villa Trigo, donde residían los agricultores, los signos de desesperanza eran aún mayores. Los pozos estaban casi secos. Los perros deambulaban entre las chozas de arcilla, barro y cañas como si estuvieran perdidos. Los buitres volaban en círculos en el cielo.
—Chuscos de pan, chuscos de pan seco —iba anunciando un vendedor ambulante que empujaba un carromato con algunas de las últimas existencias.
Todos aquellos signos de mal augurio no hacían más que entristecer todavía más a la hija de Pancho. Miguita, que así se llamaba, ya había recorrido hasta el último rincón de Villa Trigo buscando a su padre, pero sin éxito. Su tristeza era enorme, porque a la pérdida de su padre se le sumaba la desesperanza de Villa Trigo.
Por eso contempló el cielo rojo del atardecer, que se colaba entre las nubes negras, como quien busca alguna señal que le indicara el siguiente paso a seguir.
—Papá, ¿dónde estás? —murmuró con los ojos húmedos.
Entonces, por su espalda se aproximó Prieto, el hijo de uno de los agricultores de la zona. Tenía cinco años menos que Miguita y a menudo venía a casa a jugar con ella a la Dama del Trigo. Era una especie de ajedrez en el que las piezas eran diferentes partes del trigo. Quien ganaba, recibía como premio una hogaza de pan caliente untada con queso fresco.

—¿Estás triste? —le preguntó.
Enseguida, Miguita se limpió la lágrima que empezaba a deslizarse por su mejilla. Siempre trataba de mostrarse fuerte ante los demás.
—Hola, Prieto. Tranquilo, estoy bien.
—Si estás triste, no pasa nada. Yo también estaría triste si mi padre hubiera desaparecido.
Miguita suspiró.
—Sí, supongo que tienes razón. Además, han desaparecido la Masa Madre y Las recetas, y el pan está a punto de terminarse… Supongo que todos podemos permitirnos estar un poco tristes. Aunque algún día recibiré todo el legado de mi padre y me tendré que convertir en la Maestra Panadera…
—Ajá… ¿Y qué quieres decir con eso?
—Pues que es mucha responsabilidad.
—Y tanto que lo es. ¡Yo te admiro mucho! Tendré que hablarte de usted cuando te vea por la calle.
—Nunca me hables de usted, por favor. Ni siquiera cuando sea Maestra Pandera.
—Trato hecho. Nunca lo haré.
—Lo que quería decir es que… en mis espaldas cargaré una responsabilidad enorme. Debo mostrarme digna de recibirla.
—Estar triste o llorar no es ser menos digno.
—Mmm… Puede que tengas razón.
—¡Claro que la tengo! Si nunca lloraras, pensaría que no tienes sentimientos, y yo no me fío de las personas sin sentimientos.
Miguita sonrió.
—¿Sabes que eres muy listo para tu edad?
Prieto se puso colorado, pero inmediatamente después cayó en la cuenta de que no le gustaba que hubiera aludido a sus años. Estaba secretamente enamorado de ella. ¿Acaso sugería que nunca podrían ser novios por la diferencia de edad?
—Las cosas están muy mal. Mollete ha enviado a varios emisarios en busca de mi padre, pero aún no han encontrado ninguna pista.
Prieto se sacó aquellas ideas de la cabeza y se centró en lo importante. Mollete era el alcalde de Villa Trigo. Le caía fatal.
—Mollete no es muy listo.
Miguita volvió a sonreír, pero no se pronunció al respecto. Solo dijo:
—Si mi padre se ha ido por voluntad propia, sé que volverá. Y, si no lo ha hecho, lo encontraremos.
Prieto miró a Miguita. A pesar de que estaba muy triste, se la veía más guapa que nunca. Sus ojos eran grandes y verdes, su pelo, frondoso como un bosque rojizo, y un gran lazo en la cabeza hacía que cualquiera pudiera localizar a Miguita, aunque estuviera a varias yardas de distancia.
—¿Lo prometes?
Miguita asintió con convicción.
—Lo prometo. He enviado varias palomas mensajeras para pedirle ayuda a cualquier mercenario que esté dispuesto. Pronto llegará algún héroe que rescatará a mi padre, devolverá la Masa Madre a la Alacena Real, recuperará Las recetas y… salvará Villa Trigo.
Prieto sonrió. Siempre había confiado en Miguita. Ella nunca se equivocaba.

Aquella noche, Miguita no podía dormir. Se asomó a la ventana en cuanto oyó el galope de un caballo. ¿Sería algún héroe que ya había recibido su mensaje de ayuda? Sin embargo, pronto se dio cuenta de que era una falsa alarma.
Cabía la posibilidad de que nadie viniera a ayudarlos. Después de todo, Villa Trigo era un lugar modesto que nunca había llamado la atención de aventureros en busca de fortuna. El pan era maravilloso, no le cabía duda, pero no todo el mundo estaba de acuerdo con esa afirmación.
Entonces Miguita tuvo una idea. Su padre nunca la había dejado acceder sola a la Alacena Real. Sin embargo, dadas las circunstancias, estaba convencida de que podría hacer una excepción.
Aún en camisón, recorrió el pasillo de casa hasta la puerta del sótano. Introdujo una de las llaves del manojo oculto tras una puertezuela secreta, la abrió y descendió la escalera de caracol. Encendió unas velas e iluminó la amplia estancia.
En la parte de abajo, disponían de un sótano tan grande como la propia casa. Era el lugar de trabajo de su padre. Allí practicaba sus nuevas recetas e invocaba la magia de la Masa Madre.
Porque en aquel sótano también estaba oculta la Alacena Real. Sí, a pesar de aquel nombre que te hacía pensar en reyes y castillos, Pancho siempre había preferido que se alojara en el sótano de su propia casa antes que en algún lugar más importante, como la alcaldía. Después de todo, si alguien trataba de robar la Masa Madre, uno de los últimos sitios en los que la buscaría sería en el sótano de una casa cualquiera.

Sin embargo, alguien supo dónde debía buscar, porque, como ya había comprobado Miguita el día que desapareció su padre, la Masa Madre ya no estaba.
Miguita se aproximó a la Alacena Real y la iluminó con el candil para comprobar lo que ya había anunciado Mollete: que estaba completamente vacía. No obstante, su padre siempre le había explicado que el poder de la Masa Madre residía en cada una de las moléculas que la conformaban. Todo era importante. Desde una gotita de agua hasta el último gramo de trigo. Todo importa en una receta.
Miguita repasó con el dedo índice los bordes interiores de la Alacena Real, centímetro a centímetro. Hasta que por fin dio con lo que estaba buscando. Restos. Eran unos pocos restos grumosos de la Masa Madre, tan diminutos que se habían colado por una esquina de la madera, pero eran suficientes para ser rescatados con la yema del dedo.
Miguita se aproximó el dedo a los ojos y examinó aquel grumo marrón. Era apenas visible. Sin embargo, cuando lo frotaba con los dedos, parecía brillar ligeramente, como si hubiera restos de purpurina.
Aunque su padre no lo sabía, Miguita estaba empezando a dominar algunas de las secretas artes del pan porque, desde niña, se fijaba en cómo trabajaba él cada mañana mientras ella desayunaba. Así que, tras decir unas palabras mágicas, frotó aquel grumo de determinada manera, lo dejó caer sobre el tablero de una mesa, dibujó con él como si fuera pintura y sentenció:
—Por favor, Masa Madre. Que el más valiente caballero del mundo acuda en nuestra ayuda y encuentre a mi padre.
El grumo extendido por la mesa chisporroteó y diminutas partículas de luz, tan pequeñas como insectos, empezaron a ascender hacia el techo, se colaron por una pequeña ventana ovalada y finalmente se elevaron hasta el firmamento, mezclándose con las estrellas.
