De: evanbradley@scproduction.com
Para: aurorazumaya@linea2.com
Asunto: Tú y yo
Lo siento.
Corro lo más rápido que puedo. Noto que los pies me arden, sobre todo el derecho, y es que se me ha salido la zapatilla a medio camino, pero no me permito ni agacharme para intentar ponérmela de nuevo.
Se me acaba el tiempo.
Me agarro la falda larga con fuerza y siento mi corazón dando saltitos y pidiendo auxilio. También grita su nombre. No, creo que los que piden auxilio y una máquina de respiración artificial con urgencia son mis pulmones. Eso o un vigilante de la playa con brazos de acero y sonrisa de infarto haciéndome el boca a boca; quizá así me olvidaría de la tontería que estoy a punto de cometer.
Un infarto es lo que está a punto de darme. Pulmones traidores... Unos pocos meses sin salir a correr con él para que ahora me la jueguen así. Hasta ellos lo echan de menos.
Me cuelo por un agujero que encuentro en los setos laterales que bordean la finca. El culo apenas me entra, pero consigo hacerme paso a base de empujones y de un par de rasguños de regalo en la cara y en los brazos. Recorro el último trecho jadeando y, cuando doblo la esquina, la veo. Imponente, con una gran escalinata de piedra que, en vez de dejarme sin voz por lo bonita que es como fondo de una sesión de fotos de boda para el recuerdo, lo hace porque solo puedo pensar en si seré capaz de subirla sin desmayarme. O sin que me pillen antes los de seguridad.
Ya puedo oír sus murmullos de alerta a mi espalda, pero no me giro por miedo a encontrarme a dos gorilas enormes apuntándome con una pistola de descargas o algo peor.
Llegados a este punto, no hay vuelta atrás.
Pienso en él y cojo velocidad, movida por el impulso de que tengo que hacerlo. Pienso en sus ojos; en su sonrisa; en su voz; en que por su felicidad yo me pasaría la vida corriendo en maratones. Bueno, quizá no tanto, pero sí que le da un sentido a lo que estoy a punto de hacer. Una locura de las grandes. De las que arreglan o arruinan la vida de una persona. Posiblemente, la mía.
Veintinueve escalones después, llego a la puerta y la abro.
La iglesia es solemne, de techos altos, vidrieras de colores que le dan un aspecto mágico según los rayos del sol se cuelan por ellas y una infinidad de bancos a ambos lados repletos de gente elegantemente vestida para la ocasión. Veo tocados y pamelas de todos los colores y clases, y se me pasa por la cabeza la idea de que estoy en medio de una selva tropical por la cantidad de plumas de tonos estridentes que me encuentro. La madrina, por ejemplo, es un guacamayo con sobrepeso. Y, al fondo, de espaldas al cura y mirándose embelesados, ellos. Ella, de blanco; él, de negro. Lo normal, vaya, que para eso es una boda.
—Si alguien tiene algo que decir, que lo diga ahora...
Si esto fuera el final feliz de una película romántica, en este instante, la voz del cura se vería amortiguada por la mía rompiendo el silencio que nos envuelve, destrozando ese halo de amor que todo el mundo está respirando, acompañada de un gritito agudo y con mi puño en alto para darle más énfasis al momento. Una Scarlett O’Hara del nuevo milenio a la que no le queda nada que perder. Quizá un rescoldo de dignidad.
—¡Nooooo!
Doscientos cincuenta y siete invitados se girarían y clavarían sus ojos asombrados en los míos. No pienses que tengo una capacidad sobrenatural que me permite contarlos, es que ya conocía ese dato con anterioridad gracias a la prensa.
Por un momento, me quedaría paralizada y pensaría: «Pero ¿qué diablos estoy haciendo?», ahí plantada, con un pie hinchado por el roce de la zapatilla, sudada, el pelo aplastado por un lado por las horas viajando hasta llegar aquí y la falda larga arremangada. Me quedaría unos segundos congelada bajo el potente embrujo del ridículo de la situación, con la mirada de los flamantes novios puesta en mí y sin ser capaz de reaccionar. Puede que un niño me señalase entonces y explotase en carcajadas.
Puede que me agarrasen dos hombres, uno de cada brazo, y me sacaran de allí en volandas. Puede que me desmayase y acabara en una ambulancia rumbo a un psiquiátrico. Puede... Puede...
Pero ninguna de esas cosas sucede, porque, antes de que la palabra salga de mis labios, arruine una boda y acabe protagonizando la portada de una revista sensacionalista, oigo unos pasos que se acercan y mi garganta se cierra. Son zapatos de hombre, pero no lo sé por el ruido que provocan contra la madera, sino por la cadencia de cada zancada y el cosquilleo que solo me produce cuando pertenecen a esa persona que llevo un mes sin ver; supongo que reconocería esa sensación en cualquier parte. Y, de pronto, una mano cubriendo mi boca, la otra en mi cintura y su voz en mi oído. Cerca, con su aliento rozando el lóbulo de mi oreja. Como cuando susurraba palabras solo para mí. Como cuando me cantaba bajito. Cierro los ojos. Automáticamente pienso: «Esto es por ti. Solo por ti. ¿Ves lo loca que me vuelves? ¿Ves lo que venía dispuesta a hacer?», pero no se lo digo, porque ya lo sabe.
Somos un par de tarados.
—¿Qué se supone que estás haciendo, Aurora?
Sí, has acertado, Aurora soy yo y acabo de entrar en una iglesia para parar una boda, como en una de esas escenas de las comedias románticas en las que todo sale bien y ese momento épico resulta hasta tierno.
Pero te digo desde ya que no es mi caso.
Nunca lo es.
Tengo toda la mala suerte del mundo colgada sobre mis hombros.
No obstante, no adelantemos acontecimientos, porque su mano sigue rozándome y su aliento golpea mi nuca provocando terremotos en mi piel.
¿Y si me he equivocado? ¿Y si va a decirme que me vaya y que deje de una vez de hacer el ridículo? ¿Y si...?
Espera, creo que deberíamos echar marcha atrás en el tiempo, como si rebobinásemos una cinta, y empezar por el principio.
¿Y cuál es el principio? Pues el inicio de todo llegó una noche horrible en la que, frente a una tarta, pedí un deseo y mi suerte comenzó a cambiar. No para bien, supongo, pero sí para convertirse en otra cosa.
¿Y a ti qué te importa mi vida, si ni siquiera me conoces? Bueno, pues si quieres podemos conocernos un poquito más... y, si no quieres, pues igual te da, porque es mi historia y yo la cuento como quiero. Después de tanto tiempo vuelvo a ser la protagonista y voy a regalarme el placer de disfrutarlo.
Vamos allá...
¿Cómo habría resumido mi vida en aquel momento? Pues algo tal que así...
Aurora Zumaya Pineda. Nacida el 30 de diciembre de hace unos cuantos años una noche que nevaba incansablemente. Capricornio. Hija de constructor y madre estilista que regenta una peluquería. Adicta a todo lo que engorde y a analizar el horóscopo, y fanática de los test de las revistas de moda que predicen tu futuro sentimental. Comparto piso con un gato, aunque no lo hago por voluntad propia, y trabajo en una productora televisiva como la asistenta personal de Lina Martínez, haciendo de todo menos lo que mola de una productora televisiva, como organizar la agenda de mi jefa, recoger sus trajes de la tintorería y pedirle cita con el endocrino; ordenar el almacén o cualquier tarea que ella me mande, porque para eso estoy yo. Tengo una mejor amiga, Marga, que vive en Sídney y a la que no veo desde hace cinco años, y estoy soltera, aunque no entera, por mucho que le gustara la idea a mi padre. Hago la colada los martes, voy al cine los viernes y los fines de semana veo la televisión y fantaseo con que vivo otras vidas en las que no soy yo y no estoy tentada cada dos por tres a chupar pegamento en mi sofá para no morir de aburrimiento.
Supongo que estarás pensando: «¿Y esta pardilla tiene algo interesante que contarme?».
Pues, aunque no te lo creas, sí. Y es que, aquí donde me ves, un día me convertí en la reina del baile, como en esas películas americanas horteras. Luego perdí mi reinado, pero, años después, volví a sentarme en el trono junto a una estrella del cine por unos minutos para volver a caer.
Y esa es mi vida, una caída tras otra a las que ya estoy acostumbrada, porque un día la suerte me abandonó y comenzó a reírse de mí.
¿Que sigues sin creértelo? Lo entiendo, yo a ratos tampoco, pero escucha, escucha, que vienen curvas, y no me refiero a las mías...