2 Los hemos matado y eran nuestros amigos

ÉRASE UNA VEZ… LA VIDA

De qué hablamos cuando decimos la palabra microbiota

Lo sé. Esta parte te puede parecer a priori algo ardua. ¿Hablar de bichos? ¿Bacterias, virus, parásitos, hongos? ¿Microbiología a saco? Sí, vamos a descubrir lo apasionante que es nuestra vida interior… y la exterior: recuerda que en nuestra piel viven billones de microorganismos y estamos rodeados por una nube de ellos.

Había una serie de televisión de dibujos animados muy famosa en los ochenta, Érase una vez… la vida. Los virus se representaban como una especie de lombrices con la cara afilada, cara de malos y pelo rojo. Las bacterias malas de la boca eran unos fortachones azulados que con pico y pala generaban caries en los dientes. Las bacterias buenas eran como morcillitas con pelos y cara de buena gente.

La microbiología es mucho más complicada que esa simplificación, pero nos ayuda a sentar las bases del conocimiento de los microorganismos que componen nuestra microbiota. ¿Me permitirás que de vez en cuando los llame «bichos» o «bichillos»? Vale, sé que no suena nada científico, pero es agotador y cacofónico repetir «microorganismos» o «microbios» una y otra vez.

Micro viene del griego micrós que significa «pequeño». Bíos hace referencia a la vida. Así, un microbio es un ser vivo pequeño: un organismo unicelular que sólo se ve con microscopio. Microorganismo es sinónimo de microbio. En biología, una biota es el conjunto de la fauna y la flora de una región. Por ejemplo, en mis bosques y lagos natales de Finlandia los árboles, las demás plantas, los pájaros, los insectos y el resto de los animales constituyen la biota de esa zona.

De la misma manera, microbiota se refiere a la microflora y microfauna de una región concreta de nuestro cuerpo: es toda la vida microscópica del organismo. Aún hoy, muchas veces a la microbiota se la llama «flora», un término criticado por muchos puristas de la ciencia. Flora en Roma era la diosa de las flores, los jardines y la primavera; flos o floris en latín es lo mismo que en castellano. De ahí, se amplió la palabra «flora» para referirse a todo el conjunto de plantas de un ecosistema. Es verdad que científicamente no es riguroso hablar de flora para referirnos a la microbiota. ¡Nuestros microorganismos no son plantas! Sin embargo, el diccionario de la RAE aún acepta el término «flora» para hablar de microbiota. Mientras quede claro que nuestros microorganismos no son del reino vegetal, no debería ser un problema hablar de flora de vez en cuando para referirnos a la microbiota. Es agotador ser purista las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

Los términos «metagenoma» y «microbioma» también se suelen utilizar mucho en las publicaciones científicas. En la tabla, tienes las definiciones, aunque, según la fuente que se consulte, pueden variar un poco.

Microbiota

Todos los microorganismos que viven en un ambiente determinado; por ejemplo, microbiota intestinal.

Metagenoma humano

Genes y genomas humanos y los de la microbiota.

Microbioma

Hace referencia a todo el genoma de la microbiota; otras veces se usa para incluir la microbiota, sus genomas y los productos que forman la microbiota y el medio ambiente analizado.

Holobionte

Entidad biológica que consiste de un hospedador y todos sus simbiontes internos y externos, sus repertorios génicos y sus funciones.

En este libro utilizaré de forma preferente el término microbiota, aunque podríamos hablar de microbioma para abarcar también los metabolitos y los genes de los microorganismos en un sentido más amplio.

Entonces, ya sea que los llamemos bichos o microbios, flora o microbiota, ¿cuáles son los microorganismos que constituyen nuestra microbiota? ¿Tienen que estar todos? ¿Qué hacen? ¿Cuántos son? ¿Por qué son tan importantes?

Clase de taxonomía: la clasificación de la vida

Esta parte no es necesaria para entender el resto del libro, así que puedes hacer una lectura en diagonal, o saltártela y volver aquí más adelante. Es una miniclase de biología y taxonomía; te servirá para jugar al Trivial y saber si hay que fijarse primero en la cara o el culo.

Todos tenemos bastante claro el concepto de vida. En biología, se refiere a aquellas entidades que tienen vida: animales, plantas, microorganismos y hongos. Los seres vivos, además de nacer, crecer, reproducirse y morir, tienen la capacidad de organizarse, realizar actividades metabólicas y de relacionarse con su entorno. Una entidad biológica que haga todo eso es un ser vivo.

La variedad de seres vivos que hay en la Tierra es extensa. Por eso, se han realizado esfuerzos importantes en los últimos siglos para clasificarlos. En 1735, el sueco Carlos Linneo fue el pionero de la taxonomía, que es como se llama a la disciplina que se dedica a esta tarea. Hablaba de «imperio» para denominar a toda la naturaleza. Este Imperium Naturae lo dividió en animales, vegetales y minerales. También estableció la forma en la que se llama a los seres vivos en la actualidad: por género y especie. Por ejemplo, el ser humano es un Homo sapiens. El lobo es un Canis lupus, al igual que el perro, sólo que el perro se considera una subespecie del lobo: Canis lupus familiaris (viene a ser como lobo doméstico). El gato montés o Felis silvestris es el ancestro del gato doméstico o Felis silvestris catus (lo de llamar familiar a un gato era demasiado, ellos son muy suyos).

En cuanto a plantas; las coles de Bruselas, el brócoli, la coliflor, el repollo, el colinabo y el kale son la misma especie, Brassica oleracea, lo que cambia es la variedad: gemmifera, italica, botrytis, capitata, gongyloides y alboglabra. Son de la misma especie la col silvestre, la berza, la lombarda…

Por cierto, que todos estos latinajos van en cursiva por una convención: el género y la especie siempre se debe escribir así.

Más allá de género y especie, la clasificación se complica. Por ejemplo, el ser humano pertenece a la tribu Hominini, como los chimpancés, y a la familia Hominidae, como los gorilas, cuya tribu es Gorillini. Los humanos y nuestros primos somos todos primates. En realidad, entre medias hay subclases, pero no vamos a liarlo tanto.

Los primates pertenecemos a la clase de los mamíferos, al igual que otros muchos animales con los que compartimos múltiples características. Todos los mamíferos, a su vez, somos del subfilo de los vertebrados y del filo de los cordados. Lo de cordado es un concepto un poco complejo, pero digamos que la característica común entre un humano y una jeringa de mar es que tenemos una cuerda dorsal en nuestro cuerpo; además de tubo neural, hendiduras branquiales y cola.

Vale, ya no tenemos branquias, pero sí se pueden observar en nuestro desarrollo embrionario. Luego, dan lugar a estructuras, sobre todo neuromusculares, de la zona del cuello. Si estos arcos branquiales no se desarrollan de forma correcta en el útero, pueden surgir trastornos como el labio leporino o los quistes branquiales.

Para acabar, los humanos y el resto de cordados pertenecemos a un superfilo que son los deuteróstomos, en los que primero se forma el ano y luego la boca. Cuando te pregunten qué se mira primero, si el culo o la cara, ya sabes: ¡el culo! Los deuteróstomos somos del reino animal. Y ya por fin, llegamos al dominio. Somos del dominio eucariota.

¡Menudo rollo te he metido! Lo sé, lo siento. Pero verás que es importante y curioso. El dominio eucariota hace referencia a todos los seres vivos que tenemos células con un núcleo de verdad. ¿Y qué hay dentro del núcleo? Exacto, el ADN, los cromosomas. Nuestro material genético, lo que determina cómo somos. Los ojos azules, el pelo rubio, y tener una fibra muscular más lenta o rápida viene programado en el ADN. Otra cosa es que luego la epigenética haga que el ADN se exprese de una manera u otra. Las plantas y los hongos también son eucariotas, además de los protozoos y todo tipo de parásitos.

Los otros dos dominios son las arqueas y las bacterias, y ambos forman parte de los procariotas. Los procariotas tienen el ADN libre en el citoplasma de la célula: no tienen núcleo. Esto es lo que más nos distingue de las bacterias a nivel celular: ellas no tienen núcleo (ni mitocondrias), nosotros sí.

En los microorganismos se aplican también las subdivisiones en especie, género, familia y demás; aunque en su caso se recurre a las características metabólicas o bioquímicas, que no son necesarias para clasificar a los animales o las plantas. Por ejemplo, pensemos en la ya famosa Akkermansia que nos va a acompañar a lo largo de todo el libro. Conozcámosla más a fondo.

La Akkermansia es una bacteria que se descubrió en 2004. En microbiología es frecuente que las bacterias se nombren por algún científico famoso; en este caso, el microbiólogo holandés Anton Akkermans. Éste falleció en 2006, así que no llegó a ver cómo la Akkermansia es toda una celebridad hoy en día.

Akkermansia muciniphila pertenece al género Akkermansia, que sólo tiene otra especie que sepamos: A. glycaniphila. Quizás haya más, pero no las conocemos todavía. A. glycaniphila se encontró en las cacas de un pitón reticulado en 2016. Sí, hay gente que se dedica a estudiar heces de serpientes y otros animales, y gracias a eso aprendemos cosas tan interesantes.

Nuestra Akkermansia se llama muciniphila porque ama el moco. Usa la mucina, la principal proteína del moco del intestino, como fuente de carbono y nitrógeno, como comida.

La Akkermansia, a su vez, pertenece al phylum Verrucomicrobia. Hay otras bacterias que pertenecen a este phylum pero, que se sepa, no suelen formar parte de la microbiota intestinal humana. Digo que se sepa, porque hay miles de especies de bacterias en nuestra microbiota que aún no sabemos qué son.

Como hay muchísima variedad bacteriana en la microbiota humana, hay que clasificarla de alguna manera. Por eso, es importante conocer estas nociones básicas de taxonomía.

En la figura 2 verás la taxonomía simplificada del humano y la completa de una bacteria superfamosa: E. coli.

Figura 2. Taxonomía del Homo sapiens y la E. coli.

Una curiosidad

Llega el momento de descubrir algo que va mucho más allá de tener una microbiota, de estar lleno de bichos en la boca, la piel y el intestino. Verás, se considera que nuestras células surgieron como resultado de un proceso llamado endosimbiosis. Esta teoría la propuso Lynn Margulis, cuyo marido era Carl Sagan. Quizás él te suene más que ella, aunque se podría decir que ella fue mucho más revolucionaria en la ciencia. Es cuestión de perspectiva.

Hace miles de millones de años, dos organismos procariotas se encontraron y se molaron tanto que decidieron juntarse. Así que uno se metió dentro del otro, y estuvieron tan a gustito que así se quedaron. En concreto, se piensa que una protobacteria que utilizaba oxígeno para conseguir energía se metió dentro de otra y se convirtió en una mitocondria. ¡Sí! Nuestras mitocondrias, las fábricas de energía celular, en realidad eran bacterias hace millones de años. Por eso, las mitocondrias tienen material genético: en origen, eran bacterias con su propio ADN.

Así que no somos microbianos sólo en la parte de la microbiota; somos microbianos por completo, (casi) cada una de nuestras células. Digo casi porque hay alguna excepción para esto: los glóbulos rojos no tienen núcleo ni tampoco mitocondrias. Tampoco tienen otros orgánulos. Los glóbulos rojos son las células más numerosas del cuerpo humano, es curioso que no tengan muchas de las características que debe tener una célula humana. Algunos científicos piensan que no son células de verdad. Esto pasa en los mamíferos: en otros vertebrados, los eritrocitos sí tienen núcleo.

¿Cuáles son los microorganismos que podemos encontrar en nuestra microbiota?

Las bacterias, claro; son las más conocidas. También arqueas, unas bacterias ultrapequeñas llamadas CPR, protozoos, hongos e incluso pequeños animales como los ácaros de la piel. Estos ácaros, en realidad, no son microorganismos y no se consideran microbiota en sentido estricto; al igual que los gusanos, que suelen ser parásitos por definición.

Y los virus, ¿forman parte de la microbiota normal? Hasta ahora, siempre se ha incluido a los virus como parte de la microbiota, ya sean los virus humanos o los fagos, que son virus propios de las bacterias. Sin embargo, ya hay algún científico que considera que los virus no se deberían englobar dentro de la microbiota porque no son seres vivos, aunque sí entidades biológicas. Desde el punto de vista práctico, este tipo de puntualizaciones conceptuales no son muy útiles. De momento, mientras no se alce una mayoría de voces disonantes en este campo, hablaremos del viroma como una parte de la microbiota.

Vamos a conocer un poco más a fondo a los bichos que llevamos dentro y encima.

BACTERIAS, ARQUEAS Y CPR

Bacterias y humanos: una historia truculenta

Las bacterias son seres vivos unicelulares. Es decir, cada individuo bacteriano es una célula única. Ya hemos comentado que no tienen núcleo y su material genético está hecho un gurruño que se llama nucleoide. Por lo demás, una bacteria no tiene mucho más, aparte de algo que la rodea y la separa del entorno, que puede ser una pared o una cápsula.

Algunas bacterias tienen una especie de pelitos —muchos o pocos, largos o cortos— para moverse o relacionarse con otras células. Dentro hay, además del ADN principal, otras moléculas más pequeñas de ADN, vacuolas que contienen sustancias de reserva y las fábricas de proteínas (ribosomas). Poca cosa más. Todo empaquetado en un tamaño invisible a simple vista: entre los 0,5 micrómetros de diámetro hasta los 8 micrómetros de longitud en algunos bacilos.*

En gran parte gracias a su sencillez, las bacterias son los seres vivos más exitosos de la Tierra desde hace 3.500 millones de años. Hay bacterias por todas partes: en el teclado de mi ordenador mientras escribo estas palabras, en la piel de mis dedos, en mi nariz mientras respiro y, por supuesto, en la silla donde estoy sentada. Miro por la ventana y veo un naranjo de kumquats, casa de millones de bacterias. Los huracanes tienen unas bacterias distintas en el ojo a las de la periferia. En el fondo de la Fosa de las Marianas, el lugar más profundo de la superficie terrestre, hay un número de bacterias similar al de un pozo séptico. La superficie exterior de la Estación Espacial Internacional tiene bacterias, tanto llevadas desde la Tierra como otras que parece que han subido por corrientes de elevación desde la Tierra. Las encontramos bajo el hielo de la Antártida y en las nieves (ya no me atrevería a decir que perpetuas) del Himalaya.

Volvamos al ser humano. Tenemos bacterias en todas las superficies en contacto con el exterior: piel, tracto respiratorio y digestivo y, por supuesto, el área urogenital. Además, se han encontrado bacterias en el cerebro de personas sanas, en el semen y en la sangre. No están produciendo ninguna infección como tal, aunque esto no quiere decir que en conjunto no influyan en las enfermedades que puede padecer su portador. Esta situación en la que encontramos bacterias en lugares donde teóricamente no debería haberlas, al menos según nuestros conocimientos previos, se llama atopobiosis.

En la Edad Media, la medicina árabe estaba mucho más avanzada que la occidental. Avicena, el famoso médico y filósofo musulmán de Persia, pensaba que las secreciones del cuerpo podían tener cuerpos extraños infecciosos. En aquella época no había capacidad técnica para descubrir microorganismos. En el siglo XIV se pensaba que las infecciones se debían a algún tipo de partícula contagiosa como, de hecho, sucedía, por ejemplo, en la peste negra, provocada por la bacteria Yersinia pestis, que tantos millones de personas mató en Europa.

El primero en ver una bacteria fue el holandés Leeuwenhoek en 1676, a través de un microscopio que había diseñado él mismo. Él las llamó animálculos.* La palabra «bacteria», con el significado de bastón pequeño, surgió en 1828. En el siglo XIX, múltiples científicos describieron diversas bacterias, hasta que Pasteur y Koch postularon la teoría microbiana de la enfermedad. Estos avances fueron grandiosos en la historia de la medicina. Sin embargo, aunque se consideraba ya que las bacterias producían muchas enfermedades —como la tuberculosis que sufre el personaje de Nicole Kidman en Moulin Rouge—, no sabían qué hacer contra esos bichos.

Esto último no es del todo cierto, ya en la medicina china se utilizaban algunos antibióticos sin conocer su mecanismo de acción. Por ejemplo, se sabía que la cuajada mohosa de la soja podía curar algunas infecciones. Los egipcios y los griegos también usaban algunos mohos como medicina. Incluso hace cincuenta mil años había neandertales que consumían algunos hongos contra flemones dentarios.

Todo el mundo piensa que el primero en descubrir la penicilina fue Alexander Fleming. En realidad, el médico francés Ernest Duchesne la descubrió con un método científico riguroso y lo comunicó al Instituto Pasteur. Pero le faltaba fama y le sobraba juventud, así que no le hicieron caso y el que se llevó el Nobel por el descubrimiento azaroso de la penicilina fue Fleming. Él fue justo y le reconoció el mérito a su joven predecesor, quien recibió un reconocimiento póstumo, pues, por desgracia, tanto Duchesne como su mujer fallecieron jóvenes por tuberculosis. El hoy casi desconocido costarricense Clodomiro Picado también había descubierto el efecto del Penicillium sobre diversas bacterias antes que Fleming. Lo comunicó en París, aunque no patentó su descubrimiento. Sin embargo, sí lo usó para el tratamiento de pacientes antes de que Fleming hiciera sus estudios de laboratorio con el hongo.

Ya antes de la penicilina se usaba el Salvarsán, la «bala mágica» contra la sífilis. La sífilis o lúes es una enfermedad de transmisión sexual que se puede cronificar y provocar horribles deformidades y demencia en las personas que la sufren. La literatura e historia universales están llenas de personajes que sufrieron de lúes: Byron, James Joyce, Schubert, Goya, Van Gogh, Al Capone, Catalina de Rusia, Mussolini… Y quizás: Lincoln, Hitler y Napoleón. Hay quien piensa que algunos de estos personajes pudieron tomar algunas de sus decisiones afectados por la demencia sifilítica. Menuda forma extrema en la que un microorganismo pudo influir en la historia de la humanidad.

La sífilis es una enfermedad curiosa, con un nombre distinto en cada país: en España se llamó mal portugués o morbo gálico; en Holanda y Portugal, enfermedad española; en Rusia, enfermedad polaca y en Polonia, enfermedad alemana. En Japón, lo denominaron el morbo chino. Es habitual en la historia de la humanidad culpar al extranjero de las enfermedades contagiosas y, de hecho, es una de las bases de la xenofobia. Lo cierto es que los microorganismos no entienden de patrias, nacionalidades, Estados ni fronteras, como se ha visto con la crisis de la COVID-19.

Mucha gente tampoco sabe que entre el Salvarsán y la penicilina existieron las sulfamidas, que se empezaron a utilizar antes que la penicilina. Con el inicio de la fabricación de ésta durante la segunda guerra mundial, comenzaron décadas de edad gloriosa de los antibióticos: el ser humano había conseguido vencer al enemigo invisible que nos enfermaba y mataba, las bacterias. En los albores de la era de los fármacos antimicrobianos, no había mucha conciencia de que, a la vez, se inducían cambios profundos en la microbiota de las personas que los tomaban. Tampoco es que en las primeras décadas del uso de los antibióticos éstos se dieran en exceso. Si la decisión entre morir de gangrena por una herida en la pierna o tener una disbiosis es fácil en el siglo XXI, imagina hace ochenta años.

A ESTAS BACTERIAS SÍ LAS QUERRÁS

Las bacterias son la parte más conocida de la microbiota. A poco que leas algunas noticias, más o menos detalladas, que aparecen en la prensa generalista sobre la microbiota, sobre todo intestinal, verás que se hace referencia a las bacterias. ¿Cómo las clasificamos? ¿Tiene alguna importancia esa clasificación? Como sí la tiene, te voy a desvelar el misterio que se esconde detrás de dos palabrejas como Firmicutes y Bacteroidetes.

Firmicutes

Los Firmicutes son un filo de bacterias (el equivalente en humanos a cordados). Se llaman así porque tienen la «piel» (cutis) o pared celular «fuerte» (del latín firmus). Casi siempre tienen forma de bacilo, es decir, de bastón; también pueden ser cocos, como bolitas. Muchas de las bacterias que pueden vivir en condiciones extremas, como las de la Estación Espacial, son Firmicutes, porque son capaces de producir esporas. Una espora es una forma muy resistente de algunas bacterias que puede persistir hasta millones de años.

Hay muchos tipos de Firmicutes: desde los Clostridium del tétanos y el botulismo hasta bacterias pequeñas como los Mycoplasma de transmisión sexual. En este grupo de los Firmicutes, tenemos bacterias tan dispares como la Listeria o los lactobacilos y enterococos, con los que se fermentan los yogures y la cerveza.

Los Firmicutes forman una parte muy importante de la microbiota intestinal. De hecho, en nuestra sociedad industrializada pueden suponer hasta un 60 u 80 por ciento de todas las bacterias identificadas de la microbiota intestinal. En los obesos, los Firmicutes están aumentados más allá de este porcentaje: los Firmicutes absorben más energía de los alimentos que comemos que otras bacterias. Así que, sí: puede ser que ese trozo de tarta que te comes en tu cumpleaños te engorde más a ti que a tu amigo que cumple años el mismo día, incluso aunque su trozo sea el doble de grande.

Esto quizás te haga pensar que los Firmicutes son malos, pero no es así: muchos de nuestros Firmicutes se consideran beneficiosos para la salud humana. Por ejemplo, los lactobacilos, que podemos encontrar en la mayoría de los probióticos, son Firmicutes. Enterococos, los hay «buenos» y «malos». Lo entrecomillo porque, aunque hay bacterias que van a ser fundamentalmente «malas» —con capacidad de producir enfermedad sin aportar nada bueno al que las lleva encima—, en general, en la microbiota la cosa va más de equilibrio. Dentro de los enterococos, por ejemplo, hay algunos que producen enfermedades, otros que nos permiten fabricar salchichas y queso, e incluso algunos que sirven para luchar contra los enterococos malos.

Uno de los Firmicutes es de las bacterias más famosas dentro del mundo de la microbiota. Se trata de Faecalibacterium prausnitzii: es una de las bacterias más abundantes en nuestro intestino y suele formar parte del top tres de las especies bacterianas de las personas sanas. Se piensa que tenemos como diez mil millones de este bichillo por cada mililitro de contenido intestinal, aunque esta cantidad está disminuida en personas que tienen enfermedades como la de Crohn, en la que se produce una inflamación grave del intestino. Se sabe que en otras muchas patologías puede aparecer por exceso o por defecto. Junto a la Akkermansia y algunos otros congéneres, forma parte de la llamada microbiota muconutritiva, constituida por aquellas bacterias que permiten mantener el moco intestinal en un estado saludable. Además, produce butirato a cascoporro, y más adelante veremos por qué esto es importante. Aún no existe en formato probiótico y habrá que ver si se comercializa, porque su exceso no parece que sea tampoco conveniente.

Bacteroidetes

La otra gran familia de bacterias que encontramos en el intestino son los Bacteroidetes. En general, suponen de un 10 a un 40 por ciento de las bacterias que se encuentran en un análisis de heces de las personas que vivimos en países industrializados. Éstas tienen un ADN bastante grande que les permite procesar todo tipo de hidratos de carbono y fibras. Dentro de este grupo, encontramos los Bacteroides y las Prevotella. Hace ya años, se vio que la gente que tenía muchos Bacteroides tenía poca Prevotella y viceversa. Incluso se llegó a clasificar a la población en tres enterotipos en función de esto, aunque esta teoría no se acepta del todo, pues parece que no se puede categorizar la microbiota intestinal sólo en base a un par de géneros.

En cualquier caso, en nuestra sociedad solemos tener menos Bacteroidetes en nuestro intestino que, por ejemplo, los cazadores-recolectores de las sociedades ancestrales como los hadzas o los masáis. Ellos llegan a tener incluso más Bacteroidetes que Firmicutes. En un estudio en Italia, examinaron las heces de un grupo de personas antes y después de una dieta evolutiva, eso que algunos llaman dieta paleo, y comprobaron que la relación entre Firmicutes y Bacteroidetes mejoró, pero no se llegó a asemejar a la de los cazadores-recolectores. Sin embargo, no todo está perdido, aún podemos mejorar nuestra ratio Firmicutes/Bacteroidetes.

El investigador Tim Spektor, del proyecto «Map my gut» y autor del libro El mito de las dietas: lo que dice la ciencia sobre lo que comemos, pasó tres días en Tanzania con una tribu de cazadores-recolectores: los hadzas. Se considera que son una de las reservas de microbiota de la especie humana: en nuestra sociedad industrial nos queda muy poca diversidad microbiómica. Tim convivió tres días con los hadzas, aunque durmió en una tienda cómoda en vez de cerca de la hoguera o en un chamizo de paja. Antes de la convivencia recogió una muestra de heces para analizar su microbiota.

Los hadzas siguen comiendo los mismos animales y plantas que los humanos han cazado y recolectado desde hace millones de años. El primer día, el desayuno de Tim fueron un montón de vainas de baobab: mogollón de vitaminas, grasas y mucha fibra. Le prepararon una especie de gachas, de las que tomó dos tazas. Después, recogieron algunas bayas cerca del poblado, como las bayas de Kongorobi. Si las vendieran aquí costarían decenas de euros el kilo y serían el superalimento de moda en todas las cuentas de Instagram de cualquier influencer de la salud que se precie. Para comer, recogieron unos tubérculos parecidos al apio que asaron al fuego. Más tarde, salieron a cazar un puercoespín, un animal de consumo habitual en muchos países africanos. Se comieron las vísceras al poco de haber cazado dos de estos animales, de unos veinte kilogramos cada uno, y llevaron el resto al campamento.

En los dos días siguientes, el menú fue parecido, con el añadido de una especie de conejillo de indias. De postre, panales de miel con las larvas incorporadas, es decir, grasas y proteínas con el azúcar. Como diría Torrente: «Más sustancia».

A lo largo del año, los hadzas comen hasta seiscientas especies de animales y plantas, y nunca les falta la comida. ¿Recuerdas haber comido tanta variedad de alimentos diferentes a lo largo de tu vida?

En sólo tres días aumentó de forma significativa la diversidad de los microorganismos de Tim, aunque tras algún tiempo su microbiota volvió al estado previo. La conclusión de este investigador es que deberíamos tener una dieta y un estilo de vida más salvajes y vivir más conectados con la naturaleza.

Desde luego, si queremos mantener un peso saludable a lo largo de nuestra vida, será muy conveniente saber cómo mantener el equilibrio entre Firmicutes y Bacteroidetes. Yo te lo cuento en los capítulos del final del libro.

Actinobacterias

Las Actinobacteria son otro filo de bacterias. Son fundamentales para tener unos suelos sanos donde puedan crecer las plantas y las setas. De hecho, suponen casi dos tercios de todas las bacterias del suelo. Otras muchas viven en diversos seres vivos.

Un ejemplo de actinobacterias malas es la bacteria que produce la tuberculosis y todas sus primas, como, por ejemplo, la que produce la lepra.

Por suerte, las actinobacterias más abundantes no son malas: son los Streptomyces, que producen antibióticos de origen natural como la estreptomicina. Es raro que éstos produzcan enfermedades. Algunas bacterias de este género se han identificado en el líquido amniótico de los humanos, por ejemplo. Los usamos para fabricar no sólo antibióticos, sino también algunos fármacos importantes para las personas que tienen un trasplante de órgano, como el tacrolimus.

Las actinobacterias más famosas son las bifidobacterias. Las bifidobacterias fermentan los azúcares y son bacterias usadas como probióticos tradicionales. Hasta la fecha se han descrito alrededor de cincuenta especies de bifidobacterias. ¡Esto no significa que no puedan aparecer más! Los niños pequeños tienen muchas bifidobacterias en su intestino pero, conforme cumplimos años, las perdemos de forma paulatina. Así, la disminución de las bifidobacterias se considera incluso un marcador de envejecimiento no saludable y, como vimos, los semisupercentenarios tienen muchas bifidobacterias. Las bifidobacterias hacen muchísimas funciones interesantes en el organismo, pero para los occidentales es difícil tener demasiadas bifidobacterias: son relativamente sensibles a las condiciones ambientales y es muy fácil perderlas, por ejemplo, por recibir un ciclo de antibióticos.

Al menos, esto es así en nuestra sociedad. En las sociedades con estilos de vida ancestrales, como los hadzas, no hay muchas bifidobacterias en los intestinos. Sin embargo, están sanos y no tienen, en general, enfermedades crónicas no transmisibles. Por lo tanto, podríamos decir que tener bifidobacterias está bien, pero no tenerlas no siempre es un problema.

Por ello, es importante conocer el tipo de alimentación y ambiente en el que vive una persona para sacar conclusiones del estado de su microbiota. En nuestro medio, las bifidobacterias iniciales proceden de la leche materna, pero después suelen adquirirse por comer sobre todo productos lácteos, aunque también parece que hay una relación con la ingesta de ciertas fibras de cereales. ¿Quiere decir que debemos comer trigo y lácteos para estar saludables? No necesariamente: los hadzas no lo hacen y gozan de excelente salud, pero ellos tienen una microbiota intestinal muy variada y rica, con una gran cantidad de diferentes especies bacterianas de las que nosotros carecemos. La microbiota se amolda a la alimentación y al ambiente. Por suerte, podemos tomar las bifidobacterias en formato probiótico si no tenemos suficientes.

Proteobacterias

Muchas de las bacterias que se suelen considerar malas pertenecen a este phylum. Son bacterias como Escherichia coli, las salmonelas o la Shigella. Como característica especial, tienen una molécula en su zona externa que se llama LPS (lipopolisacárido). Cuando el LPS entra en la circulación, nuestro sistema inmune lo reconoce como algo extraño que atacar. Nuestras defensas saben que a menudo esa LPS procede de bacterias que pueden fabricar toxinas.

En condiciones normales, este grupo de bacterias supone sólo un pequeño porcentaje de la microbiota intestinal. La disbiosis o desequilibrio de la microbiota consiste casi siempre en un aumento de estas bacterias, entre otros hallazgos.

La Escherichia coli es el ser vivo más conocido y estudiado del mundo. No todas las E. coli son malas, tenemos nuestras propias E. coli que cumplen una función determinada en el intestino. Pero ¡ay, como comamos una hamburguesa con una E. coli productora de ciertas toxinas! Puede dar lugar a cuadros muy graves, como en 2011. ¿Te acuerdas?

Entonces, hubo un brote de una enfermedad muy grave llamada síndrome urémico hemolítico. Este brote se debió a un serotipo específico de E. coli, el O104:H4, que produce una diarrea enterohemorrágica. Suena mal, y con razón. En Alemania murieron al menos cincuenta y tres personas, y hubo centenares de infectados. En ese momento, se les echó la culpa a unos pepinos de Almería y el pepino español al completo se llevó una mala fama inmerecida. De hecho, se llamó a los sucesos «la crisis del pepino», y así lo recuerda la mayoría de la gente. Sin embargo, parece que al final la causa de todo fue una plantación de soja alemana, o bien unos brotes de fenogreco de Egipto. En cualquier caso, en España hubo unas pérdidas multimillonarias en el sector agrícola pero sólo se indemnizó fuera de los tribunales a un par de empresas por una cantidad irrisoria. Como vemos de nuevo, es más fácil acusar a otros de la presencia de bichos malignos, al igual que con la sífilis.

No quiere decir que todas las proteobacterias sean malísimas: depende del equilibrio con el organismo humano o las otras bacterias. Por ejemplo, Helicobacter pylori es una bacteria muy famosa porque se asocia con úlceras de estómago e incluso cáncer gástrico. Sin embargo, hoy ya sabemos que esta bacteria forma parte de nuestra microbiota por lo menos desde hace cincuenta mil años, y que no es tanto ella la que produce los problemas como el ambiente en el que vive en el estómago. Si el ambiente gástrico no es el fisiológico, el Helicobacter se cabrea y nos da problemas.

Hoy en día, siempre que se encuentra esta bacteria se tiende a tratar con antibióticos y los mal llamados protectores gástricos, echándole la culpa de muchos de los problemas digestivos que tiene una persona. A menudo, después de un tratamiento de este tipo, la persona no sólo no se encuentra mejor, ¡sino incluso peor! También se ha visto que después de erradicar el Helicobacter con antibióticos, aumenta el riesgo de cáncer de esófago y de obesidad. Por otro lado, las personas sin Helicobacter es más probable que tengan asma, alergia o enfermedad celíaca. A veces es difícil tomar una decisión ante el Helicobacter: ¿antibióticos o no? Sin una enfermedad grave asociada, como una úlcera sangrante, se puede intentar tratarlo con antibióticos herbáceos y probióticos, además de cambiar el ambiente gástrico.

Hay otras proteobacterias aún no muy conocidas en cuanto a sus funciones, como, por ejemplo, las especies que reducen los sulfatos de la dieta. Y éstas también deben estar presentes, pero no en cantidades excesivas.

Otras

Hay bacterias en nuestra microbiota que no pertenecen a los filos mayoritarios expuestos. Un ejemplo es la Akkermansia, que ya te comentaba que es una Verrucomicrobia. Fusobacterium nucleatum es otro: se trata de una bacteria que pertenece a las Fusobacteria y que suele asociarse a muchos problemas de salud.

Busca el equilibrio

¿Podemos echarle la culpa de nuestros males a una única bacteria? En general, no. Es cierto que las enfermedades infecciosas, como una infección de orina o una neumonía, se suelen producir por una única bacteria. Pero a menudo, si una bacteria nos provoca una infección, es porque ya hay un desequilibrio previo de nuestra microbiota que no es capaz de defendernos de un exceso de bacterias malas.

A menudo, tampoco el sistema inmunitario está en las condiciones óptimas para evitar esa infección. Esto explica por qué algunas personas que se exponen a bacterias como Listeria monocytogenes (de nuevo, una crisis de productos alimentarios) no se enteran, mientras que a otros es capaz de enfermarlos o incluso matarlos.

Ahora, estamos en general poco expuestos a bacterias patógenas en los alimentos gracias a todo tipo de regulaciones en el sector de la industria alimentaria, el agua que nos permite lavar los alimentos, la cadena de frío en su transporte y conservación y todas las técnicas de cocinado.

Sin embargo, esterilizar todo lo que nos rodea es imposible. Es más, ni siquiera es deseable: necesitamos estar en contacto con las bacterias del entorno y de los alimentos. Una manzana se sabe que contiene cien millones de bacterias; y ya la puedes lavar, que seguirán ahí. De hecho, la piel es la parte de la manzana que menos bacterias tiene: es lógico, se suele lavar ya en origen y luego, de nuevo, antes de consumirla. La propia pulpa de la manzana tiene bacterias; de hecho, es la parte de la manzana que más bacterias tiene. Por cierto: se ha visto que el perfil de bacterias de una manzana ecológica es diferente al de una manzana ordinaria.

Así que no, no podemos —ni debemos— huir de las bacterias. Y es algo que hemos hecho a lo largo de las últimas décadas: hemos higienizado, desinfectado y esterilizado todo lo que se nos ocurría, incluidos nosotros mismos. Esto tiene su parte positiva: tener un quirófano limpio es fundamental y no tener bacterias patógenas en los alimentos o el agua salva millones de vidas cada año. Lo malo es que en el camino hemos perdido muchas bacterias que eran nuestras amigas: el ser humano de las sociedades occidentales sufre una extinción masiva de bacterias buenas, si nos comparamos con los humanos de las sociedades de cazadores-recolectores.

Desde hace unos años, hemos visto que haber hecho menguar nuestra diversidad bacteriana tiene unas consecuencias que, en su momento, eran imprevisibles. Enfermedades crónicas y trastornos del neurodesarrollo como cáncer, trastornos del espectro autismo, demencia de Alzheimer, párkinson, obesidad, diabetes, hígado graso, enfermedades autoinmunes, alergias, problemas de la piel y cualquier otra patología crónica que podamos imaginar, ya sabemos que se asocia a alteraciones de la microbiota intestinal y a menudo de otros nichos. La microbiota de la piel, de la boca o de la vagina no se libran de la escabechina.

Las bacterias eran nuestras amigas pero nos hemos empeñado en matarlas. Y lo hemos conseguido. ¿Podemos hacer algo por recuperar a nuestros viejos amigos? Si no te pudiera decir que sí, no habría escrito este libro.

Arqueas: parecen bacterias, pero no lo son

Además de las bacterias normales, hay otros microorganismos que antes se consideraban bacterias: las arqueas. Arquea quiere decir antiguo. Éstas se parecen a las bacterias en que tampoco tienen núcleo ni orgánulos membranosos internos. Sin embargo, son diferentes de las bacterias en la forma en la que pasan el ADN a ARN: en eso, se parecen más a las células eucariotas. También se diferencian de las bacterias en algunas características de su bioquímica.

Las arqueas son muy abundantes en los océanos y forman parte del plancton. Son importantes en el ciclo del carbono y del nitrógeno. Las que tenemos nosotros en el intestino producen metano. De hecho, hay dos tipos de personas: gente que tiene muchas arqueas metanógenas y gente que no. Cada grupo supone la mitad de la población. En general, las personas que tienen muchos bichos metanógenos tienen un tránsito intestinal lento, hasta el punto de estreñirse. El propio estreñimiento, a su vez, favorece el crecimiento de estas arqueas.

Aunque las arqueas no se consideran patógenas, su exceso puede generar un cuadro llamado IMO o Intestinal Methanogen Overgrowth («Sobrecrecimiento Intestinal de Metanógenas»). Una gran cantidad de metano intestinal es fuente de muchos problemas, más allá del estreñimiento, como la obesidad.

Bacterias ultrapequeñas

Hace unos años, se descubrieron otros microorganismos en nuestro microbioma, antes hallados en muestras ambientales, que se llaman CPR o Candidate Phyla Radiation. Son bacterias ultrapequeñas que no pueden vivir por su cuenta: son simbiontes de otras bacterias. Éstas se han encontrado en océanos y también, por ejemplo, en la boca del ser humano. Se piensa que pueden suponer hasta la mitad de la diversidad bacteriana. Se ha tardado mucho en descubrirlas porque no es nada fácil cultivarlas. Están en el permafrost, las aguas subterráneas, la boca de los delfines y el suelo. ¡En todas partes! Incluso hay un meteorito de Marte que parece tener un rastro de CPR.

Un ejemplo de CPR encontrado en humanos es una bacteria que se llama TM7, Saccharibacteria para los amigos. En la boca vive en la superficie de otra bacteria en forma de bastón, el Actinomyces, y modifica la forma de actuar de ésta. TM7 se ha relacionado con periodontitis, dermatitis, vaginosis y enfermedad inflamatoria intestinal. Sin embargo, hoy aún no sabemos si hay que tratar de algún modo a las personas que la tienen o cómo hacerlo llegado el caso.

EUCARIOTAS: CASI COMO NOSOTROS

Son menos conocidos, pero constituyen una fracción muy importante en nuestra microbiota. Los microorganismos eucariotas tienen células como las humanas, con su núcleo, mitocondrias y otros orgánulos con membrana. En nuestra microbiota tenemos dos tipos de eucariotas.

Hongos

La fracción fúngica de la microbiota se llama micobiota. Los hongos son bichos como la Candida albicans. Sí, esa Candida que a veces provoca incómodas candidiasis en la vagina. También la Malassezia furfur es un hongo, es la responsable de la caspa. Si los champús anticaspa funcionan, es porque matan a este hongo. Aunque éstos sean de los más conocidos, en la boca, la piel y el intestino tenemos decenas de hongos diferentes que no nos generan problemas. Como siempre, es el desequilibrio global en la microbiota lo que puede ocasionar una enfermedad.

Se dice que los virus controlan a las bacterias, las bacterias a los hongos y los hongos a los virus. Es un dicho un tanto simplista, pero ilustra las interrelaciones que hay entre los diferentes habitantes de nuestra microbiota. Imagínatelos jugando al «piedra, papel o tijera».

Desde hace varias décadas, se habla mucho en los círculos de la medicina funcional y la naturopatía de la candidiasis intestinal. Es una entidad que aún no está del todo reconocida por la medicina habitual de los centros de salud y hospitales. Sí son conocidos el muguet, que es la presencia de la Candida en la boca en forma de una película blanca; la candidiasis esofágica, de los pliegues, o incluso la invasora en sangre en ciertas condiciones.

En un intestino sano se encuentran diversas especies de Candida. Lo particular de este hongo es que adopta diversas formas y puede sobrevivir dentro de algunas de nuestras células. Es un microorganismo muy adaptado a vivir en diferentes entornos y a esconderse de nuestro sistema inmunitario. Por eso, deshacerse de la Candida puede ser difícil: es la reina de la invasión, la autodefensa y el camuflaje.

Protozoos

Los protozoos son otro grupo de microorganismos que también forman parte de nuestra microbiota. Son bichillos como Entamoeba (no la histolytica, que ésa sí da problemas) o Blastocystis. No se conoce demasiado bien esta parte de nuestra microbiota, aunque parece que algunas especies son importantes para mantener el equilibrio de la salud intestinal.

En general, son más conocidos los que producen enfermedades, como, por ejemplo, la Giardia lamblia. La Giardia es un parásito que tiene flagelos, como unos pelos largos. Es muy fácil de transmitir en el ámbito familiar o, por ejemplo, si un infectado se baña en una piscina. Las escuelas infantiles son otro de los lugares donde el contagio es frecuente.

Se tiene la idea de que en España no hay casi parásitos intestinales. Esta creencia, junto a la dificultad de diagnosticar la presencia de una Giardia, hace que haya personas que tengan múltiples problemas por la cronificación de una giardiasis y pueden tardar, en ocasiones, años, en averiguar la causa de sus males. Como siempre, todo es cuestión de equilibrio: hay personas que tienen una infección por Giardia, ni se enteran y la eliminan sin mayor problema. Sin embargo, en los últimos años he atendido, por desgracia, a decenas de pacientes que no sólo tenían una Giardia que fue muy difícil de diagnosticar, sino que luego ha sido extraordinariamente difícil conseguir erradicarla. Además, existe un síndrome de intestino irritable pos-Giardia que requiere unos cuidados específicos, sin los cuales las molestias pueden persistir mucho tiempo.

Recuerdo ahora el caso de un paciente que atendí hace unos años en la consulta del hospital. Había peregrinado por múltiples consultas, hospitales y centros médicos, privados y públicos: se había realizado algunos análisis de heces e incluso en un sitio le habían dicho que todo estaba en su cabeza. Yo se los volví a solicitar y ¡bingo! Apareció la puñetera Giardia. Nos afanamos en matarla y en reparar el daño intestinal que se había ido producido a lo largo de varios años. Nos costó mucho —a mí diseñar las estrategias de tratamiento y a él tener la paciencia de llevarlas a cabo— comenzar a recuperar su salud intestinal.

En otras ocasiones, diagnostico a mis pacientes de giardiasis, pero los familiares o convivientes no son mis pacientes y éstos no siempre consiguen erradicar la Giardia. Se producen reinfecciones en el ámbito intrafamiliar y vuelta a empezar. Es frustrante. Además, puedes demostrar que la Giardia está, pero es muy difícil hacer lo contrario: ninguna prueba permite descartar su presencia con el cien por cien de seguridad.

Otros protozoos famosos son el Toxoplasma, que ya hemos comentado (sí, el de los gatos), y la Trichomonas vaginalis, que provoca una infección de transmisión sexual. Sin embargo, como también hemos comentado, muchos protozoos no son problemáticos. Es un campo de estudio apasionante y tiene impacto en nuestra salud; esperemos que pronto sepamos más sobre ellos.

El animal que hay en ti

Hay otros seres eucariotas que forman parte de nosotros, aunque no son estrictamente microbios. El ejemplo más contundente es el Demodex folliculorom, un ácaro que vive sobre todo en los poros de la piel y los folículos de los pelos. Le encanta estar en la cara. Sólo tiene un agujero, que es para comer, y se alimenta de secreciones y piel muerta. ¡Es como si nos hiciera una limpieza de cutis gratis! Por lo tanto, se puede considerar que es «bueno». Sin embargo, si se incrementa mucho en cantidad o por otros factores que no se conocen bien, puede producir rosácea en la piel, o conjuntivitis en los ojos si aumenta su presencia en la base de las pestañas.

Las lombrices y los gusanos parasitarios son animales que a veces tienen un tamaño impresionante, como la tenia. Ninguno querríamos tener uno de éstos dentro de nuestro intestino, aunque las personas que viven en zonas del mundo con una gran carga parasitaria de este tipo no suelen tener enfermedades autoinmunes ni alergias. En cambio, en las sociedades industriales no tenemos parásitos y sí enfermedades como las comentadas. Por supuesto que hay otros factores, pero la cosa es que nuestro sistema inmunitario sabe mejor qué hacer con un gusano que con la contaminación atmosférica, por poner un ejemplo.

Basándose en la teoría de que la exposición a ciertos parásitos puede ser incluso beneficiosa, se han realizado estudios en algunas personas con enfermedad inflamatoria intestinal: tragaban el huevo de un gusano y mejoraban. La idea no es muy apetecible, por lo que se está investigando la posibilidad de no tener que administrar el parásito entero, sino sólo aquellas partes que puedan desencadenar las reacciones del sistema inmune que nos interesen.

LOS VIRUS: MÁS BUENOS QUE MALOS

Los virus ahora son muy famosos. Bueno, no todos ellos: uno en particular que nos ha cambiado la vida en el año 2020. Con todo lo que ha pasado en este año, es fácil caer en la creencia de que todos los virus son malos.

¿Qué es un virus, en realidad? De forma simplificada, es material genético empaquetado que necesita de otras células para hacer copias de ese material genético.

Si no somos capaces de ver a simple vista bacterias y hongos, mucho menos a los virus: miden aproximadamente la cienmilésima parte de un milímetro. Es decir, son mil veces más pequeños que una bacteria estándar.

Antes, hemos comentado que nuestras células tienen dentro las mitocondrias que, en realidad, hace miles de millones de años fueron bacterias.

¿Y si te dijera que en realidad los seres humanos somos más virus que otra cosa? Es una exageración, pero tiene una parte de verdad.

Se ha comprobado que en nuestro ADN hay una parte que corresponde a los retrovirus endógenos. Es material genético que en el pasado pertenecía a virus que se integraron en nuestro genoma de forma definitiva. Además, en muchas de nuestras células hay material genético de virus patógenos, integrado de forma perenne, como, por ejemplo, sucede con los virus del grupo herpes.

Hay más: sólo una pequeña parte de nuestro ADN codifica proteínas, el resto se llama ADN basura. En la naturaleza pocas cosas hay en una entidad biológica que pueda considerarse inútil o basura. ¿Qué es ese ADN que no codifica, aparentemente, nada? Hay quien considera que mucho de ese ADN puede proceder también de genomas virales antiguos, de hace cientos de millones de años.

Muchas personas piensan que todos los virus son por definición malos y provocan enfermedades. Por fortuna, no es así: la mayoría de los virus que existen son virus de bacterias, los bacteriófagos. Otros muchos son virus de plantas. De hecho, el virus del mosaico del tabaco fue el primero que se descubrió. De los virus que tenemos en nuestro intestino y nuestra boca, muy pocos son patógenos.

La parte del viroma de nuestro microbioma es aún muy poco conocida. Sin embargo, ya se propone el uso de fagos específicos para modular la microbiota, por ejemplo, intestinal, o incluso para tratar enfermedades infecciosas.

En un estudio publicado en el año 2018, se exponía el caso de un paciente que tenía una prótesis en la arteria aorta. La aorta es la arteria más importante del cuerpo, la que lleva la sangre del corazón al resto del organismo, menos a la circulación pulmonar. En ciertos problemas de la aorta, como un aneurisma, a veces se coloca una especie de tubo para evitar una muerte segura; si esa prótesis se infecta, el paciente tiene un altísimo riesgo de fallecer. Y si esa infección se produce por una bacteria de los llamados superbichos, resistente a la mayoría de los antibióticos, queda poca esperanza. En este artículo nos cuentan cómo se trató al paciente de una infección en su prótesis aórtica por una bacteria bastante mala que se llama Pseudomonas aeruginosa y que no se curaba sólo con antibióticos: le aplicaron un virus específico que atacaba a esa bacteria y el paciente se curó.

Pensar en usar virus para tratar cualquier enfermedad puede sonar raro, pero si entendemos que la mayoría de los virus no son patógenos, sino que forman parte de nosotros de la misma manera que lo hacen nuestras bacterias, hongos, arqueas y protozoos, podremos avanzar de una forma significativa en el tratamiento de múltiples enfermedades.

Figura 3. Taxonomía básica de la microbiota.

Éste, es un resumen gráfico de lo que hemos visto. No están todos los géneros y las especies que son, sólo algunos ejemplos de cada tipo de microorganismos.