El primer día (Los personajes)
(Martes 29 de septiembre de 1936)
Era su primera salida de Madrid desde que había llegado a la capital, veinte días antes, y no le gustaba lo que estaba viendo. Siempre creyó que las tierras lejos de Rusia, enfilando al sur, eran verdes y hermosas, exuberantes y pletóricas de vida, con sinfonías de colores conjugados por la naturaleza. No tenía alma de poeta ni una sensibilidad especial, pero aún poseía una viva imaginación que ahora le confesaba una traición llena de burlas.
El tren, en su viaje hacia el este, a la búsqueda del mar, le mostraba la aridez de una España castigada por el sol, y la miseria de unas gentes sobre las que se acababa de descargar una tormenta de fuego. Casi podía asegurar que Rusia no quedaba tan lejos. Kilómetro a kilómetro veía los mismos pueblos recortados sobre planicies marrones o colgados de marrones montañas. Los mismos rostros famélicos que había dejado atrás, en las extensiones rusas. Para uno la revolución había pasado, y para otros estaba tan sólo empezando. Origen y fin se confundían en un mismo punto.
Alexander Orlov evocó la imagen de Carmen.
La había conocido a los tres días de llegar a Madrid. Era natural que no pasase demasiado tiempo sin una mujer, pero no confiaba en hallar compañía tan pronto. Y sin embargo...
No tenía la menor duda de cuáles habían sido los motivos por los que Carmen se fijó en él. La encontró en una taberna, quieta, ingrávida, suspendida frente a un vaso vacío del cual se había extraído la última gota de vino barato, con la mirada perdida y un millón de fantasmas revoloteando alrededor de su cuerpo. Llambre, soledad, miedo, incertidumbre. Todo ello y más se reflejó en sus ojos cuando él se sentó delante y le ofreció un poco de calor.
El resto...
Ahora la había dejado en un sencillo pisito que antes debió de pertenecer a algún pobre diablo, huido o muerto, o que tal vez estuviera luchando con los rebeldes, confiando en regresar un día con los vencedores. Porque, estaba seguro de ello, iban a ganar.
No se consideraba un experto, pero sí un hombre disciplinado. Y sabía que sin disciplina no se obtienen victorias. La guerra de España estaba perdida para el bando republicano. A los españoles les faltaba unidad, mandos, y sobre todo, preferentemente, disciplina. Era la guerra de una docena de partidos contra sí mismos y contra el enemigo común. Franco y los suyos eran militares, sabían lo que se hacían. Tarde o temprano los acontecimientos tenderían a precipitarse. Y entonces...
Había pensado mucho en ello durante esos veinte primeros días en Madrid. No convenía temer nada de momento, no ponerse nervioso ni correr... pero sí pensar. Si la guerra se perdía, tal vez Rusia, la amada patria, no fuera un buen lugar para él. Stalin no estaría de buen humor, y las negligencias se pagaban caras.
Una guerra perdida desde el comienzo y él estaba en medio.
Volvió a pensar en Carmen, en el calor que le había dado y la protección que él le dispensaba ahora. Comida a cambio de compañía. Era una buena chica y le gustaba. Tenía la piel muy suave y un cuerpo amable, de pechos pequeños como manzanas, talle esbelto, ligeramente regordeta en brazos y piernas. Un tributo de guerra con apenas veinte años, muy distinta a las rusas que ya tenía olvidadas, ocultas detrás del velo de la distancia.
Quizá no fuera una estupidez pensar también en ella en caso de que España dejase de ser una isla perdida entre Rusia y el futuro.
Quizás. Quizás. Tenía demasiadas preguntas e inquietudes en la mente, ahora que conocía la situación en la que se movía. Y odiaba la inseguridad. Más aún: la temía. Inseguridad equivalía a debilidad. El necesitaba ser fuerte, para vivir y sobrevivir. Y para ganar allá donde todos iban a perder.
Sus pensamientos se alejaron de Carmen para situarse en aquello que le había provocado la primera intranquilidad, cuando dos días antes le comunicaron que iba a supervisar y vigilar, por parte rusa, el envío de las reservas de oro españolas, directamente desde los sótanos del Banco de España a los escondites secretos en la base de Cartagena. No era una misión común, pero se sabía ya que parte de aquel oro acabaría yendo a parar a las arcas rusas en pago o garantía de pago de las armas suministradas; y él, como supervisor de la NKVD, debía ser el ojo bolchevique, el halcón que controlase la operación, el testigo quieto que observase sin intervenir, pero sin descuidarse.
Ahora, el oro, el gran cargamento, viajaba con él, en el mismo tren, hacia Cartagena. Miles de pesadas cajas...; y bastaba una, sólo una, para asegurar un buen futuro a cualquier persona, en cualquier lugar del mundo. Una caja perdida en mitad de una guerra perdida.
Alexander Orlov compartía un secreto consigo mismo: se temía. La primera imagen del oro en su cabeza le había hecho estremecerse. La primera visión de las cajas, ya cerradas, le había hecho temblar. Y a lo largo de aquel tenso viaje, con el miedo a un bombardeo repentino, un accidente o un ataque inesperado, los temblores se acentuaron, y con cada uno de ellos, la evocación de la fortuna que le acompañaba, a sólo unos metros, le provocó
sudores y deseos que antes nunca había aceptado en su mente racional.
¿Qué le sucedía? ¿Había bastado un breve lapso fuera de la temerosa presencia de Stalin para liberarle los instintos ahogados bajo la disciplina? ¿Había bastado el cuerpo desnudo de una mujer y ahora la presencia tentadora de la riqueza, para cambiar en él su origen humilde y convertirle en parte de lo que había odiado años atrás, cuando los zares fueron barridos y el nuevo orden se instauró en todas las Rusias?
¿Podía cambiar un hombre tan rápidamente?
No pudo contestar a la pregunta. Cartagena apareció a lo lejos, hundida entre montañas, y el tren emitió un prolongado silbido, tal vez de salutación, tal vez de alivio.
Cuando abrió los ojos y los fijó en los desconchados de la pared, supo que su sueño no había sido tal, sino una pesadilla. ¿O era la pesadilla el despertar y no el sueño? A fin de cuentas había soñado que estaba en su vieja casa, disfrutando de una fantástica comida, rodeado por los suyos, y con su mujer, aún viva. Ahora por contra, ¿qué tenía?: nada. La misma sensación de vacío y fracaso de todos los días en las últimas semanas, desde el estallido de la locura. El maldito piso de la calle Carmen en donde se hacinaba, la dura idea de haberlo perdido todo, salvo la vida, y el resentimiento de enfrentarse a un nuevo día del cual no esperaba nada, si no cruzarlo sin problemas.
El timbre del teléfono, una de sus pocas comodidades mantenidas, le hizo moverse en la cama, aunque no levantarse. Los pasos primero, y la voz de su hija después, acudieron a la llamada. La oyó decir unas palabras y luego los pasos se acercaron a su habitación. Cuando la puerta se abrió brevemente, la cabeza de Asunción apareció por el quicio. Al verle despierto entró del todo, se inclinó sobre él, le besó y le dijo:
—Es ese hombre de los ferrocarriles, Mauricio. Pide por usted, padre. Le he dicho que no sabía si estaba ya despierto y me ha pedido que le despertara, que tenía algo importante que decirle.
Luciano Artea observó a su hija. Le hablaba con pragmatismo, lo mismo que alguien que cumple una función obligatoria pero indiferente para sí misma. Sobre la blancura de su rostro, los ojos eran aún más tristes que el ambiente que él se había encontrado al despertar, los deprimentes desconchados, los malditos recuerdos de grandezas pasadas, el orgullo tragado pero no digerido.
Se levantó y ella le tendió, solícita aunque mecánica, una bata que él se enfundó sobre el pijama. Antes de que pudiera decirle cualquier cosa, la muchacha ya había vuelto sobre sus pasos saliendo de la habitación. El hombre la siguió, pero sólo hasta el teléfono.
—¿Mauricio? —inquirió con gravedad—. ¡Maldita sea! ¿Qué quieres a estas horas de la mañana?
El que había llamado no pareció ofenderse ni molestarse por el tono de Luciano Artea. Su voz expresó tanto una implícita disculpa como un tenue sabor de misterio en su apagado susurrar.
—Señor Artea..., usted me dijo que tuviera los ojos bien abiertos ante cualquier cosa o hecho que se saliera de lo común...
Sí, lo había perdido todo pero aún tenía esperanzas. Si los rebeldes triunfaban las cosas volverían a ser como antes, o mejor. Y él aún era Luciano Artea. Carecía de poder, de dinero y de medios, pero todavía le respetaban. Unos cuantos hombres como Mauricio Sánchez, colocados en lugares estratégicos, podían darle armas con las que luchar, datos. La estación de Cartagena era uno de esos puntos estratégicos.
—¿De qué se trata? —preguntó abiertamente.
La voz del que llamaba se hizo más débil y misteriosa. Obviamente, hablaba con el temor de ser sorprendido por alguien. El miedo se deslizaba por el mismo camino que la precaución.
—Esta mañana ha llegado un cargamento muy secreto. Varias miles de cajas y muy custodiadas. Cajas pesadas.
—¿Qué contenían?
—Esa es la cuestión señor Artea: no ha habido forma de saberlo. Por eso le llamo. Nadie parecía saber de qué iba la cosa salvo unos pocos. Había gente de Madrid, y algunos rusos. Cuidaban de esas cajas como si en ellas estuviese su propia vida. He imaginado que le gustaría saberlo, y que tal vez usted podría hacer algo más. Sea lo que sea lo que va en esas cajas, es lo más importante y valioso que ha pasado por aquí, ¿entiende? Puede que usted conozca a alguien en la base y allí averigüe más.
—¿Iban a la base?
—No lo sé, pero no es difícil imaginar que sí. Al Arsenal o sus alrededores, al Castillo de Galeras o la Algameca.
Luciano Artea sopesó la información. Era difícil predecir la importancia de algo desconocido, pero el secreto y el misterio aseguraban, por lo menos, que estaban sucediendo cosas. Quizás fuese un iluso, soñando con hacer algo importante que ayudase a la causa nacionalista. Tenía más miedo que valor, pero se sentía empujado por lo único que no había perdido: la ambición. En toda guerra, existían dos bandos, y no precisamente vencedores y vencidos. En un bando militaban los que morían y en otro los que ganaban. Ahí estaba el quid de la cuestión. El no quería morir, y por encima de todo deseaba ganar. Las guerras servían para eso, para que los débiles cayeran y los listos se hicieran ricos. El, además, creía en la causa nacionalista, odiaba a la República aunque le sonreía y la servía.
Y ahora aquel secreto, quién podía saberlo, tal vez le diera unas buenas cartas, unos triunfos inesperados, una información que facilitar. Nada era despreciable. Todo podía ser utilizado por una mente abierta como la suya. Era sólo cuestión de mover los hilos adecuados, y esperar.
—Excelente, Mauricio —ponderó con gratitud—. Ten ojos y oídos muy abiertos, por si coges algo más acerca de ese cargamento.
Colgó sin esperar nada más del otro y se quedó quieto junto al teléfono, intentando imaginar qué podían contener varios miles de cajas pesadas. ¿Armas? Era lo más lógico. Sólo que las armas llegaban por mar a Cartagena y desde allí eran enviadas al interior, a los frentes de combate. El proceso a la inversa no tenía razón de ser, ni lógica alguna. ¿Entonces...?
Un ruido en la cocina le cortó el hilo de sus pensamientos. Movió el cuerpo pesadamente y dio los cuatro pasos que le separaban de la puerta. Dentro vio a Begoña, la criada, preparando algo. Se acercó a ella en silencio y cuando la cogió por la cintura, la muchacha dio un brinco, asustada. Giró el cuerpo y quedó frente a Luciano Artea, hundiendo en él dos ojos grises llenos de miedo que casi inmediatamente y durante una fracción de segundo pasaron a expresar odio. Luego, su mirada se vació de contenido.
El hombre la contempló un largo instante, sin moverse, aprisionándola entre su corpachón y el armazón de piedra con el hornillo. Begoña era otro de sus escasos lujos, como el teléfono. La muchacha seguía en la casa porque al menos en ella tema la comida asegurada, aun a costa de un precio. ¿Claro que adonde podía ir una adolescente como Begoña García, desvalida y muda? ¿Adonde, en tiempos tan difíciles como los de una guerra?
—Cuando se vayan Asunción y Gabriel, ven a mi habitación —le dijo suavemente.
Begoña bajó la mirada a los labios del hombre, luego volvió a fijarla en los ojos. Se llevó una mano a la oreja y trastocó su expresión tensa por una de preocupación y angustia.
Luciano Artea elevó la voz al recordar lo que siempre olvidaba: que ella no le oía más que a duras penas.
—La habitación —gritó—. Tú y yo. Luego.
Begoña García aguardó un par de segundos y luego asintió con la cabeza. Mientras lo hacía logró zafarse de su presencia y continuó preparando algo. Avivó el fuego y puso un cacharro con agua sobre las teas. Deambuló de uno a otro lado de la cocina con el mismo rostro indiferente que mostraba siempre, sin prestar atención a la presencia del dueño de la casa.
Sólo se detuvo cuando él traspuso la puerta alejándose, y apretando las mandíbulas, envió una larga mirada de odio hacia el lugar por el que su amo acababa de desaparecer.
Sentía por su padre un odio no deseado. A veces intentaba incluso comprenderle. Confiaba y esperaba, sin saber exactamente qué. Aunque actos como aquél despertaban su desprecio.
En un piso tan pequeño como el de la calle del Carmen, en el que residían desde hacía casi dos meses, difícilmente lograba él mantener en secreto sus relaciones, y por más que ella fingiese ignorancia, no conseguía disimular su asco. En cuanto a la pobre muchacha, Begoña, ¿podía negarse a la voluntad del hombre que la alimentaba? Las cosas estaban terriblemente comprometidas, y en los tiempos que corrían, cualquiera debía de ser un poco egoísta, y pensar especialmente en sí mismo.
Como hacía ella.
No podía ayudar a Begoña, sólo compadecerla. No podía hacer nada por su padre, salvo alejarse de él y no provocar sus temibles iras. Bastante trabajo tenía con ocultarle sus pasos, y evitar que el encuentro con Ginés se produjera. Lo único que le importaba era precisamente él: Ginés. No tenía nada más. No entendía a su padre ni se llevaba bien con su hermano Gabriel. Sólo Ginés le ofrecía la posibilidad de un futuro, unida al único ser que había amado y que la amaba.
El resto no le importaba. Ciega y enamorada, se decía que el mundo entero podía irse al diablo.
Se colocó la chaqueta delante del espejo y la abotonó con gestos rápidos. No tenía prisa, pero todavía perduraba en ella la disciplina del horario en el trabajo, aún siendo el negocio familiar y ocupando su padre la dirección. Luciano Artea ya no iba a la pequeña oficinita. Todo se había perdido, salvo unas pocas tierras, y lo que daban era propiedad de las autoridades. Había que alimentar una guerra, y a sus hombres.
A pesar de todo, Asunción seguía acudiendo cada mañana al local, y ocupaba su silla detrás de la mesita en la que trabajaba. No podían quitarle ese derecho. Nadie le arrebataría la fe, la voluntad, el deseo.
Y especialmente la posibilidad de ver, así, a diario, a Ginés Guzmán.
Begoña pasó por su lado en dirección al comedor y le dirigió una muda sonrisa, como cada mañana. La piel aceitunada brilló en el espejo y la hermosura juvenil, fresca y cálida a la vez, palpitó con su fugaz presencia. La idea de que ella se acostaría con su padre en cuanto estuviesen a solas, volvió a chocar en la mente de Asunción, y las palabras que acababa de escuchar, sin pretenderlo, volvieron a sus oídos.
—Si mamá viviese... —se dijo en un lamento que tuvo mucho de súplica y de queja.
Siendo parecidas, la mujer que la engendrara fue extraordinariamente bella, mientras que ella tan sólo resultaba una sombra pálida, una copia mala de un modelo perfecto. Bajita, de rostro redondeado y cabello medido a la altura de la barbilla, todo en su figura formaba curvas, una larga serie de marcados salientes y entrantes. Hombros redondos, caderas redondas, senos redondos, brazos y piernas breves formaban un perfil igualmente redondeado.
Y sólo Ginés la había elevado a la categoría de mujer.
La guerra lo había complicado todo. Ahora, Luciano Artea pasaba la mayor parte de su tiempo en casa, furioso, pensando y buscando soluciones ante su desgracia, y ella debía ocultar sus relaciones, callar y esperar, sin saber cuándo llegaría la hora de la verdad, o el día del mismísimo Juicio Final. Los días eran una continuidad de tensos minutos y las noches una oración a la búsqueda del sueño que la apartase por un corto lapso de tiempo de la realidad. Sólo al lado de Ginés, el tiempo desaparecía, la guerra se alejaba. Con él no había bombardeos, ni muerte, ni tristeza..., aunque también temía tanto amor, se ahogaba en él y en más de una maldita oportunidad no había podido reprimir unas lágrimas.
Cerró los ojos y dejó de verse reflejada en el espejo. En el instante de abrir la puerta que daba a la escalera se dijo que salía, una vez más, a la búsqueda de la felicidad. Al cerrarla confinó a los que quedaban en el piso y se dispuso a olvidarles, como cada día, velando su mente, conminándoles al silencio y la oscuridad. Aflora ya no formaban parte de su vida. Había traspasado la barrera y ya no volvería a cruzarla hasta varias horas después, cuando regresara a casa.
Para entonces...
Cuando vio el convoy de Katiuskas subiendo por la calle Real, tuvo que forzar el paso, a mitad de ella, mostrando más ostensiblemente su leve cojera. Una vez en la acera contempló el paso de los camiones, a buena velocidad, como ráfagas verdosas y mortecinas, cargados hasta los topes con unas cajas de madera clara, herméticas. Los soldados que custodiaban cada vehículo, con sus armas a la vista y en actitud de guardia, le dirigieron miradas diversas. Unas de indiferencia, otras interrogantes, las más de animadversión. No era habitual ver a un hombre joven, de paisano, en la calle, como un ciudadano más. ¿Acaso no era aquella una guerra para todos? Sólo los enchufados o los listos, los lisiados o los tontos, habían evitado ir al frente.
La cojera de Ginés Guzmán era únicamente visible cuando caminaba. Aflora, quieto ante la marcha de la columna rodante, un muro de silencio le mantenía al margen, convertido en una isla, lo mismo que la calzada central de la calle Real. La guerra había transformado a cada hombre en una duda, y cada pensamiento en una suspicacia. Todavía reinaba la confusión, y cada cual se preguntaba si el vecino era amigo o enemigo, si convenía estar a bien con él o despreciarle. Todos deseaban saber si el amigo que parecía de izquierdas, era realmente de izquierdas, y si aquel otro con aspecto de fascista, sería fusilado o no a la mañana siguiente.
Ginés Guzmán se apoyó en la pared de aquel lado del Arsenal. Al otro lado, la base militar de Cartagena, el puerto, los navios de guerra y los hombres de uniforme, debían de bullir en las actividades naturales de cada jornada. El, por contra, sólo debía esperar. Acompañaría a Asunción hasta la oficina de su padre y luego volvería con su cobardía a cuestas, pensando una vez más si era su cojera o su miedo los que le habían apartado de la lucha.
Lo mismo que a su novia, se lo habían quitado todo. La rancia casona en la Muralla del Mar, las reliquias de la familia, la herencia de los Guzmán. «Requisado para la causa», «requisado en nombre del pueblo», «requisado porque la República necesitaba aquello y más». Tenía una vida que organizar y nada con que comenzar, salvo el amor de Asunción.
Y se preguntaba si era bastante.
Los camiones giraban al final de la calle a la izquierda, hacia la Algameca, al otro lado de la Rambla, seca y polvorienta. No recordaba haber visto tantos Katiuskas juntos, ni un despliegue semejante de fuerzas, pero tampoco pudo pensar más en ellos ni en lo que representaban, porque al otro lado de la calle Real vio de pronto la figura de Asunción, quieta, mirándole con su dulce expresión y deseando cruzar la calzada.
Dio unos pasos en dirección al bordillo, y ambos se aislaron frente a frente, aunque les separara la corriente rodante, que parecía interminable. Cada camión era una mancha verde que se interponía sucesivamente entre ambos, y cada espacio entre éste y el siguiente, un corto y breve bálsamo de amor en la distancia, roto nna vez más por el nuevo camión que les separaba.
Ginés Guzmán contempló, con resignación, la imagen de su novia. La caravana de camiones casi resultaba un símbolo. Solitarios, pobres, separados por un problema de familias y con una guerra mordiéndoles las entrañas y los talones. Asunción era débil, delicada, tenía los ojos eternamente tristes y sus manos temblaban al acariciarle. Pero era suya. Todo lo que tenía.
Sin saber si había pasado un minuto o una eternidad, cuando el último camión cruzó ante ellos y la caravana se cerró con una atronadora motocicleta, volvieron a ponerse en movimiento. El no tuvo tiempo de dar más que un paso.
Con el segundo, Asunción ya se le había echado encima y le abrazaba tan ávida como cada mañana, tan deliciosa como siempre.
La suya fue una jugada de habilidad genial. El precio había sido muy alto, pero gracias a él había conservado lo esencial: la vida.
Cuando la noticia de la sublevación en Marruecos se extendió, y nuevas informaciones dieron cuenta de las distintas alternativas acaecidas en otras ciudades, él comprendió que Cartagena tendría un papel decisivo en las primeras horas de la lucha, aunque no con los resultados favorables que hubiese deseado. Plaza fuerte de la República, y enclave básico en la ordenación táctica del ejército republicano, no dudó que la sublevación en la ciudad sería aplastada.
Luciano Artea nunca destacó en política. Un sexto sentido le hizo guardar sus ideas en lo más profundo de su cerebro. Lo único que le interesaba era el poder, y éste lo tenía gracias al dinero. Pertenecer a uno u otro bando no tenía mayor significancia, aun cuando sus simpatías siempre se habían decantado hacia un estado de fuerza, contrario a la debilidad de los mandatos izquierdistas, disociados y llenos de resquebrajables lagunas. La rebelión era inminente y clara, forzada por las circunstancias. Eso le hizo prepararse largo tiempo.
El mismo día 19 de julio, cuando aún las alternativas eran difusas, se presentó a las autoridades cartageneras. Puso a disposición de ellas sus tierras, sus casas, todos sus hombres, y lo que mantenía en sus almacenes, cosechas dispuestas a ser vendidas y aparejos, maquinarias, camiones. Sólo se reservó algunas pertenencias, secretas, para resistir. El resto lo cedió «a la causa republicana», «a la patria». Su ofrecimiento, cuando aún la sublevación no había tomado color en Cartagena, fue decisivo. Desde las primeras horas de tranquilidad, posteriores al establecimiento del orden en la ciudad, aún con fusilamientos en masa y la ola de requisamientos vaciando los hogares de cientos de familias, él ya se hallaba a salvo, con Gabriel y Asunción, en el piso de la calle Carmen.
No le quedaba apenas nada. Un par de casas en partes alejadas de Cartagena, un par de almacenes muy pequeños, y cierta cantidad de provisiones y frutas escondidas en sus sótanos. Con ello debía sobrevivir. Con ello y el poco dinero reunido antes de la catástrofe.
Le quedaba sin embargo una ardua tarea por delante. Pasando como republicano, debía mantener su posición frente a las autoridades, y al mismo tiempo prepararse para el día de la victoria, cuando los nacionalistas triunfaran, como esperaba. El doble juego le asustaba, pero no deseaba morir precisamente a manos de aquellos en quienes confiaba. De ahí que esperase algo, y que buenos amigos que le debían favores, o aliados contrarios a la República, mantuvieran ahora los ojos abiertos y los oídos atentos a la espera de una oportunidad, confiando en un milagro. Ni él ni los demás tenían madera de héroes, pero cualquier signo, cualquier señal, serviría para sus propósitos. Si conseguía hacer llegar un buen informe o un secreto militar a la zona rebelde, «ellos» lo recordarían, lo tendrían en cuenta, y su futuro estaría asegurado. Quedaría claro que lo hecho el día diecinueve fue tan sólo para salvar la vida. Cierto que otros habían muerto por defender sus ideas, pero ¿valía la pena morir como un mártir, pudiendo vivir como un héroe? Desde luego el juego era peligroso, pero estaba atrapado en la rueda del destino y nada podía hacer por librarse de ella... salvo jugar sus cartas, y hacerlo lo mejor posible.
Y aquella mañana, el mensaje de Mauricio Sánchez. ¿Era lo esperado? ¿Tan pronto? Ni siquiera sabía, en caso de descubrir algo importante, cómo poder comunicarse con la zona nacional. Pero era un paso. Un comedido optimismo le invadía. Ahora necesitaba pensar, tranquilizarse, madurar bien cada movimiento. Era pronto para echar las campanas al vuelo. Saber que existía «algo» guardado celosamente en algún lugar del Arsenal o sus alrededores no significaba nada si no descubría lo esencial: qué era ese «algo».
—Si me sobra una cosa, por ahora, es tiempo —se dijo—. No conviene precipitarse.
Era mejor aquello que nada. Tendría un motivo para sentirse ocupado, útil. Un objetivo. Siempre había sido un hombre de reconocido empuje y ambición. Nunca hubiera creído que a su edad se sintiese con fuerzas para jugar a los espías. Pero así eran las cosas, y la historia solía hacerse a espaldas de los historiadores, a golpes de coraje y con situaciones muchas veces imprevistas o tantos de fortuna.
Dejó de pensar en todo ello cuando la puerta de su habitación se abrió y Begoña penetró en el interior. Ni siquiera le miró, y comenzó a desnudarse sin la menor pasión, de la misma forma que debía hacerlo por las noches en el agujero donde vivía. La criada tendría trabajo, y querría acabar pronto. ¡Condenada chica!
Se levantó de la cama y detuvo sus movimientos. Begoña se quedó quieta, rehuyendo mirarle a la cara. Nunca le miraba cuando hacía el amor con él. Casi al instante se relajó y permitió que su amo hiciera el trabajo de quitarle la ropa. Como una muñeca de trapo, dejó que el hombre retirara de la superficie de su cuerpo las distintas prendas con las que se cubría. Telas baratas, su bata, una blusa desabotonada con deliberada lentitud, la combinación, rala y remendada. Toda ella olía a mil cocidos, y su carne tenía mil sabores, pero esto no hacía sino excitar más y más a Luciano Artea, que poco a poco convirtió la tensión de la lentitud en la emoción del placer y el nerviosismo de lo esperado.
Cuando los gruesos sostenes cayeron al suelo, Luciano Artea hundió el rostro entre ambos pechos, acariciándolos, besándolos y lamiéndolos casi al mismo tiempo. La deliciosa y primitiva desnudez de Begoña hizo que perdiera sus últimos atavismos y la bestia penetró en él. Se abrazó a la adolescente babeando y gimiendo como un niño y la arrojó sobre la cama.
Los ojos de Begoña García buscaron un desconchado en el techo, en forma de caballo rampante, y ya no se apartaron de él hasta que, no mucho después, envuelto en un rugido cataléptico, Luciano Artea dejó de moverse.
Los gemidos de su padre le producían una morbosa excitación. Difícilmente se imaginaba al viejo fornicando, saciándose con aquella desgraciada que ni siquiera era una mujer... o quizás lo fuera. No dejaba de reconocer que era bonita, y podría serlo más con los años y algo mejor que las atenciones y las sobras de la comida que le daba un cincuentón aprovechado.
Aunque a él, eso le importaba muy poco.
Gabriel Artea se había ido unos minutos después que Asunción, gritándole desde la puerta para que su padre le oyese y Begoña, cuando menos, le viera. Sabía sobradamente el juego que su padre se llevaba entre manos en las solitarias mañanas que la criada iba a lavar la ropa, fregar los suelos y limpiar el piso. Bien, eso le daba un margen de intimidad, y la oportunidad de hacer lo que quería sin problemas. Había esperado cinco minutos en la escalera, silencioso, y luego volvió a subir con las mayores precauciones. Como otras veces, cuidó de que la puerta no se cerrara al salir aunque la mantenía bien engrasada, por si Begoña observaba la abertura y la cerraba. Una vez dentro había comprobado que el hombre estuviese en el dormitorio. Ni la prudencia ni el miedo le hicieron actuar tan rápido como de costumbre. Los gritos de su padre se oían más desaforados que nunca.
¡El maldito cerdo!
Se arrepintió de su pensamiento detractor, no por un reconocimiento del respeto que le debía a su padre, sino por el hecho vital de necesitarle y deberle muchas cosas, la principal, el detalle de haberle evitado ir a luchar en el frente. Luciano Artea había convencido a los jefazos que mandaban en Cartagena que le necesitaba. ¿Acaso no era más importante la comida para abastecer a varios regimientos que un solo soldado? Así que el viejo lo había conseguido, y él podía ahora gozar un poco más de los placeres mundanos, o un mucho. La guerra siempre se llevaba a los hombres y dejaba a demasiadas mujeres solas y desesperadas, la mayoría de las cuales tarde o temprano acabarían convirtiéndose en solitarias viudas.
Si Caridad pudiera leerle pensamientos como aquél, a buen seguro le sacaría los ojos. Era celosa, la muy... Tratándose de una profesional habitual en camas vestidas con sábanas de seda, no era normal que le cuidase y protegiese tanto, hasta rayar en poco menos que la locura. Era la mejor amante, capaz de convertir un lecho en el mejor campo de prácticas sexuales, y fuera de la cama, mantenía su nervio, su vehemencia, su pasión y su deseo.
Pero ahora los clientes eran menos abundantes. La falta de hombres, unos huidos fuera de España con sus fortunas, y otros en lugares más seguros, unida a la falta de dinero, habían puesto las relaciones de ambos en un aprieto. Ella tenía más tiempo para él y menos dinero. Y él sólo la necesitaba por la noche, para gozar durante el día de los placeres mundanos, con los escasos conocidos que le quedaban en la ciudad, todos ya viejos, o de la oportunidad de encontrar a otras mujeres, especialmente si tenían fortuna personal o una buena renta, con las que lucir su atractivo.
Su atractivo.
Conocía la palabra que definía su actitud pero no le importaba. Asunción, su hermana, había heredado las mejores virtudes familiares junto a una escasa presencia física, una salud deleznable y un poco favorecedor físico. A él no le importaba ser el poseedor de las peores lacras de sus antepasados. Dios, si existía, le había compensado con otros aditamentos: atractivo, simpatía y don de gentes.
Y lo único que precisaba, día a día, para seguir siendo él mismo era la suave gasolina del dinero.
Su padre no tardaría mucho en estallar. A muchos viejos les costaba alcanzar la plenitud, pero él en cambio había padecido toda su vida de eyaculación precoz. Uno de los «pequeños problemas» en que le había sumido su madre, virtuosa y por ello muy poco amante de los placeres camales. Días y días de abstinencia, infranqueable a pesar de discusiones y gritos envueltos en lágrimas y rosarios, para sólo unos breves minutos de concupiscencia desenfrenada y caótica. Demasiados años para habituar ahora un cuerpo que ya no esperaba demasiado, y que tenía más de lo que precisaba con Begoña.
Abandonó las inmediaciones de la habitación y se introdujo en el pequeño despacho de Luciano Artea. Sólo había en la pieza una mesa llena de papeles, un par de sillas, un armario y una cómoda. Gabriel fue a la mesa, extrajo de un bolsillo de su chaleco una llave y con ella abrió el cajón superior. Aquella llave era su más preciado tesoro, su pasaporte hacia la comodidad cuando Caridad no podía darle algún dinero. Le había costado sus buenos esfuerzos conseguir el original y hacer un duplicado exacto sin que su padre sospechase. Pero el éxito había coronado sus esfuerzos, y ahora sólo contaban los resultados.
Cogió uno de los pequeños montones de pesetas repartidos en el cajón. Eran los restos de una fortuna que su padre esperaba recuperar, y constituían la posibilidad de sobrevivir unos meses a lo largo de la guerra. No sabía si ésta sería larga o corta. Tampoco le importaba. Desde niño tuvo clara una idea: que siempre resultaba mejor vivir al día. Si el dinero se terminaba, su padre pensaría algo, porque era hombre de recursos. Mientras... no iba a notar la falta de un duro. Afortunadamente no solía contar cada noche el dinero, como los primitivos avaros.
Metió el duro en un bolsillo de su chaqueta de buen corte y la llave de nuevo en el chaleco, una vez cerrado el cajón. Finalmente salió al pasillo. Ya no se oía nada procedente de la habitación de su padre, aunque el viejo toro no tenía por costumbre salir inmediatamente una vez finalizado el acto, ni permitía que la chica lo hiciese. Debía dormitar, o descansar, o acariciarla esperando el milagro de una nueva posibilidad.
Todo ello le importaba muy poco. Con una sonrisa irónica cerró la puerta del piso sin hacer ruido y luego, tras un aparatoso saludo con la mano, bajó la escalera saltando los escalones de dos en dos.
Con dinero en el bolsillo, Cartagena era una buena ciudad.
El primer camión, en el que iba Alexander Orlov, se detuvo frente al puesto de guardia. Detrás, la densa fila de Katiuskas fue haciendo lo mismo, a la espera de que la barrera fuera levantada. No hizo falta mostrar papeles en esta ocasión. Varios oficiales aguardaban junto a la caseta que presidía la entrada de la Algameca. Se veía en ellos una especial tensión, y el ruso conocía el motivo: la incertidumbre ante la presencia de aquella expedición secreta. Decenas de ojos ante el misterio. Aquellas cajas formaban el reto, el interrogante. La escena le divertía especialmente. Guardianes de un tesoro casi mitológico, como pobres eunucos, pagaban con el silencio el precio de su ignorancia. ¿Qué hubieran pensado, o que hubiesen dicho, de saber lo que transportaba aquel convoy de camiones? Alexander Orlov lo sabía: los ojos les habrían brillado por la codicia, y cada cual, en un rincón de su mente, desplazando a la guerra, pensaría en sí mismo y en lo que sucedería si un poco de aquel oro cayese en sus manos.
Lógicos pensamientos, tan humanos y naturales...
La barrera fue levantada, y ahora, guiados por un automóvil además de las motocicletas, se internaron por la zona militar de la Algameca, a marcha muy lenta.
El castillo de Galeras, a su izquierda, con sus pronunciadas rampas que morían en el mar, en la llamada Algameca Chica, una entrada de agua flanqueada por depósitos de carburante y otras edificaciones, era el gran testigo de sus movimientos. La carretera giró casi noventa grados a la derecha, antes de llegar a la Algameca Chica, internándose por un páramo pobremente arbolado. Cuando de nuevo se produjo un giro a la izquierda, algo parecido a una cantera fue rodeada por ese lado. No había a lo largo de esa zona demasiada animación. Otro control fue levantado sin necesidad de que los camiones se detuvieran, y dos minutos después la polvorienta aunque firme carretera llegó a una bifurcación. Hacia la izquierda se iba a la Algameca Grande, y tomando la senda de la derecha, el camino se perdía entre nuevos núcleos arbolados. Ellos tomaron esa última dirección, deslizándose por suaves pendientes y rampas. Por entre los árboles diseminados, no tardó en ver Orlov su destino, los polvorines «loberos», los refugios secretos horadados en la roca, al pie de un cerro.
Cuando la caravana de Katiuskas se detuvo ordenadamente frente a ellos, Alexander Orlov no tuvo más remedio que ponderar el hallazgo de tal escondite por parte de las autoridades españolas. Cada entrada hacia el interior de la montaña se hallaba protegida por una puerta de hierro rodeada por un arco de piedras. Dos rieles en cada polvorín iban desde el lugar en que ellos se habían detenido, hacía el interior, perdiéndose en la oscuridad. Subiendo la vista por las pendientes del cerro, se observaban aquí y allá los respiraderos. Ningún bombardeo, por preciso que fuera, podría derribar aquellas paredes de roca, ni sepultar el oro español bajo miles de toneladas de tierra. El banco natural más importante del mundo estaba dispuesto para recibir la fortuna más codiciada.
Los miembros del gobierno, nerviosos, exhalaron sus primeros suspiros de alivio. El subsecretario de Hacienda se frotó las manos y miró al cielo, tal vez para ver si las nubes amenazaban tormenta o quizás para agradecer a sus dioses el éxito de la delicada empresa. El oro fue descargado de cada camión y apilado ordenadamente en las vagonetas que lo llevarían al interior de los polvorines. Un enjambre de hombres inició el trabajo con precisión y orden. A cada camión vacío le sustituía otro lleno. Las primeras vagonetas fueron tragadas por la montaña, cruzando las puertas abiertas y siguiendo por avenidas iluminadas.
Alexander Orlov sintió un profundo malestar en todo su cuerpo seguido de un pinchazo en la cabeza. Cerró los ojos pero no pudo dejar de pensar en aquel oro.