Cosmódromo de Baikonur, Kazajistán (URSS), marzo de 1961
Baikonur no está en Baikonur. Ni siquiera cerca. Si una afirmación así formara parte de la lógica aristotélica, podría ser interpretada como una falacia carente de sentido, pero si esta se refiere a la silente Unión Soviética —tan hermética en su uniformidad como un cuadrado negro de Malevich— no deja de ajustarse al más puro realismo descriptivo. Baikonur no está en Baikonur, sino a trescientos kilómetros de distancia.
Fue Winston Churchill quien describió a la URSS como un acertijo plegado sobre sí mismo, escondido dentro de un sobre de misterio, encerrado en el interior de un enigma. Su propia geografía —sin ir más lejos— es un arcano, tan inabarcable como una cinta de Moebius. Si algo logró salvar a Rusia de Napoleón y Hitler no fueron sus generales, sino su tamaño.
Sobre esa extensa alfombra protectora, desperdigadas entre climas inhóspitos y distancias exageradas, se entretejen —bajo los hilos— decenas de ciudades secretas, poblaciones incorpóreas de una cartografía invisible y alternativa. La mayoría se levantaron en lugares apartados, junto a instalaciones militares o centros de investigación, con el objetivo de proporcionar hogar y cobijo a sus trabajadores.
Complejos modernos, henchidos de savia fresca, cuyas coordenadas, sin embargo, se volvieron transparentes nada más ser inauguradas. Vivir de espalda a los mapas es una costumbre muy soviética, heredada de los días de Stalin, quien padecía una obsesión enfermiza respecto al sigilo. Una tradición que ha sobrevivido más allá de su muerte. Cualquier ubicación de interés estratégico debe ser abrigada bajo un embozo de impenetrable cautela. Ninguna filtración puede rezumar ni la más mínima gota de información. Unas premisas que —a principios de los sesenta— siguen aún en plena vigencia.
Si una ciudad no existe, sus habitantes tampoco deberían hacerlo. Parece un axioma sensato. Para cumplirlo, el régimen comunista mantiene un control estricto sobre la etérea población de estos lugares extraños. Rara vez les asigna un permiso de salida al mundo exterior. Las visitas desde fuera también están prohibidas. Los residentes —la mayoría científicos y técnicos especializados— cercenan, antes de entrar, cualquier nudo con su pasado. A cambio, disfrutan junto a su familia de un nivel de vida superior al del resto del país. Servicios y comodidades impensables en otras esquinas de la Rusia concreta. Son como esas burbujas irregulares que se forman sobre la resbaladiza superficie de una pompa, pequeñas sociedades estancas insertas dentro de una red colectiva. Solo unos pocos privilegiados alcanzan la altura suficiente, en las empinadas laderas del Estado, como para obtener una visión periférica del conjunto.
Según la tradición hebrea, Yahvé creó el mundo dotando de nombre a las cosas. Alguien debió pensar que, cambiándolos de sitio, podría hacerlas desaparecer de idéntica manera. El cosmódromo de Baikonur se levantó a partir de la misma nada en un rincón del desierto de Kazajistán, cerca de la línea de ferrocarril que une Tashkent —en los confines de Uzbekistán— con Moscú. En aquellos días, la única edificación que allí se mantenía en pie era una desmadejada estación de tren, azotada por el viento, donde casi nunca paraba ningún convoy. Tyuratam. Eso era todo lo que se leía en su cartel de chapa roñosa.
Alguien decidió entonces camuflar aquel emplazamiento y lo rebautizó con el nombre de una localidad minera situada a cientos de kilómetros de distancia, Baikonur, con el único propósito de confundir al enemigo. Enredar la madeja. Embarrar el rastro. Si Baikonur llegaba alguna vez a oídos de los servicios de inteligencia occidentales, estos enviarían sus aviones espía al lugar equivocado. Aprovechar la toponimia como arma de confusión. Pintura de camuflaje. Baikonur no está en Baikonur, no; pero tampoco resulta tan raro. Al fin y al cabo, el ingeniero Korolev —que acaba de aterrizar allí hace unos minutos— tampoco es Korolev.
—¡Bienvenido de nuevo, Diseñador Jefe! —le saluda un oficial de guardia nada más bajarse del avión.
Corto de estatura, pero fornido en su complexión. La cabeza parece salirle del cuello de la camisa sin transición, unida al tronco simplemente por una ligera papada. Los ojos, del color de la tierra fértil, emanan un centelleo de inteligencia, aunque su expresión facial denota cierto visaje de amargura. Las mentes más lúcidas suelen ser muy vulnerables a la melancolía, cuando no directamente inclinadas al pesimismo más escéptico.
A sus cincuenta y cuatro años, la vida le ha mostrado sin afeites los horrores del Gulag y la guerra. Desde entonces, ya no le hace falta endulzar el té. Su lengua está acostumbrada al sabor acre. Rara vez bebe alcohol y es austero en sus gustos. Divorciado de su primera mujer, mantiene una discreta relación amorosa con una chica bastante más joven que él. Serguéi Pávlovich Korolev es el hombre que guía —y con gran éxito— la carrera espacial soviética. De sus circunvoluciones cerebrales surgieron los brillantes diseños del R-7, el cohete que ha pisoteado el orgullo americano del modo más inesperado. El Pequeño Siete o Semyorka, como lo apodan de forma cariñosa, ha demostrado ser hasta diez veces superior a sus competidores en potencia y empuje de masa. Elevó el Sputnik hasta el abovedado techo de las estrellas con la suavidad de un soplador de vidrio. El ingeniero Korolev es la mente más brillante de toda Rusia y —precisamente por eso— nadie lo conoce.
Korolev no es Korolev. Solo sus familiares y amigos más próximos, además de la cúspide de la KGB —la agencia de inteligencia y seguridad que ha sustituido a la temida NKVD— saben de su verdadera identidad. Su nombre real, como tantas otras cosas en la Unión Soviética, es un secreto de Estado. Muy pocos están autorizados a llamarle por su apellido. Diseñador Jefe, ese es el alias apropiado con el que ayudantes, subordinados, colegas, documentos oficiales o medios gubernamentales están obligados a referirse a él.
—¿Qué tal ha ido el vuelo, Diseñador Jefe?
Al principio le resultaba extraño. Y algo irritante. ¿Pero qué no lo es en estos tiempos? Hasta el alma más afable y modesta experimenta a veces arranques de ego. Hambre de orgullo. A él nunca lo reconocen por la calle. Nadie le señala a su paso. «¡Mira, ese es el tipo que doblegó a los yanquis!», cuchichea alguien. «Y los venció utilizando como única arma su talento». Pero tales escenas solo tienen lugar dentro de su imaginación, nunca en la realidad. ¡Qué demonios! Sentirse admirado no puede ser algo tan malo. ¡A quién no le gusta sentir una caricia de cariño en el cogote de vez en cuando!
Pero no. Korolev no es Korolev. Debe costar trabajo acostumbrarse a algo así. Sobre todo, si Korolev eres tú. A pesar de escalar hasta la cúspide del enrevesado organigrama piramidal ruso, su vida se asemeja más a la de un anónimo monje enclaustrado que a la de un científico candidato al Premio Nobel. Privilegiada en lo material, quizá, pero insignificante en términos de vanidad y jactancia.
—Por favor, Diseñador Jefe, acompáñeme hasta el coche —le indica el oficial, mientras señala a un Volga negro, el modelo de automóvil utilizado habitualmente por el ejército—. Nos esperan en la base.
El cosmódromo de Baikonur brilla como una perla tecnológica dentro de una inmensa concha de vacío y arena. Su aspecto actual dista mucho del que tenía hace apenas unos años, cuando una unidad especial del ejército descendió de madrugada, entre el batir de los helicópteros blindados, sobre este agujero perdido. Era un comando veterano de zapadores de élite, curtido en la gran guerra, especializado en levantar fortalezas militares y estructuras de comunicaciones en las condiciones más adversas e inimaginables. La eterna lucha del ser humano por domesticar las fuerzas salvajes de la naturaleza cobra a este lado de los Urales un sentido casi metafísico.
Ahí es donde reside el gran vigor de la maquinaria humana soviética, en sus millones de manos, dispuestas a doblegar, testarudas, las potencias más indómitas de la geografía o el clima. Desplegar en pleno invierno una vía férrea sobre el permafrost, al norte de Vorkutá, con los músculos insensibilizados por el frío; atornillar un puente en las llanuras arrasadas de Mordovia, mientras el agua sucia de las crecidas llega hasta la cintura; trabajar bajo el sol abrasador de Siberia, con la cara cubierta de ampollas, sin poder abrir los párpados por miedo a los mosquitos; sentir la estepa desnuda bajo las plantas de los pies en primavera, cuando la nieve se funde, los labrantíos de patata se enfangan y los viejos huesos de los campos de batalla brotan de la tierra como pedruscos blancos; abrir a hachazos una vía asfaltada entre los bosques infinitos de Bielorrusia, aguantando las heladas del atardecer con unas ridículas chaquetas de leñador; o transportar en carretillas sacos de cemento entre la espesura de los pantanos de Karelia, allí donde los partisanos se ocultaban de las patrullas de rastreo nazis en los viejos días. Cuesta imaginar qué descabellado proyecto soñado por los líderes no haya podido ser llevado a cabo gracias a la determinación y energía bruta de la masa. Alguien tira de la cuerda en un extremo de Moscú y al otro lado de Rusia suena la campana. No importa lo que ocurra por el ancho medio.
Durante muchos años, desde el final de la guerra hasta la muerte de Stalin, el lugar preferido por el Kremlin para la experimentación de nuevos prototipos fue el campo de pruebas de Kapustin Yar, cerca de Volgogrado, en el óblast de Astracán. Era un territorio de aspecto tan lunar como Baikonur, hosco y pelado como un aullido, pero se encontraba mucho más cerca de los límites occidentales. Tanto que, a mediados de los cincuenta, sus antenas de radio comenzaron a detectar que las estaciones espía que los norteamericanos habían instalado en la frontera turca estaban leyendo sus datos de telemetría sin ningún rubor. Como un escolar copiando en un examen. Todo lo que allí ocurría, llegaba a los oídos curiosos de la CIA.
Y lo que pasaba en Kapustin Yar no era ninguna nadería precisamente. En aquellas instalaciones se había lanzado, por ejemplo, tiempo atrás, el primer misil soviético con cabeza nuclear, un salto adelante fundamental dentro del poder armamentístico ruso y un impulso notable para la autoridad intelectual del ingeniero Korolev. Suyo había sido el diseño de todo el proyecto —nombre en clave, Operación Baykal—, a partir de una versión primitiva de la serie R, un cohete que podía transportar en su ojiva una bomba de gran poder destructivo y hacerla detonar a miles de kilómetros de distancia. Ahora sí, la URSS lograba mirar desafiante a los ojos de sus enemigos. Un nuevo chico abusón se hacía conocer en el patio trasero de la Guerra Fría. Si tú aprietas tu botón rojo, yo pulsaré el mío. Las fuerzas se habían equilibrado. Y todo gracias a Korolev. Bueno, gracias al Diseñador Jefe.
Surgió entonces la necesidad de encontrar una nueva ubicación, una aún más discreta; próxima al ombligo de Rusia, en medio de su imponente inmensidad, lo suficientemente alejada de los bordes exteriores como para evitar cualquier sistema de escucha extranjero, por muy avanzado que este fuera. Tras barajar diversos emplazamientos, una comisión experta se decantó por Baikonur, que por entonces aún se llamaba Tyuratam. Cumplía casi todos los requisitos. El desierto garantizaba cielos cristalinos trescientos días al año, condiciones atmosféricas ideales para un despegue limpio y seguro; las vastas áreas despobladas que lo rodeaban impedían un posible impacto accidental sobre algún núcleo habitado; la línea ferroviaria Moscú-Tashkent aseguraba un suministro continuado por tierra y, además, la futura rampa de lanzamiento se situaría cerca del ecuador geográfico, en plena latitud cero, lo que ayudaría al proyectil —gracias a la rotación del eje terrestre— a escapar de la gravedad durante el despegue con menor gasto de energía. Todo parecían ventajas.
—¿Ha llegado ya el paquete? —pregunta Korolev desde el asiento trasero.
—Lo recibimos hace unos días, señor —contesta el oficial—. Pero hemos preferido no abrirlo hasta que usted estuviera presente.
A través de la ventanilla del coche, Baikonur ofrece un semblante magnífico, entre futurista y enigmático. Nada que ver con el panorama que Korolev se encontró la primera vez que visitó este páramo olvidado en mitad de ninguna parte. Debía inspeccionar el buen desarrollo de las infraestructuras y asesorar a los arquitectos sobre las instalaciones científicas que iban a levantarse aquí. Pero aún quedaba todo un mundo por delante. Incluso hoy, resulta difícil imaginar que pudiera transportarse hasta la realidad física lo que apenas eran unas rectas trazadas en un plano.
Entonces, habían transcurrido solo unos meses desde que el primer campamento militar fuera cimentado por las fuerzas especiales, en un veloz truco de prestidigitación, de la noche a la mañana. Era verano y el viento caliente del sur parecía llegar directamente desde el interior de una fragua. Ardía con tal intensidad que, tras pasar unos minutos al sol, la piel se le cuarteó como el cuero viejo de un tambor. No había ni un solo árbol cercano donde refugiarse a la sombra de aquel fuego.
La estepa puede desafiar cualquier ley de perspectiva. Un plano recto hasta donde la vista alcanza, salpicado con dunas y dunas de desolación; algún esqueleto de reptil asomando entre el asperón, nidos subterráneos de escorpiones y la impresión turbadora de estar caminando por la superficie de un planeta fantasma. Por la noche, la temperatura desciende por debajo de cero y el frío se afila como un cuchillo de carnicero, los pies se encogen bajo la manta y el corazón se tiñe de negrura.
Los soldados dormían entonces en tiendas de campaña y el viento sacudía sus lonas de camuflaje como ropa tendida, haciendo vibrar el aire con un silbido de pesadumbre. Korolev, afortunado él, se hospedaba en un chamizo de barro y yeso, junto a la estación de tren, una casucha de una única habitación levantada antes de la revolución por una expedición de geólogos británicos que cruzaba el país realizando prospecciones petrolíferas. Aquella era la única construcción digna de tal nombre de todo el acantonamiento.
Hoy, sin embargo, aquel insignificante embrión ha crecido y germinado en un hermoso oasis de progreso, una pequeña metrópoli —sin presencia en los mapas— al servicio de la aventura espacial. Avenidas bien proyectadas, comedores, zonas de ocio y recreo, un colegio para los hijos de los residentes y hasta un hospital con varios quirófanos de urgencia.
Baikonur alberga de forma ininterrumpida a más de seiscientos veinte militares, encargados de la seguridad, trescientos cincuenta trabajadores técnicos de cuello blanco y una población flotante indeterminada de operarios de mantenimiento. Una urbe oculta sin existencia oficial, pero protagonista muda de los avances aeronáuticos más audaces de todo el planeta.
—Si no les importa, antes de cualquier otra cosa, me gustaría ver el envío —susurra Korolev al bajarse del vehículo—. Querría comprobar personalmente que no ha sufrido ningún daño durante el traslado.