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OROLEV

 

 

 

 

 

Cosmódromo de Baikonur, Kazajistán (URSS), marzo de 1961

 

La caja tiene forma cuadrangular y está cubierta de un revestimiento metálico a prueba de golpes y cambios bruscos de temperatura. Mide unos tres metros de alto por otros tantos de ancho. Sellada herméticamente, lleva una etiqueta brillante adherida al lomo. «Cosmódromo de Baikonur. Envío especial. ¡No abrir sin autorización! Seguridad nacional». Korolev asiente con un ligero movimiento de mandíbula y, a su señal, tres hombres anodinos, vestidos con batas de laboratorio, introducen al mismo tiempo tres llaves gemelas en las tres cerraduras que la arqueta posee en uno de los vértices de su cara externa. A una nueva indicación del Diseñador Jefe, las tres muñecas giran al unísono y un clic metálico anuncia que el mecanismo de cierre ha sido desbloqueado.

El aire del interior de la caja —que desprende un inconfundible aroma a nuevo— se abre paso hacia fuera emitiendo un gemido de ventosa. La carcasa eclosiona como un huevo de avestruz y una fina lluvia de bolitas protectoras de poliestireno cae en cascada sobre el suelo, impregnando el éter de un mórbido manto de electricidad estática. Entre los forros del embalaje y las cintas de sujeción, se adivinan las sombras de una figura antropomorfa. Debe medir como un metro y setenta centímetros de altura y permanece inmóvil como una efigie.

—Les presento al cosmonauta Iván Ivanovich —exclama Korolev con expresión satisfecha—. Él será nuestro pasajero invitado mañana.

Lleva puesto un vistoso atuendo de color naranja ácido. Lo denominan Sokol SK-1 y es el uniforme oficial que vestirán a partir de ahora los futuros viajeros del cosmos. Especialmente diseñado por un equipo multidisciplinar, está compuesto por un mono de una sola pieza con una cremallera central, gruesos guantes de goma y diversos bolsillos auxiliares en el muslo y la pechera. El casco-escafandra, blanco como un pedrusco de sal, posee una visera transparente en forma de sandía a la altura del rostro. Las botas son de piel y no necesitan cordones; se atan a los tobillos mediante un ingenioso sistema de trenzado. Todo el conjunto está convenientemente presurizado y ha soportado diversas pruebas ignífugas.

—¡Cuidado, cuidado, que no se caiga!

Subidos a una escalera, dos operarios extraen a Iván Ivanovich del arcón con gran delicadeza, lo colocan sobre un asiento eyectable —el mismo sobre el que irá sentado mañana dentro de la cápsula— y ajustan su cuerpo al contorno del sillón con diversas correas de tela. Sus brazos, sus piernas, su cabeza, todo él ha sido confeccionado en un material sintético elástico a semejanza de un cuerpo humano auténtico. Además, se le han insertado una serie de juntas móviles en las rodillas, los codos y el cuello, para que pueda ser articulado.

Los fabricantes han puesto especial mimo a la hora de replicar la solidez y dureza de la piel. Su resistencia a las contusiones, cortes o quemaduras debe ser idéntica a la que soportaría una epidermis real. Ha sido proyectado a escala natural 1:1, como un molde o réplica literal del objeto representado, para que los datos extraídos de su envergadura sirvan de referencia experimental válida.

—Da un poco de aprensión —comenta en voz baja uno de los operarios—. Cualquiera diría que está a punto de levantarse y hablarnos.

Mañana es una jornada importante en Baikonur. Nueve de marzo de 1961. A las 06.29 minutos hora local, desde su rampa de despegue número dos, la nave Sputnik 9 será propulsada hasta la estratosfera mediante un cohete modelo R-7, de completa fabricación rusa. A bordo de la cápsula, en la segunda sección del proyectil, irán alojados hasta cinco tipos distintos de tripulantes.

Por un lado, viajará Chernushka, una perrita vagabunda de pelaje muy oscuro, monitorizada por cables a un medidor de presión arterial y a otro de eventos cardiacos. Cerca de ella, en un terrario de metacrilato irrompible, diversos roedores, incluyendo pequeños ratones y cobayas, además de algunos reptiles comunes. Finalmente, silencioso e impasible, acomodado en el asiento principal, irá el crash test dummy, Iván Ivanovich, maniquí de pruebas de la expedición. Su misión fundamental será la de doble; esto es, representará de manera virtual el papel de cosmonauta.

Dentro de unas cinco semanas, en abril, tras varios años de pasos en falso y callejones sin salida, la Unión Soviética tiene previsto lanzar al fin la Vostok 1, la primera nave espacial que traspasará la barrera de nuestros límites como especie; la primera en llevar en su interior un ser humano como tripulante. Un ser que —después de orbitar alrededor del globo— deberá volver sano y salvo a la superficie terrestre para poder contar al mundo su hazaña y mostrar a Occidente los logros del sistema socialista.

Pero para que esto ocurra, a modo de ensayo general, Iván Ivanovich ocupará antes su sitio en este lanzamiento previo con el fin de corroborar de modo fehaciente que algo así es plausible técnicamente, y confirmar que la vida del primer cosmonauta real no correrá gran peligro. O al menos, no uno suicida.

Todo debe salir perfecto. Ningún fallo es admitido. No importa si se trata de una tonta maqueta. El piloto tendrá que ser rescatado sin un rasguño encima. Como si fuera el mismísimo Secretario General. Si algo grave le ocurriera —tanto en el despegue, como más tarde en el vuelo orbital o durante la reentrada—, habría que revisar todo el protocolo de seguridad de dentro a afuera. Fase por fase. La misión podría demorarse meses y el retraso pondría en peligro todo el calendario previsto.

Según los últimos informes secretos, que llegan del otro lado del telón, desde que pusieran al profesor Von Braun al mando, los americanos están haciendo grandes progresos en la potencia de sus propulsores. Los espías de la KGB ya han advertido de que Estados Unidos estaría planeando lanzar un astronauta al espacio en menos de cinco semanas. Hay que darse prisa. Ser los primeros. Y para eso hace falta que mañana el maldito Iván Ivanovich descienda de ahí arriba con la suavidad de una pluma de oca.

—Que alguien me preste un rotulador, por favor —exclama Korolev en voz alta.

El Diseñador Jefe acaba de levantarle la visera de la escafandra y ha visto algo que no le ha gustado. Su rostro. Carece totalmente de facciones. Los ojos y la boca —realizados en una especie de gel de espuma traslúcido— resultan demasiado lisos y fríos. Completamente inexpresivos. No transmiten ninguna fuerza o emoción. Ni siquiera un tenue destello de esperanza.

—Me da igual que seas un jodido muñeco —afirma Korolev, mientras le quita el capuchón de plástico al rotulador—. No me gustan las muecas tristes antes de los despegues. Dan mala suerte. Quiero ver una gran sonrisa de optimismo en mitad de esa cara tan fea que tienes. Es una orden.

 

 

Vladimir Suvorov es un afamado documentalista cinematográfico. Su trabajo —de marcado carácter social— ha sido reconocido en diversos festivales del pueblo. Es miembro del Partido y dispone de total confianza por parte del Gobierno. Su compromiso y confidencialidad están fuera de toda duda. No es la primera vez que le asignan un cometido parecido. Al menos en otra media docena de ocasiones se le ha encargado grabar personalmente —cámara en ristre— pruebas con prototipos experimentales y ensayos secretos de diversa importancia con el objetivo de dejar testimonio gráfico del resultado de los mismos.

Suelen requerir de sus servicios con no demasiada antelación. Le llaman por teléfono y le proporcionan un lugar de encuentro, sin darle demasiadas explicaciones añadidas. Él se presenta allí —a la hora acordada— con su equipo de filmación en perfecto estado de revista, rollos de película de sobra, ninguna pregunta incómoda y la mejor predisposición posible. Si todo sale bien, él mismo se encarga de la edición y posterior montaje de la cinta, siempre dentro de la opaca intimidad de unas instalaciones militares.

A veces, parte de su trabajo se emite más tarde en salas de cines y noticieros del bloque socialista, a modo de propaganda. Cuando la misión fracasa o no alcanza los objetivos esperados, Suvorov entrega a sus superiores, sin demora alguna, todo el material que ha rodado, para —supone él— su inmediata destrucción.

Hoy, 9 de marzo, se encuentra sobrevolando un área indeterminada y aparentemente despoblada de praderas rozagantes, no demasiado lejos de la ciudad de Sarátov, junto a la ribera del río Volga. Está siendo trasladado desde un cuartel de Moscú en un helicóptero camuflado, desafiando el relente de la noche, hacia un destino desconocido.

Al poner pie en tierra, descubre que el ejército ha instalado allí, en mitad de unas anchas sementeras, un campamento de campaña. Además de una presencia notable de soldados, los cuales toman café humeante en torno a una improvisada hoguera, hay personal médico, una ambulancia aparcada, algunos hombres trajeados y varios operadores de radio junto a lo que parece una estación móvil. Todavía no ha amanecido.

Una segunda unidad de rodaje ha sido enviada hasta Baikonur, en medio de unas enormes medidas de seguridad, para tomar imágenes del despegue del cohete. Suvorov no sabe por qué, pero a él le han ordenado que no se mueva de ahí, a mil ochocientos kilómetros de distancia del lugar del lanzamiento. Mientras espera, le dan un plato de macarrones con sémola como desayuno.

El sabor del rancho le retrotrae a sus días de recluta. Luego enciende un cigarrillo y se pone a contemplar la urdimbre estrellada del cielo. Mientras sujeta el pitillo con una mano, con la otra acaricia el rotor de su cámara de dieciséis milímetros, su vieja compañera.

—Me parece que hoy vamos a ver cosas increíbles —le susurra.

Moscú se despabila con semblante aburrido en otra mañana de escarcha y niebla. Millones de resignados ciudadanos inician una nueva jornada laboral entre farolas titilantes y tranvías atestados. Mientras esperan desganados en la parada, haciendo cola con sus abrigos grises, a cientos de kilómetros de altura sobre sus sombreros, en el estruendoso silencio del vacío exterior, la cápsula del Sputnik 9 comienza a desprenderse dócilmente del cohete R-7 propulsor, huero ya de combustible.

En sedosa elipse, la nave va adaptando su trayectoria a la circunferencia terráquea hasta curvar su itinerario en una parábola exquisita. Da entonces una única vuelta a la Tierra, empleando para ello una hora y cuarenta y dos minutos de tiempo. Más que suficiente. La misión no requiere completar otra órbita. Lo realmente importante viene a continuación. Con su variopinta tripulación en el vientre, la nave prepara ya su reingreso.

Al penetrar en las primeras capas de la atmósfera, como la hucha que un niño agita en su cumpleaños, el Sputnik 9 empieza a vibrar violentamente. La temperatura se dispara en las paredes del interior debido a la fricción, y las planchas metálicas adquieren un tono encendido. Es, junto con el despegue, el momento más crítico del vuelo. Una hendidura agrietada, un tornillo mal ceñido, y la estructura podría desintegrarse en una llamarada azul.

A una altura determinada, siguiendo el plan previsto, la escotilla superior salta disparada como un corcho de champaña y el asiento eyectable —con Iván Ivanovich en su regazo— sale proyectado hacia las nubes.

 

 

Mientras esto ocurre, en la sala de seguimiento de Baikonur, un grupo de físicos calcula en una pizarra el ángulo de entrada, su óvalo respecto al eje y el posible punto de impacto. Luego, trasladan los resultados matemáticos a un mapa de Rusia, dibujan una serie de círculos concéntricos con un compás y dictaminan un punto concreto.

—¡Krasny Kut! ¡Repito, área de Krasny Kut! ¡Inicien operación de rescate!

La antena de radio que la estación móvil remolca en su techo posee una forma aparatosa y extraña, parece uno de esos volantes cónicos que se usan en el juego del bádminton en vez de pelota. Sin previo aviso, sus transmisores empiezan a emitir señales agudas, escupiendo por el altavoz ondas de puro nervio. El campamento entero se incorpora del suelo como un muelle.

—Aquí equipo de rescate —responde el operador, sujetándose los cascos con las manos—. Envíen coordenadas, por favor.

—Aquí Baikonur. 50º, 57‘ Norte, 46º y 58’ Este.

—Anotado, Baikonur. Comenzamos procedimiento.

Alguien agarra atropelladamente a Suvorov por el brazo y lo mete a empellones dentro del helicóptero. Despegan de forma inmediata, sin casi darle tiempo a sacar otras dos latas de película de la mochila.

Ya en el aire, la aeronave agacha el morro delantero y —colocándose en posición de ataque— acelera su velocidad. Haciendo pantalla con la palma de la mano, todos miran hacia el despuntar del sol, tratando de buscar una señal entre los cirros más elevados, un punto blanco, una traza de humo dibujándose sobre el horizonte.

—¡Ahí está! ¡Arriba, a las tres! —exclama el piloto—. ¿Lo veis? Es el paracaídas desplegado. Por su trayectoria, diría que va a caer por aquellas vegas del noreste. Vamos a tomar tierra.

Los últimos quinientos metros los completan a la carrera. Suvorov va en el grupo de cabeza, saltando entre bancales resecos con su cámara en la mano, sujetándola con la misma fuerza con la que los soldados empuñan sus fusiles AK-47. El suelo cruje bajo sus botas mientras sus pulmones jadean por el esfuerzo. No debería haber fumado antes. Teme llegar demasiado cansado y que el pulso tembloroso no le permita mantener firme el plano.

Se detienen en un pequeño claro, a unos diez metros del lugar del aterrizaje. La imagen que se abre ante su objetivo no anuncia buenos augurios. La tela del paracaídas se ha encizañado sobre sí misma en un gurruño desordenado y el viento la abulta y agita bruscamente contra el suelo como si fuera una enorme bandera desflecada. Sobresaliendo por un costado, yace una figura totalmente inanimada. Parece dormir entre sábanas arrugadas.

—No dejes de grabar —le ordena un oficial—. Es primordial que filmes el estado exacto en el que nos lo encontremos.

Está acostado de medio lado. Tiene el uniforme naranja manchado de barro y el casco muestra una ligera abolladura en la sien izquierda. Uno de los soldados se arrodilla ante el cuerpo y le da la vuelta. Suvorov contempla toda la escena a través de la mirilla oscura de su visor. Está convencido de que el piloto ha muerto en el impacto y le preocupa encontrarse con un rostro desfigurado.

Los militares le quitan la escafandra con sumo cuidado y es entonces cuando Suvorov descubre la verdad. El cosmonauta es un muñeco. Su rostro parece hecho de una pasta de goma traslúcida y alguien le ha dibujado —con un trazo infantil— dos equis en las cuencas, imitando los ojos, y una gran «C» tumbada hacia arriba a modo de sonrisa.

—No ha debido hacerse mucho daño al caer —bromea el oficial—. El tipo se está riendo.

Ivan Ivanovich lleva una tela negra cosida al pecho con una advertencia escrita dentro. Está redactada en letras bien grandes y visibles, por si algún aldeano despistado descubriera su cuerpo tumbado en mitad del campo antes de que le diera tiempo a llegar al equipo de rescate. En ella se puede leer: «¡No se asuste, soy una maqueta! Si me encuentra, no me toque ni me mueva y llame al ejército inmediatamente. Soy propiedad del Estado soviético».