(Abre paréntesis)
—Conviene adentrarse con cautela en los laberintos de la memoria, tanteando huellas y buscando la puerta precisa. De otro modo corres el riesgo de convertirte en asesina de recuerdos.
Es mi hermana Palmira la que habla.
Aunque mi hermana Palmira fue inscrita en los registros al nacer —como los demás hijos de Laura Cupper—, hoy parece tener carta de ciudadanía en regiones menos accesibles. Seguramente perdió pie en la realidad cuando partió en búsqueda de sus tiempos míticos. O quizá sea la última descendiente de una casta de rumiantes —casta ya perdida— de los que rechazan el diario acontecer para refugiarse en las reminiscencias.
—Mi porvenir son los recuerdos —me dice.
—Cuidado —le advierto—, las aguas estancadas no calman la sed.
—Es mejor que nada —me responde—. ¡Date prisa en rescatar lo que puedas! Están fusilando afuera, no sea que nos fusilen también la magia: ¡podríamos acostumbrarnos a vivir sin la poesía! —Y antes de regresar al espejo donde dice que habita, me ruega—: Y no dejes de mencionar en tus escritos mi amor por Lorenzo.
—Tendrás que aguardar —le digo.
En la mariposa de luz que revolotea en torno a mi lámpara adivino la presencia de Laura Cupper, nuestra madre, animándonos en esta empresa y recomendando que no se nos olvide contar esto y aquello, que hablemos del Coronel, de doña Isolda, de sus maestros de pintura, en fin, que no importa si se mezcla lo vivido y lo soñado, pero que cuenten...
—¡Cuenten lo más posible...! —dice su voz lejana.
Mi madre, el día que cumplió los setenta y cinco años, se levantó más tarde que de costumbre —no porque recordara su aniversario sino porque había trasnochado remendando unas fundas de sillón, rehaciéndolas como un rompecabezas—, y emprendió su diario peregrinar por los innumerables cuartos, por los tres patios —pequeñas provincias con sus características y destinos— pensando en las refacciones que tendría que hacer. «Se acumulan las decrepitudes», se quejaba, hablando con las paredes. Pero no perdía la fe en sus milagros: podía presentarse un amigo robusto que la ayudara a retocar los muros y los altísimos cielos rasos, alguien que se atreviera a subir hasta el último peldaño de su incierta escalera ajustada con cuerdas. Alguien, en fin, que le diera en lo posible ánimo y conversación. (Como aquel pope ruso que había venido el año anterior, empujado por unas voces secretas. Después del tecito en el salón, se arremangaba los faldones y trepaba a los árboles del tercer patio, y se los podaba a serrucho mientras continuaban su charla —a gritos entre cielo y tierra— sobre la unión de las Iglesias).
El caserón de los Cupper había desafiado temblores y terremotos por más de un siglo, sin necesitar otras refacciones que las que exigía el progreso: los cuartos de baño lucían anacrónicos con los artefactos modernos perdidos en las dimensiones antiguas, y sus lámparas en forma de llamarada parecían desprenderse a disgusto de los candelabros de la luz de vela. El tercer patio conservó su aire campestre cuando la abuela Teresa cambió las hortalizas por parterres de rosales finos. Pero la huerta desapareció con la venta del terreno del fondo, ahí donde estaba, en la niñez de Laura, el portón por el que entraban las carretas de Mallermo —la hacienda de las tías Cupper—, cargadas de jugosos frutos de la tierra.
«Mallermo...» El nombre del fundo vibró en el aire, y Laura se llenó de paisaje. Se le vino a la memoria el verdor del estero lamido por los sauces, la claridad de esas lomas del mediodía donde se movían las ovejitas, ovillos de luz buscando la sombra de los espinos. Las mismas que llegaban luego en las carretas, lana para los colchones, asado para la mesa. Al vaciarse de gente, el caserón se le llenó de presencias. Iba y venía recogiendo en los rincones sus deshilvanados recuerdos. No supo si fue ella la que pronunció «Mallermo», o aquella niña de faldas transparentes que avanzaba por los corredores brincando en su cuerda de saltar. La niña que fue y que ya sólo existía en las fugaces estampas de su memoria. Porque esta Laura cargada de años que iba pisándoles las huellas, ¿qué tenía que ver con ella? O con la adolescente embriagada de sueños que batía el merengue, o la jovencita talle de avispa que bordaba su ajuar de novia: «Es como si nunca hubiera existido. Se mueren sin dejar rastros.» Deambulaba por los cuartos recogiendo basuritas del costureo nocturno, cambiando un mueble de lugar, descubriendo alguno de sus objetos perdidos. Mirando sin ver, naufragaba en los cristales de las vitrinas, preguntándose qué habría sido de los aguamaniles de plaqué y del juego de copas de bacará de doña Teresa. ¡Y qué habría sido de ella misma y sus fenecidas edades! ¿Cuál era el hilito que unía a todas esas Lauras Cupper que flotaban en la atmósfera enrarecida del caserón? Y su madre, doña Teresa Blum de Cupper, ¿cuál de todas era? La joven madre que destetaba un crío para continuar con el próximo, la enlutada de viudez que siguió animosa vigilándolo todo, ¿o aquel montoncito de persona que apenas alzaba las sábanas del lecho cuando se ausentó de este mundo?
—¡Déjenme en paz! —gritó a sus fantasmas, ahuyentándolos con las manos, como a esos gatos que se descolgaban por las tuberías del desagüe y la acosaban con los ojos fijos—. ¡No se van a ir de esta casa hasta que la demuelan, pero eso no ocurrirá mientras esté con vida! —suspiró. Porque cuando las familias de apellido emigraron a los nuevos barrios residenciales dejando que sus mansiones se cayeran a pedazos, o se transformaran en conventillos de alquilar por cuartos, la casona de los Cupper siguió cobijando a su tribu y mantuvo, al menos hasta que la abuela voló a su bien ganado cielo, un aire digno y señorial. A Laura se le empezaron a desmoronar las dependencias del fondo, se le revolvieron los estilos de en medio, y se le amontonaron por doquier muebles viejos y cachivaches. Pero los recibos del primer patio no perdieron el sello victoriano.
«Cuánto hará que no ventilo el salón grande», murmuró. Y abriendo de par en par las puertas, entró seguida de un soplo de aire tibio. Ante el piano de cola, sonrió a su bisabuela, doña Isolda Zeder, pintada por el francés Monvoisin. Reclinaba en su manita enjoyada el rostro de óvalo perfecto, y Laura, al igual que su enamorado John Cupper, podía naufragar en ese par de lagunas azules que tenía por ojos. Desde su atalaya florida —el mantón de Manila que cubría las negruras del piano— parecía vigilar los destinos de su prole, y quizás era ella la que lanzaba desde allí un DETENTE al transcurrir de los años entre los muros del caserón. En el centro, la enorme lámpara de colgajos seguía anunciando los temblores con alborotos cristalinos. De vez en cuando lloraba sobre la alfombra una de sus lágrimas filudas. Laura la recogía con ternura «¡cuánto más aguantará la pobre...!» y las guardaba en una fuente de laca entre otros restos, ya indescifrables, del antiguo esplendor de los Cupper. Los muebles de asiento con sus rasos empalidecidos, seguían charlando de eventos sociales, del baile de Fulanita, de la boda de Zutanita y de «increíble cómo cambia la gente», al ver circular a Laura con el moño caído y su bata de caballero heredada de mi padre. Sólo los bules de arrimo, negrísimos, con sus filigranas de oro y sus cubiertas de mármol, parecían inmunes al pasar de los años, los vientres repletos de cuadernos pautados: trinos para doña Isolda, polkas para los bisabuelos y una que otra pieza moderna que doña Teresa ejecutó al piano para el debut en sociedad de la tía Ada, su hija menor. «Como una gracia nada más...», se disculpaba, que ya estaba allí la victrola ortofónica con sus charlestones y sus foxtrots. Mi madre vio desfilar esos locos bailarines de los años treinta zapateando entre los naranjos enanos que rodeaban la pileta allí donde, un siglo antes, la pequeña Isolda Zeder aguardaba temblando de amor el regreso de su esposo guerrero. Laura vio plasmarse en el zaguán la altísima figura del bisabuelo Cupper. Esperó que avanzara con sus trancos de espantar palomas y alzara a Isolda en sus brazos para mezclarse con los zapateadores de charleston en un juego de quebradas transparencias. Con todos ellos pegados a los talones, entró en la salita, el más pequeño de los recibos, el que la abuela destinaba a sus visitas de confianza. Ahí quedó su estampa en un óleo que la mostraba de niña, vestidito de tul celeste, botines altos de gamuza y el rostro serio de hija mayor del señor Blum, ministro de esto y lo otro. Y Laura podía escuchar, en los días «trémulos», los: «No te olvides, Teresa, que ahora tú nos debes a nosotras la visita...» de Misia Clemencia y Misia Corina, dos ratitas de negro que empequeñecían de visita en visita. Aquellas de dar parte de matrimonio, de anunciar viajes, de dar el pésame y pagar el pésame, y del pago del pago de visitas, ese de nunca acabar. Cruzaron el patio con sus zapatos de «Perrin» y su olor a guantes finos, el sombrerito con velo bajo sobre la frente, ponderando en las jardineras de fierro de tres corridas la begonia rex y los dondiego de noche color azafrán, únicos fragantes en su especie. La abuela las escoltó con su sonrisa de resolana en las sienes, achicando el paso para sus trotecitos menudos, y la despedida: «Te hemos encontrado espléndido, Teresita...» se les ahogó en el estruendo de fierros sueltos de un tranvía que pasó rompiendo el sosiego de la calle de las Monjas Rosas. Y Laura que iba de atrás en su despojado presente, llevando el tacho de basuras, se disculpó con la abuela Teresa —por esa dulce costumbre suya de hablarle a sus muertos: «Lo peor de no tener servidumbre, ¡es esta lata de tener que sacar cada día la basura!» Y oculta detrás de un batiente del portón, clausurado primero por los medios lutos y luego por el orín en sus goznes, espió la vereda: ahí estaban los tachos, frente a las puertas, aún no pasaba el camión municipal. Volvió a atravesar el patio y entró por la salita al que había sido el comedor de los Cupper, una larguísima habitación que recibía la luz por una ventana esquinada llena de macetas floridas. Un corredor cubierto separaba este comedor del dormitorio de los abuelos, y por el otro extremo se comunicaba con la galería vidriada y un pequeño repostero. Por ser la única habitación con chimenea, Laura la convirtió en su cuarto de estar. Cuarto de vivir, de trasnochar y remendar, de recibir gente y de sentirse sola. Allí la aguardaban sus hermanos en la diáfana silueta de la infancia perdida, lanzándose los platos por el aire y ella, la mayor de las niñas, tratando de poner orden y recibiendo una costilla de cordero en sus faldas almidonadas.
—¡Dios mío! —Murmuró, los ojos borrachos ya de visiones—. ¿Le ocurrirá lo mismo a todos los que pasan los setenta? ¿O serán ideas mías?
A modo de respuesta, la caracola de nácar anclada en arabescos de bronce se deslizó suavemente del soporte, y vino a posarse junto a su mano, sobre el cojín bordado por doña Isolda.
—¡Se aprovechan de mis recuerdos para no morirse nunca! —dijo.
Cuando Laura, viuda ya y con los hijos dispersos, heredó el caserón al morir la abuela, declaró que no le tenía miedo a la soledad. Lo dijo y tuvo un estremecimiento de temor: anduvo quejándose de lo sola que la habían dejado, pero que se viera más de uno en apuros —no lo deseaba, pero podía suceder— entonces recurrirían a ella, así es que se alegraba de tener cuartos de sobra.
Se instaló medio a medio de su territorio, frente al níspero y el caño de gotear cansino del segundo patio, en el que fuera su cuarto de niña. Y arregló el dormitorio grande, entre el primer patio y la galería vidriada, como su taller de pintora. El estallido de color de sus flores y las carnes luminosas de sus desnudos contrastaron con el morado severo de los cortinajes. Entre la chaise-longue de las lecturas piadosas de la abuela y el ropero de tres cuerpos —imposible de mover— se apilaron telas, caballetes, libros y revistas de arte, iconos y crucifijos, la vieja radio de mi padre, candelabros de plata y terciopelos en promiscuidad con sillas de totora y cacharros de greda, fotografías de sus seres queridos que se le iban destiñendo de ausencia y, en fin, aquella profusión de objetos reliquia que la seguían en su peregrinar de casa en casa, de taller en taller.
Alguien se había llevado de la galería vidriada el sillón del abuelo Felipe, pero su presencia continuaba allí imborrable. Quieto, las piernas cubiertas con un chal escocés, miraba la agitación del mundo con sus grandes ojos claros: uno era verde, el otro ambarino. Cuando perdió la fluidez de la palabra, toda su capacidad expresiva se le refugió en aquel mirar de dos colores. Ya no salía a la caza de cucarachas con el bastón de punta de goma para los frenazos, o a ensayar sus pasos inseguros por los corredores. Pasos que se le iban acelerando más y más hasta que tenía que abrazarse a una pilastra, con una sonrisa de «así son las cosas...» hacia los críos de su semilla que practicaban los primeros trotecitos por ese mundo. También las palabras se le escapaban sin control, por mucho que masticara galletas para absorber la saliva donde, según él, se le ahogaban los balbuceos. Apenas lograba comunicarse con la abuela que ensordecía sin remedio: «En tantísimos años de vivir juntos, lo más importante ya estará dicho», sonreía ella. Y lo que quedaba, bien podían decírselo por interpósita persona. Así es que la abuela detenía a los que cruzaban la galería con un tímido: «¿Qué dice tu papá? ¿Qué quiere tu abuelito?» (La abuela que, más que caminar, corría por la casa, con el manojo de llaves tintineándole en la cintura; alta y erguida, el trasero abultado que fueron modelando los tiránicos corsés, vestida invierno y verano de seda negra hasta los tobillos, cambiando en los fríos la enagua de percal por los refajos de lana; la abuela con su moñito gris bien firme en la nuca y la placa dental vacilante en la pícara sonrisa; la abuela, reina de las despensas y las plantas finas, trotando por los corredores libre de adulterio y de pecados mortales, tolerante con el hijo descarriado que tuvo un desliz, acogiéndolo con severas amonestaciones de «cuidado la próxima vez»; la abuela con sus misas de siete y sus pobres haciendo cola en la parroquia; la abuela, en fin, preguntando «¿qué dice tu papá, qué quiere tu abuelito?»).
—Dice que se le terminaron las galletas, que sigue goteando el caño, que se estrelló un pájaro contra uno de los vidrios de la galería, que para qué los limpian tanto...
—Que, ¿qué? —preguntaba ella, con la mano en corneta sobre la oreja.
—Que no limpien tanto los vidrios, que se estrellan los pajaritos —le gritaban.
Y el abuelo se estremecía en una risa silenciosa. Se había quedado nuevo en su sillón, con la melena bien cuidada, la piel saludable, la dentadura intacta y la mirada perdida en el infinito del vidrio.
Y Laura, siempre en busca de modelos quietos para sus retratos, se instalaba frente a él con su caballete y sus pinceles.
—Me di cuenta que recién lo conocía —nos comentaba más tarde al enseñarnos la tela.
Entre silencios y balbuceos, el abuelo le había estado hablando de sus años mozos, de sus logros y fracasos. Y era tan intensa su mirada en la tela, que Laura aseguraba que, con paciencia y con suerte, era posible rescatar en ella sus pensamientos de entonces.
—Mirada muy semejante a la que le conocimos a Fermín en su época de arreglar el mundo —decía Laura, contemplando el retrato de su esposo meditante.
Vivíamos entonces en un caserón de tres patios que comunicaba por dentro con el de los abuelos, y ella iba y venía de una galería a otra con sus pinturas aprovechando la inmovilidad del padre y la quietud del esposo. Fermín redactaba mentalmente un folleto en el que proponía formar algo como un estanco regulador o cuenta de ahorros para los metales, cuyas alzas y bajas súbitas provocaban descalabros a escala mundial, desde la trombosis de los jugadores de la Bolsa neoyorquina hasta los desastres del salitre en nuestras pampas nortinas. Era el tiempo de los albergues, las ollas comunes y la invasión de cesantes pampinos en la capital. Sentados en la vereda entretenían el ocio lanzando sus piojos del tifus exantemático a los transeúntes, con un papirote y un alegre «ándate en primera, ándate en segunda», según la condición social del destinatario. Mientras las damas de la alta organizaban espectáculos en la Quinta Vergara y banquetes en el Palacio Cousiño, donde se hartaban de exquisiteces a beneficio de los hambrientos de los años treinta. Pero el proyecto de Fermín no logró convencer a los afiebrados manipuladores de las finanzas y los folletos que había hecho imprimir se apilaron en los guarderos de Laura, provocando su ternura y su indignación cada vez que surgían entre los cachureos al mudarnos de casa: «¡Tardaron cuarenta años en darse cuenta en Inglaterra de lo genial del proyecto!», exclamaba, sin estar muy segura de qué se trataba, por una información que le había dado su primogénito. «Es terrible tener que esperar que la gente se muera para reconocerle los méritos», añadía melancólica. Y juraba que lo mismo le iba a ocurrir a ella con sus cuadros, mientras se desplazaba con las rumas de folletos en los brazos, buscándoles un nuevo lugar de reposo.
—Hemos sorteado bien la crisis —solía decir en esa época— gracias a lo ordenado que es usted, hijito, y a ese premio de lotería que nos cayó del cielo.
—No tan del cielo, hijita —replicaba Fermín, que se había pasado años jugando a los números de lotería terminados en uno.
El premio de Fermín se celebró a lo grande, con una farándula de la tribu y servidumbres de las dos casas y pasando de una a otra recorriendo los seis patios tomados de polleras y chaquetas gritando «que viva Fermín..., que viva el uno...». Mi padre vendió el pequeño «Citroën» dos puertas con un «por-ahí-te-pudras» atrás, el de sacar a los niños a tomar aire como pedía Laura, que siempre tuvo una fe inquebrantable en el oxígeno, y compró un «Chevrolet» último modelo. La abuela Teresa instaló la mesa de las cenas navideñas en el tercer patio y hubo pavo, torta y champaña bajo el parrón.
El buen precio del estaño, del que dependía Fermín y su sentido de previsión, le habían permitido comprar esa casa larga de tres patios colindante con la de los abuelos. Y como la puertecita de comunicación daba al repostero, nos gustaba cruzar a la hora de la sobremesa para que la abuela nos hiciera una seña desde el comedor invitándonos a probar sus postres: sagú con merengue, bavarois de lúcuma, jaleas temblorosas, hojuelas en almíbar y otras indescifrables delicias al caramelo, cuyas recetas debieron volar al cielo con ella.
La tía Ada, su regalona, que le decía «mamacita» como quien nombra a la Virgen María, consiguió que sus suegros compraran la otra casa de tres patios del costado oriente. En verdad, la abuela Teresa había fraguado este matrimonio en secreto conciliábulo con su amiga de toda una vida, misia Edwigis. De algún modo, convenció a la tía Ada que debía poner fin a su idilio con un rubio galán, bello como un príncipe —le cantaba al oído el «Júrame, que aunque pase mucho tiempo no olvidarás el momento en que yo te conocí...» en memoria del primer baile— para aceptar los requerimientos del hijo único de doña Edwigis, un abogado de grandes méritos que amenazaba con entrar en un convento si la tía lo rechazaba. Entre las dudas y las añoranzas, la tía Ada caminaba enmudecida por el caserón. A ratos se encerraba en su cuarto para desahogar su pena de amor en el cuaderno de Diario, y entraba a las tertulias de las tardes con la nariz roja de llorar. Pero pronto se conformó diciéndose que los amores primeros carecían de futuro. Y esta vez la puertecita de comunicación se abrió entre el dormitorio de los abuelos y el de los recién desposados. Y cada tarde cruzaba doña Edwigis con sus pasitos silenciados en las zapatillas de felpa y se instalaba con el eterno tejido a ganchillo ante la mesa de jugar al besique. Reanudaban entonces con la abuela una charla de más de medio siglo, la que se reducía ya a sonrisas, asentimientos de cabeza y monosílabos. La abuela premiaba sus ajetreos del día permaneciendo con las manos ociosas. Pero, como no sabía estarse quieta, se levantaba una y otra vez para ofrecer a sus visitantes el vinito dulce de Cauquenes, los dátiles africanos envueltos en fino papel de seda, las castañas confitadas y otras golosinas con las que endulzaba su vida sin pecados. Las tomaba con muchas alabanzas y recomendaciones de su ropero de tres cuerpos de fino enchapado y con un espejo de luna memoriosa, en el que Laura creyó ver los ojos espantados de doña Isolda, cuando le anunciaron una de las muertes falsas del coronel Cupper.
—Ideas tuyas —rezongaba la abuela—. Nadie se mira al espejo cuando le anuncian que ha muerto su esposo. Además, este ropero lo compró Felipe mucho más tarde, cuando la mamá Isolda ya no era de este mundo.
—Los espejos recogen las miradas de angustia de las paredes —porfiaba ella, defendiendo a sus espíritus de los datos precisos de la abuela.
—En lugar de hablar leseras, concéntrate en la esterilla: estás poniendo mal los colores —la reconvenía doña Teresa.
Es que después de cenar llegaban al dormitorio, atraídos por la abeja reina, los hijos, las hijas, los cónyuges y los nietos mayores a tejer en común una gran alfombra que imitaba en el diseño los complicados dibujos persas.
De la casa de altos bajaba el tío Miguel envuelto en su luto de viudo. Su rostro patilludo, sus ojos bondadosos y mejillas colgantes le daban un aire de perro triste. Su esposa, la tía Isaura Blum, hermana de la abuela, había muerto joven y sin dejar descendencia. Nada más la conocimos por un daguerrotipo, uno de esos rostros melancólicos en las cartulinas sepia orilladas de oro del álbum de familia. «Es bonita —se decía de alguna muchacha—, pero ¡nunca tanto como la Isaura Blum!» Lucía fantástica con su gorrito de piel adornado con un pájaro de largo cuello que emergía entre plumas y moños de cinta. Pero lo insólito del atuendo pasaba inadvertido ante la belleza sobrecogedora de aquel rostro puro de ojos claros, grandes, almendrados, ni tristes ni alegres, que hacían pensar en la eternidad.
Cuando el tío Miguel bajaba a las tertulias de la alfombra para aliviar sus noches de hombre solo, una carraspera lo anunciaba al cruzar el primer patio. Sabíamos entonces que se detendría en la puerta del dormitorio con un aletear de las manos, como diciendo «no se incomoden por mí». Luego entraría, inclinándose para saludar, y pronto iba a introducir dos dedos en el bolsillo del chaleco para ofrecer, de su bombonerita de plata, unas pastillas diminutas que se nos deshacían en la lengua, antes de que nos enteráramos si sabían a lima o si no eran más que un dulce acertijo. El tío era macizo, algo cargado de hombros y tenía la piel oscura, pecosa, de sus andanzas a la intemperie. Llevaba con dignidad un terno brillante de uso, una camisa blanca y un corbatín de mariposa con el nudo torcido de no tener quién se lo corrigiera. Permanecía de pie «vengo de pasadita», observaba los progresos de la alfombra, se informaba de la salud de la familia, y se retiraba con el mismo aletear de manos del «no se incomoden por mí». Su carraspera nos llegaba entonces desde la escala de acceso a la casa de altos, luego de la galería vidriada que se abría sobre el primer patio de los abuelos. El tío llevaba el luto como un trofeo, como el testimonio de haber sido el dueño de tanta hermosura. Aunque para nosotros, los niños, era más bien un personaje de fábula, pues, tan pronto aparecía en las tertulias de la alfombra como podía reinar entre los húmedos verdores de Quilquilco, su hacienda del sur, en los faldeos cordilleranos.
Se llegaba a Quilquilco en un tren que se internaba en la noche con su tracatraca y sus aullidos, y con la abuela Teresa estremecida de vaivenes en los pasillos, ofreciendo el sabroso consomé de ave que salía humeante de sus termos de viaje. El tío Miguel era dueño de aquellos parajes, únicos en el mundo porque se nos fijaron en la retina asombrada de la primera infancia. Un campo donde la zarzamora era un monte espinudo que saltaba sobre las quebradas abismales. Donde los bosques umbrosos con su chillar de pájaros estaban poblados de personajes míticos. Donde el río era una cosa helada y aterradora que tronaba abajo, brincando entre peñascos y lanzando al cielo regueros de espuma, o se sosegaba en un remanso para que nos bañáramos con la vieja María Amalia —que entraba en el agua vestida y dando alaridos, antes de que el hielo empezara a morderle las carnes. Donde mi madre se perdía con su caja de pinturas entre los árboles altos, y donde sus hermanos, cabalgando yeguas chúscaras, saltaban los troncos caídos durante las tormentas nocturnas. Donde la silueta de la abuela, golosa de frutillas, temblaba en la atmósfera de agua que subía del huerto, y donde el olor a bosque recién llovido y a madera de alerce sangrando en el aserradero, se podía palpar con las manos. Ese Quilquilco de nuestros primeros veraneos desapareció junto con el tío Miguel una mañana en que bajó santiguándose la María Amalia, diciendo que Dios sabrá, que amaneció el santo caballero dormido para siempre, que se fue sin bulla, lo mismo que había vivido.
Cuando se completaba la tertulia de la alfombra, la abuela Teresa se instalaba en su chaise-longue, y extendía sobre sus faldas la esterilla a medio urdir. El abuelo reclinado en sus almohadones, continuaba desde su cama aquel diálogo por terceras personas, dejando que sus palabras pasaran de uno a otro hasta entrar en los oídos tardos de su esposa. O bien conversaba bajito y a trastabillones con alguno de esos hijos suyos de hablar pausado y de grandes párpados siempre en lucha contra el sueño. Hasta que uno de los dos se dormía en mitad de una frase con una sonrisa de labios entreabiertos. Los tejedores, armados de ganchillos con mango de madera especiales para hacer alfombras, introducían en su cuadradito de esterilla las lanas de color según el modelo. Los niños enrollábamos lana en unas tablillas con ranura al centro para cortar las hebras del mismo largo. Se comentaban las noticias del día, las novedades de las tres casas, y si los tíos querían contar algún chiste, la abuela rogaba: «Cuidado ¡que no sea muy gracioso! Ya saben lo que le pasa a Felipe cuando ríe...» Y él, como si la frase fuera un chiste más, empezaba a sacudirse en una de esas fatales risas que le desorbitaban los ojos y amenazaban con asfixiarlo. La abuela corría a buscar el frasco de valeriana, despertaban los dormidos y le sujetaban al padre las anchas espaldas estremecidas, mientras la nuera de más sangre fría le introducía entre los dientes la cucharadita de remedio. No sabíamos entonces si reír o afligirnos. Se recogían la alfombra, lanas y tablillas, y todos daban las buenas noches con los sonoros besos de los Cupper. Y el abuelo se dormía sobre sus almohadones, contento como un niño por haber vivido tanto sin otro peligro que el de la risa.
Un sonoro tictac arrancó a Laura de sus evocaciones. Se quedó muda contemplando el reloj sobre el bul del salón: el engranaje a la vista había echado a andar desperezándose de años, poniendo en movimiento un sinnúmero de ruedecillas que hacían balancearse el péndulo en sus dominios de oro y cristal. Empezó a darle cuerda con infinitas precauciones. Escuchó un chasquido, giraron los engranajes a destiempo y el péndulo —perturbado quizá por la intromisión de la lógica en su milagro— se detuvo. «Vaya —suspiró— tendré que llevárselo al anticuario.» El olor a flores rancias la hizo pasar a la salita.
—¿Qué vine a hacer aquí al primer patio? —se preguntó, mientras vaciaba bajo el caño las aguas espesas de un florero.
Y recordó el hambre de sus palomas. Es que cada mañana, luego de saborear el desayuno, guardaba las migas de pan en el bolsillo de la bata para ir a alimentar a sus palomitas. Pero, yendo hacia el primer patio, se enredaba en mil quehaceres: tropezaba con una guía de enredadera que le cerraba el paso, se preguntaba por sus tijeras de podar perdidas, iba al taller con la esperanza de encontrarlas y se quedaba entonces inmóvil ante el caballete, inclinando la cabeza, cerrando un ojo, el otro; hasta que empuñaba el pincel y, con una certera estocada de azul ultramar, amarraba la gama de los grises que la había desvelado la noche anterior. Pero ya corría, estremecidas las redondeces en el trotecito, solicitada de urgencia por el olor de la leche subida y derramada en la cocina, allá en el tercer patio: «La tengo presente todo el tiempo y la olvido justo cuando debería acordarme». Y el aroma dulzón de la leche quemándose le traía a la memoria las pailas de manjar blanco de su mama, la Margarita Cádiz, apodada la Pequeña de cuando llegó —al cumplir los quince—, en las carretas de Mallermo, entre las uvas y los zapallos, a cuidar críos ajenos. Apodo que conservó cuando la vejez le hinchó los tobillos, y los cabellos retintos se le volvieron grises.
—Cuando murió la Pequeña se me fue la infancia —nos decía—. ¡Ya nunca nadie me volvió a llamar su niñita Laurita!
La Pequeña a quien nadie le sujetó la infancia, siguió nombrando a sus críos de cincuenta años el niñito tal, la niñita cual, hasta que hubo que visitarla en un cuartito estrecho lleno de miniaturas y santos de yeso, recordatorios de bautismos y muertes de la tribu, a la que estuvo sirviendo por más de medio siglo a cambio de mucho amor. Ahí, entre sus bibelotes y santos, se apagó dulcemente de un mal campesino que sólo ella sabía nombrar, rodeada del entristecido rebaño de sus niñitos Cupper.
—Aunque nunca se me ausentó del todo —nos decía Laura. Venía a menudo a sentársele a los pies de la cama, con las greñas cubiertas con su pañuelo floreado —el rostro moreno y rubicundo como si la muerte la conservara en espléndida salud— para seguir hablándole de las pequeñas cosas de este mundo:
—La gata otra vez tuvo gatitos, seguro que anduvo esa diabla por los tejados. El niño Joaquincito se volvió a dormir manejando el automóvil de su papá. ¡Tendrá un ángel que lo cuide, el pobrecito, que todo lo sabe hacer dormido!
Y de rodillas, frotando las baldosas de la cocina, divisaba en un rincón las tijeras de podar:
—La Pequeña me subió la leche de intento para que las encontrara.
Y cuando partía a reparar sus invasiones verdes, palpaba las migas de pan en el bolsillo y volvía a enmendar rumbos hacia el primer patio. Ahí estaban sus palomas, rectas en los aleros como heraldos en las almenas de un castillo. Y mientras les hablaba amorosamente disculpando su tardanza, solazándose con los grises de las plumas y el blanco níveo de las pechugas, ellas batían a una las alas y posaban sus lomos tornasolados entre los naranjos y la pileta, cuando el sol marcaba ya el mediodía en la sombra de las pilastras.
—¡Qué barbaridad, cómo se me fue la mañana! —suspiraba.
Y volvía, tijera en ristre, hacia el fondo, podando al pasar las plantas rastreras, esas magnesias con sus oleajes verde oscuro que amenazaban cubrir los prados floridos del segundo patio. Se detenía asombrada ante las enredaderas que habían extendido sus guías sobre las baldosas del corredor, como si quisieran seguirle a ella los pasos. Las más atrevidas se enrollaban en las tuberías del desagüe de las lluvias, y arriba, entre las tejas, buscaban algún intersticio para asomar de pronto en uno de los cuartos, colgando invertidas del cielo raso como un verde signo de interrogación. (Ahí se quedaba Laura, quieta, preguntándose quién le estaba hablando desde el más allá). Las raíces de los árboles destrozaban las cañerías bajo tierra pero, ¡qué podía hacer ella!, inmóvil ahí, deleitándose con la copa del jacarandá de la abuela Teresa que en el mes de octubre se volvía enteramente azul. Y la iba recordando en las flores pálidas y turgentes del magnolio, en las hortensias y los rosales finos —ahora una maraña de rosas empequeñecidas, los pétalos moteados por los antiguos injertos. En vida de doña Teresa, el jardín había respetado sus estrictos reglamentos, pero con Laura vagando por ahí con su pulgar verde y su manguera de regar había perdido toda compostura: los geranios, invadidos por los rústicos cardenales, mezclaban sus delicados rosas y magentas con el impúdico rojo anaranjado, y crecían ya hasta en las cacerolas y bacenicas desfondadas que escupían los cuartos de guardar.
Frente a la cocina y sus dependencias, había una hilera de habitaciones vacías, las que cobijaron generaciones de servidumbre, protegidos de la abuela, campesinos de Mallermo que llegaban a medicinarse a la capital. Había uno, largo y estrecho, que la abuela destinaba a la oración: de rodillas en su reclinatorio de iglesia decía de prisa sus rezos, coreada por las tías y las empleadas domésticas. Para la Navidad, disponían allí el pesebre con la Sagrada Familia sobre un monte de papel arrugado: el Niño Dios en su cuna de bebedero le tendía sus bracitos al buey y al asno; los reyes magos, con sus vistosos atuendos, ofrecían la mirra y el incienso y un pastorcillo indicaba la estrella de mostacillas que la tía Ada colgaba del cielo raso. La Pequeña, entonces, vaciaba sus vitrinas para adornar el Nacimiento con las parejas bailando minuet, Blanca Nieves y los enanitos, gallinas echadas sobre bomboneras de vidrio, perros, gatos y toda su fauna rococó, y nosotros llevábamos nuestros patitos de carey comprados en la «Casa Hombo», que nadaban tan bellamente en su laguna de espejo.
El largo corredor de baldosas que atravesaba el caserón se adornaba en el tercer patio con una coqueta balaustrada de madera. Sobre ella la pasionaria, la flor de la pluma y unos colgajos de raíz aérea —esas «mala madre» que Laura nombraba, equivocadamente, clavel del aire—, formaban una cortina de verdura que dejaba semioculta la cocina. La más amplia de las despensas, reino de la abuela Teresa, conservaba en su aire detenido en penumbra el aroma del té de la India y las especias ultramarinas, mezclado con las exhalaciones acres que subían de su bodega subterránea. Bodega que quedó clausurada cuando, al morir la abuela, a Laura se le confundieron todas las llaves.
En los primeros días de septiembre —como si no pudiese aguardar el estallido de la primavera— su jardín era una maraña verde salpicada de florecimientos.
—No hay nada que hacer —se rendía ella—. ¡Mientras más podo mis plantitas más tupen! Será porque las quiero... —les decía, y para cada una tenía una palabra de ternura.
El jazmín había enlazado a la frágil clemátida y empezaba a desmoronarse en cascadas vaporosas sobre las palmeras enanas, donde se retrataban las tías al cumplir los quince; la madreselva había cubierto por completo las rejas del gallinero, ahí donde la abuela criaba sus pollitos finos, sacándolos con sus dedos del cascarón ante nuestros ojos deslumbrados. Las malvas locas y las amapolas invadieron los rosales y por doquier aparecían aquellas plantas que Laura llamaba carne de perro: espuelas de galán de campo adentro, cardos azules y dedales de oro de los caminos. Hasta un girasol alto como un arbusto que toleró en memoria de Van Gogh, abría desorientado sus pétalos amarillos creyendo anunciar un campito de sandías maduras. Laura se aprontaba para comer sus semillas oleaginosas, o bien para tostarlas y fabricar café sin cafeína. Con la semilla de espuela de galán hacía alcaparras falsas que le servía a su yerno inglés en un frasco con etiqueta ad hoc, jurándole que eran importadas. Gustaba con fruición de todo tipo de alquimias vegetales, las que usaba como condimento o para embadurnarse el rostro. Hasta llegó a guardar frutas podridas para aprovecharlas —en caso de apuro, decía— como penicilina.
Y así Laura pintora, la perseguida por las enredaderas, vagaba por el caserón admirando los verdes y enredándose en sus recuerdos: cuando regaba los naranjos del primer patio podía oír aquel me voilà, mon amour, aquí me tienes, amor, del gallardo Cupper de regreso de sus guerras. Frase que quizá nunca pronunció, pero que la pequeña Isolda deseaba escuchar con tal vehemencia que se había quedado prendida en el florecimiento de los azahares. Las hortensias celestes, pálidas y erguidas como damas «compuestas» —al decir de la Pequeña—le recordaban el hastío de las visitas dominicales a las que la arrastró la abuela, años de su adolescencia. Hastío que empezaba con el «apúrese-niñita» mientras trataba de hermanar dos medias en el desorden de su guardarropa y que continuaba con el bambolearse en carruaje tirado por yeguas trotonas al esquivar los adoquines sueltos «del lado de acá, y del lado de allá» de, la Alameda de las Delicias. Si la abuela no regresaba de prisa a escribir un «sintiendo muchísimo no haberlas encontrado...» (Mientras ellas quizás escribían lo mismo ante el portón de las Monjas Rosas), para seguir con el itinerario de visitas, el aburrimiento se le prolongaba a Laura en esos salones largos y sombríos, con dos hileras de sillas adosadas a los muros, y en ellas, las damas cotorreando frente a frente. Condoliéndose con los lutos de Dios-lo-tenga-en-su-gloria, pero aunque «no hay muerto malo» yo digo, hijita, Dios me perdone ¡qué descanso para su viuda!; celebrando lo donosa que se había puesto la Merceditas con lo feúcha que era, ¡creció el membrillo y botó el pelillo!: criticando al hijo tarambana de la pobre Jovita, no es por chismorrear, hijita ¡le botó una fortuna en los hipódromos de Biarritz! En seguida intercambiaban las recetas de merengue duro y manjar blanco amoldado y, finalmente, ponderaban los milagrosos papelillos del tío Carlos Ibar que sanaban las pestes infantiles. A esas alturas, los ojos de Laura vagaban con tal ausencia por las paredes —por si había una tela interesante que estudiar—, que la abuela se apresuraba a explicar la afición de su niña por la pintura, para que no la tomaran por retrasada mental.
Y entonces el agua de la manguera que anegaba las hortensias al empaparle los zapatos la trajo de vuelta a. su tercer patio:
—¿Tan vacía estará mi vida de hoy, que el pasado me rebalsa así sobre el presente? —se preguntó afligida con la avalancha de recuerdos y los pies encharcados—. ¡Cuántos despojos! —rezongó, añorando hasta el aburrimiento de las visitas dominicales. Luego se consoló, pensando que aún le quedaba salud para cumplir su anhelo de viajar (no me voy a ahogar en estos espejismos que relucen en la memoria, debo mirar hacia adelante...). Soñaba con ir a Grecia, saber de su luz especial que da realce a las estatuas, conocer la India, el Himalaya con sus monjes milenarios, capaces de detener un tren en marcha con su fuerza mental. —Aunque a mi edad no creo que pueda trepar tan alto —se burló. Pero a Europa tenía que volver—. ¡Y con calma esta vez, hijito! —le gritó al cielo a su Fermín. Él la había arrastrado en la década de los treinta, en un viaje relámpago visitando infinidad de ciudades, rodando en un «Hispano Suiza» de las agencias «Waggons-Lits Cook». Todo planificado de antemano, con horarios imposibles y un chofer maniático que Laura odió desde el primer día. Del museo de retrospectivas de Munich sólo recordaba el cansancio en los zapatos, recorriendo salas y salas con la historia completa de los ferrocarriles, de la imprenta, de las máquinas de vapor, de los relojes de... «¡Qué lata!», dijo y se trasladó a Italia. Bogó complacida por los canales de Venecia, sintiendo en las narices el olor sospechoso de las aguas de verano, pasó con emoción bajo el Puente de los Suspiros, escuchó los insultos italianos de los gondoleros, admiró la suntuosidad del palacio de los Dogos, se afligió con esos muros húmedos y deteriorados que no presagiaban nada bueno y se preguntó por los maestros del escorso que no figuraban en el programa de «Waggons-Lits». Terminó posando en la Plaza de San Marcos entre una cantidad de turistas nórdicos que aguardaban las campanadas de la catedral y el revuelo súbito de palomas para la fotografía. Y ahí se quedó quieta, sonrisa fija, la cabeza cubierta con los brazos, para la instantánea de Fermín («no se tape la cara, no frunza la boca...»):
—¡Ay, hijito! ¡Cientos de esas plaquitas de vidrio de ver en relieve con nuestra existencia archivada y fechada con su letra perfecta de ingeniero!
Y se disculpó de no mirarlas nunca para no morirse de pena. Del «Lido» no supo nada porque se durmió en el viaje de ida y vuelta en la lancha. Sintió esa pesadez en los párpados del sueño que la derribaba en el automóvil saliendo de las interminables visitas de los museos, con Fermín remeciéndola:
—Llegamos al hotel, hijita. ¿Que vino a dormir a Europa?
En Milán se indignó con los monjes incultos que habían abierto un orificio en el fresco de La Última Cena para que les llegara la comida caliente desde el refectorio. Saltándose la torre inclinada de Pisa, partió a Florencia. La vio perfilarse en un recodo de la cuesta, antigua y fantasmagórica como debió aparecérsele a Leonardo da Vinci al paso de su caballo, sin más iluminación que una luna inmensa reflejada en el Arno. Las tinieblas del medioevo se las debía a Mussolini que había dispuesto tres noches de maniobras antiaéreas. Laura se lo agradeció de corazón, sin inquietarse por la razón de su milagro: recorrían una Europa a punto de estallar sin otra referencia de la guerra próxima que los uniformes pardos y los saludos a lo führer cruzando Alemania, a los que respondían con otro similar, siguiendo el refrán del ecuánime Fermín: «A donde fueres, haz como vieres».
Era en los museos y galerías de pintura donde Laura más sufría con los horarios: «No coinciden en absoluto con mi tiempo interior», se quejaba. Fermín cruzaba las salas sin detenerse, girando la cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha con unos alegres «lo doy por visto, lo doy por visto»; y regresaba de tanto en tanto a rescatar a Laura de sus madonas: «No se me pegue, hijita...» Así es que en Florencia pidió tregua, dijo que le regalaba a él y a su maniático chofer todos los monumentos y los museos históricos, que ella se iba a «sacar las ganas» con los maestros del Cuatrocento. Anduvo pletórica de emoción por las callejuelas antiguas esperando ver asomar a la vuelta de una esquina la gorra y las tupidas barbas de Leonardo, dándose empachos de Beato Angelico y Boticelli, o contemplando el Arno desde la ventana del hotel, un viejo palacio con mármoles y espejos a medio modernizar para el turismo.
—Pero, hijito —le gritaba a Fermín—, ¡no estamos veraneando en Cartagena! Asómese a mirar los puentes del Arno: en ése se encontraron Dante y Beatrice...
Y él se acercaba a «darlo por visto», antes de volver a los mapas ruteros donde medía las distancias con su infalible regla de cálculo. La misma con que trazaba unos burros octogonales, puras líneas quebradas, para la tarea de dibujo de los hijos, porque los de Laura eran o demasiado perfectos, o demasiado deformes para disimular su pericia. En este punto del recuerdo, sintió gran cariño por esos burros octogonales que trazaba su esposo y lo imaginó ahí en el hotel de Florencia sentado sobre la cama con su terno gris de gerente, correcto pero sencillo como era su persona. Y vio triplicarse en los espejos «su rostro limpio, hijito, de los rictus de mezquindad y de amargura que le van asomando a las personas con la edad...». Recordó sus burlas de cuando regresaba ella al hotel bañada en llanto, después de deleitarse en las galerías de pintura:
—Parece regadera cuando llora, hijita —le decía—. ¿Por qué es siempre tan exagerada?
—Es que esto, ¡es más de lo que una artista puede soportar! —Exclamaba ella, siempre orgullosa de su capacidad de llanto—. Usted con su mentalidad de ingeniero, ¡jamás lo entendería!
Y acto seguido, la de allá y la que vagaba ahora por el caserón le pidieron a coro disculpas al esposo: después de todo, gracias a su profesión y a su generosidad, había podido gozar mirando las telas originales de sus queridos maestros. ¡Florencia!», dijo en sordina, pero con tal pasión, que se le terminó de deshacer el moño, lo que le recordó que era viernes y que tenía que lavarse el pelo, y también «alcanzar de una carrerita» el Banco a cambiar un cheque para comprar el menudo, la leche y el pan, ¡si es que aún estaba a tiempo! Entró al taller a conectar la radio: entre dos pitidos le dio una hora que no le servía. Juraba que siempre le estaban robando un par de horas al día. «Al menos puedo llegar al Banco», se resignó.
Se vistió tan a prisa como sus gestos pausados se lo permitían y salió a la calle de las Monjas Rosas, cuando el camión municipal pasaba recogiendo la basura con el atraso de costumbre: los peonetas se lanzaban los tachos por el aire derramando inmundicias en las veredas. «Lo bueno de este barrio tan sucio y venido a menos, es su proximidad del centro», se consoló, arreglándose el sombrerito en la vitrina del almacén de abarrotes de don Atilio, el italiano de la esquina.
Y se me perdió mi madre en las calles atestadas del mediodía con su andar calmoso de velero entrando a puerto. Pero puedo imaginarla hurgando en su bolso, ojos trágicos: «Dios mío, olvidé en casa la chequera y es demasiado tarde para volver a por ella.» (No importa: aprovechará la arreglada y la salida para «alcanzar» donde las hermanas Lamor, sus amigas diáfanas que parecen tener un pie tocando apenas este mundo y el otro firme en el más allá, para consultar el significado de un sueño que tuvo: se vio tomando el té con la Zarina de Todas las Rusias en la mansión de los Cupper, en la isla de Guernsey, perdida en las brumas del Canal de La Mancha).