Pero no lo fue, claro. Perdonad. Me lo he inventado todo. Lo de Marina d’Or y todo eso. Disculpad, no sé por qué lo he hecho, sé que todas aquí estamos pasando un mal rato. Joder, qué idiota, perdonad, en serio. Lo que realmente quería contaros es que ahora me muero de la vergüenza, no sé en qué cojones estaba pensando, lo que quería explicaros de verdad, ahora hablando en serio, es cómo he llegado hasta aquí. Cómo todo se ha ido a la mierda hoy después de años de mantenerse en pie en un equilibrio imposible. Y la historia comienza conmigo despertándome esta mañana cuando ha sonado nuestro reloj despertador de Gordo de Porcelana™. ¿Lo conocéis? El reloj despertador Gordo de Porcelana™ tiene la forma de Gordo de Porcelana y la alarma suena con la sintonía de la serie. No os la voy a cantar ahora porque canto fatal y seguro que más o menos os la sabéis. A mí ese primer instante del día me gusta bastante porque como todavía voy bastante pedo de Orfidal cuando empieza a sonar la canción de los dibujos se me mezclan un poco a lo loco la realidad y la serie y es todo bastante psicodélico y delirante. Muchas veces se me viene a la cabeza la imagen de mí misma paseando por un prado cogida de la mano de Gordo mientras cantamos y brincamos felices como si fuésemos gilipollas. Se nos unen distintos animales del bosque. Cosas así. Pastillas y blísteres con caretos como de dibujos animados de los años cincuenta y enormes guantes blancos saltan a nuestro alrededor. Siempre estoy a punto de contárselo a Sofía, mi actual psiquiatra, pero al final nunca lo hago porque se parece a Axl Rose con gafas o a David Foster Wallace y cada vez que voy a su consulta no me entero de nada porque me tiro todo el rato mirando su pañuelo y sus gafitas diminutas y redondas:
—Y es por eso exactamente que eres infeliz, Dolores.
—¿Qué?
—Dolores, tengo la sensación de que nunca jamás me escuchas cuando vienes a la consulta.
—Esas gafitas…
—Me las compré en Alain Afflelou, pero eso no tiene ninguna relevancia. ¿Qué pasa con mis gafitas?
—Nada.
—¿Estás segura?
—Totalmente.
—¿No quieres decirme nada de mis gafitas?
—No.
—De acuerdo, entonces nos vemos la semana que viene.
Le digo a una de las pirulas de mi fantasía matinal:
—¿Por qué tenéis caretos como de dibujos animados de los años cincuenta?
Y entonces nos damos un morreo. A Sofía le encantaría. Creo que se lo contaré.
Pero a lo que iba, que no quiero despistarme más, es a que esta mañana ha sonado el despertador y todo iba tolerablemente bien pese a lo grotesco de mis alucinaciones, pero a que en algún maldito momento del día todo se ha ido a tomar por culo y mi vida se ha venido abajo y por eso ahora estamos aquí, ¿verdad? Sin ofender. Cada una tendréis lo vuestro. Yo no me meto, pero esta es mi historia. Yo estaba remoloneando en la cama y entonces Emilio se ha despertado y me ha dicho «¿Cómo estás?», a lo que le he contestado «Bien, ¿por qué coño no iba a estar bien?». Y entonces él ha dicho: «Yo qué sé, Dolores. ¿Me quieres?». «¿Qué?» «Que si me quieres, responde.» Me ha dicho eso, y me ha mirado a los ojos y a mí me ha dado la risa pero él no se ha enfadado. «¿Follamos?» Y hemos follado.
Cuando hemos terminado me he tomado mi pastilla y me he metido en el baño para que no me viera llorar porque hay veces que tanta emoción me desborda un poco. Emilio es lo mejor que me ha pasado en la vida. No sé qué haría sin él.
Pero me estoy yendo por las ramas.
Nuestra familia en realidad nunca veraneó en Marina d’Or. Nuestra familia, me refiero a mis padres y mis hermanos, siempre vivimos en un pueblo de Valencia y nunca fuimos de vacaciones a ningún sitio. No teníamos dinero y además estábamos demasiado ocupados con todo ese asunto de la violencia. Mi familia era muy dedicada. Todo el rato dando o recibiendo hostias. Yo, sobre todo lo segundo. Tomándoselo en serio. Abusando o siendo abusados. Yo sobre todo de nuevo lo segundo. Como en uno de esos documentales de la segunda cadena sobre animales salvajes pero con más camiseta de tirantes sudada, más cenicero desbordado y más discoteca de extrarradio. Enchufa la tele: leones, gacelas, jirafas. Servicios sociales. Cada uno una cosa. Algunos más de una. Mi infancia transcurrió sumergida en una brutal dinámica de violencia y abusos constantes y aun así muchas veces imprevisibles. Una violencia que no era abstracta, ni estética ni literaria; una violencia grotesca, física y estructural. Y arbitraria. Esa era la magia, eso es lo que la hacía tan especial: la ausencia de norma. Tener un motivo devalúa la violencia. Durante mi infancia, una vez mi hermano Antonio me obligó a comer mierda de perro. Eso es solo un ejemplo. Si preguntas a cualquiera verás que casi todo el mundo conoce nuestro pueblo por su prisión, pero toda la zona está rodeada de enormes campos de naranjos y el término municipal es bastante grande, así que, en realidad, la cárcel quedaba bastante lejos de nuestro barrio. En 1990 había en esa prisión 38 detenidos por delitos de violencia sexual. Uno de ellos era mi padre. Nuestro pueblo fue casi siempre una zona eminentemente agrícola hasta principios de los años setenta, cuando empezó la industria del mueble. Con el vaciamiento del centro de España, primero en la posguerra y luego en las sucesivas crisis económicas, comenzó a recibir inmigrantes principalmente de La Mancha, aunque raramente se integraron en la vida social del pueblo.
Hasta aquí la lección de historia.
¿Os importa si me fumo otro cigarrillo?
¿Os parece bien?
A la zona en la que vivíamos nosotras se la conocía popularmente como el Barrio de la Puñalá, y abarcaba las construcciones de alrededor de la calle del cementerio y poco más. Con ese nombre os podéis hacer una idea de lo acogedor que era, aunque en realidad no difería demasiado de otros barrios parecidos en todas las grandes ciudades de España. Viviendas baratas en las que vivían familias pobres y analfabetas, casi siempre de trabajadores del campo. Terminaron los setenta, llegaron los ochenta y las calles se llenaron con el sonido de los televisores y con el caballo. Llegaron la marginalidad, las navajas y las chutas. Más de la mitad de los jóvenes de mi barrio se hicieron yonquis y después se murieron. Solo dejaron madres destrozadas, chupas de cuero baratas y riñoneras vacías. En la esquina contraria del ring y con el calzón azul tenemos a los habitantes de la Urba. Niños pijos viviendo en chalets de grandes parcelas con piscinas, colegios concertados, cigarrillos de Marlboro, seguridad privada. Caballo solo para soltarse un poco la melena alguna vez, solo por hacer alguna diablura. El nexo entre unos y otros era evidentemente la venta de drogas. Unos vendían y otros compraban. Mi padre murió en una reyerta en un bar cuando yo era aún muy pequeña. En nuestro barrio. Le metió dieciocho puñaladas un toxicómano. Alabada sea la Virgen de la Puñalá, patrona de los yonquis vengadores. Mi padre era un hijo de puta que pegaba a mi madre y seguramente también pegaba a Antonio y al Jesu. Con esto no pretendo defender a mis hermanos porque lo que hicieron no tiene perdón de Dios. Nada de lo que hicieron, pero de aquellos barros estos lodos, como se suele decir. Pero, mucho antes de todo eso, mi padre estuvo encerrado tres años en una cárcel muy parecida a esta por un delito de abuso sexual. Mi madre nos decía que lo habían encerrado injustamente porque una mujer se había enamorado de él y, al no ser correspondida, se lo había inventado todo para vengarse, y me obligaba a ir con ella a visitarlo cada domingo. Cuando pienso en aquellas visitas intento escarbar todo lo que puedo para tratar de sentir cierta compasión por mi madre, pero la verdad es que solo siento vergüenza ajena por ella. La que me daba verla perder el culo por un violador y un hijo de puta. Recuerdo perfectamente las largas esperas cuando llegábamos una hora antes (aunque recomendaban media) porque mi madre se ponía muy nerviosa. Recuerdo el miedo y el asco profundo que me generaba mi padre. Pero, sobre todo, recuerdo el larguísimo camino que había que hacer para entrar, porque me recordaba a la escena con la que empezaba Superagente 86, una serie de los sesenta que cuando yo era pequeña reponían en la televisión española: primero se accedía por una rampa de subida después de pasar el primer control policial, un pasillo elevado con ventanas desde el que ya se veían los módulos. Luego se bajaba otra rampa que te llevaba hasta la puerta que daba al exterior. Una vez fuera tenías que atravesar en zigzag un largo pasillo de vallas metálicas. Mi madre se ponía cada vez más nerviosa conforme íbamos avanzando etapas, estado que solía manifestar inconscientemente clavándome las uñas en la carne si es que yo no había conseguido antes soltarme de su mano. No recuerdo a mi madre cogiéndomela al caminar en ninguna otra situación de nuestra vida, pero los días de visita siempre se hacía con ella conforme atravesábamos la primera puerta de la prisión. Yo hacía como si me diera todo exactamente igual, mantenía las distancias, sigo haciéndolo a día de hoy, pero habría dado un brazo por dar la vuelta y largarme cagando hostias de allí cada una de las veces que fuimos. Mi madre lo notaba, cosa que a mí me enfurecía aún más, y me decía: «¿Y tu padre qué, vamos a dejarlo tirado como a un perro?». Y yo le contestaba que me iba a volver loca. Que iba a acabar haciendo que nos volviésemos todos locos. Que éramos una familia de dementes. Pero mi madre no se inmutaba porque en realidad no le importaba una mierda lo que le estaba contando ni si me quedaba jiruli y tenía que medicarme el resto de mi vida. No habría sido la cosa más grave que hubiera visto mi madre. No habría sido para tanto, habría pensado si hubiera tenido tiempo en aquellos pasillos de hacerlo. Yo había visto en televisión que la mejor manera de huir de un cocodrilo era corriendo en zigzag, así que no podía evitar preguntarme si es que allí habría cocodrilos y, en caso de que los hubiera, si serían de los buenos o de los malos. Me encantaba ver la televisión. Después venía una zona descubierta (en la que ya te podías encontrar con algún preso en régimen de tercer grado) y tenías que caminar un rato pasando parkings y módulos hasta llegar a donde estuviera tu familiar preso. Una vez allí, normalmente esperabas media hora más en una sala casi idéntica a esta junto a otros familiares. Las salas de espera de todas las cárceles son muy parecidas. Aunque en aquella época todavía se podía fumar sin esconderte. A mí las otras familias solían darme miedo porque me recordaban a la mía, no os sintáis aludidas, aquí parecéis todas majas, ¿eh?, aunque en cuanto echabas un ojo más de dos minutos te dabas cuenta de que solo eran unos desgraciados y te contagiabas de la tristeza general. Parecía una cena navideña de pacientes a los que han suprimido el Prozac. Luego nos llamaban para pasar la huella dactilar y a mi madre la máquina nunca se la reconocía a la primera. Entonces ella, como si se tratase de una obra de teatro repetida mil veces, protestaba siempre en el mismo tono alegando que era de haber fregado tanto en su vida. Y seguro que era verdad. Debía de tener también un buen esguince cervical de tanto mirar hacia otro lado cuando no quería ver algo. A veces incluso lloraba y yo me avergonzaba profundamente de ella. Una vergüenza física que me daba ganas de vomitar de pensar en que me relacionaran con esa persona tan grotesca. Lo siguiente era el arco de detección de metales y por fin accedíamos a la zona de los teléfonos, donde mi madre era capaz de liarse a codazos para adelantarse al resto de familiares y conseguir la garita en la que sabía que se oía mejor el auricular. Creo que las otras familias se reían de ella por eso. Y no me extraña, era una escena ridícula, para qué nos vamos a engañar. En cuanto llegábamos mi madre rompía de nuevo a llorar. A mi padre, que permanecía serio y no hacía ni el más mínimo gesto para tratar de consolarla, parecía hacerle la misma ilusión nuestra visita que una infección de sífilis. El transcurso habitual de estos encuentros giraba en torno a los largos monólogos de mi madre quejándose de lo mal que estábamos, gimoteando, y protestando por lo injusto del encierro de mi padre mientras él se quedaba callado para hacer bien patente lo poco que le importaba mi madre y lo que le estaba contando. Las escasas veces que participaba en la conversación era para preguntar si le habíamos traído algo que él había pedido, para pavonearse de cómo se hacía valer allí dentro, para contar que había mandado a alguien a la enfermería o para pedir dinero u otras cosas que necesitaba. La verdad es que a mi padre le importábamos todos una mierda. Una vez también nos contó que le habían puesto un compañero de celda que había matado a su madre, la había descuartizado y la había conservado en la nevera, y que tenía la celda superlimpia porque decía que tenía que limpiar la sangre que veía salir de debajo de la cama. Se reía contándolo.
Otra vez, mi madre me obligó para ir a ponerme un vestido que nos habían regalado unas vecinas para que Violeta y yo no anduviéramos por ahí como unas andrajosas, y cuando llegué se relamió el labio superior y dijo: «Ya eres una mujercita, Dolores». Y yo me sentí la persona más desprotegida del mundo, porque ese era el tipo de adultos que tenían que cuidar de mí. Y quise llorar hasta desmayarme y despertarme en una familia normal, pero esas cosas no existen. No existían para mí.
El caso es que cuando el yonqui por fin mató a mi padre tuvimos que apañarnos viviendo de la pensión de viudedad de mi madre y de las ayudas sociales. Mi madre no era muy resolutiva, como mi hermano Matías, y supongo que hizo lo que pudo, aunque lo que pudo fue una mierda. Imagino que en parte no fue culpa suya, pero eso no la convierte en una buena madre. Ni de lejos. Yo me abstraía todo lo que podía viendo la televisión cuando no la habían vendido Antonio o el Jesu para comprar perico o speed. Cambiaba de canal: veía Ranma y Los Fruitis. Cosas así. Cambiaba de canal: Los Caballeros del Zodiaco. Para olvidarme de las cosas que pasaban en mi casa. De las que iban a pasar. De ahí salió un poco también Gordo de Porcelana. De esas series, digo. Cambiaba otra vez de canal: veía Sensación de vivir. La televisión siempre ha sido para mí una válvula de escape. Siempre he huido de los problemas a través de la televisión. Me quita la ansiedad. ¿Habéis visto alguna vez Gordo de Porcelana? Igual os parece una mierda, pero la ven muchísimos niños. Una mañana, mi hermano Antonio llegó tan borracho que decidió tatuarme a la fuerza su nombre en el antebrazo. Yo tenía doce años. Ese era el tipo de nivel en mi casa. Le pareció que era una idea divertidísima. Yo lloraba muerta de terror e intentaba no gritar para no enfadarlo mientras él se moría de la risa y me marcaba la piel con una aguja y con tinta. A lo casero. Old fashionable. Vieja escuela carcelaria. Al final grité demasiado fuerte y eso le cabreó. Se volvió loco, volcó la mesa, me gritó, me dio una hostia que me dejó la nariz sangrando y se fue, sin terminarlo, echando babas por la boca mientras yo tiritaba y tenía un ataque de ansiedad. El inaugural. El primero de muchos. Así que solo me quedaron grabadas una a, una n, y una t, Ant. Como hormiga en inglés. Años después, una tarde que mi amiga Álex y yo estábamos muy drogadas, decidimos terminarlo. Desde entonces, tengo un tatuaje en el antebrazo en el que pone Antena3. Todavía me da mucha risa cuando lo veo porque me recuerda algunas cosas buenas. Antena3. Es muy guay, ¿no? Pero perdonad, que lo estoy mezclando todo. ¿Os estoy aburriendo? Lo importante de verdad es que mi marido y mi hija me salvaron la vida. De eso es de lo que os quería hablar. Ellos son los que me dan estabilidad, los que hacen que todo esto valga la pena, los que no dejan que me vuelva completamente loca. Y aun así he engañado a mi marido algunas veces, pero es porque tengo la cabeza como una de esas playas de Indonesia cuando pasó lo del tsunami. Un barco allá, medio edificio acá. Se lo he contado la mayoría de ellas. Así me las gasto. Así cuido yo a la gente que me quiere. Dame un coche bonito y lo estamparé. En serio, dámelo. Pruébame. Cuando presenté la idea de Gordo de Porcelana en la productora japonesa en seguida les encantó. Mi marido me ayudó mucho con los contactos y yo trabajé muy duro. Antena3, ¿eh? Poca broma. ¿Estoy mezclándolo todo?
Cambio otra vez de canal, ponen un concurso de esos de adivinar preguntas.