La vida se nos presenta de múltiples y variadas formas, y no es indiferente desde dónde la observamos, ni con qué actitud lo hacemos. Somos capaces de comprender partes de la realidad, pero a medida que ampliamos nuestra capacidad de contemplarla, se va desplegando ante nosotros de una forma más completa y global. Aumentar nuestra capacidad de ver no transforma la realidad, pero sí nuestra comprensión de ella. Por lo tanto, la ampliación y la transformación de nuestra percepción, tanto externa como interna, se convierte en algo trascendental.
Ampliar nuestra óptica nos ha permitido comprender la parte más material, objetiva y externa, algo que nos ha conducido a una mayor comprensión de nosotros mismos y del universo. Pero la comprensión que tenemos de la vida también está condicionada por nuestra óptica subjetiva interna, que interpreta y matiza como un crisol lo que acontece, de acuerdo con nuestro nivel de consciencia.
Ampliar nuestra consciencia nos permite acceder a una comprensión más completa porque integra lo objetivo y lo subjetivo, lo externo y lo interno, lo físico y lo sutil, y así poco a poco podemos ir más allá de las apariencias y aproximarnos a la esencia. De este modo apartamos el velo de las apariencias para comprender más profundamente el sentido de la vida y, tras un largo viaje de aprendizaje y experiencia, transformar el conocimiento en sabiduría, que es la portadora de claves para seguir ampliando nuestra visión y, por tanto, nuestra comprensión.
Propongo iniciar un breve recorrido histórico en el que veremos cómo descubrimientos de ópticas cada vez más perfeccionadas nos han llevado a conocer mejor nuestra constitución externa hasta llegar al momento actual. Una síntesis de historia, ciencia y Sabiduría Perenne que nos ayudará a comprender un poco más el avance que podemos dar como humanidad.
Comenzaremos este repaso histórico con el período entre la primera mitad del siglo V y los primeros decenios del siglo IV a.C. Fue la época de los pensadores presocráticos, un tiempo en que se tenía un conocimiento muy limitado de nuestra anatomía. Uno de los conceptos más importantes que nos dejó la ciencia presocrática, gracias a Demócrito, fue el de microcosmos y macrocosmos. Demócrito, uno de los principales sabios del momento, afirmaba que el ser humano es un universo pequeño (mikrós kosmos), una copia abreviada del universo grande (makrós kosmos) y que entre ambos existe una correspondencia.
Estos conceptos de la ciencia presocrática guardan similitudes con algunos legados de la Sabiduría Perenne. Más tarde, hacia el siglo III a.C., el sabio Hermes Trismegisto recopila siete principios que, según la Sabiduría, son los que rigen nuestro universo: el principio del mentalismo, el principio de correspondencia, el principio de vibración, el principio de polaridad, el principio del ritmo, el principio de causa y efecto, y el principio de género.
El principio de correspondencia, que es el que nos ocupa ahora, afirma: «como arriba es abajo, como es adentro es afuera». La Vida en todas sus formas y actividades procede del mismo origen, de la misma fuente; no existe sino una única energía, la energía de la Vida, que se expresa en las más variadas y múltiples formas. Todo son grados descendentes o ascendentes en la gran escala de la Vida: el estado más denso sería la materia y el más sutil el puro espíritu. Este antiguo principio que afirma «como arriba es abajo» nos introduce en la idea de que en todo existe una correspondencia.
Desde el punto de vista de la ciencia, la física nos habla de un Big Bang, una gran explosión inicial de la que todo surge, y nos muestra que toda manifestación de la Creación comenzó en ese instante, en esa explosión y expansión, origen de la Creación. Sin embargo, en estos momentos dilucidar completamente el origen del universo está todavía más allá de la ciencia y de nuestra comprensión. Reflexionando sobre ello comprendí que todo lo que existe procede de la misma fuente, una fuente que la Sabiduría Perenne llama Existencia pura. La percepción de separación que compartimos es una ilusión, porque todo y todos procedemos de ese mismo origen, del que surge la energía primordial que se expresa en millones y millones de galaxias, de estrellas, de planetas... Tal vez entre tú y yo no haya tanta diferencia, ni tanto espacio, ni tanta separación.
En el siglo V a.C. destaca también la aportación de Hipócrates, considerado uno de los padres de la medicina que, junto con un grupo de médicos, creó el Corpus hippocraticum. Tenían una visión preventiva y centrada en la salud, con la preocupación de ser eminentemente prácticos. No obstante, sus conocimientos de anatomía humana se consideran poco rigurosos porque realizaban estudios en animales y no en personas. La ciencia clásica griega aportó nuevos conceptos a través de uno de sus representantes más importantes, Aristóteles, con el que se inició la anatomía general. Aristóteles desarrolló los fundamentos de la anatomía comparada, enfoque que utilizó en el que es considerado como el primer tratado de anatomía: Sobre las partes de los animales. Por su parte, el conocimiento y la sistematización de la anatomía humana ya había comenzado en el siglo III a.C., en la ciudad egipcia de Alejandría, donde figuras como Herófilo, considerado el primer anatomista que sentó las bases de una anatomía más exacta, rompieron con los tabúes sociales que impedían el estudio en cuerpos humanos.
La tradición hipocrática siguió vigente hasta que, en el siglo II d.C., el sabio griego Galeno se convirtió en la máxima autoridad de la medicina durante más de doce siglos. Galeno nació en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía, y desde muy joven se interesó por una gran variedad de disciplinas como la agricultura, la arquitectura, la astronomía o la filosofía, antes de centrarse en la medicina. Se basó en la tradición hipocrática, a la que sumó elementos del pensamiento de Platón y Aristóteles —quienes ya consideraban el alma como principio vital—, y realizó grandes aportaciones descubriendo y describiendo músculos, nervios, válvulas del corazón, funciones de algunos órganos y del cerebro, etc. Describió diversas enfermedades y dio gran importancia a los métodos de conservación y preparación de fármacos, base de lo que actualmente se conoce como farmacia galénica. Incluso escribió un tratado sobre los sueños, donde afirmaba que podían ser reflejo de los padecimientos del cuerpo. Durante siglos Galeno ejercería una enorme influencia en la medicina.
En la época medieval, se produjo un retroceso en el campo de la medicina, ya que estaban prohibidas las disecciones en cuerpos humanos y volvieron a realizarse los estudios anatómicos en animales, tomando al mono como referencia. En esta época, los árabes fueron los exponentes del arte de la medicina, hasta que aparecieron las primeras universidades en París, Bolonia o Montpellier. Fue durante el Renacimiento cuando se empezó a estudiar la anatomía humana de forma sistemática, lo que también permitió rescatar muchos textos considerados hasta entonces profanos. De esta manera se recuperaron gran cantidad de conocimientos y, tras mil años de aparente estancamiento, surgió el despertar del humanismo, la regeneración de la ciencia, el arte, la religión y la sociedad en general.
Un verdadero avance ocurrió en el siglo XVI con Andreas Vesalio, considerado el padre de la anatomía humana por su obra De humani corporis fabrica. Fue el primero en publicar abiertamente sus investigaciones anatómicas, algo que, parece ser, le supuso ser perseguido por la Inquisición. Sin embargo, a partir de sus estudios, una serie de anatomistas estructuraron los conocimientos de la anatomía macroscópica y empezaron a observar la gran complejidad de nuestro cuerpo. En el siglo XVII destacó la figura de Harvey, quien descubrió la circulación de la sangre, confirmada posteriormente por Malpighi con sus estudios sobre los capilares sanguíneos y el alvéolo pulmonar. Gracias a ellos también se descubrió el funcionamiento de distintos órganos, el bombeo cardíaco, entre otros.
Y así, poco a poco, entre los siglos XVII y XVIII se terminó el mapa de nuestra anatomía. Gracias a instrumentos como el bisturí se pudieron desvelar numerosos misterios y llegamos al límite de lo físicamente observable con la visión humana. Sin embargo, llegó un momento en que el bisturí no era suficiente y para progresar en el conocimiento de nuestra constitución física hacía falta avanzar y crear nuevos instrumentos con los que poder ampliar nuestra visión. Gracias a ellos, la medicina comenzó a evolucionar y expandir su campo de investigación.
La invención del microscopio fue fundamental, porque permitió amplificar nuestra capacidad de visión e iniciar un apasionante viaje más allá de lo observable a simple vista. El viaje de lo macroscópico a lo microscópico. El primero de estos instrumentos fue inventado alrededor del año 1590 por un fabricante de anteojos de origen holandés llamado Zacharias Janssen. Sin embargo, fue curiosamente un comerciante holandés, Anthoni Van Leeuwenhoek, quien, sin ser un hombre de ciencias, construyó los mejores microscopios de la época. Se apasionó con el mundo de lo pequeño, y se dedicó a observar y descubrir gran cantidad de detalles de los tres reinos de la naturaleza, el mineral, el vegetal y el animal, lo que le permitió llegar a la conclusión de que había muchas relaciones entre ellos y la anatomía microscópica del cuerpo humano. Además, constató la existencia de los microbios, algo que ya había sido intuido por otros científicos.
En 1665, Robert Hooke publicó los resultados de sus investigaciones sobre tejidos vegetales en los que, con un microscopio de 50 aumentos, observó las primeras unidades que se repetían a modo de celdillas de un panal, y que llamó células (del latín cellulae, que significa celdillas). De esta manera, vimos la que se considera la unidad fundamental de la vida: la célula.
Los primeros observadores ya habían visto células vegetales e incluso alguna animal, pero fueron necesarios multitud de estudios con los nuevos microscopios para llegar a pensar en la célula como el elemento constitutivo de los seres vivos. La célula fue considerada la unidad elemental de la estructura de los organismos y, poco a poco, nos adentramos en el universo de lo microscópico. Se empezó a formular la teoría celular.
En el siglo XVIII los descubrimientos del científico francés Lavoisier, entre otros, dieron paso a la química, la biología y la fisiología. En el siglo XIX, la histología, que estudia la composición, estructura, y características de los tejidos, permitió incorporar la anatomía microscópica a la medicina gracias a investigadores como Robin, Schwann, Purkinje o Ranvier. Y a principios del siglo XX, otro avance trascendental amplificó miles de veces nuestra visión: el microscopio electrónico, descubrimiento que nos permitió adentrarnos en el universo celular.
El primer microscopio electrónico fue diseñado en 1933 por Ernst Ruska y Max Knoll, quienes se basaron en los estudios de Louis-Victor de Broglie sobre las propiedades ondulatorias de los electrones. Dado que los electrones tienen una longitud de onda mucho menor que la de la luz, pueden mostrar estructuras mucho más pequeñas, lo que les permite alcanzar una capacidad de aumento muy superior a la de los microscopios ópticos convencionales. Así, los microscopios electrónicos utilizan electrones para llegar a aumentar la imagen de un objeto hasta un millón de veces. El desarrollo de este tipo de microscopios significó un importante avance para la medicina ya que facilitó la observación de las partes de una célula, lo que llevó a descubrir un sinfín de estructuras microscópicas. Progresivamente la fisiología y los avances en la farmacología se fueron convirtiendo en pilares de la medicina actual.
Gracias a los avances tecnológicos hemos viajado de lo macroscópico a lo microscópico, de lo visible con nuestros ojos, descubriendo huesos, músculos, órganos, vísceras, tejidos y células, hasta llegar a las moléculas (del latín, diminutivo de moles, que significa masa pequeña), que es la parte más pequeña de una sustancia que conserva sus propiedades. Y la ciencia ha seguido avanzando. En 1929 nació la idea del ciclotrón, fruto de los descubrimientos de Ernest Orlando Lawrence, de la Universidad de California, que, junto a investigadores como John Cockcroft y Ernest Walton de la Universidad de Cambridge, sentó las bases para los futuros microscopios gigantes, capaces de ir más allá de las células y las moléculas. En 1981, desarrollados por Gred Binnig y Heinrich Rohrer (IBM Zúrich), nacen los microscopios de efecto túnel (Scanning tunneling microscope o STM), capaces dada su alta resolución de visualizar un nuevo elemento de la materia: los átomos.
El interés por descubrir la constitución más íntima de la materia se remonta ya a los filósofos griegos, mucho antes de convertirse en objeto de estudio de la física. La idea del átomo fue mencionada por primera vez en las obras de Leucipo de Mileto, en el 420 a.C. Su discípulo Demócrito y él fueron los primeros que creyeron en una organización interna de la materia y sugirieron una estructura básica formada por estos componentes indivisibles (en griego, átomo significa sin partes, no divisible). Sin embargo, esta hipótesis fue abandonada hasta principios del siglo XIX, cuando el científico británico John Dalton propuso el primer modelo atómico con bases científicas, en el que defendió que la materia debía estar formada por pequeñas partículas indivisibles.
El concepto de partícula nació primero como una idea filosófica antes de ser objeto de estudio de la física, y el concepto de átomo de los antiguos griegos pasó por múltiples y extraordinarias metamorfosis. Con el desarrollo de la electricidad, se vio que los átomos no podían ser las únicas y últimas partículas de la materia. Se comprobó que aquello que los antiguos filósofos representaban como indivisible estaba constituido por muchas más partículas de las que en un principio podíamos imaginar. La barrera de la indivisibilidad del átomo se franqueó por primera vez cuando en 1897 Thomson anunció el descubrimiento del electrón; posteriormente Rutherford descubrió el protón y Chadwick confirmó la existencia del neutrón. Rutherford propuso un modelo atómico similar a un sistema solar en miniatura, con una zona central denominada núcleo y una corteza orbital en la que se encontraban los electrones girando alrededor de este núcleo. El átomo sigue siendo el constituyente primordial de la materia, pero no el constituyente más pequeño.
Durante la primera mitad del siglo XX comienza una nueva etapa con los aceleradores de partículas, instrumentos cada vez más potentes capaces de mostrar los misterios más profundos de la materia.
Hasta mediados del siglo XX se explicaba la constitución de la materia solo con esas tres partículas elementales: el electrón, el protón y el neutrón. Pero pronto se descubrió que con ellas no se cerraba la lista, y aparecieron los aceleradores de partículas, microscopios gigantes que nos permitieron explorar el interior de la materia y acceder al mundo subatómico. De este modo se pudieron descubrir partículas incluso más pequeñas, como los quarks —que forman parte de los protones y neutrones de los átomos— o los neutrinos —que no son constituyentes del átomo, y cuyas principales fuentes de origen son el sol y las estrellas—, adentrándonos cada vez más en los profundos misterios de la materia.
Fruto de la colaboración de más de cien países, entre 1998 y 2008 se construyó uno de los más importantes aceleradores de partículas del mundo, el Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés) de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (conocida comúnmente por la sigla CERN). Construido bajo tierra a unos 175 metros de profundidad en la frontera entre Suiza y Francia, tiene forma circular, mide unos 27 km de circunferencia y consta de inmensos detectores necesarios para estudiar estos minúsculos elementos. En estos momentos es el mayor laboratorio de investigación en física de partículas a nivel mundial, aunque existe el proyecto de construir un Futuro Colisionador Circular (FCC) de un túnel de 100 km para el 2040.
Gracias a estos aceleradores el número de partículas descubiertas ha ido aumentando, con lo cual se ha comprobado que la complejidad del átomo y la materia era mayor de lo sospechado. En 2012 se presentó el bosón de Higgs, un tipo de partícula elemental que parece tener un papel fundamental en la comprensión del mecanismo por el que se origina la masa de las partículas elementales. En 2013 se concedió a Peter Higgs, junto a François Englert, el Premio Nobel de Física por dicho descubrimiento. El descubrimiento de nuevos constituyentes va en aumento y poco a poco se nos va revelando la estructura interna de la materia, así como la naturaleza de las interacciones existentes entre sus distintos componentes. Lo infinitamente pequeño comienza a dejarse palpar. Llegamos a un nuevo universo donde rigen las leyes que pertenecen a la física de lo más pequeño, la física cuántica. Y nos encontramos ante un nuevo reto en que podemos estudiar y comprender la materia y nuestra constitución, no únicamente a nivel celular o molecular, sino también a nivel atómico y subatómico. El universo de las partículas más pequeñas se despliega. Nace un nuevo paradigma: el paradigma cuántico.
La revolución filosófica y científica de los siglos XVII y XVIII desarrolló la duda cartesiana y vio el nacimiento de la física clásica mecánica o newtoniana. Descartes planteó una duda que escindió el mundo, separando lo objetivo de lo subjetivo, lo científico de lo filosófico y místico, conduciéndonos a una visión eminentemente material. Por otra parte, Newton interpretó el universo como una gran máquina. Estas concepciones influyeron profundamente en la forma de vernos y de relacionarnos con el entorno.
De la visión que Descartes tenía de la realidad surgió una interpretación de la relación del hombre con el entorno envuelta en un velo que separaba los acontecimientos que sucedían en el mundo y lo que ocurría en nuestras vidas. Un velo que separó el cuerpo y la mente, provocando que emociones y pensamientos apenas tuvieran relevancia para la ciencia. El aspecto material acaparó nuestra atención, y algunos aspectos sutiles y energéticos quedaron en un segundo plano. Se abrió un abismo entre lo objetivo y lo subjetivo, lo que dio lugar a una interpretación determinista, donde todo estaba prefijado y la relación entre causa y efecto apenas dejaba espacio para la incertidumbre, la probabilidad y la subjetividad.
Nos movíamos en un mundo objetivo, medible, predecible y determinado. Y sometidos a leyes que marcaban el rumbo de nuestras vidas, apenas nos sentíamos partícipes en el fluir de nuestro destino. Incluso nuestra medicina se acabó convirtiendo en cifras de glucosa, de colesterol, de tensión arterial, de frecuencias respiratorias y cardíacas, de analíticas y radiografías que interpretaban la vida. Todo estaba medido, todo era objetivo. Los pensamientos, sentimientos, anhelos, temores, esperanzas, sufrimientos, alegrías, el amor y el desamor no tenían cabida ni medida, y, por lo tanto, quedaban prácticamente olvidados.
Esta perspectiva cartesiana newtoniana de interpretación del mundo predomina todavía en nuestro pensamiento y en nuestras vidas. Es indudable que esta visión nos ha permitido realizar grandes avances, pero ahora la dimensión cuántica nos introduce en los secretos más recónditos de la materia, y nos abre las puertas a un nuevo marco de pensamiento donde pueden reencontrarse ciencia, filosofía y espiritualidad.
En los últimos años se han publicado numerosos artículos acerca de la física cuántica y de cómo esta puede ampliar nuestra comprensión de la vida cotidiana y ayudarnos a entender mejor la relación con nosotros mismos, con los demás y con el mundo en general. Esto supone un reto, en el que una nueva manera de ver y concebir la vida se presenta ante nosotros. Y es que la nueva física nos introduce en el microcosmos del interior del átomo, en lo más profundo de la materia, y nos descubre y describe lo que sucede en ese universo interno de todo lo que somos y vemos. Lo novedoso y trascendental es que, a través de las leyes que rigen la vida de las partículas subatómicas, estos diminutos constituyentes de todo lo creado nos están permitiendo desvelar misterios hasta ahora inexplicables, lo cual nos conduce a un cambio en la comprensión de la realidad. Dado que estas son leyes diferentes a las que rigen las partículas mayores que el átomo, se está buscando una teoría unificada que las integre.
A través de la nueva física se nos revelan respuestas que pueden abrir una puerta hacia un cambio en la consciencia, porque la física cuántica nos introduce en un universo no solo de materia, sino también de energía. Nos permite adentrarnos en la relación entre los pensamientos y los sentimientos, que son energía, y comprender mejor cómo influyen en nuestro cuerpo y en nuestra vida.
La física de los siglos XX y XXI nos adentra en un mundo extraordinario donde los esquemas hasta ahora conocidos comienzan a resquebrajarse. Comprobamos que la materia visible, pese a tener un aspecto sólido, es prácticamente vacío, y en el interior del núcleo atómico existen patrones energéticos en interacción continua. Cuando nos introducimos en el mundo subatómico, el mundo de lo más pequeño, la materia visible es poquísima, no es más que la milmillonésima parte del universo atómico. Se ha comprobado que la distancia que separa el núcleo de un átomo de los electrones que giran a su alrededor es enorme, cien mil veces mayor que el propio núcleo. Esto equivaldría a la distancia que habría entre una pelota de fútbol y un garbanzo girando a 40 km. La materia es, por lo tanto, más hueca que sólida, más vacía de lo imaginado.
La física nos habla de un universo, un mar cuántico de energía, en el que todo está más interconectado de lo que creíamos. Empezamos a comprender que lo que sucede en una parte del planeta afecta a su totalidad, lo que nos acerca cada vez más a la realidad de la no separabilidad. Y entra en escena con más claridad el concepto de participante —es decir, que el observador influye en lo que observa por el mero hecho de hacerlo—, lo cual nos conduce a una mayor comprensión de que somos copartícipes en la Creación, seamos conscientes o no. Lo más fascinante es que estas ideas de unidad, de interconexión y de nuestra capacidad de cocreación recuperan el conocimiento que los sabios de la Antigüedad ya tenían.
Reflexionando sobre todo ello, decidí sumergirme, no sin cierto temor, en el mundo de la física cuántica, convencida de que me aportaría claves que unirían la ciencia, a la que tanto admiro y respeto, con respuestas trascendentes sobre el misterio de la Vida. Aparecieron en escena Albert Einstein, Karl Young, Werner Heisenberg, Paul Dirac, Edwin Schrödinger, Fritjof Capra, David Bohm, Karl H. Pribram, Alexander Gurswich, Fritz-Albert Popp, entre otros, y para mí algo nuevo comenzó a desplegarse.
Pero había que encajar el rompecabezas y, en mi búsqueda, la vida me presentó a Teresa Versyp, licenciada en Ciencias Físicas y autora del libro La dimensión cuántica, quien me acompañaría a transitar por los caminos de la nueva física de una forma sencilla y sintética. Se me diluyeron temores y dudas y, aunque era consciente de la dificultad, me tranquilizaba saber que Richard Feynman, premio Nobel de Física en 1965 y uno de los más importantes teóricos cuánticos, escribió en cierta ocasión: «creo poder afirmar sin temor a equivocarme que nadie entiende la mecánica cuántica». Los aportes de la nueva física implican tantos cambios en nuestra concepción de la vida, del mundo, del universo y de nosotros mismos, que nuestros patrones y esquemas mentales se deben resquebrajar para poder acceder a una verdad mayor, y comprendí que este era un proceso que requería su tiempo.
Llegamos así al momento actual, en el que un nuevo marco de pensamiento nos permite acceder a otra concepción de la vida y otra forma de interpretar el mundo que comienzan a desplegarse. En este proceso de cambio, los aportes de la física cuántica son trascendentales para comprender que ya no impera la separación (fisión), sino la unión (fusión), y eso hace que empecemos a sentir que no somos ajenos a lo que nos rodea. Empezamos a asimilar que la realidad está conformada no solo por lo objetivo, sino también por lo subjetivo y nuestra percepción. Una nueva experiencia de unidad donde cuerpo y mente son inseparables, donde la ampliación de nuestra consciencia transforma nuestra visión y, por lo tanto, nuestra vida, para llevarnos a una comprensión más amplia en la que encontramos ideas claves como síntesis, unidad, transformación, subjetividad, probabilidad y responsabilidad.