Jérôme Lejeune (1926-1994), una razón que ama
«Nosotros somos médicos. Yo no hablo desde un púlpito. Yo hablo de niños de carne y hueso y yo no los quiero matar porque son enfermos».
Declaración de Jérôme Lejeune en un debate en la televisión francesa
En una obra de las características de este libro, es bueno empezar con un modelo personal que nos permita conocer el modo de ejercer y transmitir la ciencia, sobre todo en relación con el respeto a la dignidad humana y el cuidado de la salud, que serán los temas que en él se pongan en valor.
¿Cuál debe ser la actitud del científico?, ¿cómo afrontar el significado de mis descubrimientos?, ¿dónde están los límites de lo éticamente aceptable?, ¿cómo proceder ante la vida de un ser humano?, ¿quién es el dueño de mi vida, y de la de los demás? Sin duda, el médico y genetista francés Jérôme Lejeune representa el mejor modelo a seguir por su entrega a su profesión médica, a la ciencia y a sus enfermos. Un modelo que debería darse a conocer en nuestras facultades de Medicina, enfermería y las restantes profesiones relacionadas con la salud y el bienestar humano.
Jérôme Lejeune no solo tuvo una altísima categoría como médico y como científico en el campo de la genética humana, sino que ejerció la medicina con una gran humanidad y sin límite de horas. Defendió con ahínco el valor irreductible y la dignidad de cada ser humano, desde la fecundación hasta la muerte, y trabajó para protegerla con su testimonio vital y sus investigaciones. Decía con frecuencia que el enemigo del médico es la enfermedad y no el enfermo. Se pronunció públicamente en contra de la anticoncepción, la eugenesia, la fecundación in vitro, la clonación, el aborto y la eutanasia. Jérôme Lejeune mantuvo siempre una posición de amor a la vida de los niños con síndrome de Down, sus «pequeños enfermos» como a él le gustaba llamarlos.
Lejeune basó siempre la defensa del ser humano en argumentos científicos antes que en cualquier otra consideración social o religiosa, pero fue un hombre de fe científica como le calificó su amigo el papa san Juan Pablo II.
En este primer capítulo se resume lo sustancial de la biografía del Dr. Lejeune, para a partir de su testimonio profesional y personal, iluminar con argumentos de fondo los temas más candentes de la ciencia actual en el campo del que él fue pionero, la genética humana y su relación con la investigación y la práctica médica.
Tras lo mucho y bueno que nos ha dejado Jérôme Lejeune, no nos debe quedar ninguna duda de que el mejor argumento, la principal arma intelectual para amar la vida y defenderla como él lo hizo, es la razón. Una razón que ama, y una razón que se basa en la verdad de la ciencia y en la Verdad revelada, ambas perfectamente compatibles.
Jérôme Lejeune nació en Montrouge, cerca de París, en 1926. La lectura del Médico rural de Honoré de Balzac cuando tenía 13 años marcó su destino como médico dedicado a los más pobres y vulnerables. Terminada la Segunda Guerra Mundial cursó los estudios de Medicina en la Universidad de La Sorbona, en París. Defendió su tesis doctoral el 15 de junio de 1951 y un año después se incorporó al Consejo Superior de Investigaciones Científicas francés (CNRS), del que fue nombrado director en 1964.
Como médico, se especializó en el tratamiento de los discapacitados mentales y, con el beneplácito del Dr. Raymond Turpin (1895-1988), su director de grupo de investigación, y la colaboración de la pediatra Marthe Gautier, decidió investigar las causas del síndrome de Down.
En 1956, el profesor Lejeune había asistido a un congreso científico donde el investigador sueco Albert Levan (1905-1998) había expuesto que el número de cromosomas que tiene el ser humano es 46, y no 48 como erróneamente se había publicado anteriormente. El descubrimiento de Albert Levan se había hecho en Lund y en Zaragoza, en el Aula Experimental de Aula Dei del C.S.I.C., donde trabajaba el investigador indonesio Joe Him Tjio (1919-2001), descubridor, junto a Albert Levan, del verdadero número de cromosomas humanos.
En 1959, reflexionando sobre el tema, Lejeune hizo una biopsia a uno de sus pacientes con síndrome de Down y descubrió que estas personas presentan tres ejemplares del cromosoma 21, en lugar de los dos de la dotación normal. El trabajo fue publicado con cierta celeridad ante el temor de que unos investigadores británicos se adelantaran a su descubrimiento. La publicación fue firmada por Lejeune con la colaboración de Marthe Gautier y Raymond Turpin. La conclusión de esta investigación es que las personas con síndrome de Down tienen un cromosoma extra, por la trisomía del cromosoma 211. El propio Lejeune también diagnosticó el primer caso de otra alteración, el síndrome de Cri du Chat2, debido a una deleción de una región del cromosoma 5. Más adelante descubriría otras aberraciones cromosómicas humanas, varias causantes de abortos espontáneos u otro tipo de síndromes3. Por toda esta serie de descubrimientos se considera a Lejeune el padre de la citogenética humana.
Por sus investigaciones recibió las más altas distinciones que se otorgan en el campo de la genética, de la que se considera uno de sus modernos fundadores. En 1962 fue designado experto en genética humana por la Organización Mundial de la Salud (OMS), y recibió el prestigioso premio Kennedy.
En 1964 se creó para él la primera cátedra de Genética Fundamental en la Facultad de Medicina de La Sorbona y al año siguiente fue nombrado jefe del servicio de la misma especialidad en el hospital Necker-Enfants Malades, de la capital francesa. Desde su nombramiento compaginó la enseñanza con la práctica clínica. Fue admitido en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, en 1982. Y al año siguiente, en la Academia Nacional de Medicina de Francia. Fue también miembro de academias extranjeras, como la de Ciencias de Suecia, la norteamericana de Humanidades y Ciencias (Boston), y la Real Sociedad de Medicina de Londres. Fue un firme candidato al premio Nobel de Medicina, que nunca recibió. También fue nombrado doctor honoris causa por las universidades de Düsseldorf y Navarra.
En enero de 1994 san Juan Pablo II le nombró primer presidente de la Academia Pontificia por la Vida, pero dos meses después del nombramiento, el 3 abril de 1994, domingo de Pascua, falleció en París a causa de un cáncer de pulmón a la edad de 67 años. Dejaba esposa, cinco hijos y 28 nietos.
Sus principios morales a prueba
Jérôme Lejeune, no solo tenía una altísima categoría como médico y como científico en el campo de la genética humana, sino que fue una persona excepcional. Mientras aumentaba su investigación y viajaba por el mundo para atender cientos de conferencias sobre genética, cuidaba a sus pacientes, especialmente a los niños enfermos, y se mantenía disponible para sus familias.
Tras el descubrimiento de la causa del síndrome de Down, dedicó buena parte de su trabajo y esfuerzos a devolver la dignidad a los niños que nacen con esta alteración genética. Combatió la denominación de mongolismo de esta anomalía, por sus tintes despectivos y racistas. Para Lejeune la dignidad la tienen por igual todas las personas, enfermos o sanos, orientales u occidentales. De modo que combatió y logró erradicar la humillante denominación de mongólicos a los niños y adultos con síndrome de Down.
Lejeune era reconocido tanto por su fidelidad a la Iglesia católica como por su excelencia como científico. En 1968 denunció las campañas para difundir los anticonceptivos, especialmente en las colonias francesas, y advirtió sobre los posibles efectos nocivos de esos fármacos. Un aviso cuya procedencia ha ido confirmándose después, pero que entonces casi nadie osaba hacer.
Hacia finales de los sesenta y principios de los setenta, y teniendo como origen la revolución sexual de Mayo del 68, comenzó a avanzar por el mundo una corriente proabortista que salpicaba a numerosos estamentos de la sociedad, incluido el científico. Lejeune insistió en la defensa firme de los niños con síndrome de Down, lo que le llevó a enfrentarse con buena parte de la comunidad médica, que propugnaban el aborto tras la detección de la trisomía mediante técnicas de diagnóstico genético prenatal.
La postura que ya en los años setenta empezaba a extenderse entre muchos de sus colegas era abiertamente eugenésica. Se creó la opinión de que la mejor forma de eliminar el síndrome de Down era eliminar al enfermo. El descubrimiento de su causa, la trisomía 21, se convirtió en la peor arma contra estos niños.
Las firmes convicciones morales y religiosas de Lejeune, basadas en la razón, le llevaron a enfrentarse con las instituciones proabortistas, que negaban la realidad del ser humano naciente.
Como su hija Clara ha señalado en la biografía de su padre, una de sus mayores preocupaciones era poder curar a sus pequeños pacientes4. En dicha biografía, dice Clara que su padre era en primer lugar médico, y basaba su defensa de la vida principalmente en su profesión, no en su fe. Decía de su padre que opinaba que cuando eres médico has jurado el juramento hipocrático de no hacer daño. Por eso fue tan impopular para los partidarios del aborto. Lejeune siempre decía que el respeto a la vida no tenía nada que ver con la fe, aunque, por supuesto, está en la fe el respetar la vida. Era difícil luchar contra él porque sus argumentos se basaban en datos científicos.
También se negaba a considerar a los niños con síndrome de Down como enfermos.
En su lucha a favor de la vida tuvo muchísimos seguidores y faltó muy poco para que el gobierno francés, bajo la presidencia de Georges Pompidou (1911-1974) retirase el proyecto de ley del aborto, al que se oponía. El fallecimiento de Pompidou en abril de 1974 dejó campo libre a quienes defendían el aborto en Francia y Lejeune no pudo contrarrestar la reforma legislativa a pesar del apoyo de los 20.000 seguidores de la causa provida. Finalmente, se aprobó la ley Veil en enero de 1975. Una ley que permitía inicialmente el aborto hasta la décima semana del embarazo, para extenderse después hasta la duodécima.
Cuando comprobó que algunos de sus colegas en lugar de esforzarse por tratar a los niños con síndrome de Down proponían matarlos cuando todavía se encontraban en el seno materno, decidió dedicarse por completo a luchar por la dignidad de estos pequeños y por la defensa de la vida humana no nacida.
Además, Lejeune se manifestó públicamente en contra de la fecundación in vitro. Señaló que, con esta tecnología, introducida en 1978, se implantaba una mentalidad materialista y productiva en la procreación.
En 1987, como miembro del comité gestor del hospital Notre-Dame-De-Bon-Secours, logró que en esa institución no se practicara la fecundación artificial.
En su defensa de la vida, basada en sus conocimientos científicos, se proyectaba un mensaje de amor que siempre trató de transmitir a los padres de los niños afectados con el síndrome de Down. En una entrevista a su esposa, Birthe Bringsted, que visitó Madrid a principios de 2016, Madame Lejeune dijo lo siguiente: «Mi esposo siempre intentó ayudar a las madres embarazadas de niños con síndrome de Down. Simplemente les decía: es tu hijo».
Y recordaba cómo un padre le confesó a Lejeune que durante años se había avergonzado de su hija que tenía trisomía 21, pero que algo le hizo cambiar su visión: «Este señor le dijo a Jérôme que por mucho tiempo no había aceptado la enfermedad de su hija, que no la quería. Pero que, tras la muerte de su esposa, había sido consciente del grandísimo amor que esta niña regalaba a todos, también a él todos los días, ‘ahora ella es toda mi vida, no sé qué haría sin mi hija’, decía el padre». Mme. Lejeune añadió que «la gran mayoría de los padres de niños con síndrome de Down aman enormemente a sus hijos».
La cara amarga de la vida de Lejeune
En 1971, Jérôme Lejeune protagonizó un hecho que lamentablemente se volvió contra él. Pronunció un discurso en San Francisco, en la sede del National Institute of Health, en el que se manifestó contra la utilización de su descubrimiento como modo de diagnosticar el síndrome de Down para librarse de estos niños. Lejeune dijo: «Ustedes están transformando su instituto de salud en un instituto de muerte».
Con referencia a este discurso, pocos días después escribió lo siguiente en su diario: «Proteger a los desheredados, qué idea tan reaccionaria, retrógrada, integrista e inhumana. Lo he visto perfectamente en San Francisco donde después de mi intervención sobre la naturaleza de los hombres, durante el Williams Hallen Memorial World la muchedumbre se abría silenciosa delante de mí, dejándome libre el paso sin una palabra o un apretón de manos. Sé perfectamente, y lo sabía desde hace mucho tiempo que el mundo científico no me perdonaría este despropósito. Ser bastante anticonformista para creer todavía en la moral cristiana y para ver cómo concuerda plenamente con la genética moderna era demasiado. Si los cromosomas me daban una cierta oportunidad para el premio Nobel yo ya sabía que la estaba estrangulando al lanzar esta advertencia»5.
Su decidido rechazo del aborto provocó que los mismos que un día le habían premiado por sus descubrimientos le dieran la espalda. Le fue retirado todo el apoyo económico de la administración francesa y por supuesto la candidatura al premio Nobel. Fue acusado de querer imponer su fe católica en el ámbito de la ciencia. De repente se convirtió en un hombre vetado en algunos ambientes, en los que se procuraba aislarle y silenciarle.
Como dijo de él, al día siguiente de su fallecimiento, el historiador y demógrafo luterano Pierre Chaunu (1927-2009), miembro como él del Instituto de Francia: «Más impresionantes y más honrosos aún que los títulos que recibió, son aquellos de los que fue privado en castigo a su rechazo de los horrores contemporáneos […] No podía soportar la matanza de los inocentes; el aborto le causaba horror. Creía [...], antes incluso de tener la prueba irrefutable, que un embrión humano es ya un hombre, y que su eliminación es un homicidio; que esta libertad que se toma el fuerte sobre el débil, amenaza la supervivencia de la especie y, lo que es más grave aún, de su alma. Era un sabio inmenso, más aún […] un médico, un médico cristiano y un santo» (Le Figaro, 4-4-94).
La vida empieza a partir de la fecundación
Lejeune empleó su saber y su prestigio para difundir la verdad comprobada por la ciencia: la vida de cada ser humano comienza en el instante de la concepción.
Cuando Lejeune hizo su descubrimiento de la trisomía 21 como la causa del síndrome de Down, habían transcurrido cerca de setenta años de la muerte del descubridor de las leyes de la herencia, Gregor Mendel (1822-1884), quince desde el descubrimiento de que el ADN es la molécula de la vida y tan solo cinco desde que se supo cómo era su estructura. No se conocía aún el código genético que establece la relación entre los genes y las proteínas, ni su carácter universal por su presencia común en todos los seres vivos, ni se habían desarrollado las técnicas de aislamiento y secuenciación del ADN, ni se podían conocer aún los mecanismos de expresión de los genes y la regulación genética que rige el desarrollo embrionario y la morfogénesis humana. Toda una serie de conocimientos que a partir de los años ochenta nos han explicado cómo se edifica un ser humano a partir de la información constituida en la fecundación, tal como predijo Jérôme Lejeune.
Él tuvo una gran intuición y adivinó muchos de los grandes descubrimientos que habrían de llegar. Tuvo tres convicciones que defendió a ultranza por basarse en datos científicos:
- Si la información de los genes está en el ADN, la clave para entender cuándo se produce el inicio de la vida de un nuevo ser humano es la constitución de la identidad genética de cada nuevo ser. Es decir, la fecundación.
- Si la información genética del ser humano está repartida en 23 cromosomas, y el individuo se edifica a partir de 46 (los 23 maternos más los 23 paternos), lo que ocurre a los niños con síndrome de Down se debe a los efectos de un desequilibrio genético al tener 3 ejemplares del cromosoma 21, en lugar de dos.
- Lo que se debe hacer es tratar de compensar o reequilibrar la expresión de los genes del cromosoma extra. Este era el fin que él deseaba como proyección de su descubrimiento.
Para explicar la trascendencia del ADN como responsable del desarrollo de un ser humano, Lejeune utilizaba el siguiente símil musical: «Hoy sabemos que la vida es muy parecida a lo que sucede con una cinta magnética en la que se ha grabado música. En la cinta misma no hay notas […] lo que se reproduce no son los músicos ni las notas de la partitura; lo que se transmite, si usted está escuchando ‘la pequeña serenata’, es el genio de Mozart. Exactamente de la misma manera se ejecuta la sinfonía de la vida. Está escrita mediante un código muy especial en la molécula de ADN. Si la información que está en la grabadora —esa primera célula— es información humana, entonces este ser es un ser humano. Sabemos que inicialmente hay un mensaje y este mensaje se deletrea al estilo humano […] El mensaje genético es vital y su manifestación es vida. Aún más brevemente diría, fuera de toda discusión, que si el mensaje es un mensaje humano, el ser es un ser humano»6.
En otro de sus comunicados lo explica de la siguiente manera: «La vida comienza en el momento en que toda la información necesaria y suficiente se encuentra reunida para definir un nuevo ser. Comienza, por tanto, exactamente en el momento en el que toda la información aportada por el espermatozoide se une a la aportada por el óvulo. Desde la penetración del espermatozoide se encuentra constituida una realidad nueva. No es un hombre teórico, sino que es ya quien más tarde llamaremos Pedro, Pablo o Magdalena».
Treinta años después de que Lejeune dijera lo anterior, no hablamos de cintas magnetofónicas, pero el símil de la sinfonía de la vida sigue siendo válido. En cierto modo Lejeune se adelantó a su tiempo, pues hoy la nueva rama de la genética del desarrollo ha demostrado cómo el impulso por el que se edifica una nueva vida se debe a la información de los genes. Lejeune lo explicaba así: «En la cabeza de un espermatozoide hay un metro de ADN dividido en 23 fragmentos [...] Tan pronto como los 23 cromosomas del padre aportados por el espermatozoide se unen con los 23 de la madre aportados por el óvulo, queda reunida toda la información necesaria y suficiente para determinar la constitución genética del nuevo ser humano»7.
Ya antes, en 1973, Lejeune había dicho: «La genética moderna se resume en un credo elemental que es este: ‘en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la vida y este mensaje es la vida’. Este credo, verdadera paráfrasis del inicio de un viejo libro que todos ustedes conocen bien, es también el credo del médico genetista más materialista que pueda existir. ¿Por qué? Porque sabemos con certeza que toda la información que definirá a un individuo… está escrita en la primera célula. Y lo sabemos con una certeza que va más allá de toda duda razonable, porque si esta información no estuviera ya completa desde el principio, no podría tener lugar; porque ningún tipo de información entra en un huevo después de su fecundación».
Lejeune estaba persuadido de que, si la sociedad conociera y asumiera realmente estos conocimientos, no aceptaría el aborto. Nunca se cansó de explicar que: «La vida tiene una historia muy, muy larga. Ha sido transmitida desde hace milenios en el género humano. Pero cada uno de nosotros tiene un momento de iniciación preciso, que es aquel en el cual toda la información genética, necesaria y suficiente, se reúne dentro de una célula —el óvulo fecundado—, y este momento es cuando acontece la fecundación. No existe la más mínima duda sobre esto»8.
En otras palabras, Lejeune atribuía la condición de ser humano y el reconocimiento de su dignidad y defendía con denodada insistencia al ser generado desde el instante en que se constituye la identidad genética.
Su pasión por la defensa de la vida
A pesar de los sinsabores padecidos, Lejeune mantuvo siempre una posición de amor a la vida de los niños con síndrome de Down. Unos niños que eran ocultados por sus familias, especialmente en Francia. Él quiso devolver la humanidad y el orgullo a sus padres diciéndoles que la causa de su condición no era un mal comportamiento, como se trataba de divulgar.
En 1974 fue nombrado experto de la Pontificia Academia de las Ciencias por el papa san Pablo VI. Desde entonces prestó asesoramiento a la Santa Sede y al Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios en temas de ciencia. También fue llamado a participar como experto en algún sínodo de los obispos.
En 1978, a la muerte de san Pablo VI, le quiso conocer su sucesor, san Juan Pablo II, con el que fraguó una gran amistad. El papa diría que lo que más admiraba de Lejeune era que se trataba de un hombre de fe científica: «Fue un gran cristiano del siglo XX, un hombre para quien la defensa de la vida se convirtió en un apostolado».
Jérôme Lejeune visitó y conversó muchas veces con san Juan Pablo II. De hecho, el 13 de mayo de 1981, el mismo día en que el papa sufrió el atentado que casi lo mata en la plaza de San Pedro, había estado almorzando con el matrimonio Lejeune para conocer la opinión del doctor sobre asuntos de genética y ética.
Por su decidida defensa de la vida desde la perspectiva de la ética en la medicina, fue uno de los principales asesores consultados por el Vaticano para elaborar la instrucción Donum Vitae sobre cuestiones de bioética, publicada en 1987.
Lejeune fue todo un ejemplo de difusor de la cultura de la vida a la que tantas veces hacía referencia san Juan Pablo II. Los filósofos personalistas hablan del valor incomunicable y la irreductible dignidad de cada ser humano. Jérôme Lejeune era profundamente consciente de esta dignidad y trabajó para protegerla. Su sueño era poder curar el síndrome de Down, y para ello, creó una fundación que hoy lleva su nombre y se dedica a investigar, combatir y desarrollar programas para ayudar a los pacientes con enfermedades mentales de origen genético.
Su compromiso de amor a los niños con síndrome de Down y en defensa de la vida humana se tradujo en la constitución de Laissez-les vivre, la primera asociación provida francesa, de la que fue consejero científico y uno de los promotores. También fue presidente de Secours aux futures mères, otra organización dedicada a ayudar a las madres embarazadas que se encuentran en situaciones difíciles.
Durante la Jornada Mundial de la Juventud de París, en 1997, el papa quiso visitar la tumba de Lejeune en el cementerio de Chalô Saint Mars. Este gesto irritó mucho a los que querían relegar al olvido la figura del médico francés. A pesar de que le aconsejaron que no lo hiciera, san Juan Pablo II fue al cementerio y rezó en la tumba de su amigo el profesor Lejeune.
El 25 de febrero de 2007 se abrió en París el proceso de beatificación de este científico. San Juan Pablo II escribió una carta al cardenal de París, Mons. Jean Marie Lustiger en la que entre otras cosas decía: «En su condición de científico y biólogo era un apasionado de la vida. Llegó a ser el más grande defensor de la vida, especialmente de la vida de los por nacer, tan amenazada en la sociedad contemporánea, de modo que se puede pensar en que es una amenaza programada. Lejeune asumió plenamente la particular responsabilidad del científico, dispuesto a ser signo de contradicción, sin hacer caso a las presiones de la sociedad permisiva y al ostracismo del que era víctima… supo siempre hacer uso de su profundo conocimiento de la vida y de sus secretos en favor del verdadero bien del hombre y de la humanidad».
Como reza en la oración que acompañó la petición de su causa de beatificación: «Él supo poner su penetrante inteligencia y su fe profunda al servicio de la defensa de la vida humana, especialmente de la vida en gestación, en el incansable empeño de cuidarla y sanarla. Testigo apasionado de la verdad y de la caridad, supo reconciliar, ante los ojos del mundo contemporáneo, la fe y la razón».
La defensa de Lejeune del ser humano se basó siempre en argumentos científicos antes que en cualquier consideración religiosa, pero en todo momento sostuvo la compatibilidad de una realidad sostenida por la ciencia con la certeza del valor especial del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios. Prefirió mantenerse en gracia ante la verdad y ante Dios, y como buen cristiano tenía claro que: «Matar a un niño por estar enfermo es un asesinato».
En la televisión francesa protagonizó numerosos debates frente a quienes propugnaban el aborto en los casos de detección del síndrome de Down. No podía admitir que un médico practicase un aborto.
La diferencia crucial de Lejeune con los colegas proabortistas es que él se negó a tolerar cualquier acción u omisión que destruyera el precioso don de la vida. Rechazó científicamente no solo el crimen abominable del aborto, sino conceptos ideológicos como el de preembrión. Por esas razones lo aislaron, lo acusaron de integrismo y fundamentalismo y de intentar imponer su fe católica en el ámbito de la ciencia. Los testigos de su muerte dicen que antes de morir dijo: Je n’ai jamais trahi ma foi.
En agosto de 1989 como genetista bien conocido, le llamaron para atestiguar ante el tribunal en el caso Davis vs. Davis, en Maryville en el estado de Tennessee, en los EE.UU. Se trataba del destino de unos embriones congelados de un matrimonio que se había separado. La madre quería que se conservaran en congelación y se donaran a mujeres que no pudieran tener hijos. El padre quería que se destruyeran.
El juez Jay Christenberry, que había de decidir sobre el caso, había oído hablar de Lejeune y le pidió que testificara.
Al ser llamado y conocer el caso, Lejeune dijo: «Parece increíble… es el juicio de Salomón. Yo no creía que se pudiera reproducir la historia».
El juez se entrevistó con Jérôme Lejeune y antes del juicio le preguntó directamente si era católico, a lo que Lejeune contestó que sí. Entonces el juez le dijo: «De acuerdo señor, entonces usted va a ser mi testigo estrella».
Durante el juicio, Lejeune explicó con fundamentos científicos el por qué un embrión es un ser humano y desmontó la falacia de los llamados preembriones, de los que dijo que eran embriones y que daba igual que tuvieran 4 o 4.000 millones de células. Se trata de seres humanos.
En un momento del juicio, cuando el abogado de la parte contraria le mostró un huevo de gallina y le preguntó si creía que era un pollito, Lejeune le contestó que había que hacer un examen más profundo, pero que si estuviera fecundado podía afirmarse que sí, que era un pollito.
Su testificación sobre la no destrucción de aquellos embriones, basada en su conocimiento científico y su convicción de la dignidad humana desde la concepción, fue decisiva. El juez decidió que no fueran destruidos, sino confiados a la custodia de la madre.
Previo al juicio, en una entrevista en el hotel donde se alojaba Lejeune, el juez le había hecho la siguiente pregunta: «¿A quién sirve usted?».
A lo que Lejeune le contestó: «Yo sirvo a mi rey».
En la película biográfica sobre Lejeune, el juez Christenberry manifiesta con emoción la respuesta de aquel médico, y dice que evidentemente el rey a quien servía Lejeune era Jesucristo. Este juez, impresionado por Lejeune, dice de él que «era un ser excepcional, como no se conoce otro igual. Este hombre tenía un don, era como 1 entre 10.000. Era un apóstol que servía a su rey. Era como un discípulo de Jesucristo».
El testimonio de Maryville no fue su única intervención como experto ante un tribunal en defensa de la humanidad de los no nacidos, hubo otros parecidos. Lejeune también se hizo oír en los parlamentos. En 1981 declaró ante un subcomité del Senado norteamericano que examinaba una enmienda presentada a la Ley del aborto, y años más tarde, habló ante una comisión del Parlamento británico cuando en aquel país se discutía si se podían permitir los experimentos con embriones de menos de catorce días.
Su amor a la vida le puso continuamente en el foco de todos los debates sobre el valor de la vida humana. Con frecuencia recordó lo que ocurría en Esparta: «Esparta era la única ciudad griega en la que se eliminaban los recién nacidos que creían ser incapaces de portar armas o engendrar futuros soldados. Fue la única civilización griega que practicó este tipo de eugenesia, esta eliminación sistémica. Y no queda nada de ella; ¡no nos han dejado ni un solo poeta, ni un músico, ni una ruina! Esparta es la única ciudad griega que no ha contribuido en nada a la humanidad […] Los enemigos de la vida saben que, para destruir la civilización cristiana, primero hay que destruir la familia empezando por su punto más débil: el niño. Y entre los más débiles, debe elegirse el menos protegido de todos, el niño que nunca se ha visto, el niño que aún no es conocido o amado en el sentido habitual de la palabra; que no ha visto aún la luz del día; que no puede siquiera gritar en señal de socorro».
Lejeune expresó en sus escritos siete principios que deben formar nuestra contribución a la protección de la vida humana:
- Si eres cristiano, no tengas miedo, tienes la verdad de tu lado. Esto no es su logro, es su regalo. Ante una enfermedad, no se debe matar al paciente. Cada paciente es precioso.
- Los seres humanos son creados a imagen de Dios. Esta es la razón de la dignidad humana.
- El aborto y el infanticidio, según la enseñanza de la Iglesia, son crímenes abominables.
- La moral es algo objetivo. Es universal. Esta es la naturaleza de la fe católica.
- La vida del niño es inviolable y la naturaleza del matrimonio es su indisolubilidad.
- La naturaleza del cuarto mandamiento, honrar a tus padres, madre y padre, descarta la clonación o cualquier otro modo de producir vida no basada en el respeto de este mandamiento.
- La identidad genética del ser humano es un regalo y es inviolable. Los cristianos no deben permanecer en silencio en las sociedades pluralistas. Más bien es su deber democrático proclamar lo que saben.
Jérôme Lejeune tenía siempre presentes las siguientes palabras de la primera carta de san Juan, que ocupaban un espacio en su laboratorio:
- Os he escrito, no porque desconozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira viene de la verdad.
- ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el anticristo, el que niega al padre y al hijo.
- Os he escrito esto respecto a los que tratan de engañaros.
- Y en cuanto a vosotros, la unción que de Él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa— según os enseñó, permaneced en él.
Tras todas estas manifestaciones es evidente que el amor a los pequeños enfermos que derrochaba Lejeune era un amor cristiano, basado en el de Dios por todas las criaturas. Al final de la película biográfica, se resaltan estas palabras pronunciadas por Lejeune en una de sus conferencias: «Los que tenemos esta profesión, qué tenemos que hacer para saber qué se debe hacer y qué debe ser rechazado… necesitamos una referencia y tal vez una referencia mucho más fuerte que la ley natural… y esta referencia es muy sencilla… la conocéis todos. Mejor dicho, es una frase, pero una frase que lo juzga todo y lo explica todo, que lo contiene todo… y esta frase es: ‘lo que hagáis al más pequeño de los míos es a mí a quien se lo hacéis’».
En junio de 2007 se inició su causa de beatificación. El proceso diocesano se cerró en abril de 2012 en la catedral de Notre Dame de París y ahora se espera un milagro obrado por su intercesión.