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LA ECONOMÍA DOBLE X

Mientras el coche recorría las oscuras calles de Acra, el corazón me latía con fuerza. El conductor me iba explicando las escenas que dejábamos atrás a nuestro paso, con la voz repleta de rabia y pena.

Cientos de niñas adolescentes y sin hogar se movían como sombras en la noche. Algunas estaban medio desnudas, bañándose en cubos porque no tenían un espacio privado al que ir. Otras dormían apiñadas. «Huyen de los pueblos —me contó el conductor—. Sus padres quieren venderlas a hombres desconocidos y convertirlas en mujeres casadas que tendrán que trabajar como animales durante el día y someterse sexualmente por las noches. Huyen a la ciudad, convencidas de que así pueden escapar.»

Muchas tenían barrigas de embarazada o llevaban a bebés en brazos. El conductor me contó que la violación formaba parte de la vida diaria en los pueblos, aunque esas calles no eran más seguras. «Tenemos aquí a una generación que se está criando en la calle desde que nació. Nunca conocerán una vida en familia o en comunidad. ¿Cómo van a aprender a distinguir el bien del mal? ¿Qué pasará con Ghana cuando esta chiquillería crezca y se haga adulta?», comentó angustiado.

Muchas de las niñas trabajaban en los mercados, cargando con cestas de compras ajenas que llevaban en equilibrio sobre la cabeza, pero algunas caían en la prostitución. Algunas otras quedaban atrapadas en una pesadilla de dimensiones ancestrales: el comercio de esclavos que sigue emanando de África occidental y que nutre los gigantescos círculos del crimen en todo el mundo.

En el vestíbulo del hotel, me sentí como si hubiese regresado de otra dimensión. Llevo bastante tiempo haciendo trabajo de campo entre los pobres del mundo, pero nunca me he encontrado nada más perturbador que lo que vi durante mi primera noche en Ghana.

Había llegado aquella misma tarde para iniciar un proyecto prometedor: mi equipo de Oxford iba a poner a prueba una intervención orientada a ayudar a las niñas de entornos rurales a que no abandonasen los estudios. Se trataba de algo sencillo, suministrar compresas higiénicas gratis, pero sin duda merecía la pena intentarlo. Ya estaba demostrado que conseguir que las niñas acabasen los estudios de secundaria suponía un potente estímulo económico para las naciones pobres. Las mujeres con formación incrementan la calidad de la mano de obra, además de su volumen, y eso estimula el crecimiento. Pero a la vez las niñas que completan su educación tardan más en tener a su primer hijo, por lo que tienen menos descendencia, y eso ralentiza la abrumadora tasa de aumento poblacional. Asimismo, las mujeres con formación crían a sus hijos e hijas de manera distinta: insisten en que acaben los estudios, coman bien y reciban la debida atención sanitaria. Esas madres actúan como un freno para el pernicioso ciclo de pobreza en el que está atrapada África.

Sin embargo, aquella noche conocí a alguien que me enseñó lo que ocurría cuando las mismas fuerzas que sacaban a las niñas de la escuela las hacían huir. Esas niñas, en su fuga desesperada, daban lugar a una espiral descendente que irradiaba peligro y sufrimiento para futuras generaciones en el conjunto de la región. Yo sabía muy bien que esa fuerza destructiva se desplegaba por todo el mundo y llevaba violencia e inestabilidad a otros países, porque la trata de personas es una de las actividades más rentables del crimen internacional. La experiencia que viví aquella noche cambió para siempre mi manera de reflexionar sobre mi trabajo. Además, me generó una sensación de urgencia que ya nunca ha desaparecido.

La improbable certeza de que la igualdad de trato económico para las mujeres pondría fin a algunos de los males más costosos que existen, y generaría al mismo tiempo prosperidad para todo el mundo, ocupa el núcleo del argumento de este libro. En las siguientes páginas, contaré más historias como esta sacada de las sombras de Acra. Recurriré a experiencias personales que abarcan desde los pueblos de África hasta los barrios pobres de Asia, pasando por las salas de juntas de Londres y las universidades de Estados Unidos. En el camino, demostraré cómo en todos y cada uno de esos sitios se repite el mismo esquema de exclusión económica, y siempre con un impacto negativo.

Desde 2005, un flujo de datos sin precedentes está desvelando esa misma realidad: en todas las naciones, la población femenina aparece marcada por un patrón característico de desigualdad económica, y en todas se repiten los mismos mecanismos que mantienen en su sitio los obstáculos existentes. Por todas partes, las barreras a la inclusión económica de las mujeres van más allá del trabajo y del salario para englobar también la propiedad privada, el capital, el crédito y los mercados. Dichos impedimentos económicos, combinados con las restricciones culturales que suelen imponerse a las mujeres (limitación de movimientos, vulnerabilidad reproductiva y la sempiterna amenaza de la violencia), conforman una economía en la sombra que es única de las mujeres: yo la llamo «economía Doble X».

Si la comunidad mundial optase por disipar los obstáculos económicos a los que se enfrentan las mujeres, entraríamos en una era sin precedentes de paz y prosperidad. Durante la pasada década, se inició un pequeño movimiento impulsado por la intención de hacer eso mismo: eliminar las barreras. Pese a que aún es poco numeroso, dicho movimiento de empoderamiento económico de las mujeres tiene ya alcance mundial y cuenta entre sus socios con una creciente marea engrosada por las instituciones más poderosas del mundo: gobiernos nacionales, agencias internacionales, grandes fundaciones, organizaciones benéficas mundiales, organizaciones religiosas y corporaciones multinacionales.

Yo formo parte del movimiento de empoderamiento económico de las mujeres desde sus inicios. Mi papel en él empezó con una investigación que ponía a prueba ideas destinadas a ayudar a las mujeres a obtener autonomía financiera. En un principio, trabajé en zonas rurales, sobre todo en África. Puse a prueba mis ideas y también las de otras personas, y trabajé cara a cara con mujeres en diferentes países y en diversas circunstancias. Asimismo, organicé una reunión anual de especialistas en empoderamiento económico de las mujeres, el Power Shift Forum for Women in the World Economy (Foro sobre Cambios de Poder para Mujeres en la Economía Mundial), un espacio para que quienes trabajasen en esta causa pudiesen compartir lo que estaban aprendiendo. En 2015, cambié de enfoque. Ahora, pese a que sigo dirigiendo investigaciones en zonas remotas, participo además en coloquios políticos de alto nivel sobre la puesta en marcha de reformas a escala internacional y, gracias a eso, viajo a capitales de todo el mundo.

Con frecuencia, lo que observo me deja consternada. Los ministros nacionales de economía que gestionan el sistema económico mundial subestiman a quienes intermedian por las mujeres dándoles el mismo trato que a un «club de esposas». El Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) y el G20 celebran a veces una «semana de la mujer» o crean algún «grupo de afinidad», e incluso introducen frases sobre mujeres en sus comunicados, pero se niegan a dar cabida en sus planes a las necesidades propias de la mitad de su ciudadanía. Se cierran a entender cómo la exclusión de las mujeres daña sus economías o cómo su inclusión en los presupuestos nacionales podría generar el crecimiento que con tanta desesperación buscan. Marginan la economía Doble X basándose únicamente en prejuicios.

Por eso os necesitamos. Con este libro, confío en reclutar muchas voces, manos y mentes para la causa de la inclusión económica de las mujeres. Lo que propongo es una acción concreta, razonable y eficaz. Os pido que os unáis a este movimiento independientemente de vuestra identidad sexual y de género, raza u origen. Me dirijo a todo el mundo, da igual que trabajéis en una fábrica, una oficina, una granja, en casa o por internet. En este libro, cuando digo «deberíamos hacer tal cosa» o «podemos inferir tal otra», nos incluyo a todas y a todos.

¿Por qué nos estamos enterando ahora de la existencia de esta economía en la sombra? Ha habido dos obstáculos: la ausencia de datos y la estrechez de miras en lo relativo a nuestros sistemas de intercambio. La medición económica se centra en el intercambio de dinero, pero gran parte de la contribución económica de las mujeres —como la producción doméstica o el trabajo agrícola— no recibe ninguna remuneración. Por otro lado, casi no existe registro de datos que cuantifique la aportación en el ámbito doméstico, en el que las ganancias de las mujeres se atribuyen normalmente a un hombre cabeza de familia. Esos dos motivos bastan para que nuestros sistemas, la mayoría de las veces, no detecten la actividad económica de las mujeres.

Para empeorar las cosas, por lo general, las instituciones —desde universidades hasta gobiernos— no han recopilado ni analizado datos por género. Cuando surgió el movimiento de mujeres en la década de 1970, en el ámbito académico había muy pocas féminas; en consecuencia, ninguna disciplina se había parado a pensar mucho en ellas. Durante los últimos cincuenta años, en paralelo al aumento de mujeres académicas, tanto en número como en prominencia, se han ido sucediendo las disciplinas (historia, antropología, psicología, sociobiología, arqueología, medicina y ciencias biológicas, por mencionar algunas) que han quedado transformadas gracias al planteamiento de una pregunta bien sencilla: «¿Qué pasa con las mujeres?». No obstante, unos pocos ámbitos siguen aún sin recibir esta ola de cambio intelectual y la economía es uno de ellos. Entretanto, la ausencia de datos coherentes de género ha hecho imposible comparar sistemáticamente el bienestar de las mujeres en un sitio frente a otro, o incluso en un momento temporal frente a otro.

En cualquier caso, el mayor de los obstáculos ha sido el profundo menosprecio que albergan los economistas hacia las mujeres y que les ha impedido abordar esta cuestión. Quienes manejan los engranajes de las economías nacionales se ocupan de la formación en los programas de doctorado de los departamentos de economía de las universidades, donde enseñan a pensar en la economía como en una máquina desinteresada que opera muy por encima del terreno en el que se dan problemas como la exclusión de género. Es también en las universidades donde los economistas aprenden a menospreciar y a desestimar a las mujeres como colectivo.

La animosidad de los economistas varones hacia las mujeres se ha tratado en varios ensayos recientes publicados en The New York Times, The Washington Post, Financial Times y The Economist. El interés de la prensa se despertó a raíz de un estudio en el que se desvelaba, con un impresionante lujo de detalles, lo que los economistas dicen en privado sobre las mujeres. Se analizaron un millón de publicaciones extraídas de un grupo de debate virtual en el que estudiantes y profesores de economía chismorrean sobre sus colegas, para ver si, en momentos de descuido, los economistas hablaban sobre hombres y mujeres de forma diferente. Las palabras utilizadas con más frecuencia para referirse a colegas féminas eran: «buenorra, lesbiana, sexismo, tetas, anal, boda, feminazi, puta, pibón, vagina, delantera, embarazada, embarazo, mona, casarse, canon, preciosa, cachonda, encoñamiento, guapa, secretaria, escombro, compras, cita, benéfico, intenciones, sexy, anticuada y prostituta». Los términos más usados en relación a los varones fueron: «matemático, tarificación, asesor, guía, motivado, Wharton, objetivos, Nobel y filósofo». Varias mujeres economistas afirmaron ante la prensa que esas listas de palabras reflejan el modo en el que economistas ya veteranos enseñan a profesionales con menor antigüedad a denigrar a las mujeres.1

La economía es el campo más dominado por hombres en las universidades de todo el mundo, más incluso que las áreas de la ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (CTIM). Ahora mismo, y debido al mayor número de mujeres en las ciencias, en algunos países como Estados Unidos más de la mitad de los títulos de doctorado en el ámbito científico están en manos de mujeres, pero en economía esa cifra es de menos de un tercio.2 La representación de las mujeres no ha mejorado durante décadas porque los economistas no ven ningún problema en la mezcla de género existente en su sector. Tal y como lo explicaba la economista Shelly Lundberg: «La creencia extendida en la mayoría de las disciplinas es que la diversidad per se es buena. La economía convencional tiende a rechazar esa idea, lo que refleja la inclinación a pensar que la falta de diversidad es un resultado eficaz del mercado. Los economistas son bastante más dados a creer que, si no hay muchas mujeres en el sector, debe ser porque no están muy interesadas en él o no son muy productivas».3

Sin embargo, la cultura de los departamentos de economía apunta con firmeza a una explicación distinta. Un 48 % de las profesoras universitarias de economía afirman haber experimentado discriminación sexual en su lugar de trabajo. Existe una atmósfera generalizada de intimidación y un contexto al que se apunta mucho en este sentido: las presentaciones de las investigaciones en economía que se exigen al personal nuevo, a profesores de menor antigüedad y a doctorandos, y que siempre se ven sometidas al hostil escrutinio del profesorado masculino que «intenta crucificar al ponente en la pizarra». El 46 % de las mujeres afirman que no responderían a una pregunta o no expondrían una idea en un congreso académico por temor a sufrir un trato injusto. En 2018, la American Economic Association reconoció que la misoginia en el sector tenía como consecuencia un «comportamiento inaceptable que ha perdurado gracias a la tolerancia tácita». Leah Boustan, economista de Princeton, explica que los profesores universitarios de economía ven a las mujeres como una categoría inferior cuyo acceso a esta disciplina amenaza su estatus. Por lo tanto, esos académicos intimidan a las mujeres con la esperanza de que abandonen y así ellos puedan mantener intacto su prestigio.4

La economía como disciplina tiene un impacto descomunal en la sociedad debido a su papel en la asesoría a los gobiernos. Según The Economist: «Si el sesgo sistémico basado en el género desvía el modo en el que el sector analiza las cosas, eso repercute en los responsables políticos y demás agentes que atienden a los economistas académicos en busca de análisis, asesoría o puro conocimiento».5 El sesgo de los profesores universitarios de economía contra las mujeres reales se traduce en una actitud negativa hacia la cuestión de la economía de las mujeres, lo que complica que la economía Doble X se haga un hueco en la agenda mundial.

La filosofía que sustenta dicha actitud de intransigencia representa además una barrera imponente. Su principio inicial es que la economía se construye sobre las acciones colectivas de individuos racionales e informados que actúan de manera independiente para tomar decisiones libres mirando por sus propios intereses. Se supone que una economía así, si se la deja funcionar sola, termina por sumar resultados óptimos para todo el mundo (por muy desiguales que puedan parecer las cosas), como guiada por la famosa «mano invisible» de Adam Smith. Si alguien no se ha beneficiado de esa destreza económica es porque esa persona tiene algún defecto congénito o ha elegido por sí misma estar en esa situación desfavorecida.

La economía Doble X se enfrenta a situaciones tan opuestas a dichas premisas básicas que esa filosofía en su conjunto queda en entredicho. Tal y como veremos a lo largo de este libro, a las mujeres como colectivo se les limitan gravemente sus opciones, se les oculta información importante de manera activa y se las penaliza por mostrar cualquier cosa parecida al interés propio. A decir verdad, en lo que respecta a las opciones económicas, las mujeres raras veces pueden actuar de forma independiente; más bien se ven coaccionadas con frecuencia a actuar de manera irracional, esto es, en contra de lo que es mejor para sus intereses. Las mujeres se enfrentan a una auténtica exclusión económica, no a meros resultados económicos de desigualdad, y la ciencia lúgubre ni siquiera dispone de herramientas para reflexionar sobre esta circunstancia. La única explicación que puede ofrecer la filosofía prevalente es que: (a) las mujeres son biológicamente inferiores en lo que respecta a cualquier actividad económica o (b) han elegido ellas mismas colocarse en una posición desfavorecida en todos los países y en todos los sectores de la economía mundial, un planteamiento que es tan prejuicioso como inverosímil. Así pues, en su raíz misma, la filosofía económica del mercado mundial no es capaz siquiera de atender a la mitad de la población mundial. Tal y como advirtió una mujer economista en el Financial Times: «El hecho de dejar la investigación económica y la asesoría política en manos principalmente masculinas es igual de malo que probar medicamentos principalmente en hombres. Los resultados dejarán de lado al menos a la mitad de la población».6

Dada esta obstinación del ámbito académico, fueron grupos de género integrados en agencias internacionales de gran envergadura, y no en universidades, los que llevaron a cabo el análisis de los datos que reveló el perfil de la economía Doble X. A principios de este siglo, importantes instituciones como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y el Foro Económico Mundial empezaron a comparar indicadores de la condición de las mujeres (educación, empleo, liderazgo, sanidad, derechos legales) con los datos sobre rendimiento de economías nacionales.7 En vista de las suposiciones básicas de la economía «tal y como la conocemos», se sorprendieron al descubrir una notable correlación entre la igualdad de género y la viabilidad económica nacional (figura 1). Allí donde la igualdad de género era elevada, los ingresos nacionales y los niveles de vida también lo eran; sin embargo, los países con una igualdad de género escasa estaban atrapados en la pobreza y el conflicto.

En un principio, la reacción general fue: «Bueno, claro, los países pobres tienen que preocuparse por su supervivencia, así que necesitan estar dominados por hombres. Las naciones ricas disfrutan de posiciones más cómodas y pueden permitirse dejar que las mujeres tengan más libertad».8 Pese a todo, nunca ha habido pruebas de que la dominación masculina sea necesaria para la supervivencia. De hecho, ahora mismo podemos afirmar, con un considerable respaldo de evidencias probatorias, que la excesiva dominación masculina es en realidad un factor desestabilizador que reduce las posibilidades de supervivencia, sobre todo porque con mucha frecuencia conduce al conflicto. Sin embargo, la explicación por defecto de que la igualdad de género era un lujo —y de que el poder masculino, de algún modo, mejoraba las circunstancias de la población— encajaba en las creencias de la gente, así que, en aquellos tiempos, sencillamente se aceptó como válida.

Figura 1. Cada punto de los dos gráficos aquí expuestos representa un resultado en el Índice de Oportunidad Económica de las Mujeres de un país en relación con su disposición al crecimiento (gráfico de arriba) o con su PIB (gráfico de abajo). En cada gráfico hay aproximadamente cien naciones; se han incluido todas de las que existían datos. En el gráfico superior, la dirección ascendente de los puntos hacia la derecha indica que una mayor libertad económica para las mujeres se equipara positivamente con la competitividad nacional, una variable de la disposición de un país para su crecimiento. En el gráfico inferior, se ve un patrón similar entre el PIB per cápita y el empoderamiento económico de las mujeres. Estos dos gráficos juntos, en la medida en que reflejan el «antes» y el «después» de un PIB en aumento, dan a entender que las libertades de las mujeres tienen un efecto positivo en la riqueza nacional. Otros datos aportados conducen a la misma conclusión.

(Fuentes: base de datos del Banco Mundial, para el PIB en la paridad de poder adquisitivo; Economist Intelligence Unit, para el Índice de Oportunidad Económica de las Mujeres; Foro Económico Mundial, para el Índice Nacional de Competitividad.)

No obstante, en 2006, el Informe Global de la Brecha de Género que presenta todos los años el Foro Económico Mundial empezó a enmarcar la economía de género de un modo distinto: adoptó la perspectiva de que incluir a las mujeres de forma igualitaria en las economías nacionales incentivaba el crecimiento y que, sin una inclusión justa de las mujeres, los países se estancarían. La solución para los países pobres, por tanto, radicaba en emular a las naciones ricas abrazando la igualdad de género. Quedaba implícita una lección: no era que las naciones ricas pudieran permitirse dejar libres a sus mujeres, sino que liberar a las mujeres hacía ricas a esas naciones.

Desde entonces, se generaron aún más datos y se hicieron nuevos análisis, a cargo del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, de UNICEF y de algunos otros grupos de reflexión mundiales.9 Llegado 2018, todo ese material había confluido para demostrar el efecto positivo de la igualdad de género en la riqueza nacional y en el bienestar general, pero también la influencia negativa del monopolio económico masculino. Durante el mismo periodo, en varios estudios prácticos menores (como el nuestro, en Ghana), se examinaron los mecanismos que generan desigualdad de género y se pusieron a prueba intervenciones para descubrir «lo que funciona» a la hora de eliminar las limitaciones a la participación de las mujeres. Al final, nuestra visión del papel de las mujeres en la economía acabó por cambiar de manera drástica.

La economía Doble X puede imaginarse de un modo similar a la economía sumergida, la economía de bolos, la economía de la información o la economía informal. Todas ellas representan una parte identificable del sistema mundial, aunque ninguna es autónoma por completo; todas tienen cierto efecto en la economía mundial y desempeñarán algún papel en su futuro, para bien o para mal. La economía Doble X es una economía compuesta por mujeres. Cuenta con determinadas maneras de hacer negocios, así como con productos y servicios típicos. Y, si bien para muchos es igual de invisible que la economía sumergida, la economía Doble X afectará al futuro, como ya ha influido en el pasado. El objetivo del movimiento de empoderamiento económico de las mujeres es que ese futuro sea mejor, no peor.

En los inicios de este movimiento solíamos defender el apoyo a la economía Doble X principalmente con el argumento del esperado impulso para el crecimiento económico. Se trataba de una estrategia atractiva para nuestro público, formado en su mayoría por economistas y ministros de Economía que estaban interesados en el crecimiento, pero ni se inmutaban ante las reclamaciones de justicia social para las mujeres. Con el tiempo, empezamos a usar el PIB como clave para identificar la magnitud y la dirección de todo efecto a gran escala de la inclusión (o no) de las mujeres. Así es como usaré yo el PIB. No sugiero que debamos empoderar a las mujeres solo por el crecimiento. El fomento indiscriminado de un mayor crecimiento es un rasgo distintivo de la economía patriarcal y no debería ser nuestro objetivo principal.

Las cifras muestran que la economía Doble X es enorme. Solo la firme ceguera explica que los economistas la pasen por alto. A modo ilustrativo, si la economía Doble X de Estados Unidos fuese una nación en sí misma, la economía de ese país tendría el volumen suficiente para entrar en el G7. Las mujeres ya producen aproximadamente el 40 % del PIB mundial y su contribución pronto alcanzará la de los hombres. Las mujeres generan casi el 50 % de la producción agrícola en el mundo. Pese a ser la mitad de la especie, aportar la mitad de los ingresos nacionales y proporcionar la mitad del suministro alimentario, los economistas y legisladores tratan a las mujeres como figurantas.10

La economía Doble X es asimismo la fuente de crecimiento económico más fiable. Cuando en la década de 1970 mujeres de América del Norte y Europa occidental accedieron al mercado laboral en masa, generaron un alza económica que convirtió a sus países en los centros neurálgicos que vemos actualmente. El potencial de las mujeres trabajadoras para crear prosperidad se ha demostrado con datos recopilados en 163 países.11 En todas las naciones, los hombres conforman los cimientos de la economía porque prácticamente todos trabajan y lo hacen más o menos todo el tiempo. Eso significa que, salvo que se produzca una revolución en la productividad, el crecimiento no va a llegar de la mano de obra masculina, pues los hombres están ya exprimidos al máximo. Sin embargo, las mujeres suelen ser un recurso desaprovechado o infrautilizado, por lo que implicar a más mujeres hace que la economía crezca. Los datos muestran que la incorporación de las mujeres a la población activa es acumulativa y por tanto esa nueva tendencia no provoca una pérdida de empleo para los hombres, tal y como muchos temen. La creencia de que la inclusión económica de las mujeres es un juego de suma cero —esto es, que las ganancias por parte de un sexo ocurren a expensas del otro— ha demostrado ser falsa.

Al ayudar a los países a prosperar, el empoderamiento económico de las mujeres genera un mejor entorno para toda la ciudadanía. No obstante, lo contrario también ocurre: allí donde las mujeres carecen de libertades, todo el mundo sufre. Los países más pobres y frágiles cuentan con los indicadores más bajos de igualdad de género y unos efectos devastadores por la exclusión económica de las mujeres, en tanto que perpetúan la pobreza y contribuyen a la violencia, además de aumentar el hambre, sacrificar las necesidades de la infancia, desperdiciar recursos, alimentar la esclavitud y alentar el conflicto. El impacto destructor de la dominación masculina extrema en estas sociedades se deja notar en todo el planeta.

Capacitar a las mujeres es ahora mismo una estrategia constatada en la lucha contra el sufrimiento. En el prólogo del informe Estado mundial de la infancia de UNICEF correspondiente a 2007, el entonces secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, escribió: «Un estudio tras otro nos ha enseñado que no existe un instrumento para el desarrollo más eficaz que la autonomía de la mujer. Ninguna otra política tiene las mismas posibilidades de aumentar la productividad económica o de reducir la mortalidad en la infancia y la mortalidad derivada de la maternidad. Ninguna otra política tiene la misma fuerza para mejorar la nutrición y promover la salud, incluida la prevención del VIH/SIDA. Ninguna otra política tiene el mismo poder para aumentar las posibilidades educativas de la próxima generación».12 Aun así, pese al potencial bien constatado de las mujeres económicamente capacitadas para mitigar sufrimientos en países pobres, solo una mínima proporción de la ayuda internacional se destina a la población femenina.

Por todo el mundo, excluir la economía Doble X supone un coste de oportunidad elevado. Por ejemplo, el fracaso de las naciones ricas a la hora de invertir en cuidado infantil fuerza a millones de mujeres, que preferirían tener empleos a tiempo completo, a trabajar a tiempo parcial o abandonar por completo su vida laboral, lo que supone un desperdicio de miles de millones en PIB. La «penalización por maternidad» es asimismo el factor que por sí solo más contribuye a la brecha salarial de género. El Banco Mundial calcula que, debido a la desigualdad salarial, la economía mundial pierde 160 billones de dólares anuales, al tiempo que penaliza a la economía Doble X por una parte de su trabajo más importante, esto es, el cultivo de capital humano.13

Una población instruida y sana es el recurso más valioso que puede tener una economía moderna. No obstante, Occidente ha terminado por ver a la infancia como un lujo privado, más que como un bien público. Los padres y madres deben destinar a sus hijos dinero y esfuerzo a manos llenas hasta que los niños sean capaces de mantenerse por sí mismos. Una vez que crecen, nadie suele esperar que den un apoyo económico a sus progenitores. Así pues, criar a un niño se asemeja al consumo, no a la inversión. Quizá por eso, en los países ricos, la gente ha perdido la perspectiva de lo importante que son todas las generaciones en crecimiento para las cohortes que tienen por delante: todos dependemos irremediablemente de los «hijos ajenos», que serán nuestros bomberos y bomberas, policías y albañiles, por no hablar de profesores, médicas, músicos y bibliotecarias, y que harán nuestras vidas más seguras y felices.

La economía Doble X sienta las bases de un futuro positivo gracias a su gasto juicioso en familias y comunidades. Pese a que la concepción predominante por doquier es que las mujeres son consumidoras frívolas que se funden el dinero en ropa y cosméticos, mientras que los hombres son seres económicos racionales y responsables, las pruebas demuestran que eso es ideología de género pura y dura. Los hombres, como grupo, optan con frecuencia por gastar dinero en sus caprichos en vez de compartirlo con sus familias, priorizando incluso gastos en vicios como alcohol, tabaco, juego, prostitución y armas por encima de la educación de sus hijos. Por el contrario, las mujeres, como grupo, gastan primero el dinero en sus familias, sobre todo en los hijos, y en sus comunidades. Según un informe del Global Markets Institute de Goldman Sachs, los países BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y los N-11 (Bangladesh, Egipto, Indonesia, Irán, México, Nigeria, Pakistán, Filipinas, Turquía, Corea del Sur y Vietnam) han de alcanzar la igualdad de género para poder crear una clase media, algo que necesita la economía de mercado de cualquier país para ser estable. Goldman Sachs afirmaba que el dinero gastado por las mujeres en mejorar el bienestar doméstico (nutrición, educación, cuidados médicos, ropa, cuidado infantil y bienes duraderos del hogar) es lo que crea clase media.14 Se ha demostrado en repetidas investigaciones que, incluso en las comunidades más pobres, el empoderamiento económico de las mujeres aumenta el gasto en educación, nutrición y asistencia sanitaria, fortaleciendo así a los países en el proceso.

Pese a la importancia crucial de las mujeres para nuestro bienestar material, la economía Doble X sufre una infravaloración sistemática. La razón es la persistencia de una convicción a escala mundial de que las mujeres merecen menos, sencillamente. Esto se ve, por ejemplo, en los datos recopilados todos los años por el Foro Económico Mundial sobre igual salario por trabajo de igual valor.15 En la Encuesta de Opinión de Ejecutivos del FEM, se plantea a directivos de 132 naciones la siguiente pregunta: «En su país, por un trabajo de igual valor, ¿hasta qué punto los sueldos de las mujeres son iguales a los de los hombres?». La suma de sus respuestas no es un informe directo sobre los salarios reales, sino una estimación de la práctica normativa en cada nación: qué es costumbre pagar a las mujeres y por tanto, y de manera implícita, se considera «justo». Tal y como puede verse en la figura 2, no hay ningún país en el mundo en el que lo habitual sea pagar a ambos sexos igual salario por el mismo trabajo. Existe una regla de oro mundial que dicta que las mujeres solo merecen en torno al 65 % de lo que merece un hombre, sea cual sea el trabajo que hagan. Este prejuicio dirige la subordinación de las mujeres en todos los ámbitos económicos.

Figura 2. El indicador sobre igualdad salarial por trabajo de igual valor se expresa como el porcentaje del salario de los hombres que se paga a las mujeres por el mismo trabajo o uno similar. La barra negra señala el nivel en el que las mujeres recibirían el mismo salario que los hombres. Puede verse con facilidad que las mujeres, por costumbre, no reciben un salario igual por el mismo trabajo en ningún país del mundo. Los países se muestran por orden alfabético; se empieza por Albania y se acaba con Venezuela.

(Fuente: Foro Económico Mundial. [2018]. Informe Global de la Brecha de Género.)

En todos los tipos de trabajo de todos los sectores, en todas las profesiones y en todos los países, a las mujeres se les paga menos que a los hombres; todas las fuentes de información salarial, recopilada con todos los métodos posibles, llegan a esa misma conclusión. Solo mediante una manipulación fraudulenta de los datos se puede mostrar otro resultado. Por desgracia, sobran los defensores de la dominación masculina deseosos de hacer tal cosa, con intención de fijar la idea de que «la brecha salarial es una ficción». Estos manipuladores inflan los datos salariales para controlar áreas de influencia claramente marcadas por el género (en especial, el impacto del trabajo doméstico y del cuidado infantil en las carreras profesionales de las mujeres) y luego poder anunciar triunfalmente que no existe nada semejante a la discriminación de género.

A decir verdad, el aspecto crucial de las dificultades a las que se enfrenta la economía Doble X es su carga de servidumbre: las llamadas «obligaciones» del hogar penalizan a las mujeres en el lugar de trabajo y aumentan su riesgo económico personal. En todos los países, las mujeres trabajan las mismas horas en total que los hombres (o incluso más), pero dado que son ellas quienes soportan la carga de las labores domésticas no remuneradas, disponen de menos horas que los hombres para dedicarlas al trabajo remunerado, y también al ocio. Los hombres pueden trabajar más horas remuneradas —y obtener los beneficios económicos asociados a ello— porque las mujeres son sus sirvientas en el hogar.

Las comparaciones entre países demuestran esta solución de compromiso entre mujeres y gobiernos. Tal y como ilustra la figura 3, la participación de las mujeres en la población activa ha generado unos PIB per cápita superiores en países ricos como Suecia, Estados Unidos y el Reino Unido, naciones todas en las que las mujeres trabajan en porcentajes casi iguales a los de los hombres, aunque con menos horas remuneradas. En estos sitios, las mujeres siguen haciendo más trabajo doméstico que los hombres, desde un 30 % más en Suecia hasta casi el doble en el Reino Unido. Así pues, las mujeres y los hombres trabajan el mismo número de horas en total, pero los hombres obtienen más dinero por su tiempo, mientras que las mujeres hacen más labores no remuneradas. En México, Turquía e India, la participación laboral de las mujeres es menor y, en consecuencia, el PIB es inferior. Las mujeres en el hogar suponen un importante coste de oportunidad para esos países. Sus mujeres hacen entre tres y siete veces más trabajo doméstico que los hombres. La carga doméstica está tan sesgada en Turquía e India que las mujeres trabajan en el hogar una o dos horas más todos los días que los hombres (todavía tienen que fregar los suelos mientras sus maridos ven la televisión).

TRABAJO REMUNERADO Y NO REMUNERADO POR GÉNERO

 

Participación en población activa (ratio mujer-hombre)

PIB per cápita (miles de dólares)

Tiempo de trabajo no remun./ semana (ratio mujer-hombre)

Total horas trabajadas/ semana (ratio mujer-hombre)

Ranking Participación Económica y Oportunidad en 2017 (de 144)

SUECIA

95

51,5

1,3

1,00

12

EE. UU.

86

59,5

1,6

1,01

19

REINO UNIDO

87

44,1

1,8

1,04

53

MÉXICO

59

19,9

2,8

1,02

124

TURQUÍA

44

26,9

3,6

1,15

128

INDIA

35

7,2

6,8

1,21

139

Figura 3. El porcentaje de mujeres trabajadoras varía en la tabla de arriba abajo, más o menos de forma coincidente con el PIB per cápita de cada país. Esta es la vinculación entre mujeres trabajadoras y riqueza nacional. En la tercera columna se ve el porcentaje de tiempo que las mujeres del país pasan haciendo trabajos no remunerados en comparación a los hombres. En la cuarta columna se muestra la relación entre todas las horas trabajadas, remuneradas o no, en comparación a los hombres. La quinta columna recoge la posición de cada país en el Índice de Participación Económica y Oportunidad del Foro Económico Mundial. Cuantas más tareas domésticas hacen las mujeres, menos oportunidades hay para ellas.

(Fuentes: Foro Económico Mundial. [2017]. Informe Global de la Brecha de Género, para el trabajo y la clasificación de Participación Económica y Oportunidad; CIA. [2017]. World Factbook, para el PIB per cápita; base datos sobre el uso del tiempo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, consultada el 2 de noviembre de 2018.)

Por tanto, la viabilidad económica de las mujeres guarda una relación inversamente proporcional a su papel en el hogar: cuanto más trabajo doméstico hagan, menos oportunidad económica tendrán. El servilismo en el hogar impone asimismo unas pérdidas y riesgos desproporcionados en las mujeres. Por lo general, se espera que ellas subordinen sus ambiciones a las de sus maridos. Casi siempre es la mujer la que deja el trabajo o lo rebaja a media jornada cuando llegan los hijos; el hombre continúa labrándose una carrera profesional mientras la de ella se estanca o queda en agua de borrajas. Las mujeres rechazan oportunidades de ascender porque sus maridos se niegan a trasladarse, aunque normalmente de ellas se espera que sí se reubiquen por sus esposos. Las «responsabilidades» de las mujeres en el hogar generan poco a poco menor remuneración y menor progreso laboral, pero el impacto no acaba ahí: si llega el divorcio o el marido muere, la mujer y los hijos sufrirán dificultades económicas y, a menudo, acabarán en situación de pobreza. A causa de la acumulación de desventajas económicas durante toda una vida, la pensión o la jubilación de una mujer será notablemente inferior a la de un hombre, por lo que es más probable que las mujeres sean pobres en la vejez, convirtiéndose así en una carga para sus familias y sus gobiernos.16

El trabajo que hacen las mujeres en casa resulta esencial para el funcionamiento del sistema económico. No obstante, la práctica de medir solo el dinero como indicador de una actividad económica ha provocado que el trabajo hecho en el hogar no tenga ningún valor asociado. Por desgracia, esa omisión, con el tiempo, ha evolucionado hacia una tendencia por parte de los economistas a tratar las tareas del hogar como si no tuviesen ningún valor en absoluto. Por este motivo, las economistas feministas y las activistas del empoderamiento económico de las mujeres están presionando mucho para que los gobiernos y sus asesores calculen el valor de este trabajo no remunerado y lo incluyan en sus modelos.

La economía Doble X nunca ha disfrutado de un porcentaje de los beneficios equiparable a la riqueza que ayuda a producir, en gran medida porque las mujeres no han sido propietarias de los bienes familiares a la par que los hombres. A escala mundial, menos del 20 % de las personas propietarias de tierras en el mundo son mujeres. Dado que la tierra ha sido durante muchísimo tiempo uno de los principales depósitos de riqueza para la sociedad —y a las mujeres se les ha prohibido casi siempre ser dueñas de ella—, ahora las mujeres poseen mucho menos capital en el mundo que los hombres. Incluso aunque la riqueza se extienda y algunas mujeres se hagan ricas, seguirán sin recibir una proporción justa.17

Otro motivo por el que las mujeres ostentan menos riqueza actualmente es que no han tenido los medios para guardar su dinero en condiciones seguras y privadas, ni tampoco la capacidad para invertirlo. La economía Doble X ha estado vetada en el sistema financiero durante siglos; hasta la década de 1970, a las mujeres de Occidente no se les reconoció el derecho a tener cuentas bancarias y tarjetas de crédito a su nombre. Hoy, las mujeres del mundo en vías de desarrollo están presionando para conseguir esos mismos derechos. Por desgracia, la falta de respeto hacia las mujeres sigue estando a la orden del día en el mundo de las finanzas, incluso aunque lo mejor para el sector sea mostrarse cordial con ellas. Los banqueros protestan aduciendo que las mujeres hacen inversiones arriesgadas, que a ellas les interesan los hijos y no los negocios, que son clientas financieras poco rentables, y mil excusas más que se les ocurren. Sin embargo, no hay ni un elemento en el sector financiero que respalde la idea de denigrar a las mujeres como una medida seria, ya que esas instituciones no separan sus registros por género y, por tanto, sus opiniones se basan en estereotipos más que en la evidencia.18 No saben de lo que están hablando, sencillamente.

En un mundo entregado a congratularse del intercambio económico abierto y del libre comercio, la economía Doble X lucha a diario contra barreras basadas en el género impuestas en el acceso al mercado. Gremios, sindicatos, cooperativas y entidades de comercialización han vetado históricamente a las mujeres en Occidente, algo que todavía hoy ocurre en otras partes del mundo. Sin embargo, al nivel del intercambio económico mundial, donde los mercados y beneficios son muy amplios, la exclusión de las mujeres es casi total. Muy pocas mujeres participan en el comercio internacional u obtienen grandes contratos institucionales de compraventa, dos campos de la economía en los que los hombres controlan un abrumador 99 % del negocio. Aun así, según el Fondo Monetario Internacional, introducir un mejor equilibrio de género en el comercio mundial sería beneficioso, porque esa diversidad hace a las economías más resistentes, más fuertes ante recesiones y más propensas a la innovación.19

La economía Doble X se ve asimismo restringida en el mercado porque las mujeres tienen un acceso limitado a los recursos productivos. Por todas partes, las mujeres tienen dificultades para manejar el equipo, la mano de obra y los materiales necesarios para crear y desarrollar sus propias empresas. Clientes y proveedores creen permisible engañar a las mujeres y quizá eso las lleve a ellas a verse incapaces de obtener los mismos beneficios que los hombres de la competencia. Pese a que las restricciones son sistémicas, las emprendedoras a menudo reciben críticas por mostrar un crecimiento empresarial más lento; los detractores insisten en que «las mujeres es que no saben nada de negocios» o que «las mujeres no se toman de verdad en serio lo del crecimiento».

El funcionamiento eficaz de un mercado asume el flujo libre de información. Sin embargo, incluso en la era digital, las mujeres tienen menos acceso a los datos. Mientras que en las naciones desarrolladas las mujeres que utilizan recursos como internet y teléfonos móviles igualan en cifras a los hombres, en el resto del mundo se ha producido una brecha enorme en cuanto a acceso a las tecnologías de la información y la comunicación. Esa brecha emana de un hábito arraigado de mantener a las mujeres en el hogar y controlar sus comunicaciones con el mundo exterior.

A causa de las barreras de género históricas impuestas al aprendizaje, la economía Doble X siempre ha tenido un acceso limitado a la información. Desde la invención de la escritura y las matemáticas, las sociedades han limitado la educación de las mujeres. Las culturas antiguas les impedían la alfabetización; actualmente, las mujeres adultas están a menudo menos alfabetizadas que ningún otro segmento de la población mundial. A lo largo de milenios, la educación para las niñas —donde existía— se centraba en labores domésticas; los temas de leyes, medicina, economía, gobierno y administración se dejaban para los niños. A las mujeres no se les permitió acceder a las universidades hasta el siglo XIX y algunas disciplinas —ciencia y matemáticas, por lo general— quedaron fuera de su alcance hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando las mujeres cerraron la brecha de logros en esas materias hacia mediados de la década de 1990, fue porque los gobiernos les habían dado al fin el mismo acceso a la formación superior en matemáticas.20 Cualquier supuesto déficit cognitivo había venido provocado, no por la inferioridad de los cerebros de las mujeres, sino por la negativa de los hombres a darles a ellas una educación.

Hoy, las mujeres del mundo se están acercando por primera vez en la historia a conseguir la igualdad educativa con los hombres; de hecho, en las naciones desarrolladas, ya tienen un nivel formativo igual o superior al de los hombres. Aun así, se sigue frenando el pleno desarrollo del potencial de las mujeres. Basta pensar que, en los países del G7 (Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Japón y Canadá), las mujeres de entre 25 y 54 años muestran un 10 % más de probabilidades de haber completado una formación superior que los hombres de esas mismas edades (figura 4). Pese a que la participación de las mujeres en la población activa es muy alta, y mujeres y hombres ocupan el mismo número de empleos profesionales y técnicos que requieren de la formación y las competencias más especializadas, las mujeres no han ascendido en un porcentaje proporcional a su cualificación: los hombres tienen el doble de posibilidades de ocupar puestos de liderazgo en los sectores público y privado. Esa falta de ascensos es una de las razones por las que, en los países del G7, las mujeres ganan solo el 62 % del salario de los hombres. Por su parte, las mujeres jóvenes del G7 actualmente participan en la formación superior casi en un 20 % más que los hombres. A no ser que se retiren las barreras que bloquearon a la generación anterior, la siguiente cohorte de mujeres jóvenes avanzarán lentamente en sus carreras profesionales y se verán subempleadas en todas sus etapas.

Figura 4. Las columnas muestran datos económicos clave a modo de ratio mujer-hombre. La barra negra marca el punto en el que las mujeres estarían al mismo nivel que los nombres. Allí donde las columnas superan esa barra, las mujeres han superado a los hombres; en las columnas que se quedan por debajo, la igualdad no se ha conseguido. Así pues, desde la izquierda, las mujeres del G7 han superado en un 10 % a los hombres en la finalización de educación superior; equivalen al 85 % de la representación de hombres en la población activa; reciben 62 céntimos por cada dólar de un hombre; ocupan menos de la mitad de puestos de liderazgo que los hombres; tienen las mismas probabilidades de ocupar empleos que requieran competencias especializadas; y están presentes en la educación superior casi un 20 % más que los hombres.

(Fuente: Fondo Económico Mundial. [2017]. Informe Global de la Brecha de Género.)

Parémonos a pensar en lo que se destina a la formación de esas mujeres. Ahorros familiares. Becas y préstamos de los gobiernos. Donaciones a universidades. Aportaciones de los contribuyentes. Estos países están empleando recursos considerables en educar a las mujeres y aun así infrautilizan su talento.

Irónicamente, los países del G7 se enfrentan a la inminente perspectiva de un crecimiento lento o incluso nulo, un problema que podría resolverse con una mejor inclusión de las mujeres. Existe además un déficit acechante de competencias, ya que se crearán nuevos empleos que requerirán una mano de obra cualificada, pero no habrá personas suficientes con esas cualificaciones, en parte porque los países del G7 están poniéndole la zancadilla a un segmento de su población más válida. Desde luego, la economía Doble X quizá sea el recurso más gratuitamente desperdiciado del mundo.

En todo caso, igual de importante para las economías nacionales es el poder de la igualdad de género para reducir costes que lastran el crecimiento. Por ejemplo, la violencia doméstica, un fenómeno estrechamente vinculado a la desigualdad económica de género en el seno de las comunidades, supone un gasto enorme para las naciones. Más allá del inestimable precio del sufrimiento humano, están las llamadas a la policía, las visitas a urgencias, los refugios de mujeres, los días laborales perdidos y la asesoría psicológica, elementos todos con costes reales que pueden usarse para calcular el gasto total. En 2014, el Copenhagen Consensus Center estimó que la violencia infligida por la pareja contra las mujeres supone para la economía mundial un coste de 4,4 billones de dólares anuales, o el 5,2 % del PIB. Por ponerlo en perspectiva, es más o menos el mismo porcentaje que invierten las naciones en educación primaria y treinta veces lo que gasta el mundo en ayuda internacional. Dado que hijos e hijas son muy a menudo testigos de las agresiones domésticas —y los niños tienden a repetir el mismo comportamiento al hacerse hombres—, el impacto económico de estos sucesos se alarga mucho en el futuro.

A escala mundial, no obstante, este fenómeno tiene un sesgo marcadísimo: en los países pobres y en conflicto, que tienen los peores datos en cuanto a igualdad de género, los niveles de violencia infligida por la pareja son más altos; en Suecia, por ejemplo, el 24 % de las mujeres han sufrido violencia en el hogar, mientras que en Afganistán la cifra es del 87 %.21 Por supuesto, que un 24 % de las mujeres suecas sufran violencia es más que demasiado. Sin embargo, conviene que nos centremos en el 76 % de los hombres suecos que no han hecho daño a sus parejas, y que probablemente nunca hayan sido violentos, frente a tan solo el 13 % de afganos de los que se puede afirmar lo mismo. Desde luego, los hombres como grupo son notablemente más violentos que las mujeres como grupo, y la violencia siempre es costosa. En cualquier caso, la violencia de todo tipo es inferior en las naciones con un alto nivel de igualdad de género. Incluso la violencia entre los estados ha ido descendiendo en todo el mundo en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.22

La reducción en violencia mundial durante los últimos setenta y cinco años se denomina ahora «la larga paz» entre los académicos y en política internacional. Algunas de las instituciones formales que apuntalan esta tendencia son las Naciones Unidas y la Unión Europea, fundadas en la década de 1940 con la intención de evitar otro estallido como el de la Segunda Guerra Mundial, la guerra más sangrienta en la historia de la humanidad, con cincuenta y ocho millones de víctimas. Dichas organizaciones, diseñadas principalmente para alcanzar la paz, cuentan con cartas fundacionales que incluyen la igualdad de género como prioridad. De hecho, los expertos atribuyen ese descenso en la violencia entre los estados tras la guerra a tres factores principales: la expansión de la actividad económica internacional, la difusión de la democracia y el drástico aumento en la igualdad de género.23

El orden de posguerra aspiraba a reorientar la actividad económica: alejarla del gasto militar y llevarla hacia el comercio internacional, como vía para mantener la paz. Por desgracia, a principios de la década de 1950, Occidente se vio obligado a rearmarse en respuesta a la postura beligerante adoptada por la Unión Soviética. En referencia a este rearme, el general Dwight D. Eisenhower, presidente de Estados Unidos, se lamentaba:

Todas las armas fabricadas, todos los buques de guerra botados, todos los misiles lanzados representan, en última instancia, un robo a quienes pasan hambre y no reciben alimento, a quienes tienen frío y no reciben abrigo. El mundo armado no solo gasta dinero. Gasta el sudor de sus trabajadores, el ingenio de sus científicos, las esperanzas de sus hijos [...]. Esto no es vida, en ningún sentido certero. Bajo la nube amenazante de la guerra, se encuentra la humanidad colgada de una cruz de acero.24

Pese a que el comercio internacional creció y la larga paz perduró, la Guerra Fría trajo consigo una enorme carrera armamentística. El mundo sigue gastando todavía mucho en armas: actualmente, Estados Unidos destina más de la mitad de su presupuesto discrecional al Ejército, una cantidad que está creciendo a pasos agigantados bajo la Administración Trump. Pensemos en todo el bien que podría hacerse con tan solo una reasignación parcial de ese dinero. En este libro, hablaré a menudo sobre los vínculos entre economías de guerreros, dominación masculina, todas las formas de violencia y la distribución de los recursos esenciales.

Las limitaciones a la economía Doble X se imponen mediante amenazas de violencia. Sin embargo, ahora ya sabemos que la violencia masculina no forma parte de nuestro paquete biológico. Si la violencia masculina fuese un estado innato nos sería imposible cambiar y el número de agresiones a mujeres no variaría geográficamente ni con el tiempo. Desde luego, no se verían sociedades enteras, como la sueca, en las que la grandísima mayoría de los hombres no fuesen violentos.

A decir verdad, las pruebas de las que disponemos nos obligan a empezar a hacer una distinción entre dos grupos de hombres: los que apoyan la igualdad de género y los que no. Sobre todo en las naciones occidentales, los sondeos demuestran que la mayoría de los hombres asumen principios básicos como la igualdad de acceso, salario y ascensos. Sin embargo, sigue habiendo hombres que albergan hostilidad hacia la presencia femenina en la economía y la consecuente subida de estatus de las mujeres. Con frecuencia, estos tipos saltan rápido, enfadados, cuando surge el tema, algo que influye en el comportamiento de los hombres que tienen alrededor. Por otro lado, las instituciones económicas suelen perpetuar la desigualdad de género de maneras que son invisibles para esos hombres irritables —que con demasiada frecuencia tienen autoridad sobre hombres más razonables—, en gran medida porque las organizaciones en las que se integran aún tratan la agresión como el componente preferente del liderazgo. Creo que estos comportamientos de grupo y normas institucionales tienen una enorme responsabilidad en la perpetuación de la brecha económica de género, pero su efecto pasa desapercibido entre las prisas por buscar el fallo en las mujeres. Así pues, en adelante, subrayaré el rol de los grupos, además de marcar la distinción entre «algunos hombres» y «la mayoría de los hombres».

Una trágica consecuencia de la exclusión económica de las mujeres es que se comercia con ellas como si fuesen mercancía. El comercio de esclavos que he mencionado en la introducción de este capítulo es un fenómeno mundial, de mayores dimensiones que nunca en la historia. La gran mayoría de los esclavos, en torno al 70 %, son mujeres. Pese a que la vulnerabilidad económica es lo que suele provocar que las mujeres se conviertan en víctimas de la trata de personas, este comercio no se limita a las naciones pobres, tal y como ilustra lo revelado recientemente sobre la red de tráfico sexual de Jeffrey Epstein. Y, como quedó claro también en este trágico caso, las instituciones que deben proteger a las mujeres vulnerables con frecuencia fallan en su trabajo. Por este motivo, entre otros, Kevin Bales, principal experto en trata de personas, aconseja que el único modo de limpiar el mundo de esclavitud es empoderar económicamente a las víctimas.25

La economía Doble X sufre también hostilidad en los espacios de trabajo y mercados de todo el mundo. La mayoría de las mujeres han vivido agresiones sexuales en el trabajo o conocen a otra mujer que las ha sufrido, aunque esta realidad pasó tanto tiempo bajo un tupido velo que el movimiento #MeToo pilló a la gente desprevenida. Los depredadores sexuales existen en las fábricas y en las empresas de alta tecnología, igual que en Hollywood. Los supervisores acosan a las trabajadoras de la agricultura y las agreden en campos abiertos, donde nadie puede verlas ni oírlas. Los capitalistas de riesgo intentan toquetear a las mujeres que buscan invertir y les niegan el apoyo si ellas no obedecen. La violencia en los medios de transporte pone a las mujeres en peligro a diario en sus trayectos laborales. No hay industria ni país en los que las mujeres estén a salvo.

La economía Doble X se ve asimismo constantemente socavada por la intolerancia cotidiana. Las empresas y otras instituciones evitan hacer frente a esta realidad; por el contrario, la ocultan tras «programas de diversidad», muy ostentosos pero hipócritas, y usan eufemismos como «sesgo inconsciente». El sesgo inconsciente es un fenómeno cognitivo específico en el que hábitos de percepción muy consolidados generan atajos en el procesamiento cerebral. Dichos atajos a veces resultan en actos inconscientes de injusticia, pero la razón de que ocurran es que las conexiones cerebrales ya estaban marcadas por un aprendizaje de años infravalorando a las mujeres. No obstante, ahora mismo el término se utiliza mucho como una cortina de humo libre de culpa tras la que ocultarse cualquiera que recurra a la discriminación, ya sea de manera inconsciente o manifiesta. Etiquetar toda discriminación como «sesgo inconsciente» solo sirve para encubrir a quienes aplican un sesgo consciente y que puedan seguir cometiendo impenitentes actos de prejuicio.

En las empresas en las que dominan los hombres (por norma general, donde el 70 % de los empleados o más sean hombres) se dan más casos de acoso sexual y discriminación contra las mujeres. No obstante, en esas mismas organizaciones se da también una marcada propensión a maltratar a los empleados varones. El abuso y la autocracia se convierten en la orden del día. En sectores dominados por los hombres, es más probable que los empleadores sean «entidades avaras», esto es, que demandan un gravamen ilimitado sobre toda la energía mental y emocional de los individuos, forzando con ello a los empleados a anteponer su trabajo, reclamando todo su tiempo personal y devaluando otras formas de actividad, vida familiar y tiempo de sueño incluidos. Los hombres de este tipo de organizaciones muestran índices notablemente superiores de problemas de salud, sobre todo de enfermedades cardiacas. Ahí es donde vemos lo que los japoneses llaman karōshi, o «muerte por exceso de trabajo».26 Los entornos tóxicos de estas empresas pueden atribuirse, en parte, a la dinámica de grupo existente entre los hombres que, al acelerarse las tensiones, tiende a generar más agresividad, aparte de actitudes negativas hacia las mujeres.

El equilibrio de género hace que los lugares de trabajo sean más agradables y justos, al tiempo que estimula un rendimiento empresarial superior. Estudio tras estudio, se ha demostrado que los mejores resultados los obtienen equipos de trabajo compuestos por mujeres y hombres: generan mejores productos, más innovación y un rendimiento financiero más sólido. Las juntas directivas de las empresas con al menos un 30 % de mujeres muestran un rendimiento enormemente mejorado, con resultados económicos superiores, reducción de riesgos, mejora de la gobernanza y la rendición de cuentas, una gestión más justa del personal, mayor transparencia, más actividades sostenibles para el medio ambiente y menos tendencia a conceder salarios o bonificaciones excesivos.

Los gobiernos y el público en general se benefician de un liderazgo corporativo diverso porque la mayor transparencia y la reducción de riesgos protegen la estabilidad de la economía en general. Existen varios beneficios sociales y medioambientales que también pueden atribuirse a los valores que las mujeres aportan al liderazgo corporativo. Según un estudio hecho en 2012 por la Universidad de California en Berkeley, las empresas con mayor cantidad de mujeres en sus juntas directivas tienen más probabilidades de invertir en energías renovables, medir y reducir activamente los efectos medioambientales de sus procesos de producción y embalaje, aplicar programas de reducción de emisiones de carbono entre sus proveedores, integrar el impacto del cambio climático en su planificación y en sus decisiones financieras, ayudar a los clientes a gestionar riesgos del cambio climático, trabajar activamente para mejorar la eficiencia energética de sus actividades y minimizar y mitigar trastornos de la biodiversidad.27

La economía Doble X, por tanto, aporta una ética del liderazgo que podría sofocar los peores impulsos del sistema patriarcal. Tras haberse visto excluidas del mundo de las altas finanzas y las riquezas rápidas a lo largo de la historia, parece que las mujeres evalúan los riesgos de un modo más realista que los hombres. Al haber tenido que asumir la crianza de los hijos, parecen tener un horizonte más amplio que sus compatriotas varones respecto a la rentabilidad de las inversiones, así como una mayor aversión a los daños a largo plazo, tal y como está ocurriendo con el medio ambiente. Quizá porque históricamente han dado énfasis al hogar y a los vínculos, las mujeres muestran más probabilidades de invertir en sus comunidades, aportar a causas benéficas y exigir responsabilidad social tanto a los productos como a las acciones que adquieren.

En las naciones ricas, incluir la economía Doble X aumenta la eficacia y el rendimiento, al tiempo que reduce los riesgos y los residuos. En las naciones más pobres, habilitar la economía Doble X puede actuar de contrapeso frente al implacable avance hacia el desastre que provoca la extrema dominación masculina. Sin embargo, el mayor potencial quizá esté a mitad de camino: las «economías emergentes» —lugares como Brasil y Turquía— se sitúan todas en algún punto entre las condiciones de género de los países ricos (mejores, en comparación) y la desesperación de las zonas en conflicto. Esas economías de renta media están trabajando con éxito hacia la consecución de la estabilidad y la prosperidad, pero siguen siendo vulnerables, y no menos porque la mitad de su población sufre una situación de profunda desventaja por unas prácticas económicas discriminatorias. El empoderamiento económico de las mujeres dentro del ámbito doméstico de las economías emergentes puede equilibrar la toma de decisiones en la familia, mejorar el sustento, reducir el estrés interpersonal y crear oportunidades para todos los miembros de la familia.

Las mujeres viven situaciones de desventaja económica en todos los países del mundo. De hecho, parece que las mujeres son desiguales económicamente en el seno de todos los grupos poblacionales del planeta. No hay grupo religioso, étnico, de clase o de raza en el que las mujeres, como colectivo, sean tan autónomas económicamente como los hombres. Debido a esa desigualdad de las mujeres en todos los grupos, aplicar un programa para incluirlas mejor en el ámbito económico beneficiaría a todos los segmentos de la población mundial, incluidas las personas más marginadas.

Nunca en la historia hemos tenido un plan de acción tan claro para eliminar el sufrimiento, alcanzar la justicia y garantizar la paz. Nunca antes ha sido posible resolver un problema y, con él, solucionar tantos otros. Lo que podemos conseguir merece todos los esfuerzos que seamos capaces de hacer, todas las herramientas nuevas que podamos inventar y todos los fondos que debamos invertir. Ha llegado el momento de que todas las mujeres y hombres se unan al movimiento para empoderar la economía Doble X.