En algún lugar de la casa alguien pronuncia su nombre. ¿Juan? ¿Has llegado? Es la voz de su hermana Isabel. Juan deja el trofeo donde estaba y se asoma al pasillo. Isabel le está quitando la rebeca a la madre con la puerta de la calle todavía abierta. El resplandor que entra desde el patio hace que la silueta de las dos mujeres reverbere. Aunque lleva ya varias horas en tierra, Juan sigue sintiendo los oídos taponados por la atmósfera presurizada del avión. Las observa en silencio. Isabel intenta bajar la cremallera atascada de la rebeca. Cambia de posición, tira de la parte inferior de la prenda para tensarla pero no consigue su propósito. Es el forro, dice la madre, que se ha descosido y se me engancha. La hija resopla dando tirones cada vez más bruscos. Es que vaya con la rebeca, dice la hija. Qué le pasa. Pues que llevas con ella treinta años. Una rebeca con forro, dónde se ha visto eso. Y en pleno verano, mamá, que te vas a asfixiar. Está flamante, dice la madre. Flamante es una palabra que solo usa su madre. Sí, ya lo veo que está flamante. Por eso llevo aquí un rato pegando tirones. Sus figuras se confunden entre sí contra el resplandor exterior. Son dos luchadoras goyescas. Forman una sola mancha cuyo halo fosforescente muta como el de un microorganismo en un cultivo acuoso. Sí, mamá, está como nueva. Desde que llegué has estado quejándote de que pierdes las monedas porque tienes agujeros en los bolsillos. Te voy a comprar una nueva en Barcelona y te la voy a traer la próxima vez, lo quieras o no. Ni se te ocurra. No me vayas a comprar otra rebeca que esta está bien. Solo hay que coser el forro. O arrancárselo, dice la hija. Isabel se desespera tratando de sacar el raso de entre los dientes metálicos de la cremallera. Si tira demasiado fuerte sabe que lo terminará rasgando. Con los dedos atenazando la prenda, vocea de nuevo: ¿Juan? ¿Estás ahí? Juan se retrae dando un paso lateral. Medio cuerpo en el pasillo y medio en el dormitorio. Una visión del futuro que Juan no hace plenamente suya: pelear con la ropa de su madre. Sacarla a pasear, buscarle sopas de letras, esconder el Anís del Mono. Quizá, en breve, meterla en la ducha, lavarle los dientes, limpiarle el culo, cambiarle las bragas. Pasa por encima de esos pensamientos. Su madre no es esa clase de madre. Su madre todavía es joven, y prueba de ello es que ha cuidado de su marido hasta hace unas horas. Dentro de siete días él tiene pensado regresar a Edimburgo. Lo dice la reserva de vuelo que lleva en un bolsillo del vaquero. Una semana para dejar arreglado, junto con su hermana, el futuro de su madre y, después, ya se verá.
¿No está Juan?, pregunta la madre. Parece que todavía no ha llegado el muy. Isabel se muerde los labios. El muy cabrón, suelta. La vieja se pone rígida y se separa bruscamente de su hija. No hables así, le dice. No hables así de tu hermano. Isabel continúa maniobrando en la indistinguible masa que forman el forro, la mujer y la rebeca. Aun a cierta distancia, con los brazos totalmente estirados, sigue tratando de abrir la cremallera. No hay que ceder. No puede responder a la tensión física de su madre con una ruptura del engendro que forman. Eso equivaldría a reconocer que el empeño por desvestirla solo pretende enmascarar su enfado. Mientras siga enredada en ese empeño no estará dando vueltas por la casa, despotricando en voz alta contra su hermano.
Es lo que es, mamá. No tiene otro nombre. No haberse dignado a aparecer. Vive fuera, ataja la madre. Yo también vivo fuera y aquí estoy. Se hace el silencio.
A Juan las dos le parecen viejas. Dos señoras salidas de un vodevil, aparentemente concentradas en la nimiedad de quitarse una rebeca pero de cuyos cuerpos salen despedidos cuchillos. Juan duda entre hacerse presente, con el consiguiente riesgo de acuchillamiento, o regresar al cuarto.
Ya tendría que estar aquí. Aterrizó hace cinco o seis horas, dice Isabel.
Le habrá pasado algo.
No vamos a retrasar más esto. Papá lleva ya muchas horas en el tanatorio. Mañana por la mañana lo enterramos.
Y cada mochuelo a su olivo, completa la madre con la mirada baja, dirigida a la barbilla de su hija.