IV. Inquisición y censura del libro

Las conversiones masivas de judíos desde finales del siglo XIV crearon un problema social y religioso, agravado por los primeros Estatutos de Limpieza de sangre (cf. cap. VIII). Esto conllevó a la fundación de la Inquisición Española, una Inquisición de nuevo cuño y distinta de la medieval romana, creada en el siglo XIII para controlar a los albigenses o cátaros en el sur de Francia, disidentes de la cristiandad de obediencia a Roma que defendían un cristianismo algo gnóstico y dualista. Ahora se trataba de vigilar la vida y la fe de los nuevos conversos. Y cuando los moriscos, los alumbrados y el protestantismo aparecieron en escena, se fue ampliando el campo de trabajo de la Inquisición, que también velaba por la vida y costumbres de los cristianos viejos. Los mismos Reyes Católicos querían una Inquisición nueva, creada con mandato papal, pero que funcionara como un «órgano estatal», como uno más de los Consejos a su servicio y bajo su control. Con la bula Exigit sincerae del 1 de noviembre de 1478, el papa Sixto IV saludó esos planes y autorizó a los Reyes a presentar a las personas para el cargo de Gran Inquisidor, que formalmente sería nombrado por Roma. El dominico Tomás de Torquemada, al parecer con algún antepasado judeoconverso, fue el primero, en 1483 solo para la Corona de Aragón y a partir de 1484 también para la de Castilla (y León). Como institución, la Inquisición existió —con una pequeña pausa en los periodos liberales de 1813 y 1820 (es interesante ver los libros que pudieron aparecer entonces)— hasta su abolición definitiva el 15 de julio de 1834 por la regente María Cristina. Los Inquisidores presidían el Consejo de la Suprema y General Inquisición (llamado La Suprema), el único Consejo con competencias para todos los territorios de la Corona, como ya se dijo más arriba (cf. cap. 2). Una vez nombrados, la Corona no podía deponerlos sin el acuerdo del papa, lo que les garantizaba una cierta independencia. Pero muchos resignaron, ya fuera porque no aguantasen la presión o porque viesen que en realidad no eran aptos para el cargo (cf. la lista al final del capítulo). Entre los que resignaron pronto se encuentra Fernando Niño de Guevara, el famoso inquisidor con gafas, retratado por El Greco.

Datos fiables, no fábulas

Partiendo de un microestudio sobre la Inquisición en el arzobispado de Toledo, Jean-Pierre Dedieu distingue cuatro periodos de su actividad56, que pueden ser extrapolados al resto de los territorios: (1) 1480-1525: es la fase de los conversos judaizantes o criptojudíos (también, pero menos, de los moriscos) como blanco de la Inquisición, con un punto álgido hasta 1510. (2) 1525-1590 o 1525-1630: cuando los conversos judaizantes dejaron de ser un problema, la Inquisición se ocupó de los alumbrados, protestantes y erasmistas (en los dos últimos grupos se trataba no solo de controlar a las personas, sino también la impresión y circulación de libros), así como de la vida y costumbres de los cristianos viejos, a los que se les reprochaba sobre todo la «blasfemia». (3) 1630-1725: con la fuerte inmigración de «marranos» (judeoconversos) portugueses, los judaizantes cobraron de nuevo actualidad. (4) 1725-1834: en esta fase apenas hubo procesos de herejía. Dedieu llega a la conclusión de que la Inquisición fue creada como una institución antijudía, pero que durante más de un siglo (1525-1630), en la cima de su actividad, se concentró en controlar a los cristianos viejos. Por este motivo pasó el Santo Oficio al Nuevo Mundo, comenzando por Lima en 1570, lo que Las Casas ya había pedido en 1516. Hasta entonces, y desde 1517, algunos obispos tenían allí poderes inquisitoriales: lo primero que hizo Las Casas al tomar posesión como obispo de Chiapa el 20 de marzo de 1545 fue proclamar un edicto o bando de fe al modo de la Inquisición para animar a los feligreses a denunciar la corrupción del clero, la magia, las supersticiones y hechicerías, la violencia contra el clero, los juegos, las blasfemias, los concubinatos y las bigamias, a los especuladores y usureros, con especial atención a los que oprimieran a los indios, las viudas, los huérfanos y los menores bajo su tutela y los privaran de sus bienes y haciendas57.

La investigación histórica seria ha desmontado muchas de las «fábulas» sobre la Inquisición española, entre otras la de las enormes cifras de relajaciones o condenas a muerte. La cifra total de las víctimas mortales no la conoceremos nunca, pues los archivos no aportan muchos datos para el período de 1499 a 1558, que es el más delicado. Podemos partir de unas 5000 relajaciones en la fase caliente contra los judaizantes (hasta 1525) y de entre 900 y 1500 desde entonces hasta la abolición de la Inquisición en 1834, incluido el Nuevo Mundo. Hay que añadir miles de condenados a diferentes penas menores. El número de las relajaciones puede parecer relativamente moderado, sobre todo si se compara con la histeria colectiva de la quema de brujas en la Europa protestante y católica de ese tiempo fuera del campo de trabajo de la Inquisición española, portuguesa o romana. Pero hay que decir que la Inquisición española fue una institución de carácter totalitario que no respetaba ni el derecho de los muertos a descansar en paz: hubo exhumaciones, procesos a difuntos y quemas de los restos, lo que curiosamente hizo después la plebe con los restos de Torquemada durante la revolución liberal del siglo XIX en Ávila. Sus sentencias tenían carácter de acto público para que sirvieran de escarmiento de todos y desprecio social de los condenados como en algunos regímenes totalitarios de nuestro tiempo. Ejercía presión sobre las conciencias y animaba a denunciar a los vecinos sospechosos o a la misma autodenuncia por medio de un sistema gradual de castigos y confiscaciones, creando así un clima social de desconfianza, pues nadie estaba seguro.

No faltan autores que relativizan el peso de la Inquisición en la historia de España, o que incluso hablan de que significó un progreso en el quehacer de los tribunales, pues todo quedaba documentado en las actas del proceso y los reos tenían el derecho a defenderse antes de firmar la confesión. De las actas se desprende a veces una visión menos edulcorada. El jesuita e historiador Juan de Mariana ha comentado con ironía la diferencia entre la cultura jurídica de la Inquisición y de la tradición española: la gente se extrañaba, por ejemplo, de «que los hijos pagasen por los delitos de los padres, que no se supiese ni manifestase el que acusaba, ni le confrontasen con el reo ni hubiese publicación de testigos, todo contrario a lo que de antiguo se acostumbraba en los otros tribunales». Además, a los españoles de la época «les parecía cosa nueva que semejantes pecados se castigasen con pena de muerte, y lo más grave, que por aquellas pesquisas secretas les quitaban la libertad de oír y hablar entre sí, por tener en las ciudades, pueblos y aldeas personas a propósito para dar aviso de lo que pasaba; cosa que algunos tenían en figura de una servidumbre gravísima y a par de muerte»58.

En su monumental comentario a la obra De civitate Dei de Agustín de Hipona, publicado en 1522 en Basilea, el humanista Juan Luis Vives califica el proceder de la Inquisición al intentar conseguir dudosas confesiones por medio de la tortura como una invención bárbara (aunque la Inquisición no inventó la tortura). Pues los dolores inaguantables conducen hasta al más inocente a cualquier confesión.

Las penas de la Inquisición

La Inquisición aplicaba un catálogo de diferentes penas. Las principales, de más a menos, son las siguientes:

Relajación: condena a muerte en un auto de fe público y entrega al brazo secular para el ajusticiamiento fuera de los muros de la ciudad y del recinto «sagrado» (quema de herejes en la hoguera: vivos los renitentes, y después del garrote vil si había arrepentimiento). En caso de ausencia por huida o muerte, la relajación podía tener lugar in effigie por medio de una figura que representaba al condenado. Las consecuencias de la relajación eran confiscación de bienes y hacienda así como pérdida de los derechos de ciudadanía, también para los descendientes.

Reconciliación: para los reconciliados con la Iglesia las penas dependían de la forma de abjuración, como diremos a continuación. Las consecuencias eran en principio las mismas que en la relajación. Pero en el caso de la autodenuncia solo se confiscaba un tercio. Casi el 90% de los reconciliados en la fase caliente de los procesos contra los judaizantes eran de esta clase. En caso de reincidencia, los reconciliados eran tratados como herejes y automáticamente relajados.

Abjuración: esta era la condición para la reconciliación y podía ser de tres maneras: de levi, en el caso de sospecha leve de herejía así como de bigamia, blasfemia o simulación de identidad; las penas consistían en una cantidad de dinero y/o en ejercicios piadosos; de vehementi, en caso de fuertes sospechas de herejía y si los reos a pesar de la evidencia de las pruebas negaban primero los hechos; las penas eran más fuertes: destierro, flagelación pública o condena a galeras durante cierto tiempo, o también prisión perpetua, que apenas se llevaba a cabo hasta el final, pues era algo muy costoso para la Inquisición; in forma, para los arrepentidos y confesos, sobre todo si habían sido acusados de judaizar; la pena era como en el caso de vehementi. Estas abjuraciones tenían lugar normalmente en un auto de fe privado o autillo.

Y también existía, naturalmente, la absolución con o sin una pequeña pena, lo que era el final más corriente en la mayoría de los procesos.

Los condenados a muerte iban al cadalso o a la hoguera con un sambenito (de saco bendito, una especie de escapulario o poncho) negro, a veces con el nombre del condenado y con pinturas de llamas, demonios, dragones o serpientes, aparte de una coroza roja. Los reconciliados tenían que llevar un sambenito de otros colores durante todo el tiempo que durara la condena, y solo se lo podían quitar en casa. Según una instrucción del Gran Inquisidor Fernando de Valdés de 1561, seguida hasta mediados del siglo XVIII, después de la muerte del condenado o de finalizar la pena de la reconciliación, los sambenitos se colgaban en las iglesias parroquiales para escarmiento y como permanente recuerdo de la infamia de los condenados y sus familias.

La censura del libro

El funcionamiento del sistema inquisitorial se puede mostrar muy bien en el caso de la censura del libro y del control del mercado librero, un nuevo problema después de la invención de la imprenta. A principios del siglo XVI, el libro impreso se había convertido en el nuevo medio de comunicación social, alcanzando grandes tiradas. Para las autoridades estatales y religiosas estaba claro que debían ejercer un cierto control. Después de algunos intentos bajo los papas Inocencio VIII en 1487 y Alejandro VI en 1501, León X promulgó durante el Concilio Lateranense V en 1515 la bula Inter sollicitudines, que otorgaba a los obispos el privilegio de dar el permiso de impresión. El Concilio de Trento confirmó este proceder. Pío IV promulgó en 1564 las reglas de censura del Concilio de Trento junto con el Índice de libros prohibidos.

La España de los Reyes Católicos se tomó la libertad de seguir su propio camino, de acuerdo con el estatismo del que hablábamos más arriba (cf. cap. II). El Estado se reservó el control de las licencias o privilegios de impresión, mientras que el control del mercado librero a posteriori quedó bajo la competencia de la Inquisición. Aunque hubo algún conflicto entre las dos instituciones de censura —entre otras cosas porque la Inquisición quería alargar sus competencias y controlar también el proceso de las licencias de impresión—, podemos decir que se mantuvieron la división de competencias y la buena colaboración.

Con la Pragmática Sanción del 8 de julio de 1502, los Reyes Católicos obligaron a los libreros a solicitar licencias de importación y a presentar a examen los libros que venían de fuera. Para imprimir libros en sus territorios había que solicitar de antemano una licencia, que solo se debía otorgar después de un severo examen del contenido. Al principio, el Estado permitió otorgar esas licencias a las Chancillerías de Valladolid y Granada, así como a los arzobispos y obispos de Toledo, Sevilla, Burgos, Salamanca y Zamora. A partir de 1554, y después de que el Consejo Real tuviera que lamentar que algunas licencias se habían otorgado un poco a la ligera —en 1552, por ejemplo, pudo imprimir Las Casas en Sevilla algunos tratados muy críticos con el proceder español en el Nuevo Mundo, probablemente con permiso del arzobispo hispalense, el mismo Inquisidor Valdés, que entonces estaba capacitado para ello y quería como Las Casas meter presión a la Corona para enviar la Inquisición a México y Perú, lo cual explicaría que Las Casas no tuviera que rendir cuentas por la impresión59—, el proceso se centralizó bajo el control exclusivo del Consejo Real.

Hasta mediados del siglo XVI, la Inquisición española solo produjo algunos edictos con medidas especiales de censura, comenzando por el edicto del Gran Inquisidor Adriano de Utrecht, el preceptor de Carlos V y obispo de Tortosa (y luego papa) del 7 de junio de 1521. En él se ordena la confiscación de las obras de Lutero que después de su excomunión era considerado un heresiarca. Siguen entre 1523 y 1534 algunas ordenanzas del Gran Inquisidor y simpatizante de Erasmo Alonso de Manrique para el control de la importación de libros de autores protestantes, así como otros edictos en los años cuarenta para controlar libros sospechosos, ahora también de Erasmo y sus discípulos. El proceso al libro como a un «hereje mudo» comienza a tomar forma jurídica a partir de 1551, después de que Valdés promulgara el primer Índice de libros prohibidos de la Inquisición española ante el hecho de que, a pesar de las medidas ya mencionadas, libros de autores protestantes y erasmistas seguían llegando al mercado español, con lo que se temía que alimentaran un criptoprotestantismo.

Valdés tiene entre los investigadores fama de haber querido extender las competencias de la Inquisición. En la difusión de la literatura protestante y erasmista, así como de las traducciones de la Biblia, parece haber visto una ocasión pintiparada para reforzar su propio papel y el de la Inquisición. El Índice de 1551 no hacía sino asumir la lista de libros prohibidos de la Universidad de Lovaina de 1550, añadiendo algunas ordenanzas para el mercado español, como por ejemplo la prohibición de las traducciones de la Biblia o antologías de la misma al romance y de las obras de Erasmo y sus discípulos españoles. Los libreros protestaron en 1551 con una carta a La Suprema. La confiscación y quema de las obras de autores protestantes como Felipe Melanchthon, que no hacían sino editar y comentar a los filósofos de la Antigüedad o a los Padres de la Iglesia, o de libros sobre medicina y derecho, que solo contenían algunas frases sospechosas, les originaba un gran daño económico, pues tenían mujer e hijos y habían invertido todo su dinero en el mercado librero. Después de que los inquisidores de Toledo enviaran a finales de 1551 o principios de 1552 un memorial a La Suprema con las dudas morales sobre la aplicación de las medidas del Índice, esta respondió el 4 de abril de 1552 con una «carta acordada» a todos los tribunales de los distritos de la Inquisición para que supieran a qué atenerse60. En la carta cobra forma el proceso del libro de la Inquisición Española.

Todos los libros deben ser confiscados, pero solo los de autores herejes deben ser quemados públicamente, mientras que las obras de autores católicos deben ser puestas a buen recaudo en los locales de la Inquisición hasta que se disponga de nuevo sobre ellas; también ha de establecerse una lista con los nombres de sus propietarios y enviarla a La Suprema, para que esta vea lo que hay que hacer. Los libros en romance con antologías de las epístolas paulinas, de los evangelios y sermones, así como los catecismos, las vidas de santos y otras obras de autores católicos deben ser devueltos a sus propietarios, si están libres de herejía o de sospechas. Los libros de autores católicos sobre los Padres de la Iglesia o los filósofos de la Antigüedad que contuviesen comentarios de herejes deben ser expurgados de los mismos y devueltos a sus propietarios. Las ediciones de la Biblia deben ser confiscadas y hay que hacer una lista de los nombres de sus propietarios. Los ejemplares deben ser expurgados según las reglas que serán aprobadas próximamente y devueltos después a sus propietarios. Después de que Valdés mandase imprimir el 20 de agosto de 1554 las reglas de la «Censura general de Biblias», se pudo poner en práctica dicho expurgatorio.

Se trata de la primera medida de censura autónoma de la Inquisición española que hasta ahora había seguido simplemente los catálogos de la Sorbona o de la Universidad de Lovaina. Las medidas conciernen a unas setenta ediciones de la Biblia que circulaban por España y habían sido impresas entre 1526 y 1552 en París, Amberes, Basilea, Zúrich y Lyon. Las expurgaciones no se refieren normalmente al texto bíblico, sino a los comentarios de herejes o sospechosos de herejía, sobre todo si trataban de las cuestiones controvertidas de la época: la relación entre fe y confianza en la salvación, el significado de las obras en la justificación o sobre el libre albedrío. Después de la expurgación, los ejemplares eran devueltos a sus propietarios con un certificado, que contenía una lista del material expurgado y la fecha.

Con el Índice y el expurgatorio, la Inquisición española introdujo así, a comienzos de los años cincuenta, dos instrumentos importantes para la censura del libro que serían asumidos poco después por la Inquisición romana (del papado). La Censura general de Biblias de 1554 no pretendía todavía prohibir la posesión o la lectura de Biblias en romance, sino tan solo asegurar el correcto uso de ciertas ediciones que habían sido prohibidas por el Índice de 1551 o tenían rasgos parecidos. En este sentido no podemos negarles a las medidas una cierta tolerancia. Pero el margen para esta se estrechó mucho a finales de los años cincuenta después del descubrimiento de conventículos de criptoprotestantes en Sevilla y Valladolid en 1557 y 1558, que habían podido introducir de contrabando libros y traducciones de la Biblia de autores protestantes. Son los «tiempos recios», de los que hablaremos en el siguiente capítulo.

El 2 de junio de 1558, Valdés envió a Felipe II un memorial sobre la censura del libro que intenta aprovechar la ocasión para aumentar las competencias de la Inquisición. Propuso, entre otras cosas, las siguientes medidas: que los inquisidores visitaran los puertos regularmente para controlar a las personas y las mercancías; que no se imprimiera ningún libro ni en romance ni en latín sin el previo control de la Inquisición y sin nombrar al autor, al impresor y al lugar de la impresión; que los jueces visitaran mensualmente las oficinas de impresión para ver si se hacían impresiones clandestinas; que los libreros no abrieran las pacas de libros sin la presencia de representantes de la Inquisición y que los jueces seculares hicieran un listado exacto de esas pacas y de su contenido; que los libreros no vendieran ningún libro sin haber sido examinado por la Inquisición; que colgaran de forma bien visible en sus tiendas una lista con los libros que vendieran y con los que habían sido prohibidos por la Inquisición; que nadie comprara libros de ninguna clase y en cualquier lengua de los extranjeros que visitaran España; que se examinara si sería conveniente anunciar por doquier que los que quisieran denunciar a los que poseyeran libros con errores de los protestantes recibirían una tercera o cuarta parte de sus bienes y no serían incriminados, si tuvieran que ver con el delito; que se examinara si sería conveniente confiscar todos los libros en romance para su control y que solo se permitiera leer los que estuvieran libres de toda sospecha de herejía; que se prohibiera vender libros en español impresos en el extranjero; y finalmente que los libreros en la última página de cada libro pusieran su nombre y firma para que se supiera quién lo había vendido.

Basándose en este memorial, Felipe II promulgará el 7 de septiembre de 1558 la segunda Pragmática Sanción en la historia española de la censura del libro, y la más restrictiva. El rey asume la mayoría de las medidas propuestas por el Inquisidor con dos excepciones importantes: no se habla de premiar a los denunciantes y tampoco se encarga a la Inquisición el control de los manuscritos antes de la impresión; al contrario, se resalta que las licencias de impresión son competencia exclusiva del Consejo Real y se amenaza con la pena de muerte a «quien imprimiere o diere a imprimir, o fuere, en que se imprima libro u obra en otra manera» sin esa licencia61. Por lo demás, se ordena a las Universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá así como a los arzobispos, obispos y prelados y los superiores generales de todas las órdenes religiosas visitar «con mucha diligencia y cuidado» las bibliotecas bajo su responsabilidad: sobre los libros sospechosos o prohibidos o sobre los que contengan errores y falsas doctrinas o traten de cosas obscenas y den un mal ejemplo moral, ya sea en latín o en romance e incluso si se tratara de libros impresos con privilegio real, deben hacer un informe al Consejo Real firmado con su nombre «para que lo vean y provean»62. Otro decreto prohíbe a las universidades practicar la censura del libro a posteriori, pues esto es competencia exclusiva de la Inquisición. Estas medidas fueron acompañadas por otras que siguieron como una cascada en 1559 y de las que hablaremos en el siguiente capítulo.

Lo especial del Índice de Valdés de 1559 respecto a las medidas anteriores se encuentra en los libros publicados en español, entre ellos los libros de espiritualidad y las traducciones de la Biblia. Según el parecer de Melchor Cano de 1559 sobre la obra Comentarios al Catechismo christiano (1558) de Bartolomé Carranza, eran vistos como la puerta abierta para la entrada del protestantismo. Este Índice es el intento de conducir la piedad popular y el hambre de espiritualidad de los laicos y las mujeres religiosas por otro sendero e interpretar de forma restrictiva el espíritu de Trento. Como ha dicho un autor, con esta medida la censura del libro dejó de ser parte de la estrategia «contra la herejía» y se convirtió en un instrumento para controlar la producción intelectual en el interior de España63. En las disputas académicas y en las luchas por las cátedras en las universidades, la denuncia anónima de los contrincantes ante la Inquisición se convirtió en el arma predilecta.

Sobre el proceso al libro y el papel de los calificadores y de las reglas de los Índices

En los años siguientes, el libro como tal está bajo sospecha, no solo los libros de teología o espiritualidad, sino también la literatura trivial, la historia, la filosofía y las ciencias naturales. En el Índice de Sandoval y Rojas de 1612 se puede leer que por ningún medio se comunica y delata mejor la herejía como por los libros, «que siendo maestros mudos, continuamente hablan y enseñan a todas horas»64. También el Gran Inquisidor Antonio de Zapata decía en 1632 que el gusto de escribir y publicar es «el más proporcionado instrumento, i más eficaz medio, que pudo inventar el padre de la mentira i engaño»65. Desde la mitad del siglo XVI se puede observar cómo toma forma el proceso al libro desde las primeras sospechas hasta la sentencia definitiva: el proceso comienza con la denuncia que conduce a la confiscación del libro por los comisarios o visitadores de la Inquisición y su envío a los inquisidores de un distrito. El segundo paso es encargar el examen a los calificadores. El debate sobre el libro podía tener lugar, con permiso de La Suprema, en el tribunal de un distrito, en las universidades de Salamanca o Alcalá, o en la misma Suprema. Esta se reservaba la última decisión y la publicaba por medio de un bando público o de una carta acordada a todos los tribunales de distrito, y en caso de condena incluía el libro en el Índice. Si la condena era por herejía el libro acababa en la hoguera, y en caso de heterodoxia parcial se expurgaban los errores, es decir, se tachaban con tinta y se devolvía el libro al propietario. En caso de una nueva edición había que renunciar a los pasajes expurgados. Tres aspectos de ese proceso merecen una atención especial: la denuncia, la centralización del proceso y el papel hermenéutico de los calificadores.

Con la denuncia, a la que animaban los inquisidores con sus edictos y bandos de fe cuando visitaban un distrito, un obispado o una ciudad, se podía confiscar el cuerpo sospechoso del delito y abrir el proceso. La denuncia venía de personas privadas o de instituciones y concernía siempre a todo el libro, aunque se tratara solo de alguna frase o pequeñez. Cuanto más precisa fuera, más pronto podía llegar la decisión de la Inquisición. Entre los denunciantes se hallaban con frecuencia los mismos calificadores, acostumbrados como estaban a controlar los libros que había en el mercado. Pero también encontramos profesores de universidad, religiosos, miembros del clero secular y funcionarios civiles con hábito de lectura. Como no se había fijado con claridad lo que debía o podía ser tema de la denuncia, esta podía tener lugar de forma un tanto caprichosa, creando un clima general de sospecha en torno al libro. Pero para impedir que algunas personas sin la debida capacidad pretendiesen decidir sobre el tema, la última decisión era siempre competencia de La Suprema. Muchas cartas entre esta y los tribunales de un distrito inquisitorial muestran la minuciosidad y la jerarquía del proceso.

Especialmente importante y a la vez poco investigado hasta el momento es el papel de los calificadores. No tenemos, por ejemplo, ningún estudio crítico sobre el jesuita Juan de Pineda, calificador muy riguroso y celoso, de gran influencia para el Índice de Zapata de 1632, responsable de la incriminación de una frase de la segunda parte del Quijote (cf. más abajo) y de quien se ha dicho que el Santo Oficio no le debe a nadie tanto66. Los calificadores son los «actores principales» del proceso de censura, pues la decisión de La Suprema estaba basada en sus pareceres. Tenían que clasificar el contenido del libro en categorías doctrinales y proponer una decisión. Para ser calificador, un puesto muy codiciado, había que cumplir, aparte de la buena fama, dos criterios esenciales: tener el adecuado nivel intelectual, lo que se mostraba con un título académico, y provenir de la casta de los cristianos viejos. Como esta tarea, aunque no era remunerada, comportaba un cierto prestigio social, al final del siglo XVI había muchos candidatos. Así que hubo que introducir otros criterios más bien prácticos: limitación a un número determinado por tribunal, así como una cierta paridad entre los representantes de las diferentes órdenes religiosas. Lo último no fue posible, pues la mayoría de los calificadores eran al principio dominicos y más tarde jesuitas. Los candidatos tenían que solicitar por sí mismos el puesto. Un rechazo o una larga espera a la respuesta de la Inquisición podía significar la pérdida de prestigio social. La Inquisición no comunicaba nunca los motivos de su decisión. La colaboración entre el calificador y la Inquisición podía terminar abruptamente por una decisión de esta, también sin nombrar los motivos. Pero el motivo casi siempre eran circunstancias personales como la defunción o el cambio de domicilio del calificador. Sabemos muy poco sobre los criterios concretos para la censura en las reuniones de los tribunales, pues las reglas de los Índices no eran suficientes. Mientras que en los procesos de personas las actas nos informan indirectamente sobre los criterios para el arresto y la condena, no es así en los procesos a los libros.

Junto a los denunciantes y los calificadores, la investigación debería prestar más atención a la interpretación de las reglas de los Índices. De especial importancia son las reglas del Índice de Gaspar de Quiroga de 1583, porque nos muestran cómo se formularon y cuál es su afinidad y diferencia con las del Concilio de Trento. Quiroga no solo no ha asumido sin más esas reglas, sino que ha formulado otras nuevas, que se deducen de la legislación de la Corona sobre la censura del libro. Llaman la atención sobre todo las diferencias que conciernen a la traducción de la Biblia, la literatura trivial y las licencias de impresión. La regla VI, por ejemplo, prohíbe tajantemente todas las traducciones de la Biblia en romance, independientemente de si se trata de traducciones completas o parciales, mientras que la regla IV del Concilio de Trento defiende una posición menos radical y permite la traducción y lectura de la Biblia en romance bajo algunas condiciones.

El Índice de 1583 renuncia a la regla VII del Concilio sobre la literatura trivial que es muy restrictiva. Tampoco asume la regla X, pues las licencias de impresión son en España después de 1558 competencia exclusiva de la Corona. En el caso de la literatura trivial hay con el tiempo un acercamiento a la postura de Trento. Lo mismo que Sandoval y Rojas en 1612, Zapata señala la diferencia con el Concilio en 1632: «Prohíbense así mismo los libros que tratan, cuentan y enseñan cosas lascivas de amores, otras cualquiera, mezclando en ellas herejías o errores en la Fe, ora sea exagerando y encareciendo los amores, ora en otra manera. Y se advierte que la Santa Sede Apostólica Romana tiene prohibidos los dichos libros que tratan, cuentan o enseñan de propósito cosas lascivas o obscenas, aunque no se mezclen en ellas herejías o errores en la Fe»67. Pero en el Índice de 1640, el Gran Inquisidor Antonio de Sotomayor asumirá del todo la posición tridentina, «aunque no se mezclen en ellas herejías o errores en la Fe, mandando que los que los tuvieren sean castigados por los inquisidores severamente»68. Esto conduce a que a mediados del siglo XVII se prohibieran libros que antes hubieran pasado sin más la censura. La pérdida de liberalidad entre los calificadores e inquisidores es un signo más de la decadencia y mediocridad intelectual a finales del Siglo Español.

Supersticiones y hechicerías

En el Renacimiento se vuelve la mirada no solo a la Antigüedad clásica, sino también a las religiones de los celtas y germanos (y vascos). Así que las supersticiones y hechicerías estaban a la orden del día, también en España. Pero prácticamente con la excepción del proceso inquisitorial de Logroño en 1609-1610 contra las brujas de Zugarramurdi, que acabó con la quema de seis personas vivas y cinco in effigie, en España no hubo muchos casos graves de brujería y nigromancia, sino más bien supersticiones y hechicerías que formaban parte de su «herencia oriental» y se pueden observar en la literatura del Siglo de Oro, por ejemplo en el Quijote.

Los teólogos escribieron tratados sobre supersticiones y hechicerías con consejos para extirparlas. Lo que hacían los misioneros con la «idolatría» de los indios en México y Perú (cf. cap. XIII) tenía aquí su correspondencia peninsular. Tres tratados son especialmente importantes: Tratado muy sotil y bien fundado de las supersticiones y hechizerias y vanos conjuros y abusiones y otras cosas al caso tocantes, y de la possibilidad y remedio dellas (Logroño 1529) del franciscano Martín de Castañega; Reprovación de las supersticiones y hechizerías (e.o. Salamanca 1538) del teólogo y matemático de Alcalá Pedro Ciruelo; y finalmente la obra monumental Disquisitionum magicarum libri sex (Lovaina 1599-1600) del jesuita Martín del Río.

Aunque la obra de Ciruelo es menos rica en informaciones que la de del Río, tiene un valor especial: porque está escrita en español y trata de la situación concreta en España; porque fue dedicada expresamente a los prelados y jueces eclesiásticos y civiles para darles a entender que deberían ser más vigilantes, pues la situación era delicada; y finalmente porque el autor es uno de los eruditos españoles más famosos del Renacimiento y la obra alcanzó en el siglo XVI once ediciones.

En la primera parte se presenta la valoración teológica tradicional de las supersticiones y hechicerías como fruto de una invención diabólica o un pacto con el diablo, de forma que todos los que las practiquen son sus discípulos. Ciruelo distingue entre nigromantes, vaticinadores, saludadores y hechiceros.

La segunda parte trata de los nigromantes y vaticinadores. La brujería pertenece a la nigromancia y es tratada con brevedad, lo que muestra que en la España del siglo XVI no era un problema tan grave como en otras partes de Europa. Con más amplitud se ocupa de los vaticinadores.

La tercera parte trata de los saludadores y de los curanderos. Ciruelo fustiga primero la ingenuidad de los españoles que corren detrás de cada charlatán; describe prolijamente las prácticas de los saludadores y curanderos y recomienda encarecidamente con sentido común en caso de enfermedades y otros males utilizar remedios naturales y sobrenaturales, es decir, la medicina y la oración: primero hay que intentarlo por el medio natural de la razón humana y la medicina, pero sin olvidarse de rogar a Dios y a los santos por la salud.

Ciruelo critica también los abusos y las malas costumbres en la piedad popular, por ejemplo el exagerado culto a las reliquias cuando algunos las guardan en su casa o las llevan consigo. Para él, esto es también una forma de superstición. Su obra está entroncada, pues, en una tradición teológica que quiere distinguir entre buena y mala, verdadera y falsa o estafadora religiosidad. La obra de Ciruelo fue utilizada por los inquisidores como una especie de vademécum a la hora de perseguir las supersticiones y hechicerías. Llama la atención que en el caso de la brujería propone un remedio más suave que el famoso Malleus Maleficarum (1486, Martillo de las brujas) de los dominicos Heinrich Kramer y Jakob Sprenger. Mientras que estos, basándose en Ex 22,17 («No dejarás con vida a una hechicera»), abogaban por la quema de las brujas como si fueran herejes, Ciruelo se orienta más bien por Dt 18,10-11 («no haya entre los tuyos quien haga pasar a su hijo o su hija por el fuego; ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes») y da a entender que hay que controlar a esta gente o expulsarla de la comunidad. Otra diferencia es que la obra de Ciruelo está libre de un furibundo misoginismo, pues habla de «brujas y brujos, hechiceros y hechiceras», con lo que evita una demonización singular de las mujeres.

Para el tratamiento de las supersticiones y hechicerías en el Quijote, Cervantes se ha inspirado probablemente en la obra de Ciruelo. La presencia de esos temas es más frecuente en la segunda que en la primera parte, quizá porque Cervantes después de los procesos de Logroño leyó un tratado sobre el tema que bien pudo haber sido el de Ciruelo. La historia de «maese Pedro y el mono adivino» en el capítulo 25 de la segunda parte suena a una alusión críptica y al mismo tiempo divertida a la obra del «maestro» de Alcalá «Pedro» Ciruelo como su fuente de inspiración para tratar esos temas. Llama la atención, por lo menos, que Cervantes tome esa historia como motivo para precisar teológicamente la sabiduría del diablo de la misma manera que lo hace Ciruelo en su obra: «Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro su amo debe de tener hecho pacto tácito o espreso con el demonio. (...) Y háceme creer esto el ver que el mono no responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no se puede estender a más, que las por venir no las sabe si no es por conjeturas, y no todas veces, que a sólo Dios está reservado conocer los tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir, que todo es presente» (Quijote II, 25).

Las consecuencias de la censura del libro

Después del artículo «Espagne» de Masson de Morvilliers en la Encyclopédie methodique (1782), y sobre todo después de la Historia crítica de la Inquisición en España del afrancesado Juan Antonio Llorente, traducida en 1817 al francés y en 1819-1822 al alemán, se ha dado en culpar a la Inquisición del retraso de España en todas las buenas ciencias hasta bien entrado el siglo XX. El historiador Ignaz von Döllinger sigue, por ejemplo, a Llorente cuando en su famoso discurso muniqués de 1863 sobre «El pasado y el futuro de la teología católica» (1863) dice sobre España que en el siglo XVII —después de Báñez, Suárez y Vázquez— se apagó la lámpara de la buena teología y la ciencia desapareció «por culpa de la Inquisición para no volver, por lo menos hasta ahora»69.

Otros autores resaltan la influencia negativa de la Inquisición en las ciencias naturales, la filosofía o la literatura. Miguel de Unamuno y Antonio Machado creían que la mística era la contribución genuina de España a la reforma religiosa, una corriente espiritual muy fértil y vital, opuesta al formalismo literal y ritual de los administradores profesionales de la religión, que representaba el gran kairós introspectivo de España y hubiese podido ser la base de una tradición filosófica a la altura de la de los nietos de Lutero, pero «que fue ahogada luego en germen por la Inquisición»70. Esta interpretación sobrevalora el significado filosófico de la mística española en sus formas ortodoxas y heterodoxas, aunque hay que reconocer que la introspección mística con el conocimiento de sí mismo «ante Dios», que nos ilumina y transforma, representa otro camino a la modernidad diferente y complementario al cartesiano «credo, ergo sum».

Los apologetas de la Inquisición, formados a la sombra del tradicionalismo del siglo XIX y que durante el franquismo daban todavía el tono en la investigación española, no parecen pensar en otra cosa que en alabar la prudencia y moderación de muchos inquisidores e Índices que, según Marcelino Menéndez Pelayo, no condenaron «una sola obra filosófica de mérito o de notoriedad verdadera ni de extranjeros ni de españoles»71, afirmación que no puede sostenerse, a no ser que consideremos las obras de Erasmo como irrelevantes.

La controversia entre los historiadores no se puede resolver en una u otra dirección, pues tampoco podemos decir lo que realmente hubiese sido de las diferentes ciencias en España «sin la Inquisición». También habrá que tener en cuenta que la Inquisición podía controlar la circulación de la palabra impresa, pero no la de pensamientos e ideas en conventículos de toda clase. De forma que en España siempre hubo gente bien informada sobre las tendencias europeas. Además, después de la abolición de la Inquisición, en el siglo XIX español no brillan precisamente los «Kant», «Dilthey» o «Pasteur», por poner solo unos ejemplos: España quedó descolgada de la revolución técnica-industrial de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pero no de las tendencias del Renacimiento y Barroco. La Inquisición no vale como explicación monocausal de la decadencia española desde finales del Siglo Español, pues hasta entonces, y bajo su atenta mirada, España fue el centro espiritual y en muchos aspectos también intelectual de Europa, como muestra la «Escuela de Salamanca» (cf. cap. X).

Pero podemos constatar algunos aspectos de la mentalidad y cultura españolas influenciados por la Inquisición: en primer lugar, la mentalidad popular de desconfianza frente a los libros, pues el libro como medio estaba de forma general bajo sospecha. La frivolidad, con que la Inquisición extendió en las notas teológicas de los calificadores y en los expurgatorios el concepto de herejía a una difusa «herejía inquisitorial», sin hablar del sistema que favorecía la denuncia, ha pendido como una espada de Damocles sobre las cabezas de los autores hispanos, obligándoles a la autocensura. Los procesos contra autores y libros no teológicos, así como contra los humanistas, que favorecían el estudio filológico-crítico del texto bíblico o de los Padres de la Iglesia, muestran que la Inquisición no estaba dispuesta a reconocer la autonomía del quehacer científico. Paradigmáticos son los procesos contra Antonio de Nebrija a comienzos del siglo XVI y contra algunos profesores de Salamanca en los años setenta del mismo siglo (cf. cap. VI). El resultado no podía ser bueno para la ciencia, pues los gramáticos, los filólogos y los humanistas tenían que someterse al a priori teológico. Especialmente triste es la prohibición de la lectura de la Biblia en romance. Bajo la Inquisición, el proceso de clericalización impulsado por el Concilio de Trento fue tan fuerte, que los laicos durante siglos han considerado las cosas de la Iglesia como competencia exclusiva del clero, lo que es una de las consecuencias más negativas del parecer de Melchor Cano de 1559, del que hablaremos en el próximo capítulo.

Parodia de la censura del libro en el Quijote

En el sexto capítulo de la primera parte del Quijote (1605) encontramos una ingeniosa parodia de la censura del libro y del papel de los calificadores. No se trata de una quema ciega y general de todos los libros que poseía el Caballero de la Triste Figura, aunque su sobrina, la vox populi con una desconfianza general en los libros, le dice al cura, a quien el barbero pasa un libro tras otro «para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego»: «no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojallos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo». Mas el cura no siguió el consejo, «sin primero leer siquiera los títulos», y salvó de la quema algunos libros de caballerías, comenzando por Los cuatro de Amadís de Gaula, lo que no deja de tener su busilis, ya que las Cortes de Castilla de 1555 en Valladolid habían dicho «que está muy notorio el daño que en estos reynos ha hecho y haze a hombres moços y donzellas, y a otros géneros de gentes leer libros de mentiras y vanidades como son Amadís y todos los libros que después dél se han fingido de su calidad y letura, copla y farsas de amores, y otras vanidades (...) Y para el remedio de los susodicho suplicamos a V.M. mande que ningún libro destos ni otros semejantes se lea ni imprima so graues penas: y los que agora ay les mande recoger y quemar»72. Y el mismo Juan de Mariana lo había recomendado de nuevo en 1579 como calificador del Índice de Gaspar de Quiroga de 1583.

En el capítulo tercero de la segunda parte (1615) hay un diálogo muy sutil entre el bachiller Carrasco y Don Quijote. El bachiller habla de los envidiosos censores «que tienen por gusto y por particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios a la luz del mundo». Para Don Quijote, esto no es de maravillar «porque muchos teólogos hay que no son buenos para el púlpito, y son bonísimos para conocer las faltas o sobras de los que predican». Carrasco hace de abogado de los autores y dice: «pero quisiera yo que los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; que si aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto, por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y así, digo que es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos los que le leyeren». (Quijote II, 3).

Cervantes gozaba de la protección de los inquisidores Gaspar de Quiroga y Sandoval y Rojas, pero en la segunda edición de la segunda parte, aparecida poco antes de su muerte 1616 en Valencia y base para la mayoría de las traducciones, tuvo que renunciar a una frase del capítulo 36 en la edición de 1615, pues a la sombra de la controversia sobre la gracia entre dominicos y jesuitas sonaba a sospechosa, como si las buenas obras no lo fueran por sí mismas, sino solo cuando se hacen con la debida actitud: «las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada», le dice la duquesa de Alba a Sancho. Cervantes estaba al tanto de que se había denunciado esa frase ante el Santo Oficio como «escandalosa y herética» (¿quizá por Lope de Vega que era familiar de la Inquisición y solía decir que ya encontrarían algo en ese Cervantes?), pero no le sirvió de nada la autoexpurgación. Pues la primera edición seguía en circulación, y en la regla XIII del Índice de Quiroga de 1583 se mandaba y prohibía expresamente «que ninguno por su autoridad quite los tales errores, ni rasgue, ni borre, ni queme los libros, papeles, ni hojas, donde se hallaren, sin que primero sean manifestados a los Inquisidores: para que les conste de ello, y se haga por su orden lo que convenga»73. El proceso al Quijote continuó, por tanto, y la frase incriminada no faltará en el expurgatorio de Zapata de 1632.

Los Grandes Inquisidores del Siglo Español

Tomás de Torquemada OP (1483-1498); Diego de Deza OP (1498-1507, resignó); Francisco Jiménez de Cisneros OFM (1507-1517, solo en la Corona de Castilla); Juan Enguera OP (1507-1513, solo en la Corona de Aragón); Luis Mercader OCart (1513-1516, solo en la Corona de Aragón); Adriano de Utrecht (1516, solo en la Corona de Aragón, 1518-1522 también en Castilla; 1522-1523 papa Adriano VI); Alfonso Manrique de Lara (1523-1538); Juan Pardo de Tavera (1539-1545); García de Loaysa y Mendoza OP (1546); Fernando de Valdés (1547-1566, resignó); Diego de Espinosa (1567-1572); Gaspar de Quiroga (1573-1594); Jerónimo Manrique de Lara (1595); Pedro de Portocarrero (1596-1599, resignó); Fernando Niño de Guevara (1599-1602, resignó); Juan de Zúñiga (1602); Juan Bautista de Acevedo (1603-1608); Bernardo de Sandoval y Rojas (1608-1618); Luis de Aliaga OP (1619-1621, resignó); Andrés Pacheco OFM (1622-1626); Antonio Zapata y Cisneros (1627-1632, resignó); Antonio de Sotomayor OP (1632-1643, resignó); Diego de Arce y Reinoso (1643-1665).