III. El final de la convivencia entre cristianos, moros y judíos
En el Siglo Español llega a su fin la convivencia medieval entre las culturas y religiones en la península ibérica. En este capítulo vamos a ver en qué consistía y cómo y por qué se acabó de forma abrupta.
Dos modelos de política con las minorías religiosas
Los Reyes Católicos disponían de dos diferentes modelos de política con las minorías religiosas: el de los visigodos católicos y el de los islámicos. El primero fue puesto en práctica después de la declaración de la fe católica como religión oficial del reino visigodo en el III Concilio de Toledo (589) y se encuentra codificado en el canon sobre los judíos del IV Concilio (633) y en el Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo (654). Antes, los visigodos arrianos tendían a favorecer a los judíos frente a los católicos. Ahora se prohíbe ese favoritismo. Los judíos son vistos como vasallos y «huéspedes» de los príncipes cristianos contra los que estos y la Iglesia pueden promulgar leyes coercitivas. El rey Sisebuto publicó en 612 un edicto de expulsión que ya contiene la alternativa de 1492: conversión o exilio. Después de su muerte en el 621 muchos conversos intentan retornar al judaísmo, lo que la Iglesia prohíbe en el citado Concilio presidido por Isidoro de Sevilla; dejando claras dos cosas: que la conversión debe ser un acto de libre albedrío y no forzoso, pero que los bautizados deben permanecer en el seno de la Iglesia pues lo contrario sería apostasía.
Con los musulmanes, llega a partir del 711 otro modelo de convivencia religiosa a la península. La singular expansión del islam en poco más de un siglo desde las estepas asiáticas en la frontera de China hasta el sur de Francia no se puede explicar solo por la fuerza de las armas, sino que hay que pensar también en factores religiosos y políticos, como la forma de vida bajo el islam, la liberación de tributos para los que lo aceptasen libremente, su sencillo credo y su estricto monoteísmo (que lo hacían atractivo para pueblos descontentos con sus príncipes cristianos y/o atónitos ante la complejidad dogmática y las querellas del cristianismo de la antigüedad tardía). De la misma manera hay que pensar en el prudente proceder de los islámicos que, con el contrato de protección de los dhimmis, supieron ofrecer aceptables condiciones a los pueblos bajo su dominio que querían conservar su religión monoteísta, como judíos, cristianos y adeptos de Zaratustra.
Los fieles de esas religiones prácticamente compraban una cierta «tolerancia» pagando el tributo especial de la jizya y aceptando un estatuto de miembros de segunda clase en la sociedad islámica con unos derechos restringidos: no estaban obligados a convertirse al islam, podían mantener su religión y seguir practicando sus ritos dentro de sus templos pero no podían construir otros nuevos ni ganar adeptos; en caso de matrimonios mixtos estaban obligados a convertirse al islam y si en un matrimonio judío o cristiano una parte se convertía, quedaba disuelto el vínculo. Las conversiones del islam al judaísmo o al cristianismo estaban prohibidas y constituían el delito de apostasía castigado con la pena capital. Los dhimmis no podían tener cargos en la administración pública y si alguna vez los desempeñaban, tenían que ser subalternos de un musulmán. Por la calle tenían que bajar la cabeza ante los islámicos y a veces vestirse de otra manera. Por lo demás, podían autogobernarse en sus barrios con arreglo a su religión si sus leyes no entraban en conflicto con el derecho islámico.
Este modelo no estaba libre de tensiones y muchos judíos y cristianos (los mozárabes) abandonaron la España musulmana en períodos de crisis. Pero hay que reconocer que el modelo islámico de tolerancia de diferentes minorías religiosas tenía sus ventajas frente al de los visigodos católicos y permitía modelar una sociedad plurirreligiosa «asimétrica» con un monoteísmo como religión de Estado y otros monoteísmos «tolerados» con un estatuto jurídico determinado.
Con la conquista de Toledo en 1085, el rey Alfonso VI de Castilla asume el modelo islámico para sus territorios de forma inversa: ahora es el cristianismo la religión de Estado, mientras que los judíos y musulmanes pueden comprar con tributos especiales una cierta tolerancia. Gracias a ese modelo, los reyes de Castilla (y León) y Aragón logran mantener entre finales del siglo XI y del XIV a gran parte de su población judía y musulmana así como aprovecharse del éxodo judío de los reinos de los almorávides y almohades y de la expulsión de los judíos de Inglaterra (1290) y Francia (varias veces, la última en 1394) a la sombra del antisemitismo generado por las cruzadas. Por eso tiene razón Américo Castro cuando escribe: «Entre las leyes feroces del Fuero Juzgo contra los judíos (siglo VII) y las muy dulces de Alfonso el Sabio median quinientos años de islam»43.
El códice Las Siete Partidas que recopiló y promulgó Alfonso X el Sabio entre 1256 y 1265 llama a sinagogas y mezquitas «casas de oración» que se encuentran bajo la protección de la Corona, celebra las conversiones voluntarias al cristianismo y prohíbe las forzosas. Se trata de regular cuasi al modo islámico cómo judíos y musulmanes «pueden vivir entre cristianos», qué les está permitido como «huéspedes»44 y qué tienen estrictamente prohibido. Al marcar los límites de la convivencia, las leyes intentan poner coto a una praxis que discurría por otros derroteros y que desde el Concilio Lateranense IV (1215) intentaba atajar la Iglesia. Fernando III y su hijo Alfonso X no se habían mostrado muy proclives a aplicar los cánones del Concilio sobre los judíos, pero a mediados del siglo XIII no quedaba otro remedio. Por eso dice una ley de las Partidas: «Defendemos que ningunt judío non sea osado de tener cristiano nin cristiana para servirse dellos en su casa, como quier que los puedan haber para labrar y enderezar sus heredades de fuera, ó para guardarlos en camino quando hobiesen á ir por algunt lugar dubdoso. Otrosí defendemos que ningunt cristiano nin cristiana non convide á ningunt judío nin judía, nin reciba otrosí convite dellos para comer nin beber en uno, nin beban del vino que es fecho por mano dellos. Et aun mandamos que ningunt judío non sea osado de bañarse en baño en uno con los cristianos. Otrosí defendemos que ningunt cristiano non reciba malecinamiento nin purga que sea fecha por mano de judío; pero bien la puede recebir por consejo de algunt judío sabidor, solamente que sea fecha por mano de cristiano que conozca et entienda las cosas que son en ella»45. En otra ley, y siguiendo los cánones del Concilio, se obliga a los judíos «que trayan alguna señal cierta sobre las cabezas, que sea tal por que conozcan las gentes manifiestamente quál es judío o judía»46.
No parece que estas leyes hayan surtido mucho efecto pues a principios del siglo XV la reina Catalina de Lancaster tiene que prohibir de nuevo que los judíos tengan criados cristianos en sus casas que durante el sabbat incluso les encendían la chimenea y les traían el vino. Ahora tampoco pueden tener amas cristianas ni criados para sus tierras, majuelos y rebaños. No pueden participar en entierros y bodas de los cristianos ni ser padrinos y madrinas de ellos ni viceversa47. Esto muestra que la tolerancia al modo islámico, restringida según las leyes y bajo la presión de los cánones del Concilio Lateranense IV, conducía a una especie de apartheid o etnopluralismo en la misma sociedad: bajo el supremacismo cristiano se regulaba lo que las minorías podían o no hacer, y se prohibía terminantemente el convivium, las visitas y amistades privadas entre las familias de diferentes religiones, aunque sin poder evitarlo del todo. Por eso la tan manida convivencia del Medievo español entre cristianos, moros y judíos era más bien un proceso espontáneo de ósmosis intercultural del pueblo llano en su vecindad que el resultado de una política estatal y religiosa. Y las mismas autoridades religiosas de los judíos y moros vigilaban con celo que sus adeptos no se mezclaran con los cristianos. El miembro de otra religión se veía como un peligro, cuyo contacto había que evitar. Lo realmente sorprendente del caso español no es que al final la convivencia interreligiosa fracasara y acabara con la expulsión de las minorías, sino que hubiera fases en que el modus vivendi fuera más o menos aceptable y libre de grandes conflictos.
Después de asumir el modelo islámico, la España cristiana de la Alta y Baja Edad Media se convirtió en un caso singular en la Europa del tiempo de las cruzadas. En sus ciudades y villas convivían cristianos, moros y judíos. Los cristianos se dejaban influenciar por algunas costumbres orientales que consideraban más refinadas y más cómodas para la vida cotidiana. Y todo ello fue visto en la Europa transpirenaica como algo extraño y escandaloso. En las cortes europeas y en Roma, los hispanii tenían fama de malos cristianos, de judíos y moros conversos. Y esa fama es un componente importante de la hispanofobia de la Leyenda Negra, como ya se dijo más arriba (cf. cap. I).
No hay que olvidar, empero, que la España cristiana compartía con los otros países de Occidente el rechazo del islam como religión, incluso más que ellos, pues luchó durante ocho siglos por salvaguardar su pertenencia a la civilización occidental cristiana, como ha señalado Claudio Sánchez-Albornoz. Los reinos cristianos del Medievo se basaban en la tradición católica del papado y de la antigua Hispania romano-visigótica. Los islámicos de Al-Andalus vivían en una parte de la antigua Hispania y eran por tanto, geográficamente, «españoles», pero nunca se sintieron parte de la tradición romano-católica, sino que pretendían establecer y expandir su propia tradición cultural y religiosa. Es cierto que hubo entre ellos, sobre todo en el siglo XII, un proceso de recepción de la filosofía griega, pero ese intento de occidentalización del pensamiento, convirtiendo el aristotelismo en una especie de código intelectual común a cristianos, moros y judíos, representado entre otros por Averroes, fue abortado precisamente cuando comenzaba a dar sus frutos y crear una élite crítica al estilo de las universidades de la Europa cristiana48.
Al final del siglo XV, los Reyes Católicos tenían dos alternativas para su política religiosa: continuar con el modelo islámico, muy difícil de gestionar a causa de la gran cantidad de conversos del judaísmo y del islam, u optar por el modelo de los visigodos católicos, controlando rigurosamente o expulsando a las minorías de otras religiones. Los Reyes Católicos comenzaron a optar por este segundo modelo con la expulsión de los judíos en 1492 y lo harán definitivamente en 1502 al obligar a los moros de Granada al bautismo (después se llamarán «moriscos»), sin respetar sus derechos de capitulación de 1491.
La expulsión de judíos y moriscos
Desde los pogromos de 1391 y 1413-1414 con las subsiguientes conversiones masivas de judíos, la España cristiana tenía una situación única en Europa: en la mayoría de las ciudades y villas había no solo las iglesias de los cristianos viejos, sino también sinagogas para los judíos, alguna mezquita para los mudéjares (musulmanes que se quedaron bajo el dominio cristiano) e iglesias para los judíos conversos o cristianos nuevos. Ningún país de aquella Europa estaba preparado para gestionar tanta diversidad religiosa. Las tensiones entre cristianos viejos y nuevos dan lugar a los estatutos de «limpieza de sangre» (cf. cap. VIII) y favorecen la creación de la Santa Inquisición entre 1478 y 1480 (cf. cap. IV). Cuando esta comienza a actuar en 1483 y constata que los judíos son una permanente tentación para los cristianos nuevos, intenta convencer a la Corona de la necesidad de expulsarlos. Los Reyes Católicos pensaban seguir practicando el modelo de tolerancia islámica pues las minorías judías y musulmanas eran una buena fuente de ingresos gracias a los altos tributos e imprescindibles en algunos oficios. Por ello, en las Capitulaciones de Santa Fe del 28 de noviembre de 1491, previas a la «toma» de Granada, conceden a los islámicos el derecho a conservar su cultura y religión a cambio de altos tributos. Solo fuerzan al exilio en el norte de África al rey Boabdil con su clan y su corte ofreciéndole buenas condiciones. Pero cuando firman el edicto de expulsión de los judíos el 31 de marzo de 1492 para que dejen el país antes del 31 de julio bajo unas condiciones bien desfavorables, ya están comenzando a cambiar el modelo islámico por el visigodo. Harán todo lo posible para convencer a sus queridos vasallos judíos de que el bautismo es la mejor opción. Abraham Senior, rabino de Castilla, consejero y banquero de la Corona, se dejó bautizar en una solemne ceremonia con los reyes como padrinos. Entre 50.000 y 100.000 judíos seguirán su ejemplo, pero los reyes y los inquisidores parecen haber calculado mal la fuerza identitaria de la fe de Israel en tiempos de crisis y la capacidad de interpretar las peores catástrofes de su historia como los dolores de parto del tiempo mesiánico —lo que hará, entre otros, Isaac Abravanel, también banquero de la Corona y cabeza espiritual de los expulsados—. Así que entre 50.000 y 100.000 judíos prefieren el duro exilio a la cómoda apostasía.
Después de la expulsión de los judíos se sabía que la tolerancia concedida a los moros de Granada estaba bajo la supervisión de la Inquisición. De forma que aquí también encontraremos pronto (a partir de 1502) la alternativa entre conversión o exilio. Después de la toma de Granada apenas hay intentos de conversión forzosa. El jerónimo de origen judeoconverso Hernando de Talavera, confesor de Isabel, fue nombrado primer obispo de Granada precisamente porque defendía un modo de proceder suave como el humanismo de su tiempo. Creía poder convencer a los islámicos de la verdad del cristianismo con suavidad y blandura por medio de un catecismo en árabe, como lo pretenderá después Bartolomé de Las Casas con los indios de América y postularán también Erasmo y Juan Luis Vives con los turcos. Se olvidaban de que en la lógica del islam como religión postcristiana no entra el convertirse al cristianismo, sino el suplantarlo o heredarlo como la verdadera religión en la senda de Abrahán. Cuando este método fracasa, otro confesor de la reina, el franciscano y arzobispo de Toledo Jiménez de Cisneros, llega a Granada con poderes inquisitoriales para poner en práctica el plan B: entre 1499 y 1502 los moros de Granada tienen la opción entre bautismo o exilio, las mezquitas se transforman en iglesias y valiosas copias del Corán y códices en árabe se dan a la hoguera, como harán después sobre todo los franciscanos con los códices de los aztecas y los mayas. En 1502 todos los moros de la Corona de Castilla saben cuál es la única opción. Entre 1525-1526 tienen que optar también los de los Reinos de Aragón y de Valencia entre bautismo o exilio. Después hay reasentamientos forzosos de los moriscos en Castilla —para que no se concentren en el antiguo Reino de Granada— rebeliones y expulsiones en tiempos, geopolítica y religiosamente, muy recios: entre 1569-1574, antes y después de la victoria sobre los turcos en Lepanto (1571) y entre 1609-1614, bajo el peligro de los piratas berberiscos protegidos por los turcos.
Por lo general se puede decir que los judíos a causa de los conversos eran un problema religioso, mientras que culturalmente estaban bien integrados. Debido a las conversiones simuladas, para las que eran animados por las autoridades religiosas de Marruecos según el principio de taqíyya, los moriscos eran también un problema religioso, pero agravado por su falta de integración o asimilación cultural. En cierto sentido vivían en su casta un catolicismo culturalmente «morisco», una especie de confesión en la España de la época, que no tenía en su territorio confesiones protestantes como, por ejemplo, los hugonotes en Francia.
Según el principio de taqíyya, los islámicos pueden, si las circunstancias lo aconsejan, simular frente a los no musulmanes, es decir, aceptar otra religión en el espacio público y seguir practicando el islam y sus costumbres en el privado. El cumplimiento de la confesión y comunión anuales por Pascua de Resurrección lo llamaban «cumplo y miento» y a veces se iban de viaje para no tener que seguir ese mandamiento de la Iglesia. En algunos pueblos como Hornachos en Extremadura, donde los moriscos prácticamente vivían entre ellos, supieron utilizar muy bien el principio de taqíyya hasta la expulsión de 1609 a pesar de que los franciscanos habían fundado cerca un convento en 1530. Hay historias parecidas entre los conversos judíos, pero más bien en Portugal.
Judíos y moros eran también un problema por razones geopolíticas si se tiene en cuenta el peligro real del avance turco desde su conquista de Constantinopla (1453). La Crónica general redactada en la corte de Alfonso X el Sabio presenta la invasión de los musulmanes en el siglo VIII como fruto de una connivencia entre judíos y moros contra los godos. Y esa visión de la historia marcaba la memoria colectiva en la época de los Reyes Católicos. Por eso, la Corona y la Iglesia tienen sus dudas sobre la lealtad de las minorías religiosas. En los últimos años antes de la expulsión de los judíos hay procesos de la Inquisición contra conversos que no solo les reprochaban el delito religioso de judaizar sino también que comentaban con alegría y regodeo el avance de los turcos. En la destrucción de la cristiandad por estos veían un signo de la venida del Mesías. Es difícil juzgar lo que correspondía a la realidad y lo que había sido puesto por la Inquisición en boca de los conversos para aumentar la presión sobre los Reyes Católicos. Escritos apocalípticos de los sefardíes como el comentario al libro de Daniel de Isaac Abravanel, cabeza de los expulsados, certifican que los judíos veían realmente la expansión del Imperio otomano como uno de los signos de la venida del Mesías y del comienzo del Quinto Imperio del Mundo, del Reino de Israel, que «no pasará a otro pueblo» y «subsistirá eternamente» (Dn 2,44-45; cf. cap. I). Por razones religiosas y geopolíticas, los Reyes Católicos decidieron la expulsión de los judíos, y sus sucesores también la de los moriscos, aunque desde un punto de vista económico era algo contraproducente.
Con la expulsión de las minorías religiosas entre 1492 y 1614 la Corona y la Iglesia intentaron crear un Estado religiosamente homogéneo, adelantándose al principio de la Paz de Westfalia (1648) del cuius regio eius religio, según el cual los príncipes podían fijar la confesión de sus territorios y expulsar a los disidentes que no quisieran abandonarlos libremente. Pero la expulsión de los judíos es todavía un fenómeno medieval comparable a otras expulsiones de los hijos de Israel de Inglaterra o de Francia en siglos anteriores. Es un acto que cierra el ciclo abierto con el espíritu de las cruzadas. La expulsión de los moriscos, que eran muchos más que los judíos, es ya un fenómeno de la Primera Edad Moderna y anticipa por ejemplo, la expulsión de los hugonotes de Francia, que eran más o menos tantos como los moriscos y tenían incluso más peso económico.
Cifras, datos y opiniones sobre la expulsión
Aunque se dan cifras muy diversas, los historiadores serios comparten más o menos las siguientes:
Antes de 1492: en la península ibérica sin Portugal hay casi 5,5 millones de habitantes, de los que 4,2 millones viven en la Corona de Castilla y 850.000 en la de Aragón (incluido el Reino de Valencia), 300.000 en el Reino Nazarí de Granada y unos 120.000 en el de Navarra. Alrededor del 10% son moros, 5,5% judíos (entre 200.000 y 250.000) y un 2% (ca. 100.000) conversos.
Judíos conversos después de 1492: entre 50.000 y 100.000 judíos abandonan España, y otros tantos prefirieron quedarse y bautizarse.
Moros y moriscos después de 1492: entre 1499 y 1502 fueron bautizados en Granada unos 50.000 moros que como ya se ha indicado, luego se llamarán «moriscos». Casi la mitad de los moros de Granada pasó al norte de África entre 1492 y 1502, sobre todo en 1502, después de la primera rebelión de las Alpujarras. 1502: los mudéjares que viven bajo la Corona de Castilla desde la Alta Edad Media tienen que optar también entre bautismo o exilio. 1516: se promulgan leyes de asimilación cultural de los moriscos (contra la vestimenta y otras costumbres orientales), pero después de pagar grandes tributos las medidas quedan sin efecto durante diez años. 1525-1526: conversión forzosa de los mudéjares en Aragón y Valencia. 1526: pequeña rebelión morisca en los montes de Segorbe. Hacia 1530, España tenía ca. 350.000 moriscos, es decir, el 6% de la población. 1562: a los moriscos de Granada se les prohíbe usar el árabe. 1568-1569: segunda rebelión de los moriscos en las Alpujarras bajo el «rey morisco» Aben Humeya. Fueron vencidos por don Juan de Austria, el hermano natural de Felipe II, que sería después el héroe de Lepanto (1571). Entre 1569 y 1574 fueron expulsados más de 80.000 moriscos del antiguo Reino de Granada, o reasentados en otros territorios de la Corona de Castilla. Hacia 1600, en España había unos 7,5 millones de habitantes, entre ellos unos 330.000 moriscos. 1609: con el edicto del 9 de abril, el duque de Lerma ordena la expulsión de los moriscos en nombre de Felipe III, con excepción de los que fueran religiosos o clérigos. La mayoría de los moriscos, el 90%, son expulsados de Valencia, Aragón y Cataluña hasta septiembre de 1610. Los otros 30.000 son expulsados de la Corona de Castilla entre 1611 y 1614.
Con la expulsión de los judíos y moriscos, España daba a entender a Europa que se sentía parte de ella. Pero con el delirio de la limpieza de sangre (cf. cap. VIII), la misma España alimentó la sospecha de que muchos españoles eran conversos de origen judío y morisco. Así adquirió España en los otros países una mala fama. «Judíos y marranos desleales», gritan los romanos a las tropas de Carlos V durante el Sacco di Roma (1527). Y, como ya se ha dicho antes (cf. cap. I), Lutero en sus Tischreden tilda a los españoles de que son «en su mayoría marranos y mamelucos, que no creen en nada»49. Especialmente molesto fue que el papa Paulo IV (1555-1559), que intentaba echar a los españoles de Italia, los llamara un pueblo extranjero devaluado por sangre extraña. Como ya se dijo más arriba al hablar de la Leyenda Negra, podríamos añadir muchos ejemplos para mostrar que la hispanofobia también tenía aspectos raciales y culturales.
El sentir general de la época ante las expulsiones y otros acontecimientos en relación con los judíos y moriscos queda bien reflejado en la obra del jesuita Juan de Mariana Historiae de rebus Hispaniae (1592, Historia general de España: 1601). De la toma de Granada dice que «las demás naciones de la cristiandad»50 lo celebraron con gran alegría y doblar de campanas. Sobre el número de los judíos expulsados da cifras absolutamente increíbles al escribir que «los más autores dicen que fueron hasta en número de ciento setenta mil casas y no falta quien diga que llegaron a ochocientas mil almas», lo que hubiera sido casi la séptima parte de la población de España. Dice que muchos criticaron la expulsión porque España perdió «gente tan provechosa y hacendada y que sabe todas las veredas de llegar dinero». Y añade que muchos de ellos —«por no privarse de la patria y por no vender en aquella ocasión sus bienes a menosprecio»— se dejaron bautizar: «Algunos con llaneza, otros por acomodarse con el tiempo y valerse de la máscara de la religión cristiana (...), como gente que son compuesta de falsedad y de engaño»51.
Sobre el destino de los moriscos después de la primera rebelión de las Alpujarras (1502) se puede leer que quien quiso pudo pasar a África «con tal condición que por cabeza pagasen diez doblas», y que se acordó que los demás «se volviesen cristianos». Aunque recibido el bautismo fueron «tan malos como los que se ausentaron»52. Sobre la segunda rebelión de 1568-1569, Mariana dice sencillamente que los moriscos «nunca fueron leales»53. Y sobre la expulsión de 1610 escribe que eran «gente obstinada y que tenían inteligencia con los turcos y moros de Berbería»54. Mariana menciona las grandes fiestas y regocijos que se hicieron por todas partes con motivo de la victoria sobre los turcos en Lepanto el 7 de octubre de 1571, pero añade que a «los herejes no les fue nada agradable»55.
La influencia duradera de los judíos y moriscos en la cultura y forma de vida españolas ha sido defendida sobre todo por Américo Castro (España en su historia. Cristianos, moros y judíos, 1948). En su visión del devenir histórico de España, esta ha adquirido junto a la impronta cristiana dominante también una islámica y sobre todo judía (por ejemplo en los alumbrados, los místicos y los ascetas) que España debería reconocer. Por eso, el cristianismo español es totalmente diferente de la religión europea. Bajo los grandes autores y protagonistas del Siglo Español (desde Vives a Cervantes, pasando por Teresa de Jesús y Las Casas) Castro sospecha —a veces con buen olfato, otras según el principio de que el deseo es el padre de las ideas— un origen converso. La herencia oriental sigue existiendo en la vida cotidiana y la cultura popular: en la lengua (por ejemplo: fórmulas de cortesía, el gusto de quejarse, la polisemia del lenguaje y el barroquismo en las alabanzas y los insultos), en la gastronomía (los fritos en aceite de oliva y los postres dulces como la miel), en la arquitectura y en la cultura (por ejemplo, el estilo mudéjar, el gusto por las fachadas y paredes interiores encaladas, por el agua y la sombra, por las plantas variopintas y las flores en las macetas).
En Los españoles en la Historia (1959), Ramón Menéndez Pidal reconoce que España fue la única nación que con los Reyes Católicos al final de la Edad Media identificó sus metas con las de la Iglesia católica, con un entusiasmo extraordinario. Pero al mismo tiempo critica el exclusivismo español y considera la implicación en las guerras de religión en los Países Bajos y otras partes de Europa un grave error. Así que España pagó su delirio de ser la espada de Roma con el aislamiento que soportó con un orgullo herido.
El camino hacia un país exclusivamente católico a partir de 1492 fue acompañado por una recepción entusiasta de las tendencias espirituales que venían del resto de Europa como la devotio moderna, el humanismo, el erasmismo. Solo a finales de los años 1550 y por miedo al protestantismo, que se veía como un peligro para la estabilidad del Estado y de la Iglesia, esa apertura dio paso a un estricto confesionalismo católico-tridentino (cf. cap. V).
La expulsión de los moriscos en el Quijote
En la obra de Cervantes se encuentra reflejada la sociedad española de su tiempo. En la segunda parte (cap. 54), que apareció en 1615, no podía faltar, por tanto, una alusión a la última expulsión de los moriscos de 1614 que afectó también a unas 2.500 personas del valle de Ricote en Murcia. Cervantes nos ha dejado una de las escenas más tiernas de la literatura universal. Describe el encuentro casual entre Sancho y un antiguo vecino morisco que se llama «Ricote» y se había ido a Augsburgo porque allí decían que había «libertad de conciencia» (era una de las pocas ciudades del Sacro Imperio en que después de la paz de 1555 católicos y luteranos podían quedarse en la misma ciudad, aunque en barrios separados). Pero como tenía anhelo de España —y quería dar una vuelta por su pueblo para buscar el pequeño tesoro que había enterrado— se unió cuando pudo a un grupo de tudescos peregrinos a Santiago. Sancho y Ricote se saludan cordialmente como vecinos que fueron; se preguntan por las mujeres y la familia y lo que han hecho desde la última vez que se vieron; comparten la merienda y se despiden con un abrazo y buenos deseos sin que Sancho piense en denunciar a su antiguo vecino: «Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio y Ricote se arrimó a su bordón, y se apartaron». Ricote dice entre otras cosas: «Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería y en todas las partes de África donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua, como yo, se vuelven a ella y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria». Pero Cervantes era prudente y sabía que tenía que cubrirse las espaldas antes de escribir eso. Por eso pone en boca de Ricote una alabanza del edicto de expulsión. Dice que, vistos «los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían», le parece «que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos, pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar».
Tipologías entre los conversos
Los conversos del judaísmo pueden ser divididos en cinco clases: a) unos devienen católicos de los más celosos y los peores enemigos de sus antiguos correligionarios; son precursores de la Inquisición, exigen la expulsión de los judíos y muestran la cara intransigente del catolicismo español de la época (como por ejemplo Alonso de Espina). b) Otros alcanzan gran influencia en el Estado y la Iglesia, rechazan los métodos de la Inquisición, tienen mucha compasión con las víctimas y defienden un cristianismo pacífico, que intente convencer a los judíos y moros con suavidad y blandura, con buenos argumentos de razón y el ejemplo de una buena vida (así por ejemplo Hernando de Talavera). c) Otros siguen siendo cristianos convencidos, aunque sus mayores hayan sido perseguidos por la Inquisición, incluso después de muertos, pero prefieren vivir fuera de España si pueden y critican los métodos de la Inquisición (por ejemplo Juan Luis Vives, que también cuadra en el grupo anterior). d) Otros son descendientes de conversos y pertenecen a las figuras más relevantes de la cultura, la teología o la mística del Siglo Español (por ejemplo Francisco de Vitoria, Teresa de Jesús, Luis de León). e) Y finalmente hay también los conversos que judaízan en privado y cuando pueden se van a un sitio seguro para volver a vivir abiertamente su religión (como en Ámsterdam, por ejemplo); lo mismo que hay muchos judíos que después de haber elegido el exilio regresan a España, se dejan bautizar y se quedan por diferentes motivos.