Yo mismo tuve dos encuentros distintos con brujas antes de cumplir los ocho años. Del primero escapé sin daño; pero en la segunda ocasión no tuve tanta suerte. Me sucedieron cosas que seguramente te harán gritar cuando las leas. No puedo remediarlo. Hay que contar la verdad. El hecho de que aún esté aquí y pueda contártelo (por muy raro que sea mi aspecto) se debe enteramente a mi maravillosa abuela.
Mi abuela era noruega. Los noruegos lo saben todo sobre las brujas, porque Noruega, con sus oscuros bosques y sus heladas montañas, es el país de donde vinieron las primeras brujas. Mi padre y mi madre también eran noruegos; pero como mi padre tenía un negocio en Inglaterra, yo había nacido y vivido allí, y había empezado a ir a un colegio inglés. Dos veces al año, en Navidad y en verano, volvíamos a Noruega para visitar a mi abuela. Esta anciana, que yo supiera, era prácticamente el único pariente vivo que teníamos en ambas ramas de la familia. Era la madre de mi madre, y yo la adoraba. Cuando ella y yo estábamos juntos, hablábamos indistintamente en noruego o en inglés. Los dos dominábamos por igual ambos idiomas. Tengo que admitir que yo me sentía más unido a ella que a mi madre.
Poco después de que yo cumpliera los siete años, mis padres me llevaron, como siempre, a Noruega, a pasar las Navidades con mi abuela. Y allí fue donde, yendo mi padre, mi madre y yo por una carretera al norte de Oslo, con un tiempo helado, nuestro coche patinó y cayó dando vueltas por un barranco rocoso. Mis padres murieron. Yo iba bien sujeto en el asiento de atrás y sólo me hice un corte en la frente. No hablaré de los horrores de aquella espantosa tarde. Todavía me estremezco cuando pienso en ello. Yo acabé, como es natural, en casa de mi abuela, con sus brazos rodeándome y estrechándome, y los dos nos pasamos la noche entera llorando.
–¿Qué vamos a hacer ahora? –le pregunté a mi abuela entre lágrimas.
–Te quedarás aquí conmigo y yo te cuidaré –dijo ella.
–¿No voy a volver a Inglaterra?
–No –dijo ella–. Yo nunca podría hacer eso. Dios se llevará mi alma, pero Noruega conservará mis huesos.
Al día siguiente, para intentar olvidar nuestra gran tristeza, mi abuela se puso a contarme historias. Era una estupenda narradora, y yo estaba fascinado por todo lo que me contaba. Pero no me excité de verdad hasta que sacó el tema de las brujas. Al parecer, era una gran experta en estos seres y dejó bien claro que sus historias de brujas, a diferencia de la mayoría de las que contaban otras personas, no eran cuentos imaginarios. Eran todos verdad. Eran la pura verdad. Eran historias auténticas. Todo lo que me contaba sobre brujas había sucedido realmente, y más me valía creerlo. Y lo que era peor, lo que era mucho, mucho peor, era que las brujas aún estaban aquí. Estaban por todas partes, y más me valía creerme eso también.

–¿Realmente me estás diciendo la verdad, abuela? ¿La verdad verdadera?
–Cariño mío –dijo–, no durarás mucho en este mundo si no sabes reconocer a una bruja cuando la veas.
–Pero tú me has dicho que las brujas parecen mujeres corrientes, abuela. Así que ¿cómo puedo reconocerlas?
–Debes escucharme –dijo la abuela–. Debes recordar todo lo que te diga. Luego, solamente puedes hacer la señal de la cruz sobre tu corazón, rezar y confiar en la suerte.
Estábamos en el cuarto de estar de su casa de Oslo y yo estaba preparado para irme a la cama. Las cortinas de esa casa nunca estaban echadas y, a través de las ventanas, yo veía enormes copos de nieve que caían lentamente sobre un mundo exterior tan negro como la pez. Mi abuela era terriblemente vieja, tenía muchas arrugas y un cuerpo enorme, envuelto en encaje gris. Estaba allí sentada, majestuosa, llenando cada centímetro de su sillón. Ni siquiera un ratón hubiera cabido a su lado. Yo, con mis siete años recién cumplidos, estaba acurrucado a sus pies, vestido con un pijama, una bata y unas zapatillas.
–¿Me juras que no me estás tomando el pelo? –insistía yo–. ¿Me juras que no estás fingiendo?
–Escucha –dijo ella–, he conocido por lo menos a cinco niños que, sencillamente, desaparecieron de la faz de la Tierra y nunca se los volvió a ver. Las brujas se los llevaron.
–Sigo pensando que sólo estás tratando de asustarme –dije yo.
–Estoy tratando de asegurarme de que a ti no te pasa lo mismo –dijo–. Te quiero y deseo que te quedes conmigo.
–Cuéntame lo que les pasó a los niños que desaparecieron –dije.
Mi abuela era la única abuela, que yo haya conocido, que fumaba puros. Ahora encendió un puro largo y negro que olía a goma quemada.
–La primera niña que conocía que desapareció fue Ranghild Hansen. Por entonces, Ranghild tenía unos ocho años y estaba jugando con su hermanita en el césped. Su madre, que estaba haciendo pan en la cocina, salió a tomar un poco el aire, y preguntó: «¿Dónde está Ranghild?». «Se fue con la señora alta», contestó la hermanita. «¿Qué señora alta?», dijo la madre. «La señora alta de los guantes blancos –respondió la hermanita–. Tomó a Ranghild de la mano y se la llevó». Nadie volvió a ver a Ranghild –añadió mi abuela.
–¿No la buscaron? –pregunté.
–La buscaron en muchos kilómetros a la redonda. Todos los habitantes del pueblo ayudaron en la búsqueda, pero nunca la encontraron.
–¿Qué les sucedió a los otros cuatro niños? –pregunté.
–Se esfumaron igual que Ranghild.
–¿Cómo, abuela? ¿Cómo se esfumaron?
–En todos los casos, alguien había visto a una señora extraña cerca de la casa justo antes de que sucediera.
–Pero ¿cómo desaparecieron?
–El segundo caso fue muy raro –dijo mi abuela–. Había una familia llamada Christiansen. Vivían en Holmenkollen y tenían en el cuarto de estar un cuadro al óleo del que estaban muy orgullosos. En el cuadro se veía a unos patos en el patio de una granja. No había ninguna persona en él, sólo una bandada de patos en un patio con hierba y la granja al fondo. Era un cuadro grande y bastante bonito. Bueno, pues un día, su hija Solveg vino del colegio comiendo una manzana. Dijo que una señora muy simpática se la había dado en la calle. A la mañana siguiente, la pequeña Solveg no estaba en su cama. Los padres la buscaron por todas partes, pero no pudieron encontrarla. Entonces, de repente, su padre gritó: «¡Allí está! ¡Ésa es Solveg! ¡Está dando de comer a los patos!». Señalaba el cuadro y, efectivamente, Solveg estaba allí, de pie, en el patio, con un cubo en la mano, echándoles pan a los patos. El padre corrió hasta el cuadro y la tocó. Pero eso no sirvió de nada. Simplemente formaba parte de él, era sólo una imagen pintada en el lienzo.


–¿Tú viste alguna vez ese cuadro con la niña, abuela?
–Muchas veces –contestó ella–. Y lo curioso es que la pequeña Solveg cambiaba a menudo de posición dentro de él. Un día estaba en la granja y se veía su cara asomada a la ventana. Otro se hallaba a la izquierda, sosteniendo un pato entre los brazos.
–¿La viste moviéndose dentro del cuadro, abuela?
–Nadie la vio moverse. Tanto si estaba fuera, dando de comer a los patos, como si estaba dentro, mirando por la ventana, siempre estaba inmóvil; era sólo una figura pintada al óleo. Era todo muy raro –dijo mi abuela–. Rarísimo. Y lo más raro de todo era que, a medida que pasaban los años, ella se iba haciendo mayor. Al cabo de diez años, la niña se había convertido en una chica joven. Al cabo de treinta, era una mujer madura. Luego, de repente, cincuenta y cuatro años después de lo sucedido, desapareció del cuadro para siempre.
–¿Quieres decir que se murió? –pregunté.
–¿Quién sabe? –dijo mi abuela–. En el mundo de las brujas pasan cosas muy misteriosas.
–Me has hablado de dos –dije–. ¿Qué le pasó al tercero?
–La tercera era la pequeña Birgit Svenson –dijo mi abuela–. Vivía justo enfrente de nosotros. Un día empezaron a salirle plumas por todo el cuerpo. Al cabo de un mes, se había convertido en una gallina grande y blanca. Sus padres la tuvieron en un corral, en el jardín, durante muchos años. Incluso ponía huevos.
–¿De qué color eran los huevos? –pregunté.
–Morenos –dijo mi abuela–. Los huevos más grandes que he visto en mi vida. Su madre hacía tortillas con ellos. Y estaban deliciosas.
Me quedé mirando a la abuela, allí sentada, como una antigua reina en su trono. Sus ojos eran grises y parecían mirar algo a muchos kilómetros de distancia. Su puro era la única cosa que parecía real en ese momento, y el humo que salía de él formaba nubes azules alrededor de su cabeza.
–Pero la niña se volvió gallina… ¿No desapareció? –pregunté.

–No, Birgit no. Siguió viviendo y poniendo huevos morenos durante muchos años.
–Tú dijiste que todos desaparecieron.
–Me equivoqué –dijo ella–. Me estoy haciendo vieja. No puedo recordarlo todo.
–¿Qué le pasó al cuarto niño? –pregunté.
–El cuarto era un chico que se llamaba Harald –dijo mi abuela–. Una mañana se le puso toda la piel de un tono gris amarillento. Luego se le volvió dura y rugosa, como una cáscara de nuez. Por la noche, el chico se había transformado en piedra.
–¿En piedra? –pregunté–. ¿Quieres decir… en piedra de verdad?
–En granito –dijo ella–. Te llevaré a verlo, si quieres. Todavía lo tienen en su casa. Está en el recibidor; es una pequeña estatua de piedra. Las visitas dejan sus paraguas apoyados en él.
Aunque yo era muy pequeño, no estaba dispuesto a creerme todo lo que me contara mi abuela. Sin embargo, hablaba con tanta convicción, con tan absoluta seriedad, sin una sonrisa en los labios ni un destello en la mirada, que yo empecé a dudar.
–Sigue, abuela –dije–. Me has dicho que eran cinco en total. ¿Qué le pasó al último?
–¿Quieres dar una calada a mi puro? –dijo ella.
–Sólo tengo siete años, abuela.
–Me da igual la edad que tengas –dijo–. Nunca pillarás un catarro si fumas puros.
–¿Qué le pasó al quinto, abuela?

–El quinto –contestó, mascando el extremo del puro como si fuera un delicioso espárrago– fue un caso muy interesante. Un niño de nueve años que se llamaba Leif estaba de veraneo con su familia en un fiordo. Todos estaban nadando y tirándose desde las rocas en una de esas islitas que hay allí. El pequeño Leif se sumergió en el agua y su padre, que lo estaba observando, notó que tardaba demasiado en salir. Cuando por fin salió a la superficie, ya no era Leif.
–¿Qué era, abuela?
–Era una marsopa.
–¡No! ¡No puede ser!
–Era una marsopa joven, muy bonita y la mar de cariñosa.
–Abuela –dije.
–¿Sí, niño mío?
–¿De verdad, de verdad se convirtió en una marsopa?
–Absolutamente de verdad –respondió ella–. Yo conocía muy bien a su madre. Ella me lo contó todo. Me contó que Leif, la marsopa, se quedó con ellos toda la tarde y llevó a sus hermanos montados en su lomo. Lo pasaron estupendamente. Luego los saludó agitando una aleta y se alejó nadando, y nunca más lo volvieron a ver.

–Pero, abuela –dije–, ¿cómo supieron que, en realidad, la marsopa era Leif?
–Él les habló –contestó mi abuela–. Rió y bromeó con ellos todo el rato que estuvo paseando a sus hermanos.
–Pero ¿no se armó un jaleo espantoso cuando eso sucedió? –pregunté.
–No mucho –dijo mi abuela–. Recuerda que aquí, en Noruega, estamos acostumbrados a estas cosas. Hay brujas por todas partes. Es probable que haya una viviendo en nuestra calle en este mismo momento. Bueno, es hora de que te vayas a la cama.
–No entrará una bruja por mi ventana durante la noche, ¿verdad? –pregunté, un poco tembloroso.
–No –respondió mi abuela–. Una bruja nunca haría la estupidez de trepar por las cañerías y entrar en casa de alguien. Estarás completamente a salvo en tu cama. Vamos. Yo te arroparé.