CÓMO RECONOCER A

UNA BRUJA

La noche siguiente, después de bañarme, mi abuela me llevó otra vez al cuarto de estar para contarme otra historia.

–Esta noche –me dijo– voy a contarte cómo reconocer a una bruja cuando la veas.

–¿Se puede estar siempre seguro de reconocerla? –pregunté.

–No –dijo–, no se puede. Ése es el problema. Pero puedes acertar muchas veces.

Dejaba caer la ceniza del puro sobre su falda, y yo confié en que no empezara a arder antes de contarme cómo reconocer a una bruja.

–En primer lugar –dijo–, una BRUJA DE VERDAD siempre llevará guantes cuando la veas.

–¡¿Seguro? ¿También en verano, cuando hace calor?

–Hasta en verano –contestó–. No tienen más remedio. ¿Quieres saber por qué?

–¿Por qué?

–Porque no tienen uñas. En vez de uñas, tienen unas garras finas y curvas, como las de los gatos, y llevan los guantes para ocultarlas. Lo que pasa es que también muchas señoras respetables llevan guantes, sobre todo en invierno; así que eso no nos sirve de mucho.

–Mamá llevaba guantes.

–En casa, no –dijo la abuela–. Las brujas llevan guantes hasta en casa. Sólo se los quitan para acostarse.

–¿Cómo sabes todo eso, abuelita?

–No me interrumpas –dijo–. Entérate bien de todo. La segunda cosa que debes recordar es que las BRUJAS DE VERDAD son siempre calvas.

–¿Calvas? –pregunté, asombrado.

–Calvas como un huevo duro –dijo la abuela.

Yo me quedé horrorizado. Había algo indecente en una mujer calva.

–¿Por qué son calvas, abuela?

–No me preguntes por qué –contestó ella, cortante–. Pero puedes creerme, en la cabeza de una bruja no crece ni un solo pelo.

–¡Qué horror!

–Asqueroso –dijo mi abuela.

–Si son calvas, será fácil distinguirlas.

–Nada de eso –dijo ella–. Una BRUJA DE VERDAD lleva siempre peluca para ocultar su calvicie. Lleva una peluca de primera calidad. Y resulta casi imposible diferenciar una buena peluca del pelo natural, a menos que le des un tirón para ver si te quedas con ella en la mano.

–Entonces, eso es lo que tengo que hacer –aseguré.

–No seas tonto –dijo mi abuela–. No puedes ir por ahí tirándole del pelo a cada señora que encuentres, ni siquiera si lleva guantes. Tú inténtalo, y ya verás lo que te sucede.

–Así que eso tampoco ayuda mucho –dije.

–Ninguna de estas cosas sirve para nada por sí sola –dijo ella–. Sólo cuando se producen todas juntas empiezan a tener algo de sentido. Sin embargo –continuó–, estas pelucas les causan un problema bastante serio a las brujas.

–¿Qué problema, abuela?

–Hacen que el cuero cabelludo les pique terriblemente –contestó–. Verás, cuando una actriz lleva una peluca, o si tú o yo llevásemos una, nos la pondríamos sobre nuestro propio pelo; pero una bruja se la tiene que poner directamente sobre la cabeza pelada… Y la parte interior de una peluca es siempre muy áspera y rugosa. Les produce un picor espantoso y una irritación muy desagradable en la piel de la cabeza. Las brujas lo llaman «erupción de la peluca», y pica rabiosamente.

–¿En qué otras cosas debo fijarme para reconocer a una bruja? –pregunté.

–Fíjate en los agujeros de la nariz –dijo mi abuela–. Las brujas tienen los agujeros de la nariz ligeramente más grandes que los de las personas normales. El borde de cada agujero es rosado y ondulado, como el borde de ciertas conchas de mar.

–¿Por qué tienen los agujeros de la nariz tan grandes? –pregunté.

–Para oler mejor –respondió mi abuela–. Una BRUJA DE VERDAD tiene un olfato realmente asombroso. Es capaz de oler a un niño que se encuentre al otro lado de la calle en una noche oscura como boca de lobo.

–A mí no podría olerme –dije–. Acabo de darme un baño.

–Ya lo creo que podría –aseguró mi abuela–. Cuanto más limpio estás, más olor desprendes para una bruja.

–Eso no puede ser –exclamé.

–Un niño completamente limpio despide un hedor espantoso para una bruja –dijo mi abuela–. Cuanto más sucio estés, menos hueles.

–Pero eso no tiene sentido, abuela.

–Claro que sí –dijo ella–. No es la suciedad lo que huelen las brujas. Es a ti. El olor que las enfurece se desprende de tu propia piel. Rezuma de tu piel en oleadas, y estas oleadas («oleadas fétidas», las llaman) van flotando por el aire y le dan en plena nariz a la bruja. Y la hacen tambalearse.

–¡Venga ya, abuela! Espera un momento…

–No interrumpas –dijo–. La cuestión es ésta. Cuando no te has lavado durante una semana y tu piel está totalmente cubierta de porquería, entonces, claro está, las oleadas fétidas que desprende no pueden ser tan fuertes.

–No volveré a bañarme nunca –aseguré.

–Basta con no hacerlo muy a menudo –dijo mi abuela–. Una vez al mes es suficiente para un niño sensato.

En momentos como éstos, yo quería a mi abuela más que nunca.

–Abuela –dije–, en una noche oscura, ¿cómo puede una bruja oler la diferencia entre un niño y una persona mayor?

–Porque las personas mayores no despiden oleadas fétidas –dijo–. Sólo los niños apestan.

–Pero, realmente, yo no despido oleadas fétidas, ¿verdad que no? Yo no apesto ahora mismo, ¿verdad que no?

–Para mí, no –dijo ella–. Para mí hueles a frambuesas con nata. Pero para una bruja olerías absolutamente fatal.

–¿A qué olería? –pregunté.

–A caca de perro –contestó.

Yo me eché hacia atrás. Estaba aturdido.

–¡¿Caca de perro?! –grité–. ¡Yo no huelo a caca de perro! ¡No te creo! ¡No te creeré!

–Más aún –dijo mi abuela, con cierto regodeo–. Para una bruja olerías a caca de perro fresca.

–¡Eso no es cierto! –grité–. Yo sé que no huelo a caca de perro, ¡ni seca ni fresca!

–De nada sirve discutirlo –dijo mi abuela–. Es una realidad de la vida.

Yo estaba indignado. Sencillamente, no podía creer lo que mi abuela me estaba diciendo.

–Así que si ves a una mujer tapándose la nariz al cruzarse contigo en la calle –continuó–, esa mujer puede muy bien ser una bruja.

Decidí cambiar de tema:

–Dime en qué más cosas debo fijarme –dije.

–En los ojos –aseguró ella–. Míralas cuidadosamente a los ojos, porque los ojos de una BRUJA DE VERDAD son diferentes a los tuyos y a los míos. Mírala en el centro de cada ojo, donde normalmente hay un puntito negro. Si es una bruja, el puntito negro cambiará, y verás fuego o cielo bailando justo en el centro de ese punto. Te darán escalofríos por todo el cuerpo.

Mi abuela se recostó en su sillón y chupó con satisfacción su maloliente puro negro. Yo estaba sentado en el suelo, mirándola fijamente, fascinado. Ella no sonreía. Estaba mortalmente seria.

–¿Hay más cosas? –pregunté.

–Claro que hay otras cosas. Parece que no comprendes que, en realidad, las brujas no son mujeres. Parecen mujeres. Hablan como las mujeres. Y pueden actuar como las mujeres. Pero, en realidad, son seres completamente diferentes. Son demonios con forma humana. Por eso tienen garras y la cabeza calva y la nariz rara y los ojos extraños, todo lo cual tienen que disimular lo mejor que puedan ante el resto del mundo.

–¿Qué más es diferente en ellas, abuela?

–Los pies –dijo–. Las brujas nunca tienen dedos en los pies.

–¡¿Que no tienen dedos?! –grité–. Entonces, ¿qué diablos tienen?

–Simplemente, tienen pies –dijo mi abuela–. Sus pies son cuadrados y sin dedos.

–¿Eso hace que resulte difícil andar?

–En absoluto –contestó ella–. Pero les crea problemas con los zapatos. A todas las señoras les gusta llevar zapatos pequeños y bastante puntiagudos; pero las brujas, que tienen los pies muy anchos y cuadrados en las puntas, lo pasan fatal estrujándolos para conseguir meterlos en esos zapatitos.

–¿Y por qué no llevan zapatos anchos y cómodos, con las puntas cuadradas? –pregunté.

–No se atreven –contestó–. De la misma manera que esconden su calvicie con una peluca, también deben esconder sus horribles pies de bruja dentro de unos zapatos bonitos.

–¿Y no es terriblemente incómodo? –dije.

–Extraordinariamente incómodo –aseguró ella–. Pero tienen que aguantarse.

–Si llevan zapatos normales, eso no me servirá para reconocer a una bruja, ¿verdad, abuela?

–Me temo que no –dijo–. Quizá podrías notar que cojea ligeramente; pero sólo si estuvieses observándola con atención.

–¿Son ésas las únicas diferencias, abuela?

–Hay una más –dijo ella–. Sólo una más.

–¿Cuál es, abuela?

–Su saliva es azul.

–¡Azul! –exclamé–. ¡No puede ser! ¡Su saliva no puede ser azul!

–Azul como los arándanos.

–¡No lo dices en serio, abuela! ¡Nadie puede tener la saliva azul!

–Las brujas sí –dijo.

–¿Es como tinta? –pregunté.

–Exactamente –contestó–. Hasta la usan para escribir. Utilizan esas plumas antiguas con plumín, y no tienen más que lamerlo.

–¿Se puede ver la saliva azul, abuela? Si una bruja me hablara, ¿yo podría verla?

–Solamente si miraras con mucho cuidado –dijo mi abuela–. Si miraras con mucho cuidado, probablemente verías un ligero tono azulado en sus dientes. Pero no se nota mucho.

–Se vería si escupiera –dije.

–Las brujas nunca escupen –dijo ella–. No se atreven.

No podía creer que mi abuela me estuviese mintiendo. Ella iba a la iglesia todas las mañanas y rezaba antes de cada comida, y alguien que hacía eso nunca diría mentiras. Estaba empezando a creer todo lo que me contaba.

–Así que ya lo sabes –dijo mi abuela–. Eso es prácticamente todo lo que puedo decirte. Ninguna de estas cosas es muy útil. Nunca puedes estar absolutamente seguro de si una mujer es una bruja o no sólo con mirarla. Pero si lleva guantes, si tiene los agujeros de la nariz grandes, los ojos extraños y su pelo tiene el aspecto de ser una peluca, y si, además, sus dientes tienen un tono azulado… Si tiene todas esas cosas, entonces…, sal corriendo como un loco.

–Abuela –intervine–, cuando tú eras pequeña, ¿te encontraste alguna vez con una bruja?

–Una vez –contestó ella–. Sólo una vez.

–¿Qué pasó?

–No te lo voy a contar –dijo–. Te daría un miedo horrible y tendrías pesadillas.

–Por favor, cuéntamelo –le rogué.

–No –dijo–. Ciertas cosas son demasiado horribles para hablar de ellas.

–¿Tiene algo que ver con el pulgar que te falta? –pregunté, intrigado.

De repente, sus labios arrugados se cerraron con fuerza y la mano que sostenía el puro (la mano a la que le faltaba el dedo pulgar) empezó a temblar muy levemente.

Esperé. Ella no me miró. No habló. De pronto se había encerrado completamente en sí misma. Se había terminado la conversación.

–Buenas noches, abuela –dije, levantándome del suelo y besándola en la mejilla.

No se movió. Salí despacito de la habitación y me fui a mi cuarto.