«Impulsa también a partir el fuego divino, en el día y en la noche. Y así ¡ven!, para que veamos lo abierto», leemos en «Pan y vino», la elegía más hermosa e imponente en lengua alemana.
Apenas lograremos un acercamiento a Hölderlin si no somos sensibles para el «fuego divino», comoquiera que se entienda su significación.
¿Qué fuego es ese que arde en la vida y la poesía de Hölderlin? Ahí tenemos la pregunta que aborda este libro.
Cuando Hölderlin en ciertos momentos dirigía una mirada retrospectiva a su vida, tenía la impresión de haber poetizado siempre. La palabra poética era para él como el aire y la respiración. En la poesía estaba enteramente en sí mismo, y a la vez se hallaba unido en comunidad imaginaria con un todo. Volvamos a «Pan y vino»: «¡Padre éter!, clamó, y la voz corrió de boca en boca mil veces, ninguno soportaba la vida en solitario; ese bien se goza compartido, e intercambiado con extraños se convierte en un júbilo...».
La poesía era alimento para Hölderlin, alimento en el sentido supremo, tanto en soledad como en compañía. Incapaz de comprenderlo, su madre quería en cambio que se convirtiera en párroco. De hecho, el joven Hölderlin tomó sumisamente el camino que conducía hacia allí, un camino cuyas estaciones en Württemberg eran: primero la escuela conventual de Denkendorf, luego Maulbronn y finalmente el seminario (Stift) de Tubinga.
Allí, él, que siempre se sintió poeta, extendió su entusiasmo también a la filosofía, de la que entonces emergía un excitante movimiento innovador. Hegel, Schelling y Hölderlin formaron juntos en el seminario una liga de amistad, que llamaban su «Iglesia invisible». No fue un episodio menor en la historia de la invención del idealismo alemán.
En El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán, un escrito de 1796 que testimonia el filosofar común de los amigos que luego se hizo legendario, escriben con ánimo juvenil y audaz: «Hemos de tener una nueva mitología». Los tres amigos cumplieron esa promesa, cada uno a su manera; pero a Hölderlin no le bastó con filosofar sobre la mitología. Puso de por vida su empeño en crearla poéticamente. Y para conseguirlo tuvo que liberarse de la filosofía, que al principio lo había inflamado en tan alta medida. Como poeta fue más allá. En los mejores momentos de su inspiración podía escribir: «Pero lo que permanece lo fundan los poetas».
La liga de amistad con Hegel y Schelling se disolvió. Sin embargo, Hölderlin no se quedó solo. Este joven extraordinariamente hermoso siempre estuvo rodeado de gente que buscaba su cercanía. Se enamoraron de él mujeres y hombres. A este respecto, los puntos culminantes fueron la historia de amor con Susette Gontard en Frankfurt y la amistad con Isaac von Sinclair.
Susette y Hölderlin tuvieron un encuentro amoroso, pero no pudieron permanecer juntos. Su caso fue una historia trágica, transfigurada bajo la imagen de Diotima en el Hiperión, la única novela que escribió Hölderlin. Sinclair, que también aparece reflejado en el Hiperión, envolvió a Hölderlin, el republicano entusiasmado, en sus maquinaciones revolucionarias. Y así también Hölderlin cayó en la red de las investigaciones estatales. Sin duda eso aceleró su derrumbamiento mental.
Huyendo del oficio de párroco, Hölderlin buscó su medio de vida como preceptor, y tuvo que recurrir una y otra vez a su madre para mendigar ayuda económica; ella administraba su fortuna, de ningún modo insignificante, que procedía de la herencia paterna. Si la madre hubiese entregado al hijo el importe de la herencia, sin duda la vida de Hölderlin habría transcurrido de otra manera. Es cierto que la independencia interior ha de conquistarse, pero un poco más de independencia exterior le habría ahorrado algunas humillaciones.
Hölderlin, como poeta, fue a lo largo de toda su existencia un individuo retraído. Schiller intentó promocionarlo. Goethe fue condescendiente con él, pero no pasó de ahí. Antes de que a principios de 1802 partiera para Burdeos, el poeta escribió a un amigo: «No me necesitan».
Medio año después del regreso misterioso de Burdeos, Hölderlin desapareció poco a poco en sí mismo. No obstante, logró componer versos geniales, hasta que en el otoño de 1806 fue llevado de Homburg a la clínica psiquiátrica de Tubinga. Un año más tarde el ebanista Zimmer lo acogió en su casa de Tubinga, donde el poeta pasó la segunda mitad de su vida, treinta y seis años, en la habitación de la torre, con unas vistas fantásticas al Neckar, un río al que en días tempranos había dedicado un poema.
En los primeros años Hölderlin padeció ataques de ira, pero luego se volvió pacífico, con espíritu despierto y no embotado; hablaba incesantemente consigo mismo, también era posible hablar con él si se trataba de personas en las que él notaba una simpatía sin prejuicios. Conservó su orgullo. Sabía muy bien que él era Hölderlin, aunque a veces se diera otro nombre. Pero a veces estaba triste. Entonces componía poemas, de pie ante el atril y midiendo los versos con golpes de la mano izquierda:
He disfrutado lo agradable de este mundo,
las horas de juventud pasaron hace mucho, ¡hace mucho!;
abril y mayo y junio están lejos,
ya no existo, ¡ya no es vivir lo que deseo!
Así sobrevivió hasta 1843.
No llegó a conocer la enorme celebridad que alcanzó, y que comenzó en torno a 1900. Desde entonces Hölderlin no ha desaparecido de la memoria colectiva. Ahora bien, sigue allí como un «clásico», ya casi como una figura mítica. En cualquier caso, queda muy lejos.
Por eso, emprendemos con toda cautela este intento de aproximación. «¡Ven a lo abierto, amigo!»