La huida atrajo la atención del mundo. En su diario, el rey llevaba un recuento diario de cuántos hombres habían escapado. El Foreign Office mandaba a Roosevelt detalladas actualizaciones diarias. Al principio, el Almirantazgo había esperado que, en el mejor de los casos, escaparan unos 45.000 hombres; el propio Churchill calculó que serían unos 50.000 como máximo. El recuento del primer día —sólo 7.700 hombres— parecía indicar que ambos cálculos habían sido generosos. El segundo día, el martes 28 de mayo, fue mejor, con 17.800 hombres evacuados, pero todavía muy lejos del volumen que necesitaría Gran Bretaña para reconstruir un ejército viable. Sin embargo, a lo largo de toda la operación, Churchill nunca flaqueó. Todo lo contrario. Parecía casi entusiasmado. No obstante, comprendía que otros no compartieran su optimista previsión; eso se hizo evidente ese martes cuando un miembro de su Gabinete de Guerra dijo que las posibilidades de la BEF parecían «más negras que nunca».
Sabiendo que la seguridad en uno mismo y la valentía eran actitudes que podían adoptarse y enseñarse mediante el ejemplo, Churchill emitió una directiva a todos los ministros para que dieran una imagen de fortaleza y confianza. «En estos oscuros días, el Primer Ministro agradecería que todos sus colegas en el Gobierno, así como los altos oficiales, mantuvieran la moral alta en sus círculos, sin minimizar la gravedad de los acontecimientos, pero mostrando confianza en nuestras capacidades y nuestra resolución inflexible para continuar la guerra hasta que hayamos quebrado la voluntad del enemigo de imponer su dominio en toda Europa.»1
También ese día quiso poner fin, de una vez por todas, a cualquier idea de que Gran Bretaña buscara la paz con Hitler. Hablando ante veinticinco de sus ministros, les dijo lo que sabía sobre la inminente debacle en Francia y concedió que incluso había llegado a plantearse, brevemente, el negociar un acuerdo de paz. Pero ahora, dijo, «Estoy convencido de que cada uno de ustedes se levantaría y me derribaría de mi puesto si por un momento contemplara la posibilidad de parlamentar o de rendirnos. Si la larga historia de esta isla nuestra tiene que acabar finalmente, que acabe sólo cuando cada uno de nosotros yazca ahogándose en su propia sangre sobre la tierra».2
Por un instante, siguió un silencio atónito. Luego, como uno solo, todos los ministros se levantaron y lo rodearon, dándole palmadas en la espalda y expresando a gritos su aprobación. Churchill estaba asombrado, y aliviado.
«Estuvo soberbio», escribió uno de los ministros, Hugh Dalton. «Es el hombre, el único hombre que tenemos, para estos tiempos.»
En éste, y en otros discursos, Churchill demostró un rasgo sorprendente: su facilidad para hacer que la gente se sintiera más elevada, más fuerte y, sobre todo, más valiente. John Martin, uno de sus secretarios privados, creía que «transmitía una seguridad y una voluntad indomable que extraía cuanto había de valeroso y fuerte en los demás».3 Bajo su liderazgo, escribió Martin, los británicos empezaron a verse a sí mismos como «protagonistas en un escenario más vasto, como paladines de una causa más elevada e invencible, por la que las estrellas estaban luchando en sus cursos».
Hizo lo mismo a una escala más personal. El inspector Thompson recordaba una noche de verano en Chartwell, el hogar de Churchill en Kent, cuando éste dictaba notas a su secretaria.4 En cierto momento, abrió una ventana para dejar entrar la fresca brisa del campo y, de golpe, se coló un gran murciélago, que empezó a revolotear a ciegas por la habitación, y en ocasiones se abatía sobre la secretaria. Ésta estaba aterrorizada; Churchill no le hacía ni caso al animal. Al cabo de un buen rato, se dio cuenta de que la mujer se encogía entre convulsiones y le preguntó si le pasaba algo. Ella señaló el detalle de que había un murciélago —«un murciélago muy grande y sumamente agresivo», escribió Thompson— en la habitación.
«No le dará miedo un murciélago, ¿verdad que no?», preguntó Churchill.
Ella estaba asustada de verdad.
«Yo la protegeré», dijo él. «Usted siga con su trabajo.»
La evacuación de Dunkerque resultó un éxito impensable, con la ayuda de la orden de pausa de Hitler y del mal tiempo que hizo en el Canal, que frustró las intenciones de la Luftwaffe. Después de todo, los Tommies no tuvieron que nadar. Al final, 887 embarcaciones participaron en la evacuación de Dunkerque, de las cuales sólo una cuarta parte pertenecían a la Royal Navy. Otras 91 eran barcos de pasajeros y el resto lo componía una armada de pesqueros, yates y otras pequeñas embarcaciones. En total, 338.226 hombres salieron bien parados, entre ellos 125.000 soldados franceses. Otros 120.000 soldados británicos permanecían todavía en Francia, entre ellos el hermano mayor de John Colville, Philip, pero se dirigían hacia otros puntos de evacuación a lo largo de la costa.
Por exitosa que fuera, la evacuación de la BEF no dejaba de ser una retirada profundamente frustrante para Churchill. Estaba desesperado por lanzarse a la ofensiva. «Sería maravilloso hacer que los alemanes se preguntasen dónde iban a ser golpeados a continuación en lugar de obligarnos a encastillarnos en la isla y cubrirnos»,5 le escribió a Pug Ismay, su jefe de Estado Mayor militar. «Debe realizarse un esfuerzo para quitarnos de encima la postración mental y moral que padecemos frente a la voluntad e iniciativa del enemigo.»
No fue ningún accidente que, en plena evacuación, Churchill empezara a añadir etiquetas adhesivas rojas exhortando a la «ACCIÓN PARA HOY» en cualquier minuta o directiva que requiriese una reacción inmediata. Esas etiquetas, escribió el secretario Martin, «eran tratadas con respeto: se sabía que las exigencias que se planteaban desde la cumbre del poder no podían pasarse por alto».6
El 4 de junio, el último día de la evacuación, en un discurso a la Cámara de los Comunes, Churchill recurrió de nuevo a la oratoria, esta vez para reafirmar el Imperio como un todo. Primero elogió el éxito de Dunkerque, aunque añadió un sobrio recordatorio: «Las guerras no se ganan con evacuaciones».7
Cuando se acercaba a concluir, disparó sus balas: «Debemos seguir hasta el final», dijo en un crescendo de fiereza y confianza. «Lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y océanos, lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla, sea cual sea el coste. Lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas; nunca nos rendiremos...»
Mientras la Cámara manifestaba a gritos su aprobación, Churchill le murmuró a un colega: «Y... los combatiremos con los culos de botellas rotas porque eso es toda la basura que tenemos».8
A su hija Mary, que se sentaba en la galería ese día junto a Clementine, el discurso le pareció impresionante. «Fue entonces cuando el amor y admiración que ya sentía por mi padre se acentuó por un elemento cada vez mayor de culto al héroe», escribió.9 Un joven marino, Ludovic Kennedy, que más adelante sería un famoso periodista y locutor, recordaba cómo, «cuando lo oímos, supimos al instante que todo iría bien».10
Harold Nicolson le escribió a su esposa Vita Sackville-West: «Me sentí tan cercano al espíritu del gran discurso de Winston que podría haberme enfrentado a un mundo entero de enemigos».11 Sin embargo, no lo bastante para que abandonara su plan de suicidio. Vita y él habían pensado adquirir algún tipo de veneno y, tomando prestada una frase de Hamlet, el «filo desnudo de un estilete» con el que administrarlo. Él le dijo que tuviera su estilete siempre a mano «para que puedas llegar al descanso eterno cuando sea necesario. Yo tendré otro. No tengo el menor miedo de una muerte así de repentina y honorable. Lo que me da pavor es ser torturado y humillado».12
Emocionante como fue el discurso de Churchill, no consiguió la aprobación incondicional de todos. Clementine se dio cuenta de que «una gran parte del partido Tory» —el Partido Conservador— no reaccionó con entusiasmo, y que algunos incluso recibieron el discurso con un «silencio taciturno».13 David Lloyd George, un antiguo primer ministro y en ese momento parlamentario del Partido Liberal, definió la recepción como «poco entusiasta».14 Al día siguiente, la Inteligencia Interior informaba de que sólo dos periódicos «concedían al discurso de Churchill el valor de unos titulares» y que el discurso había servido de poco para fortalecer a la gente.15 «La evacuación definitiva de la BEF ha traído consigo cierta sensación de depresión», apuntaba la oficina. «Se ha producido una bajada de la tensión sin un aumento que la compense en la resolución.» El informe opinaba, además, que «cierta aprensión ha recorrido el país por la referencia del P. M. a “luchar solos”. Eso ha producido un leve aumento en las dudas sobre las intenciones de nuestro aliado», refiriéndose a Francia.
Una diarista de Mass-Observation, Evelyn Saunders, escribió: «El discurso de ayer de Churchill no me ha dado ánimos, todavía me siento mal».16
Pero la audiencia en la que pensaba especialmente Churchill al redactar su discurso era, una vez más, Estados Unidos, y allí fue considerado un éxito incuestionable, como cabía esperar, dado que las colinas y las playas en las que se combatiría estaban a más de 6.000 kilómetros de distancia. Aunque en ningún momento mencionó América explícitamente, Churchill pretendía que su discurso transmitiese a Roosevelt y al Congreso que, pese al revés de Dunkerque, e independientemente de lo que hiciera Francia a continuación, Gran Bretaña estaba plenamente comprometida con la victoria.
El discurso también enviaba una señal a Hitler, reiterando la resolución de Churchill a seguir luchando. Tanto si el discurso tuvo algo que ver como si no, al día siguiente, el miércoles 5 de junio, la aviación alemana empezó a bombardear objetivos en las islas británicas por primera vez, desplegando unos cuantos bombarderos acompañados por nubes de cazas. Esta incursión, y otras que siguieron inmediatamente, desconcertaron a los mandos de la RAF. La Luftwaffe perdió aviones y hombres en vano. En el curso de una noche de incursiones, cayeron bombas en pastos y bosques de las cercanías de Devon, Cornualles, Gloucestershire y otros lugares, que causaron pocos daños.
La RAF supuso que se trataba de incursiones de práctica que pretendían poner a prueba las defensas británicas como preparación para la cercana invasión. Hitler, se temía, parecía haber vuelto la mirada hacia las islas británicas.