Aquel viernes 24 de mayo, Hitler tomó dos decisiones que influirían en la duración y el carácter de la guerra por venir.
A mediodía, siguiendo el consejo de un alto general de su confianza, Hitler ordenó a sus divisiones blindadas que detuvieran su avance contra la Fuerza Expedicionaria Británica. Hitler aceptó la recomendación del general de que sus tanques y tripulaciones pudieran reagruparse antes de proseguir el avance planeado hacia el sur. Las fuerzas alemanas ya habían sufrido importantes pérdidas en la denominada campaña del oeste: 27.074 soldados muertos y 111.034 más heridos, aparte de 18.384 desparecidos, un golpe para el pueblo alemán al que le habían hecho esperar una guerra breve y limpia.1 Esa orden de detención, que dio a los británicos una pausa salvavidas, desconcertó por igual a los comandantes británicos y a los alemanes. El general y mariscal de campo de la Luftwaffe Albert Kesselring lo consideraría más tarde un «error fatal».2
Kesselring se sorprendió todavía más cuando inopinadamente la tarea de destruir a las fuerzas británicas en plena huida se le asignó a él y a su flota aérea. El jefe de la Luftwaffe, Hermann Göring, le había prometido a Hitler que su fuerza aérea era capaz de destruir a la BEF por sí sola, una promesa que tenía poco de realista, como sabía Kesselring, sobre todo dado el agotamiento de sus pilotos y los animosos ataques de los pilotos de la RAF, que volaban en los últimos modelos de Spitfire.
Ese mismo viernes, más influido por la creencia de Göring en el poder casi mágico de su fuerza aérea, Hitler emitió la directiva número 13, una más de una serie de órdenes estratégicas generales que emitiría durante la guerra. «La tarea de la Fuerza Aérea consistirá en quebrar toda la resistencia enemiga por parte de las fuerzas rodeadas, para evitar la huida de las fuerzas británicas a través del Canal», decía la directiva. Autorizaba a la Luftwaffe a «atacar el territorio inglés con toda su potencia, en cuanto haya suficientes fuerzas disponibles».3
Göring —corpulento, alegre, implacable, cruel— había aprovechado su íntima relación con Hitler para ganarse ese encargo, desplegando toda la potencia de su personalidad vivaz, gozosamente corrupta, para superar los recelos de Hitler, al menos por el momento. Aunque sobre el papel el número dos oficial de Hitler era el lugarteniente del Führer Rudolf Hess (no confundir con Rudolf Hoess, que dirigiría Auschwitz), Göring era su favorito. Éste había creado la Luftwaffe de la nada, y la convirtió en la fuerza aérea más poderosa del mundo. «Cuando hablo con Göring, es como si me bañara en acero», le dijo Hitler al arquitecto Albert Speer.4 «Después me siento renovado. El Mariscal del Reich tiene una forma estimulante de presentar los hechos.» Hitler no sentía lo mismo con su lugarteniente oficial. «Con Hess», dijo Hitler, «cada conversación se convierte en un esfuerzo insoportablemente fastidioso. Siempre acude a mí con cuestiones desagradables y no calla.» Cuando empezó la guerra, Hitler eligió a Göring como primero en la línea de sucesión, y a Hess como segundo.
Además de sobre la fuerzas aérea, Göring ejercía un poder enorme en otros ámbitos de Alemania, como queda patente en sus numerosos títulos oficiales: presidente del Consejo de Defensa, comisionado del Plan Cuatrienal, presidente del Reichstag, primer ministro de Prusia y ministro de Bosques y Caza, este último un reconocimiento a su amor personal por la historia medieval. Se había criado en los terrenos de un castillo feudal con almenas y muros con matacanes diseñados para la dispersión de piedras y aceite hirviendo sobre los asaltantes que hubiera abajo. Según un informe de la inteligencia británica: «En sus juegos de infancia él siempre interpretaba el papel de un caballero ladrón o dirigía a los chicos del pueblo en una imitación de alguna maniobra militar».5 Göring tenía el control absoluto de la industria pesada alemana. Otro informe británico concluía que «este hombre de crueldad y energía anormales ahora controla casi todos los hilos del poder en Alemania».
Por añadidura, Göring dirigía un imperio criminal de marchantes de arte y objetos, que le proporcionó arte como para hacer un museo con obras que eran o bien robadas o compradas a precios bajos impuestos por la fuerza, gran parte de ellas consideradas «arte judío sin dueño» y confiscadas de hogares judíos, en total, mil cuatrocientas pinturas, esculturas y tapices, entre ellas El puente Langlois de Arles de Van Gogh y obras de Renoir, Botticelli y Monet.6 El término «sin dueño» era una designación nazi aplicada a obras de arte que habían dejado en el país los judíos que habían huido o habían sido deportados. En el curso de la guerra, mientras viajaba aparentemente por asuntos de la Luftwaffe, Göring visitó París en veinte ocasiones, a menudo a bordo de uno de sus cuatro «trenes especiales», para revisar y seleccionar obras reunidas por sus agentes en el Jeu de Paume, el museo del Jardín de las Tullerías. En otoño de 1942, había adquirido 596 obras de esta fuente. Exhibía cientos de sus mejores piezas en Carinhall, su casa de campo y, cada vez más a menudo, su cuartel general, llamada así por su esposa, Carin, que había muerto en 1931. Las pinturas colgaban de las paredes, del suelo al techo, en múltiples niveles que no subrayaban su belleza y valor sino, más bien, la codicia de su nuevo dueño.7 Su demanda de objetos delicados, sobre todo aquellos hechos en oro, la satisfacía también una especie de latrocinio institucional. Cada año, sus subordinados eran obligados a aportar su propio dinero para la compra de un regalo caro por su cumpleaños.8
Göring diseñó Carinhall para evocar un pabellón de caza medieval, y lo construyó en un bosque antiguo a poco más de setenta kilómetros al norte de Berlín. También erigió un inmenso mausoleo en el terreno para el cuerpo de su difunta esposa, enmarcado con grandes piedras sarsen que evocaban los bloques de piedra arenisca de Stonehenge. Volvió a casarse, con una actriz llamada Emmy Sonnemann, el 10 de abril de 1935, en una ceremonia celebrada en la catedral de Berlín, a la que asistió Hitler, mientras bombarderos de la Luftwaffe volaban por encima.
Göring también sentía pasión por la indumentaria extravagante. Diseñaba sus propios uniformes, cuanto más chillones, mejor, con medallas, charreteras y filigranas de plata, y a menudo se cambiaba de ropa varias veces el mismo día. Se sabía que también se ponía atuendos más excéntricos, incluyendo túnicas, togas y sandalias, que él recalcaba pintándose las uñas de los pies de rojo y aplicándose maquillaje en las mejillas. En la mano derecha lucía un enorme anillo con seis diamantes; en la izquierda, una esmeralda de la que se decía que medía más de seis centímetros cuadrados. Paseaba por las tierras de Carinhall como un Robin Hood descomunal, con una chaqueta de cuero verde y con cinturón en el que llevaba metido un gran cuchillo de caza, apoyándose en una vara. Un general alemán informó de que había sido convocado a una reunión con Göring y se lo encontró «sentado allí, vestido de la siguiente guisa: una blusa de seda verde bordada en oro, con hilo dorado recorriéndola por todas partes, y un gran monóculo.9 Se había teñido el pelo de amarillo, se había perfilado las cejas, y se había echado colorete a las mejillas, además llevaba medias de seda violetas y zapatillas de charol negro. Así estaba sentado, con ese aire de medusa».
A los observadores exteriores, Göring les parecía no estar muy cuerdo, pero un interrogador americano, el general Carl Spaatz, escribiría más tarde que Göring, «pese a los rumores que apuntaban lo contrario, dista mucho de estar mentalmente trastornado. De hecho debe considerársele un “tipo muy astuto”, un gran actor y un mentiroso profesional».10 El pueblo lo amaba y le perdonaba sus legendarios excesos y hosca personalidad. El corresponsal americano William Shirer, intentaba explicarse esta aparente paradoja en su diario: «Donde Hitler es distante, legendario, nebuloso, un enigma como ser humano, Göring es un hombre saleroso, terrenal y vigoroso, un hombre de carne y hueso. A los alemanes les cae bien porque lo entienden. Tiene los defectos y virtudes del hombre medio, y el pueblo lo admira por ambos. Siente un amor infantil por los uniformes y medallas. Ellos, también».11
Shirer no detectaba el menor resentimiento entre el pueblo contra la «vida personal fantasiosa, medieval —y muy cara— que lleva. Es el tipo de vida que les gustaría a ellos mismos, quizás, si tuvieran la oportunidad».
A Göring lo reverenciaban los oficiales que le servían... al principio. «Jurábamos por el Führer y adorábamos a Göring»,12 escribió un piloto de bombarderos que atribuía el caché de Göring a su comportamiento en la guerra anterior, cuando fue un as del aire, legendario por su valor. Pero algunos de sus oficiales y pilotos se estaban desencantando. A sus espaldas, empezaron a llamarlo «el Gordo». Uno de sus mejores pilotos de caza, Adolf Galland, llegó a conocerlo bien y discutió repetidamente con él sobre las tácticas. Göring era fácilmente influenciable por una «pequeña camarilla de sicofantes», dijo Galland.13 «Sus cortesanos favoritos cambiaban con frecuencia dado que sólo se podía conseguir y conservar su favor mediante un adulación constante, además de intrigas y regalos caros.» Más preocupante, en opinión de Galland, era que Göring no parecía haber entendido que la guerra aérea había avanzado drásticamente desde la guerra anterior. «Göring era un hombre sin casi ningún conocimiento técnico y ningún interés por las condiciones en las que combatía un caza moderno.»14
Pero el peor error de Göring, según Galland, fue contratar a un amigo, Beppo Schmid, para dirigir el brazo de la inteligencia de la Luftwaffe, responsable de determinar las disponibilidades día a día de la fuerza aérea británica, un nombramiento que pronto tendría graves consecuencias. «Beppo Schmid», dijo Galland, «era una completa nulidad como oficial de inteligencia, el trabajo más importante de todos.»15
Sin embargo, Göring sólo le hacía caso a él. Confiaba en Schmid como amigo, pero, más importante aún, se deleitaba en las buenas noticias que él parecía siempre en condiciones de darle.
Cuando Hitler se planteó la sobrecogedora tarea de conquistar Gran Bretaña, naturalmente acudió a Göring, y Göring estaba encantado. En la campaña occidental, había sido el ejército, concretamente sus divisiones blindadas, las que se llevaron todos los honores, mientras que la fuerza aérea desempañaba un papel secundario, dando apoyo por aire. Ahora la Luftwaffe tendría su oportunidad de conseguir la gloria y a Göring no le cabía la menor duda de que acabaría imponiéndose.