Conforme escribo esto, mi hija menor, Aina, está sentada sobre mis rodillas. Tiene seis meses, es alegre y todo le despierta curiosidad; no es fácil mantener sus manos alejadas del teclado. Se pasa el día emitiendo ruiditos. Ríe, llora, gargariza, balbuce. Comunica con claridad: hace un momento no tuvo ningún problema para hacerme ver que quería que la levantaran de la manta que estaba tendida en el suelo. Pero lo hizo sin lenguaje verbal. Aún no habla, todos esos ruiditos suyos no constituyen idioma alguno. Dentro de unos meses seguramente podrá decirme «papá», pero todavía no.
¿Cuándo se puede decir que un niño empieza a utilizar el lenguaje? Todos los padres saben que el proceso mediante el cual los niños aprenden a hablar es largo, que desde el primer da da da balbuciente han de transcurrir varios años hasta que el niño pueda expresarse con fluidez y con oraciones completas en su lengua materna. El niño se va desarrollando paulatinamente; desde el bebé carente de lenguaje hasta el pequeño de tres años que, una vez lo ha adquirido, ya no para de hablar nunca. Es habitual que los niños empiecen a balbucir, a entrenarse con los sonidos de la lengua, más o menos a la misma edad que tiene Aina. Después llegan las primeras palabras reconocibles, en algún momento en torno a su primer cumpleaños; y a los dos años, empiezan a combinar palabras hasta formar frases sencillas. La gramática en sentido más adulto, con oraciones completas, comienza a manifestarse en torno a los tres años. La edad exacta puede variar muchísimo de un niño a otro, algo que he constatado con tan solo mirar a mis cuatro hijos, pero la gran mayoría pasa más o menos por las mismas fases y más o menos en el mismo orden, si bien a distinto ritmo.
Que el niño aprenda uno o varios idiomas no repercute en gran medida en el proceso, como tampoco que se trate de una lengua de signos o hablada. Los niños tienen facilidad para aprender idiomas, independientemente de cuál sea su forma y cuáles sean las circunstancias, siempre y cuando crezcan rodeados de ellos. Su facilidad para aprenderlos es pasmosa si la comparamos con la cantidad de esfuerzo y práctica consciente que necesitan para adquirir otras habilidades, por ejemplo, matemáticas o musicales, que en realidad no son más complicadas que el lenguaje.
Pero los niños todavía necesitan un par de años más para adquirir completamente el lenguaje. ¿En qué momento de este proceso queremos empezar a llamar uso del lenguaje a lo que hace el niño? ¿La primera vez que emite un ruidito? No, difícilmente; los gritos de los recién nacidos que se oyen en la unidad de maternidad no son razonablemente lenguaje. ¿La primera vez que formula una oración completa y gramaticalmente correcta? Tampoco; los niños hablan por los codos antes de que la gramática esté configurada. Ha de ser en algún lugar a medio camino. Pero es difícil encontrar un punto inequívoco al que podamos señalar. Dentro de algunos meses no voy a poder escribir en el calendario un día en concreto: «Hoy Aina empezó a utilizar el lenguaje». Es posible que pueda escribir: «Hoy Aina dijo papá por primera vez». Pero si vamos a llamar lenguaje a la primera palabra que utilice, hemos de estar de acuerdo en que es la producción de palabras la que define el lenguaje, y esto es de todo menos evidente.
Ese mismo problema se nos plantea al hablar del origen del lenguaje en la prehistoria. Descendemos de nuestros ancestros los simios, y nuestro linaje familiar ha ido evolucionando gradualmente a lo largo de varios millones de años hasta los seres humanos que somos hoy. Aquellos antepasados simios no eran capaces de hablar más que los actuales chimpancés o babuinos, pero hoy día nosotros sí podemos. En algún lugar del camino tuvo que haberse desarrollado el lenguaje.
Entre nuestros ancestros resulta imposible trazar un límite claro entre los simios y los seres humanos. A lo largo de millones de años han ido apareciendo, poco a poco, cada vez más cualidades y comportamientos humanos. ¿Quizá ocurra algo similar con el lenguaje? ¿Quizá no hubo jamás un determinado homínido del que se pueda decir que fue el primero en hablar, al igual que tampoco habrá un día que pueda señalar como el primer día en que mi hija habló? ¿O quizá determinar quién fue el primero en utilizar el lenguaje sea una mera cuestión de definición?
En principio, es posible que en algún punto de la evolución humana el lenguaje apareciera simplemente de repente, del todo configurado, de la nada, sin un desarrollo gradual ni formas intermedias. Hay lingüistas, como Noam Chomsky, que defienden esa idea de un big bang del lenguaje. Pero desde un punto de vista biológico, es de lo más improbable que una cualidad tan compleja como nuestra capacidad lingüística haya nacido, sin más, de la nada. Lo lógico es que el lenguaje se haya desarrollado en varios pasos, del mismo modo, por ejemplo, que nuestro gran cerebro o nuestra capacidad para crear herramientas. ¿Quizá fuera un desarrollo parecido al que viven los niños?, ¿quizá fueran otros procesos y formas intermedias totalmente distintos? Sea como sea, a medio camino entre los simios carentes de lenguaje y los humanos dotados de él, algún tipo de desarrollo ha tenido que haberse producido. Alguna vez tienen que haber existido estadios previos al lenguaje, formas más sencillas de lenguaje. Tiene que haber habido una protolengua, la primera en poder llamarse lengua.
¿Qué fue entonces lo que se desarrolló? El lenguaje, sí, pero ¿más concretamente qué? Hay varios aspectos de él que cabe diferenciar aquí. Los sonidos que se propagan por el aire al hablar son el único aspecto directamente observable, pero no son la faceta más interesante del lenguaje, sino que hay, al menos, dos aspectos más importantes. Uno es la capacidad lingüística que se encuentra en nuestro cerebro, que permite que utilicemos y comprendamos el lenguaje. La otra es la lengua como sistema social, que permite que las personas estén de acuerdo en qué significa qué, de modo que unos y otros podamos entendernos.
Noam Chomsky considera que la capacidad lingüística de nuestro cerebro es lo más importante, aquello que la lingüística necesita aclarar. El origen del lenguaje se vuelve, pues, una cuestión meramente biológica: ¿cómo se desarrolló nuestro cerebro hasta contener un módulo lingüístico? Muchos otros investigadores dedicados al origen del lenguaje creen, en cambio, que el sistema lingüístico social es más interesante. En ese caso, la cuestión radica más bien en cómo la interacción social de las personas derivó hasta tal punto que nuestro sistema de comunicación común se convirtió en un lenguaje como tal.
Los humanos se distinguen de los demás simios tanto biológica como socialmente. Una cría de chimpancé carece de la capacidad lingüística biológica y jamás podrá aprender del todo a utilizar el lenguaje, ni siquiera aunque crezca en un entorno social humano. Pero un niño que se vea obligado a criarse sin contacto social y comunicación humanas tampoco aprenderá a utilizar el lenguaje. Para ello, es necesario que se den una serie de condiciones tanto biológicas como sociales. Y, al buscar el origen del lenguaje, se ha de considerar el desarrollo tanto biológico como social sobre el que se asientan las bases del lenguaje.
Nuestra voz y nuestra capacidad de emitir sonidos son una adaptación biológica evidente a la lengua oral. Los chimpancés pueden ciertamente producir sonidos, e igual de clamorosos, pero no pueden en modo alguno articular la variedad de sonidos de la lengua con la rápida sucesión que caracteriza el habla humana. Durante mucho tiempo se pensó que esto se debía a una serie de diferencias entre los humanos y los demás simios en lo que a la forma de la faringe, la boca y la lengua se refería, que nos permiten mayores posibilidades de variación a la hora de producir sonidos. Pero ante todo obedece a diferencias en el cerebro y en las conexiones entre este y los órganos articulatorios.
Determinar qué otros elementos integran la capacidad lingüística biológica es una cuestión controvertida entre los lingüistas. ¿Acaso tenemos un «instinto lingüístico» innato y, en ese caso, en qué consiste? Se trata de una cuestión esencial en relación con el origen del lenguaje.
A fin de poder debatir el origen del lenguaje, necesitamos disponer de palabras que nos permitan hablar de los distintos componentes que integran la lengua. Los lingüistas han desarrollado un aparato conceptual para ello, y en este apartado se aclaran los conceptos que se utilizarán en el libro. Quien ya esté familiarizado con la terminología puede saltar directamente a la próxima sección.
La estructura de la lengua se puede analizar a una serie de niveles distintos. Yo he querido comenzar a nivel de la palabra, puesto que es un concepto conocido para la mayoría, y puesto que su significado dentro de la lingüística es muy similar al que adquiere en el día a día. Si uno ha de definir «palabra», dirá que es la unidad lingüística mínima que puede aparecer con independencia y pronunciarse sola. El aspecto de las palabras, sin embargo, difiere mucho de un idioma a otro, y no es fácil encontrar una definición estricta que funcione en todos los contextos. No obstante, en este, nos basta con la palabra entendida en su sentido cotidiano.
Hay varios tipos diferentes de palabras, distintas categorías gramaticales. Las más importantes son:
Las categorías gramaticales pueden diferir de un idioma a otro, y es habitual que un idioma carezca de una o varias. Pero eso no quiere decir, por ejemplo, que una lengua sin adjetivos no pueda expresar cualidades, sino que lo hará de otra manera, no con una categoría gramatical propia.
Si empezamos a descender de nivel, hay una unidad con significado menor que la palabra: el monema. Una palabra puede a veces estar integrada por varias partes que ayudan a componer su significado. Hay dos tipos de monema: morfema y lexema. Un morfema es la unidad mínima portadora de significado, la unidad mínima de la que tiene sentido decir que significa algo. Una palabra como «lengua» consta de un solo lexema, no hay ninguna parte de la palabra que signifique nada por sí sola. Una palabra derivada, como «deslenguado», contiene, en cambio, varios monemas: «des-lengua-(a)do», y cada parte contiene su porción respecto del significado total de la palabra. El núcleo de la palabra es el lexema «lengua». La terminación -ado es un morfema que convierte un verbo en adjetivo. Por último, al colocar el prefijo des- frente a «lengua» no muta la clase de palabra, pero sí su significado. Se crea así una palabra que consta de tres monemas distintos.
El morfema no puede, por definición, dividirse en unidades más pequeñas dotadas de significado. En cambio, sí se puede separar en sílabas y, en última instancia, en sonidos. De manera análoga, en la lengua de signos el morfema puede fraccionarse —aunque en movimientos y no en sonidos—, pero en aras de la simplicidad nos ceñiremos al español hablado. Una sílaba siempre cuenta, en principio, con una vocal. En torno a la vocal habrá un número variable de consonantes. Las vocales son aquellos sonidos de la lengua que se producen al expulsar aire por la boca sin que este encuentre obstáculo (a, e, i), mientras que en las consonantes el aire se ve interrumpido de un modo u otro (p, f, g, s).
Cada lengua utiliza un determinado conjunto de sonidos, que varían de una a otra. Casi todos ellos son vocales o consonantes, pero en determinadas lenguas se emplean también chasquidos o clics y otras rarezas. En numerosos idiomas se distingue, además, entre diversos tonos, y lo que a nosotros nos parece la misma vocal constituye para ellos dos sonidos distintos en función de si se pronuncia con un tono agudo o grave, o más variantes todavía.
La cantidad de sonidos de una determinada lengua puede diferir: desde una docena hasta más de un centenar. El español tiene 22 y el sueco unos 35. Esta última cifra varía según el dialecto y es ligeramente superior a la media. El español carece de tonos. En sueco, aunque no se utilizan para diferenciar sonidos aislados, hay patrones tonales para distinguir entre palabras que se escriben igual pero adoptan significados distintos: por ejemplo, la palabra tomten, según cómo se pronuncie, podrá referirse bien a ese ser vestido de rojo y con barba propio del folclore escandinavo, bien al llano sobre el que se edifica una casa. Un significado y otro se pronuncian con distintos patrones tonales.
Los sonidos de la lengua se pueden describir a dos niveles distintos: por un lado, como fonemas y, por otro, como sonidos de la lengua, como aquello que efectivamente se pronuncia. Los fonemas son las unidades mínimas de sonido con marca de significado, que permiten diferenciar entre palabras. Es habitual en la lengua que aquello que percibimos como el mismo sonido se pronuncie en realidad de diversas maneras distintas según el contexto. Esas variantes divergentes son, pues, el mismo fonema, aun cuando suenen ligeramente diferentes.
Los sonidos de la lengua se pueden analizar, asimismo, desde un punto de vista puramente acústico, según los tonos que contengan, y también según cómo y dónde se produzcan dentro del aparato fonador humano. Pero por ahora podemos dejar a un lado esta cuestión.
Si, por el contrario, ascendemos de nivel con respecto a las palabras, estas pueden agruparse en sintagmas y oraciones. Cualquier persona alfabetizada sabe lo que es una oración: una ristra de palabras que, por escrito, comienza con mayúscula y termina con un punto (o a veces con otros signos de puntuación). Desde un punto de vista oral, una oración es la unidad mínima gramaticalmente completa, aquella que no deja cabos gramaticales sueltos. Con relativa frecuencia, una expresión consta de varias oraciones con relación semántica, pero las oraciones siguen siendo gramaticalmente independientes.
Esto nos conduce hasta la gramática. Se designa así al conjunto de reglas que rige cómo se pueden combinar las palabras en unidades mayores, y también cómo las palabras se componen a partir de morfemas, y cómo a veces las palabras se flexionan según el contexto gramatical en el que se encuentren.
La gramática se divide en ocasiones en sintaxis y morfología. La sintaxis se refiere a cómo las palabras se combinan hasta formar oraciones, mientras que la morfología se ocupa de la forma y la construcción de las palabras por separado, con sus terminaciones y demás componentes. Esta división funciona bien en español, pero no cobra sentido en todos los idiomas.
Si volvemos a los sintagmas y oraciones, una oración puede estar integrada por varias cláusulas. Cada una de ellas describe, en principio, un acontecimiento, con un verbo que determina qué es lo que ocurre y uno o varios sustantivos alrededor que introducen quién(es) o cuál(es) son los participantes que intervienen en dicha acción. «Lisa conduce el coche» es una cláusula, y también puede actuar como oración completa con tan solo esa cláusula. Pero se le puede añadir otra cláusula: «Lisa conduce el coche que Pelle compró ayer». La segunda cláusula «que Pelle compró ayer» está subordinada a la primera y no puede aparecer por sí sola como una oración independiente. En principio, a una misma oración se puede incorporar un número ilimitado de cláusulas.
Por último, los sintagmas son unidades que las reglas gramaticales pueden tratar como si fueran una única palabra. Si escribimos «Lisa conduce el pequeño coche verde con manchas de óxido en el capó», «el pequeño coche verde con manchas de óxido en el capó» es un sintagma, y gramaticalmente funciona como si fuera un solo sustantivo: un sintagma nominal. En la oración «Lisa habría querido saber volar», «habría querido saber volar» es, de igual manera, un sintagma que gramaticalmente funciona como si fuera un solo verbo: un sintagma verbal.
Hasta aquí puede uno llegar con un análisis de la estructura formal de la lengua sin preocuparse de aquello que en realidad se dice y qué significa, sin preocuparse de cómo las personas utilizan, en efecto, la lengua. Es posible encontrar oraciones formal y gramaticalmente correctas que carecen por completo de sentido, que a nadie se le ocurriría utilizar. Noam Chomsky recurría a un ejemplo, hoy día tan famoso que cuenta con su propio artículo en la Wikipedia: Colorless green ideas sleep furiously.1 En inglés es completamente correcto desde el punto de vista gramatical, y completamente gratuito,2 y he ahí lo que Chomsky viene a decirnos: conforme a su teoría del lenguaje, gramática y significado son totalmente independientes.
Pero tampoco es tan sencillo. El significado a veces también cobra relevancia dentro de la gramática. En español, como en muchas otras lenguas, el sustantivo posee género gramatical, que marcamos, por ejemplo, al utilizar «un» o «una» frente al sustantivo. Después flexionamos los adjetivos para que concuerden con el sustantivo a los que se refieren: «un coche rojo» o «una casa roja». Y, es más, un mismo sustantivo a veces puede ir acompañado de un adjetivo flexionado en cualquiera de los dos géneros. En español es igualmente correcto hablar de «artista reputado» que de «artista reputada». La diferencia, en ese caso, obedece al género real del artista del que se esté hablando. «Reputado» hará referencia a un artista varón, mientras que «reputada» remitirá a una mujer.
Pero incluso si obviamos esos efectos marginales sobre la gramática, el propio quid del lenguaje es que aquello que decimos significa en realidad algo, que hay un mensaje comprensible que el oyente puede interpretar. La rama de la lingüística que trata del significado de la lengua se llama semántica.
Cabe, asimismo, nombrar otras dos ramas de la lingüística:
En el ámbito de las lenguas humanas la diversidad lingüística es inmensa, y las lenguas se cuentan a miles. La pregunta «¿Cuántos idiomas existen?» carece de una respuesta exacta y, desde luego, tampoco hay una con la que todos estén de acuerdo. No hay una frontera bien delineada entre aquello que constituye una lengua propia y el mero dialecto de otra. La consideración como lengua aparte es más una cuestión política que lingüística. Desde un punto de vista puramente lingüístico, las diferencias entre algunos dialectos del chino son mucho mayores que entre las lenguas escandinavas, y los lingüistas acostumbran a tratar varios «dialectos» chinos como lenguas independientes. Incluso dentro del territorio sueco, el trazado de las fronteras lingüísticas es un asunto controvertido. No queda para nada claro si el elfdaliano se ha de considerar un dialecto del sueco o un idioma distinto; a mí me cuesta más entender el elfdaliano que el danés, pese a vivir en la misma provincia histórica en que está situado Älvdalen, de donde es originario el elfdaliano. Y el habla del valle del Torne —el meänkieli— se considera un idioma aparte en la ribera occidental del Torne, pero un dialecto del finés en la ribera oriental.
No toda variación lingüística obedece a cuestiones geográficas. En la zona donde crecí, puedo oír sin mayor problema la diferencia entre gente de distintas clases sociales e incluso si se criaron en el campo o en la ciudad. Y, entre Lidingö y Rinkeby, la distancia lingüística es notablemente mayor que la física, que el metro permite recorrer en escasos minutos.
Cuando se insta a los lingüistas a definir qué es una lengua, a veces se recurre a una vieja broma privada: «Una lengua es un dialecto con ejército propio». Pero esa broma ya no resulta tan graciosa; en demasiadas ocasiones se volvió literal y sanguinariamente seria, como ocurrió, por ejemplo, al resquebrajarse Yugoslavia en la década de los noventa. Mientras el país se mantuvo unido, los yugoslavos hablaron diversos dialectos del serbocroata. Pero, uno tras otro, todos esos dialectos fueron reuniendo cada uno su propio ejército, tras lo cual se desató una guerra civil devastadora y, en la actualidad, el serbocroata se ha fragmentado en al menos cuatro idiomas distintos. Todo sin que nada cambiase ni lo más mínimo en la forma en que la gente hablaba en realidad: la formación de esas lenguas fue un proceso puramente político.
Si, pese a todo, uno ha de tratar de encontrar una definición lingüística de la diferencia entre dialecto y lengua, entonces, tendrá que ver con una cuestión de comprensión mutua. Si dos personas logran entenderse sin mayores aspavientos al hablar, estarán hablando la misma lengua; en caso contrario, no. Esa definición, sin embargo, no dibuja fronteras claras entre las lenguas y lejos está de corresponderse siempre con las lenguas designadas oficialmente como tal. A menudo, por encima de las fronteras nacionales se extiende un continuo de dialectos, de manera que la gente siempre entiende el dialecto que se habla en la aldea colindante, independientemente de si entre una y otra hay una frontera nacional o no, mientras que, a medida que aumenta la distancia geográfica entre las aldeas, los dialectos se vuelven menos intercomprensibles. Podría trazarse una cadena continua de esas características, integrada por dialectos vecinos mutuamente comprensibles, desde Portugal hasta Italia, pasando por España, Cataluña y Francia. En ese caso, el portugués, el español, el catalán, el francés y el italiano se podrían considerar una lengua única; pero italianos y portugueses no se entienden sin más y, mientras que una persona de Aosta y otra de Chamonix se entenderán bastante bien, un siciliano y un parisino a duras penas lo harán. ¿Cómo se han de contabilizar las lenguas en esta región?
Independientemente de cómo se contabilicen, lo cierto es que hay infinidad de lenguas. Con una definición tacaña que aglutine los dialectos en grupos, el recuento tal vez ascienda solo a 4.000 idiomas, pero con otra más generosa la cantidad se duplica. En Ethnologue3, un catálogo lingüístico a menudo utilizado, figuran algo más de 7.000 idiomas, y es una cifra muy válida.
Todas esas lenguas presentan notables diferencias léxicas y gramaticales, y, sobre todo, estas últimas pueden ser más radicales de lo que muchos creerían. Todas las lenguas europeas que solemos aprender en el colegio —inglés, alemán, francés, etc.— están bastante emparentadas y poseen una misma estructura básica, una misma «idea» tras su gramática, pese a que los detalles puedan distar unos de otros en gran medida. Todos esos idiomas están integrados por verbos y sustantivos que funcionan más o menos como en español, el verbo se flexiona a base de terminaciones para denotar el tiempo y los sustantivos poseen determinadas terminaciones en plural. Dentro de una oración, el orden de las palabras (y, en determinados idiomas, los casos y demás flexiones) sirve para indicar quién hace qué y con quién.
Estas cuestiones pueden antojársele obvias a quien solo esté familiarizado con lenguas europeas, pero las que pertenecen a otras familias lingüísticas pueden estar construidas de maneras totalmente distintas. Algunas carecen por completo de terminaciones, de marcas de tiempo en los verbos y de plural en los sustantivos y recurren, en su lugar, a otros medios para indicar cuándo ocurre algo y de cuántas cosas se trata. En otras lenguas, basta con añadir diversos elementos al verbo para construir oraciones enteras —no solo temporales, sino también morfemas para indicar quién hace qué y con quién y de qué manera— para construir oraciones enteras; así, con una única y extensa palabra, son capaces de expresar algo para lo que en español se precisaría una oración completa. En cambio, otros idiomas disponen de palabras que, en su forma básica, no constan más que de algunas consonantes. Para lograr todo lo que en español se consigue a base de terminaciones, en esas lenguas se introducen, entre esas consonantes, distintas vocales en distintas posiciones. Dentro de los millares de lenguas distintas que hay en el mundo, las variaciones son prácticamente ilimitadas.
¿Por qué hay tantas lenguas? La capacidad lingüística humana debe ser tal que alcanza a manejar muchos tipos distintos de lenguas. Y ¿qué dice la diversidad acerca del origen del lenguaje? El lenguaje debió de seguir tal proceso evolutivo que condujo, naturalmente, al desarrollo de una capacidad lingüística versátil y flexible, por un lado, y al ulterior desarrollo de las lenguas, por el otro.
Una cuestión a menudo debatida por los lingüistas es qué rasgos comparten, pese a todo, todas y cada una de esas 7.000 lenguas, y qué límites existen respecto de las características de las lenguas. ¿Puede adoptar una lengua un aspecto cualquiera o hay una serie de particularidades básicas que han de poseer todas ellas?
El lingüista Charles Hockett publicó en los años sesenta una lista de rasgos que, según él, caracterizaban las lenguas humanas y que podrían emplearse para definir qué es una lengua. Se dieron a conocer diversas versiones de esa lista, que llegó a incluir hasta 16 rasgos, y en su época fue muy influyente. A continuación, se transcribe su versión más habitual, integrada por 13 rasgos (reformulados por mí):
Hockett afirmó que, si bien muchas de las particularidades de la lista pueden hallarse de manera aislada en la comunicación de diversas especies del reino animal, solo el lenguaje humano reúne todos esos aspectos.
La lista presenta, no obstante, varias flaquezas. Ya el primer punto induce a error: las lenguas de signos son lenguas en las que no se emplea en absoluto ni la voz ni el oído. Y tampoco todo uso de la lengua es fugaz: la palabra escrita puede conservarse durante miles de años. Los cinco primeros rasgos dan por sentado que se trata de una lengua oral y dejan de lado otras modalidades de lengua empleadas por el ser humano. Por lo tanto, no pueden considerarse características generales de la lengua: es perfectamente posible imaginar lenguas que no reúnen ninguno de esos cinco rasgos.
En sentido más general, se ha criticado a Hockett porque su lista está centrada en las peculiaridades externas de la lengua, en lugar de características más profundas relativas a su contenido y estructura o de cómo se gestiona el lenguaje en el interior de nuestras cabezas. Varios de los rasgos de la lista de Hockett se pueden explicar como consecuencias externas de aspectos más fundamentales de la lengua.
La casi ilimitada plenitud comunicativa de la lengua —su capacidad para expresar mensajes infinitamente diversos— es uno de esos aspectos fundamentales: la lengua puede, por un lado, ampliarse con libertad mediante la creación de nuevas palabras y, por otro, combinar palabras hasta construir nuevas oraciones, sin chocar contra más barreras que las puramente prácticas. Varios de los rasgos de Hockett son, sencillamente, consecuencias necesarias de esa plenitud comunicativa. Una lengua que no fuera semántica (séptimo rasgo), con significados vinculados a las señales lingüísticas, no habría podido expresar demasiados mensajes. Una lengua que no fuera arbitraria (octavo rasgo) y en la que, en su lugar, hubiera un vínculo directo e inequívoco entre cada señal y su significado, a duras penas habría podido expresar la mayor parte de lo que comunica el lenguaje humano. Se habría limitado a señales que imitasen directamente su significado y, de esa manera, a mensajes que pudiesen expresarse con señales que se asemejasen al mensaje. Hay «lenguas» que se componen en gran medida de señales no arbitrarias de ese tipo. Muchas señales de tráfico, por ejemplo, mantienen un vínculo significativo con aquello que denotan: una señal que advierte de la presencia de alces contiene una representación gráfica de dicho animal, una que obliga a girar hacia la derecha presenta una flecha en dicho sentido y así sucesivamente. Pero ni siquiera una «lengua» tan limitada como la de las señales de tráfico se las apaña sin convenciones arbitrarias. Las señales triangulares advierten de peligros, mientras que las circulares expresan obligatoriedad. El vínculo entre forma y significado es del todo arbitrario. Dentro de una lengua humana común, las palabras icónicas, es decir, aquellas que se parecen a su significado, se encuentran en notable minoría. Acostumbran a ser diversas onomatopeyas, como «miau», «pam» y otras por el estilo. Las lenguas de signos pueden constar de una proporción bastante elevada de palabras de esa índole, pues con un movimiento de la mano uno puede imitar muchos más conceptos que con un sonido. Pero incluso estas se componen, en su mayor parte, de convenciones arbitrarias.
Una lengua no combinatoria (noveno rasgo) jamás habría podido ser igual de expresiva que las lenguas humanas que existen. Sin la posibilidad de combinar sonidos hasta formar palabras, cada palabra de una lengua oral habría necesitado ser un sonido único, y la garganta humana no es capaz de producir las decenas de miles de sonidos distintos y diferenciables que habría precisado. Sin la posibilidad de combinar palabras hasta formar oraciones, habríamos necesitado tantas palabras como mensajes se pueden expresar, y ni tenemos tiempo de aprender los millones de palabras distintas que habrían hecho falta ni una memoria capaz de recordarlas.
Una lengua que no pudiera aprenderse (undécimo rasgo) habría tenido que transmitirse de una generación a otra por otro medio que no fuera el aprendizaje de los niños. Entre los animales es, desde luego, común que incluso comportamientos bastante complejos sean congénitos, de modo que se transfieren de una generación a otra por vía genética, sin que medie un aprendizaje. Pero hay límites respecto de cuánta complejidad puede almacenarse en los genes a través de la evolución biológica, y el lenguaje humano, con todas sus palabras e ingenios gramaticales, sobrepasa con creces esa frontera. Esa misma limitación puede observarse en el canto de los pájaros: en el caso de aquellos con sonidos sencillos, estos acostumbran a ser congénitos; en cambio, entre los pájaros cantores, los cantos, de mayor complejidad, no son congénitos, sino que, para transmitirlos, la nueva generación ha de aprenderlos de la anterior. En lugar de un canto innato, lo que un ruiseñor posee es una capacidad y una necesidad innatas de aprender los complejos cantos de su especie.
Una lengua con una flexibilidad ilimitada en cuanto a sus posibilidades de expresión, como es el caso de una lengua humana, puede poner también, naturalmente, esa flexibilidad al servicio del debate lingüístico. Por eso, el decimotercer rasgo de Hockett tampoco tiene cabida en la lista como una cualidad independiente.
Dos bonobos —chimpancés enanos— se aparean detrás de un arbusto en la selva de la ribera meridional del río Congo. Se trata de un macho y una hembra, algo que en absoluto se puede dar por sentado entre los bonobos: aquello que los humanos llamarían bisexualidad es la norma imperante entre dichos animales. La hembra emite agudos gemidos durante el acto, como si estuviera disfrutando con aquello que está haciendo el macho alfa. Los demás miembros de la tropa se dan cuenta, y eso es lo que la hembra pretende: quiere que sepan con quién está. En cambio, no se percatan para nada de que, detrás de otro arbusto, la hembra alfa de la tropa también se lo está pasando bien con una joven hembra en ese preciso instante, pues se mantiene en silencio. Las relaciones sexuales con una pareja de un estatus inferior no se van pregonando a los cuatro vientos.4
Esos gritos de apareamiento no se parecen especialmente a una lengua —más bien recuerdan al sonido que emiten los humanos en un contexto paralelo—, pero comparten con el lenguaje el duodécimo rasgo de Hockett, en la medida en que se emplean de manera flexible y táctica. Los bonobos pueden «mentir» con sus gritos —o con su silencio— y no hay muchos animales capaces de hacerlo. O, si nos ponemos puntillosos: no hay muchos animales que demuestren signos de mentir conscientemente, que puedan hacerlo de manera deliberada. En cambio, las mentiras en forma de mensajes falsos no son nada infrecuentes en el mundo animal. Una avispa, con su abdomen rayado, envía un verdadero mensaje de advertencia —de que conviene andarse con cuidado—, pero un sírfido, con su abdomen igualmente rayado, envía una falsa advertencia, pues es del todo inofensivo. En cierta manera, el sírfido «miente» con sus colores, pero no lo hace deliberadamente. Posee los engañosos colores que le ha brindado la evolución, quiera o no, y es probable que sea felizmente inconsciente de estar navegando con una bandera falsa.
En este contexto, la mentira tiene cabida, pues la posibilidad de mentir es, de hecho, una importante peculiaridad de la lengua, a la que se ha de prestar especial atención dentro de la evolución de la capacidad lingüística humana. No le faltaba razón a Rudyard Kipling cuando, en 1928, escribió:
[...] ¿cuál fue el primer uso práctico que el hombre le dio [al habla]? Recordad que, para entonces, era un maestro consumado en todas las artes del camuflaje conocidas por las bestias.
[...] En resumen, podía fingir cualquier tipo de mentira existente. Por tanto, creo que el primer uso que el hombre hizo de su nuevo poder de expresión fue contar una mentira, una mentira fría y calculada.5
Los animales pueden comunicarse de muchas maneras distintas, pero, en la mayor parte de los casos, su comunicación es veraz; no porque sean mucho más honestos que nosotros, sino porque las señales de los animales a menudo se han desarrollado de tal manera que resulta imposible mentir con ellas. Los alces macho envían un mensaje mediante su cornamenta, un miembro con 12 astas «dice» con la ornamentación que le adorna la cabeza: «Mira lo grande y fuerte que soy, tanto como para llevar semejante corona; si eres hembra, sería un padre fabuloso para tus crías y, si eres macho, no tiene sentido que trates de luchar contra mí, pues en todo caso saldrías perdiendo». Los alces no pueden mentir con sus cuernos, por la sencilla razón de que un alce que en realidad no es ni grande ni fuerte no se las apaña para desarrollar y soportar semejante cornamenta. La mentira se destapa a sí misma. Lo mismo ocurre con el cortejo de un gallo lira común o el canto de un ruiseñor: es trabajoso cantar y cortejar durante horas, y un macho ha de estar en plena forma para conseguirlo. ¿No ahorrarían, pues, todos los animales una gran cantidad de energía si, en su lugar, desarrollaran señales menos valiosas? Sí, claro, pero nadie se tomaría en serio esas señales baratas. Pongamos que los alces desarrollan una señal barata para demostrar su fuerza, y que, en lugar de una cornamenta pesada e impráctica con numerosas astas, presentan, por ejemplo, una serie de manchas en el lomo, tantas como astas habrían tenido. Apenas cuesta nada desarrollar unas manchas. ¡Sería, desde luego, mucho más práctico! Efectivamente, así sería, durante un tiempo... hasta que entra en juego la evolución y ayuda a un alce macho pequeño y débil dotándolo de muchas más manchas de las que, en realidad, le corresponden. Los alces macho medianos se doblegan ante el renacuajo y desaparecen los cuernos... y, dentro de la familia de alces, esos genes que favorecen la aparición de numerosas manchas no merecidas se transmiten rápidamente. Pronto, al cabo de algunas generaciones, todos los alces macho presentan infinidad de manchas, de manera que, como señal de fuerza, pasan a no significar absolutamente nada. Todos dejan de preocuparse por las manchas y, en su lugar, toman una vía más complicada para demostrar su fuerza. Solo unas señales valiosas, con las que sea imposible mentir, serán evolutivamente estables para los alces.
En cambio, el lenguaje humano no funciona así. Hablar no cuesta nada y mentimos con descaro, pero no por ello se desmorona la comunicación humana de la misma manera en que les ocurriría a los alces moteados. Nosotros nos escuchamos unos a otros y —en fin— confiamos los unos en los otros, pese a lo fácil que es mentir. En ese sentido, el lenguaje humano constituye una paradoja evolutiva y exige una explicación extraordinaria. Comoquiera que haya evolucionado la lengua, no lo ha hecho de igual modo que la cornamenta de los alces, ni el canto de los pájaros, ni la mayoría de las demás formas de comunicación entre los animales.
El duodécimo rasgo de Hockett, según el cual el lenguaje no es de fiar, se mantiene, pues, vigente como una de las cualidades importantes de las lenguas. Y va profundamente ligado al hecho de que usarlas sale barato. El lenguaje humano, con todo su potencial de mendacidad, no podría haberse desarrollado sin que antes confiásemos lo suficiente los unos en los otros.
El sexto rasgo de Hockett, según el cual la lengua se utiliza de manera consciente, y el décimo, conforme al cual puede tratar de algo ajeno al aquí y ahora, son otras dos cualidades de Hockett que mantienen su validez y precisan aclaración. Respecto del sexto, no hace falta, sin embargo, una explicación más profunda y vinculada directamente al lenguaje, pues gran parte de la comunicación que tiene lugar entre otros simios también es consciente. En ese caso, la dificultad radica más bien en dilucidar de dónde dimana la propia conciencia, pero para ello haría falta un libro aparte.
La capacidad que posee la lengua de tratar algo ajeno al aquí y ahora es un punto importante. Podría generalizarse y afirmarse que la lengua se caracteriza por la llamada comunicación triádica (trilátera). La comunicación entre animales es, en su mayor parte, diádica (bilateral), pues se refiere solo al «hablante» y el «oyente», sin aludir a ningún tercero, ni a nada más allá de las partes interesadas. La comunicación humana triádica, en cambio, versa casi siempre sobre algo más que el mero hablante o el oyente: es muy frecuente que una oración ataña a un tercero, es decir, a alguien o algo que no participan directamente en la conversación. Nos encanta hablar de personas ausentes, algo que los animales muy rara vez hacen.
Entre los animales, se dan ejemplos aislados de comunicación triádica. Los gritos de advertencia tal vez sean el ejemplo más evidente: un «hablante» emite un grito ante un peligro acechante y un «oyente» capta que va referido a ese peligro inminente. El peligro es, ahí, esa tercera parte que confiere un carácter triádico a la comunicación. Pero, entre los animales, esos casos resultan excepcionales, y la libertad total en cuanto a posibilidades de referencia de la que está dotado el lenguaje humano es algo de lo que los demás animales carecen por completo.
El hablante y el oyente siempre se encuentran en el aquí y ahora y, por lo tanto, la comunicación diádica se limita a esas coordenadas. La capacidad de comunicar de manera triádica es, pues, un requisito para poder hablar de lo ajeno al aquí y ahora.
Todos los rasgos que figuraban en la lista de Hockett eran bastante abstractos y generales. La posible existencia de cualidades más específicas que sean comunes a todas las lenguas —unos universales lingüísticos— es objeto de un animado debate entre lingüistas. Diversos investigadores en la materia han sugerido una gran cantidad de universales, pero, en cuanto se ha examinado un abanico más amplio de lenguas distintas, se han encontrado excepciones respecto de la gran mayoría. A continuación, un par de ejemplos:
Pese a todo, hay unos pocos universales generales que parecen ser estrictamente válidos:
Los universales estrictamente válidos, pese a no abundar, necesitan aclararse de alguna manera, sobre todo para aquel que ande en busca del origen del lenguaje humano. Al margen de esos universales que de verdad se aplican a todas las lenguas, hay muchos más que resultan válidos para la mayoría, además de toda una serie de patrones y conexiones entre las distintas reglas gramaticales de una lengua. Un ejemplo de patrón gramatical es aquel según el cual, en la mayor parte de las lenguas, hay una relación con respecto al orden en que se combinan los distintos tipos de pares habituales de palabras. Un adjetivo suele combinarse con un sustantivo («casa roja»), igual que una preposición suele combinarse con un sintagma nominal («hacia la casa»), y un verbo acostumbra a ir acompañado de un complemento, que está expuesto al suceso que designa el verbo. En una oración como «La mujer conduce el coche», «el coche» es el complemento del verbo «conduce». Según el idioma, estas parejas de palabras adoptan un orden distinto. En español solemos decir «La mujer conduce el coche», pero, en más o menos la mitad de las lenguas restantes de todo el mundo, el orden se invierte y se dice el equivalente a: «La mujer el coche conduce».6 De la misma manera, muchas lenguas operan de manera contraria también en lo que a adjetivos y preposiciones se refiere (con las llamadas, en su lugar, anteposiciones y posposiciones): «roja casa» y «la casa hacia». La cuestión es que existe una conexión entre esos diversos pares de palabras, de manera que, en una lengua que se rija por el orden verbo-complemento, lo más habitual será también que se siga un orden de preposición-sustantivo y sustantivo-adjetivo. Los idiomas con complemento-verbo acostumbran, por su parte, a presentar también un orden de sustantivo-preposición y adjetivo-sustantivo. El español cumple ese patrón, al igual que la mayoría de las lenguas, que se rigen por uno de los dos. Y también esos patrones necesitan aclararse de alguna manera: están demasiado presentes como para ser meras casualidades.
Una cuestión central por lo que respecta a la naturaleza del lenguaje es cómo funciona, en esencia, la comunicación verbal. En ese sentido, se pueden distinguir dos líneas principales: por un lado, la lengua como código y, por otro, la llamada comunicación ostensivo-inferencial.
Si la lengua es un código, la propia expresión verbal contiene toda la información comunicativa. El hablante traslada su mensaje al código lingüístico, el oyente descodifica lo dicho y conoce, así, el mensaje del hablante. La comunicación ostensivo-inferencial funciona de manera totalmente distinta a un código. En ella, gran parte del mensaje real no está contenido en la mera expresión verbal, sino en todas las circunstancias que rodean la expresión, y el oyente ha de armar un puzle y reconstruir el mensaje que pretende comunicarle el hablante.
La faceta ostensiva tiene que ver con el hablante. El mero hecho de que este hable evidencia una intención comunicativa, y todo aquello que hace el hablante en torno a la comunicación contribuye a manifestar sus intenciones, más allá de lo que contiene estrictamente el mensaje lingüístico. Además, toda comunicación se desarrolla en un contexto, y el hablante se sirve de él y de la situación para producir su mensaje.
A continuación, la faceta inferencial tiene que ver con el oyente, que no solo descodifica de manera pasiva lo dicho, sino que, además, absorbe todo lo que el hablante hace y todo el contexto comunicativo. A continuación, el hablante extrae, a partir de todo ese paquete, no solo de los elementos lingüísticos, conclusiones (inferencias) respecto de las intenciones del hablante con aquello que dijo. Este último, por su parte, puede servirse de ello y adaptar su mensaje a medida, a fin de que el oyente deduzca lo correcto. En la práctica, se suele recurrir a ello para simplificar la comunicación, y el hablante se salta cuestiones que podría caber esperar que el oyente averiguase pese a todo.
Se podría comparar esas dos formas de comunicación con dos maneras de transmitir una imagen a un receptor. El equivalente del lenguaje entendido como código es, sencillamente, enviar una imagen completa, de manera que el receptor puede ver directamente lo que representa. En cambio, la comunicación ostensivo-inferencial se corresponde con una imagen que ha de tratarse como un puzle. Pero el emisor no lo manda ya armado del todo, sino que se limita a entregar al receptor las piezas justas y necesarias para que este disponga de pistas suficientes con las que poder averiguar aquello que ha de reproducir la imagen. Las piezas del puzle son pistas, por supuesto, pero también todo cuanto hace el emisor, hasta su propia elección de las pistas. A continuación, el receptor ensambla las diversas piezas hasta construir un mensaje. La comunicación ostensivo-inferencial se podría, pues, llamar «comunicación puzle», que es como pienso referirme a ella en el resto del libro. A menudo tendremos razones para volver a la «comunicación puzle».
A la hora de explicar el lenguaje en general y la gramática en particular, es importante tener presente la diferencia entre lengua oral y lengua escrita. La lengua oral, esa que utilizamos en nuestras conversaciones diarias y naturales, se distingue bastante de la lengua escrita formal. La palabra hablada (o de signos) acostumbra a utilizarse cara a cara, y hablante y oyente mantienen una relación y comparten un contexto en el que desarrollar esa conversación. Es el ambiente más propicio para la «comunicación puzle»: el oyente cuenta con mucho más que las meras palabras para ensamblar el puzle, y el hablante puede hacerse una buena idea de las piezas de las que dispone ya el oyente. Por eso, en la lengua oral, a menudo se pueden obviar grandes partes del mensaje y, sin embargo, confiar con seguridad en que el oyente vaya a armar entero el puzle. La lengua oral suele contener, pues, lo que en la lengua escrita se considerarían fragmentos de significado incompletos y agramaticales. En la lengua oral, no obstante, funcionan de maravilla, dado que el oyente ya posee todas las demás piezas del puzle que le hacen falta, por lo que, en un contexto oral, esos fragmentos no deberían tacharse de agramaticales.
La palabra escrita es más o menos permanente y suele utilizarse con una distancia considerable entre autor y lector. Puede que el escritor ni siquiera sepa quién va a leer el texto, y el lector no conoce el contexto del escritor. El presente texto es un ejemplo: está pensado para que lo lea un gran número de personas distintas con las que, más allá del texto, no tengo verdadera relación. Tú no me conoces, yo no te conozco y no sé qué piezas del puzle posees aparte de lo que figura en el libro. Eso hace que sea mucho más difícil optar por una «comunicación puzle». En la forma escrita —pero también en la televisión, en lecturas públicas y demás actos de comunicación impersonal— la lengua ha de emplearse, pues, de un modo más codificado, todo el mensaje ha de tener cabida en las palabras estrictamente dichas y lo dicho ha de regirse por reglas más estrictas.
Una gramática que describa la comunicación codificada y una gramática que describa la «comunicación puzle» serán totalmente distintas, ya que las estructuras de la información serán muy dispares. Y en el segundo caso, la gramática necesitará normas notablemente más laxas respecto de aquello que puede omitirse o abreviarse. Por eso, suele ser complicado adaptar la lengua oral a la gramática de la lengua escrita si uno quiere serle fiel a la lengua oral.
¿Qué tipo de lengua debemos aclarar, entonces, al esclarecer el origen del lenguaje? La respuesta a esa pregunta radica en qué tipo de lengua era la lengua original. Y no hay nada que hablar al respecto: tanto la lengua escrita como las retransmisiones televisivas son muy modernas. Durante el 99 % del tiempo que ha transcurrido desde que se originó el lenguaje, solo existió la lengua oral y se hablaba solo cara a cara. Solo durante la fracción más reciente de su existencia ha habido lengua escrita y, hasta la llegada del último siglo, la escritura no era más que un fenómeno muy marginal para una pequeña élite. La lengua escrita es una forma lingüística artificial y de creación reciente, y podemos dejarla de lado al tratar de encontrar el origen del lenguaje.
La lengua escrita se distingue también de la oral en la medida en que, en principio, todas las personas aprenden a hablar, de forma rápida y casi automática, mientras que no todos pueden aprender a escribir. A diferencia del arte de hablar, los niños han de aprender el de la escritura por el camino difícil. Por otra parte, entre una persona y otra, se evidencian diferencias mucho más notables respecto de su capacidad para la escritura que de su capacidad para el habla; o, mejor dicho, son mucho mayores las diferencias entre la capacidad de comunicar de manera impersonal que personal. Todo el mundo se las apaña para mantener una «comunicación puzle» personal, cara a cara, pero, a fin de desenvolverse bien con la comunicación impersonal, y con esa lengua formalmente estructurada que requiere, se necesitan talento y gran práctica.
Casi todo uso lingüístico a lo largo de la historia ha sido una conversación oral cara a cara, entre personas que se conocen bien y comparten un contexto común muy amplio. Ese tipo de lengua es también aquella que a los niños se les da fenomenal aprender. Y aquella cuyos orígenes habremos de aclarar.
Esto nos lleva hasta la cuestión de la naturaleza de la gramática, y a cómo la gramática se relaciona con el modo en que de verdad se utiliza la lengua. ¿Hay reglas gramaticales en nuestra cabeza y, en ese caso, de qué tipos de reglas se trata? ¿Cómo funciona en realidad la gramática? Necesitamos dedicar unas páginas a estas cuestiones, pues las respuestas influirán en el tipo de aclaraciones que habremos de buscar más adelante para los orígenes de la gramática.
En nuestro uso cotidiano de la lengua, rara vez pensamos en la gramática. De no haber adquirido unas nociones básicas de gramática en la escuela, es probable que la mayoría de nosotros no reflexionáramos en absoluto sobre las reglas gramaticales. Nuestro empleo de la gramática al hablar suele ser, pues, totalmente inconsciente. Y, sin embargo, acostumbra a ser correcto. Aunque no siempre: de vez en cuando cometemos deslices al hablar y, sobre todo cuando titubeamos o nos paramos en una oración, es fácil que se nos escape el hilo gramatical y acabemos por errar en algún punto. Con todo, la mayor parte de las veces, la gramática funciona sin que el hablante necesite saber siquiera que hay una cosa llamada gramática.
Al mismo tiempo, sin embargo, solemos percatarnos cuando alguna otra persona incumple las reglas gramaticales. Cuando alguien acompaña el sustantivo de un adjetivo que no concuerda o flexiona mal el verbo, nos damos cuenta. Tal vez no siempre seamos capaces de determinar exactamente cuál es el error, y lo más normal es que entendamos sin problema lo que esa persona quiere decir, pero sabemos, pese a todo, que hay algo que suena mal en aquello que acabamos de escuchar. ¿Cómo es posible que lo sepamos sin un conocimiento consciente de la gramática?
En cierta manera, esto no resulta en absoluto extraño. Podemos hacer muchas cosas sin un conocimiento consciente de los fundamentos teóricos sobre los que se asienta aquello que hacemos. Uno es capaz de ir en bicicleta sin saber nada sobre el momento de fuerza y el momento cinético, uno es capaz de tirar una pelota y atraparla sin saber nada de balística, y así sucesivamente. La mayoría de las habilidades motrices funcionan así: aprendemos a hacer más que a entender. Ni siquiera está claro si sirve de ayuda comprender: yo sé de balística y puedo calcular sin problema la trayectoria de un proyectil, pero en la práctica se me dan fatal los balones.
Así pues, la gramática parece funcionar en nuestras cabezas más o menos como las habilidades motrices: se trata de algo que aprendemos a tratar de manera totalmente automática, sin necesidad de pensar en ello. Otra cualidad que comparte también, por ejemplo, con el arte de montar en bicicleta, es que, cuando tratamos de efectuar un análisis teórico consciente de lo que hacemos, resulta ser dificilísimo. Ninguna lengua humana se deja capturar con facilidad en una descripción teórica manejable.
Los lingüistas de todo el mundo no alcanzan para nada un consenso respecto de cómo está construida, en realidad, la gramática en nuestras cabezas. Circulan varias teorías gramaticales radicalmente distintas, tanto que, tal vez, deberíamos hablar más bien de paradigmas gramaticales.
El concepto de paradigma proviene de un libro del filósofo de la ciencia Thomas Kuhn, titulado La estructura de las revoluciones científicas, de 1962. Fue él quien acuñó esa idea para describir una situación no del todo inusual dentro de la ciencia, en la que entre los distintos investigadores hay una profunda disparidad de opiniones. No solo discrepan respecto de las respuestas a las cuestiones investigadas, sino que ni siquiera convienen en cuáles son las cuestiones que se han de responder. Los diferentes paradigmas perciben la realidad de manera tan totalmente distinta que la comunicación y las comparaciones entre unos y otros apenas tienen sentido.
Más o menos ahí nos encontramos nosotros por lo que respecta a la gramática. No hay consenso en cuanto a qué cuestiones ha de responder una teoría gramatical, y menos aún en cuanto a las respuestas.
Una de las pocas cuestiones en las que, sin embargo, están de acuerdo es que la gramática que hay dentro de nuestras cabezas no se parece gran cosa a las reglas gramaticales que muchos de nosotros aprendimos en el colegio; pero cuando se trata de describir su aspecto, ese consenso se rompe y las opiniones son radicalmente opuestas: cada paradigma habla un idioma del todo distinto.
Otra cuestión en la que convienen es que, además de una gramática, nuestra cabeza posee también un diccionario. Cada usuario de la lengua conoce miles de palabras y necesita algo, dentro de la cabeza, que lleve cuenta de todas ellas, de su sonido y de su significado. Es lo que llamamos un «diccionario mental», sin que sepamos mucho sobre cómo funciona, y sin estar de acuerdo respecto de las relaciones entre léxico y gramática.
Existen, pues, diversos paradigmas gramaticales distintos, con ideas que difieren en esencia respecto de cómo funciona la gramática y qué cuestiones ha de responder una teoría gramatical. A continuación, reseñaré algunos de los más importantes.
La gramática generativa es el nombre con el que se designa un prominente paradigma gramatical, una familia de teorías gramaticales cuyas raíces parten de la labor pionera que emprendió Noam Chomsky a partir de los cincuenta. Conforme a esas teorías, la gramática se compone de un conjunto de reglas que determinan cómo se pueden generar oraciones gramaticales. Para ello, se han de usar las reglas de la lengua más o menos como lo haría un ordenador, y examinar el sistema de reglas de manera sistemática para construir oraciones que se atengan a ellas. Se podría comparar con un programa de ordenador que jugara al ajedrez, el cual, en principio, puede servirse de sus conocimientos sobre las reglas de juego para averiguar todas las posiciones posibles en el tablero que, conforme a las reglas, uno podría adoptar desde su posición actual dentro de la partida. Tanto en la lengua como en el ajedrez, esa creación de todas las oraciones y posiciones posibles es más teórica que práctica, pues tanto la cantidad de oraciones posibles como la de posiciones de ajedrez posibles superan con creces la capacidad del cerebro humano o del ordenador. El ajedrez, sin embargo, es finito, mientras que la lengua, en el marco del paradigma generativo, se considera infinita.
Tanto en el ajedrez como en la lengua, hay límites respecto de aquello que se puede generar. En el primer caso, colocar ambos reyes uno al lado del otro es imposible conforme a las reglas de juego, y una oración con el siguiente orden de palabras: «Chica el por ha una una conducido calle coche» resulta igual de imposible conforme a las reglas gramaticales del español. El patrón que determina qué órdenes son posibles y cuáles no, y cómo se han de interpretar las distintas variaciones en él, ofrece pistas importantes respecto de las reglas subyacentes de la lengua.
Mi explicación simplifica en gran medida el asunto, y las versiones modernas de las teorías generativas son notablemente más sutiles. Pero permanece la idea básica de que la gramática es un conjunto de reglas, o de operaciones matemáticas, capaz de generar todas las oraciones gramaticales de la lengua, y que la lengua se define a partir de esas oraciones que genera la gramática. La gramática se percibe aquí como si se gestionara en un módulo totalmente independiente del cerebro, no vinculado de forma especialmente cercana a nuestra capacidad de raciocinio, ni tampoco entrelazado de manera directa ni con el léxico ni con el proceso final que transforma aquello que queremos decir en una conversación real.
La gramática generativa guarda un estrecho vínculo con la idea de que la gramática es congénita. Según ella, nacemos con un módulo gramatical incorporado y completo. Naturalmente, no es la gramática de un idioma concreto la que es congénita, sino un software general para gestionar la gramática, con una serie de principios gramaticales universales. Lo que hace el niño al aprender la gramática de su lengua materna no es más, en realidad, que configurar los diversos ajustes y parámetros del módulo, más o menos como cuando uno trastea con los ajustes del ordenador de casa.
El principio básico de la gramática generativa es que el lenguaje es un código, y que aquello que se dice mediante él ha de poder valerse por sí solo. El núcleo de la lengua es la estructura gramatical, y la lengua queda definida por la gramática. La «comunicación puzle», con todos sus atajos lingüísticos, no tiene cabida alguna aquí. La atención se centra en la lengua escrita. Tradicionalmente, los lingüistas han examinado la gramática a partir de sus propios juicios introspectivos respecto de qué les parece gramatical y qué les parece agramatical, aunque se han empezado a utilizar también otros métodos.
Dentro de la gramática generativa, las imperfecciones y los lapsus se tratan por referencia a otros sistemas mentales ajenos a la verdadera gramática, que se percibe como algo perfecto.
Un paradigma de índole totalmente distinta es el conexionista. En él no hay, en realidad, regla gramatical alguna. El conexionismo parte, en su lugar, de que la capacidad de raciocinio humana, incluida la capacidad lingüística, se basa en redes neuronales, esto es, redes de neuronas en el cerebro, en las que cada neurona está conectada con otro gran número de neuronas. Cada conexión entre neuronas posee una determinada fuerza y cuanto más fuerte es una conexión, más influye la neurona a un extremo de la conexión sobre aquella que está al otro. La red está abierta en ambos extremos, de manera que se pueden introducir datos en uno y obtener un resultado en el otro. El patrón de fuerzas entre neuronas determina lo que hace la red neuronal y cuál es el resultado.
De acuerdo con el conexionismo, toda la gramática se encuentra en una red de ese tipo, en la que, por un extremo de la red, el cerebro introduce aquello que quiere decir y, por el otro, sale una oración ya formulada, un proceso que a continuación se repite, en sentido inverso, en el cerebro del oyente. El idioma que uno habla viene determinado por el patrón de conexiones y la fuerza de esas conexiones en la red. No se puede señalar un punto concreto de la red y decir: «Aquí está la regla gramatical de plural», sino que cada regla se despliega por los patrones de la red.
Las redes neuronales artificiales, que emulan neuronas en un ordenador, encuentran numerosísimos usos dentro de la inteligencia artificial, sobre todo cuando los ordenadores han de aprender a reconocer patrones o imágenes. La mayoría de nosotros seguramente contemos con el apoyo de aplicaciones capaces, por ejemplo, de determinar en qué parte de una fotografía se encuentra un rostro: lo más probable es que una aplicación de ese tipo se base, en esencia, en una red neuronal artificial.
Una cualidad destacada de las redes neuronales es que no tienen problemas con las imperfecciones ni con las variaciones; al contrario, es más bien difícil conseguir que una red de este tipo produzca algo tan ceñido a las reglas como es la gramática humana. Con un enfoque conexionista, es sobre todo complicado tratar aquellas reglas gramaticales referidas a la relación entre palabras muy distantes dentro de una oración, así como oraciones con diversos niveles de subordinadas.
Si alguien examina microscópicamente nuestro cerebro, encontrará con total seguridad que consta de grandes cantidades de neuronas, en las que cada una está, a su vez, conectada con otra infinidad de neuronas. Hasta ahí, el conexionismo parece razonable, y se acerca a la verdadera estructura del cerebro más que otros paradigmas. Pero la cuestión no es si existen redes neuronales en nuestras cabezas, puesto que sí existen; la cuestión es, en su lugar, si es un nivel adecuado y provechoso desde el que describir el lenguaje humano y, en ese sentido, muchos lingüistas albergan sus dudas.
El tercer paradigma es el funcionalista y, como su propio nombre indica, se centra en la función comunicativa del lenguaje más que en el sistema de reglas gramaticales. Este paradigma cuenta casi con un siglo a sus espaldas, si bien en los sesenta la gramática generativa arrasó completamente con él. Pese a ello, no llegó a aniquilarlo, sino que pervivió en determinados países y, en los últimos años, ha resurgido a la par que la aparición de la lingüística cognitiva, la gramática sistémico-funcional y la gramática de construcciones.
La lingüística cognitiva postula, a grandes rasgos, justo lo contrario que la gramática generativa. Aquí, la gramática no se considera en absoluto un módulo aparte, sino íntimamente conectado con nuestra capacidad general de raciocinio y nuestro aparato conceptual general. La gramática no existe, en realidad, de forma independiente, sino que es un producto de nuestro aparato conceptual y de cómo los conceptos se relacionan entre sí. El lenguaje es un proceso dinámico que se modela en interacción con nuestros pensamientos.
La lingüística cognitiva es, en muchos sentidos, atractiva y presenta claros puntos en común con nuestro uso del lenguaje, flexible y cargado de metáforas. Pero, al mismo tiempo, desde la lingüística cognitiva cuesta producir una teoría gramatical lo bastante sólida y concreta como para efectuar análisis gramaticales o argumentar acerca de los orígenes de la gramática.
La gramática de construcciones es, por decirlo así, una teoría gramatical más sólida, que hoy día se enmarca dentro del paradigma funcionalista y, desde un punto de vista filosófico, es bastante próxima a la lingüística cognitiva, si bien, en origen, sus raíces se encuentran en el paradigma generativo.
El punto de partida para la gramática de construcciones es nuestro diccionario mental. Además de palabras, todo el mundo conviene en que nuestro diccionario contiene también toda una serie de expresiones idiomáticas. «Estirar la pata» no significa extender un miembro inferior. Significa morir, pero ni la palabra «pata» ni las demás que componen la expresión tienen nada que ver con la muerte. El significado de «morir» va ligado a toda la expresión «estirar la pata» y, por eso, en nuestro diccionario mental ha de figurar toda la expresión, de igual manera que en el Diccionario de la Real Academia Española también se recoge la expresión en su conjunto.
Lo que hace la gramática de construcciones es generalizar esta cuestión relativa a las expresiones idiomáticas. Conforme a este paradigma, no hay diferencia entre gramática y léxico; todo son expresiones, que, en dicha teoría, reciben el nombre de «construcciones». Las más sencillas son palabras sueltas, igual que en un diccionario al uso. Después, hay expresiones fijas que siempre adoptan la misma forma, como «no hay de qué» o «de nada». El siguiente nivel lo integran las expresiones con elementos variables. «Estirar la pata» es un buen ejemplo de ello, pues la expresión puede modificarse ligeramente. El «la pata» final es inalterable, pero se puede decir «estiró la pata» o «va a estirar pronto la pata», entre otras posibilidades, donde el sujeto y las formas verbales difieren, y donde hay cierto margen de libertad para introducir un adverbio («pronto»). La construcción no es, pues, «estirar la pata», sino «sujeto estirar+tiempo verbal (adverbio) la pata», donde los elementos en cursiva indican que se ha de introducir libremente una palabra (o construcción) de la categoría pertinente. El paréntesis señala un elemento susceptible de añadirse. Las construcciones pueden volverse luego más y más abstractas, con más componentes opcionales. Aquello que, en otras teorías, se consideran reglas gramaticales son, en la gramática de construcciones, construcciones abstractas. Este último paradigma carece de una regla que diga que el orden habitual en una oración normal es sujeto-verbo-complemento. En su lugar, posee una construcción que dice «Sujeto verbo complemento.» y, aparte de eso, otras construcciones que especifican cómo se pueden construir el sujeto y los demás componentes. En la práctica, estas construcciones abstractas recuerdan bastante a reglas, pero la forma subyacente de ver la gramática es totalmente distinta.
Dentro del paradigma funcionalista, la «comunicación puzle» se encuentra en su hábitat natural. En él no se trata solo de codificar y descodificar expresiones lingüísticas, sino de utilizar activamente nuestra capacidad general de raciocinio. Es algo que recalca la lingüística cognitiva en especial. Muchos elementos en apariencia agramaticales propios de un uso informal de la lengua se vuelven, de acuerdo con esta perspectiva, una consecuencia natural del hecho de que, en la «comunicación puzle», uno pueda saltarse bastante a la torera aquello que el receptor pueda averiguar.
La variación y el desarrollo lingüísticos son también bastante fáciles de gestionar desde el funcionalismo. De hecho, hay una variante de la gramática de construcciones, la llamada Fluid Construction Grammar (gramática de construcciones fluida), que está diseñada para poder tratar, tanto desde un punto de vista formal como práctico, la evolución del lenguaje, y que con frecuencia se utiliza entre determinados sectores dedicados a investigar la evolución del lenguaje.
Hay más paradigmas gramaticales que los tres que acabo de nombrar, pero esos tres me parecen los más relevantes; y, a efectos del presente libro, nos basta con ellos. Además, dentro de cada uno hay diversas variantes. Todos ellos cuentan con sus seguidores, pero ninguno aúna a una amplia mayoría de los lingüistas del mundo. Asimismo, todos son objeto de una investigación activa, y las teorías se desarrollan y poco a poco se van puliendo.
Por lo que respecta a la cuestión del origen del lenguaje y especialmente, por supuesto, a los orígenes de la gramática, cobra gran importancia el tipo de gramática cuyos orígenes se van a aclarar. Dilucidar los orígenes de una gramática generativa exige respuestas a interrogantes totalmente distintos que si se trata de una gramática conexionista o una gramática de construcciones.
Dentro del paradigma generativo, lo primero que se han de aclarar son los orígenes del módulo gramatical. Este se utiliza, en principio, únicamente con fines lingüísticos, y se considera una sola unidad que no puede construirse pieza por pieza. Por eso, su posible evolución es un hueso bastante duro de roer.
El paradigma conexionista no tiene problemas con su equivalente al módulo gramatical: nuestros cerebros están, en cualquier caso, llenos de redes neuronales. El interrogante acerca de los orígenes de la gramática pasa, más bien, por preguntarse por qué dedicamos tantísima capacidad cerebral a redes que solo tratan la gramática, cómo se desarrollaron esas redes para gestionar jerarquías —según parece— basadas en reglas y, tal vez también, por qué desarrollamos capacidad suficiente para esto, por qué nuestro cerebro es tan grande.
La lingüística cognitiva percibe el lenguaje como una consecuencia natural del hecho de que apliquemos nuestra capacidad general de raciocinio en nuestras interacciones sociales y de nuestra voluntad recíproca de comunicarnos con nuestros congéneres. Aquello que se ha de aclarar en este contexto es, ante todo, nuestra evolución cognitiva y social en sentido general; los orígenes de la gramática no exigen una explicación propia compleja.
En la gramática de construcciones sí que hay cierta maquinaria gramatical que se ha de aclarar y se parece, en ese sentido, a la gramática generativa. Pero la maquinaria no se encuentra aislada en un módulo aparte, como en el caso de la gramática generativa, y, además, se deja desglosar con bastante facilidad en componentes más pequeños, que se pueden desarrollar uno a uno. Por lo que respecta a los orígenes, en lugar de un único y gran interrogante duro de roer, hay muchos interrogantes pequeños, que dan a Darwin una base más sólida a la que agarrarse.