Me encontraba en el aeropuerto de El Prat, un recinto impecable, amplísimo y de reluciente superficie, atestado de viajeros y familias que aguardaban expectantes en la zona de “llegadas” para reencontrarse con los viajeros que regresaban aquella mañana, quién sabe después de cuánto tiempo. Nos encontrábamos en plenas vacaciones de verano, de modo que no era de extrañar que algunos estudiantes, e incluso familias emigrantes en Europa, regresasen a sus hogares para disfrutar de sus ansiadas vacaciones junto a sus añorados familiares. Los reencuentros que estaba presenciando eran realmente conmovedores. Se me contagiaba parte de la emoción que manifestaban sus ojos llorosos y sus amplias sonrisas, mientras los recién llegados estrechaban con efusividad los cuerpos de sus seres queridos, e incluso de sus mascotas.
Sin embargo, en mi caso, vivía todo lo contrario a un reencuentro. Hoy me alejaría de mi madre durante más de seis meses. Cerraba los ojos para contener las lágrimas que me invadían y desviaba la mirada hacia otra parte. Estaba segura de que ella, desde algún lugar del aeropuerto, me estaría mirando, y lo último que querría era que me viese llorar. No había motivos para sentirse tristes: todo lo contrario.
Noté un pequeño empujón de la persona que aguardaba detrás de mí: una robusta mujer de cabello ámbar cuyos ojos cetrinos me dedicaban una desagradable mirada. Y tenía sus razones. La cola avanzaba y yo continuaba ensimismada en mis pensamientos e inmóvil. Reaccioné y me adelanté a leves pasos por la cola de facturación de la compañía que me llevaría a la escala de Londres y, de ahí, finalmente a Japón, en un viaje que duraría alrededor de quince horas. Actualmente esta era una de las rutas comerciales con escala más rápidas, y el billete de ida me había costado alrededor de cuatrocientos euros, lo cual no estaba nada mal para tratarse del mes de agosto.
Pronto llegaría mi turno. Dediqué mis esfuerzos a preparar rápidamente el pasaporte y el billete de avión, previamente impreso como tarjeta de embarque, mientras trataba de tirar de la pesada maleta, cuyas ruedas se presentaban rebeldes para deslizarse. Pronto, escuché mi turno. Me introduje el billete en la boca para maniobrar con la maleta y a la par abrir el pasaporte por la página adecuada. Corrí hacia el puesto de facturación libre, disculpándome con las personas de mi alrededor.
El joven que atendía me pidió los datos con simpatía y, posteriormente, que elevase la maleta sobre una especie de báscula que, a su vez, realizaba la función de una cinta transportadora. Me selló el billete y, a un lado, me anotó con un rotulador el número de la puerta de embarque al avión. Seguidamente, echó un vistazo a la maleta y exclamó:
—¡Qué suerte has tenido! El máximo de peso admitido por maleta es de 23 kilos. Adivina cuánto pesa la tuya.
—¿20? —comenté sonriendo.
—23 justos. Si hubiera pesado tan solo un poco más, hubiésemos tenido que facturarla como equipaje especial y te habría costado un buen dinero extra.
—¡¿Qué?! —No podía creerlo. Parece que empezaba este viaje con buen pie—. Pues menos mal... —añadí con alivio.
Él se encargó de etiquetar la maleta. Me hizo entrega de mi billete y el pasaporte y me invitó a pasar al interior del aeropuerto. Le obedecí presta para evitar volver a ser regañada por el resto de pasajeros.
Aquella fascinante nueva área era tan grande como un centro comercial, atestada de tiendas de artículos habituales; como supermercados o tiendas de souvenirs, y también de mercadería de lujo, como joyerías, relojerías... todo ello libre de impuestos. Proseguí caminando e investigando. Pronto, captaron mi atención varias filas de equipos de rayos X que dividían el área comercial de una enorme sala con innumerables vías y asientos. Supuse que tendría que atravesar aquellos escáneres para embarcar en el avión. Tan solo restaban treinta minutos para el despegue, de modo que no podía descuidar el tiempo. Acudí a la nueva cola —mucho más ágil que la anterior— y me dispuse a cruzar el arco detector de metales. Cuando un hombre de gran estatura, de piel atezada, me detuvo y señaló mis zapatos.
—¿Esto? —pregunté, ojeando mis tacones. Él asintió con la cabeza ligeramente. Parecía que los tacones también debían ser escaneados, así que, con cierta fragancia a calcetín sudado a raíz de todo un día caminando, me quité los tacones, avergonzada, y los almacené sobre una caja de plástico que absorbió una máquina a través. Corrí hacia allí, traspasando el detector de metales e, inesperadamente... ¡la alarma se activó!
Un señor de uniforme, sosteniendo una especie de artefacto metálico en su mano derecha, vino hacia mí y me pidió que levantase los brazos. Obedecí, percibiendo cómo me acariciaba todo el cuerpo con aquel cacharro mecánico, haciéndome incluso cosquillas. Tal vez le resultase sospechosa mi sonrisa contenida, pues repetía una y otra vez el mismo proceso hasta que, al fin, pareció convencerse de que no representaba una amenaza. Me permitió pasar el control y logré recuperar mis zapatos, perdidos en la avalancha de cajas con pertenencias de otras personas. Revisé, los tomé y traté de ponérmelos con presura, perdiendo ligeramente el equilibrio y agarrándome donde buenamente pude para no caer. Pareciera que todo el mundo se desviviera por hacerlo todo lo más aprisa posible, sin incomodar a nadie ni cometer un solo error, ¿cómo lo hacían? ¡Yo era incapaz de ponerme unos tacones tan rápido!
Superada aquella primera prueba, se presentó ante mí el siguiente reto: encontrar la puerta de embarque. Había tantas y tantas puertas de embarque a cada avión; tantas pantallas que indicaban los vuelos que aterrizaban y despegaban en mi misma franja horaria, que toda aquella información comenzó a danzar en mi cabeza. Por suerte, tenía la “chuleta” que el joven tan amable del mostrador de facturación me facilitó, donde figuraba la puerta de embarque, de modo que no tenía más que seguir las indicaciones de los rótulos hasta allí, adelantando a corrientes de personas que recorrían mi misma dirección. Caminé, caminé, caminé... Mi efusividad, a la par que mis fuerzas, iban menguando. ¿Cuántos kilómetros tenía este enorme aeropuerto?
Casi sin aliento, arribé a un amplio recinto donde hallé decenas de hileras de asientos y personas acomodadas en ellos, junto a pequeños equipajes. Las paredes se convertían ahora en inmensos ventanales desde donde podían otearse las pistas de despegue y aterrizaje, y también los aviones estacionados en ellas. Entre ellos, el que abordaría. Era la primera vez que veía un avión y, por ende, también la primera vez que subiría en uno. Sentía cierto temor y respeto. Contemplando aquel titán alado, me notaba al borde del infarto. No sabía distinguir si por temor o por puro entusiasmo. Tomé un par de fotos del avión, tratando de captar el mejor plano del elegante gigante, hasta que fui consciente de que los pasajeros avanzaban acompasados hacia la puerta de embarque. Allí, una joven sellaba sus billetes y les permitía el paso al interior del avión. Me apresuré en acudir allí y no quedarme atrás, entregándole mi billete a la azafata con una sonrisa y, al fin, sin contratiempos, logré acceder hacia el dilatado corredor y embarcar en el avión.
Se trataba de un avión deslumbrante, de dos filas de asientos; no demasiado espacioso, pero cuya distribución y acabado transmitía confianza y seguridad incluso a una primeriza como yo. Me senté donde me correspondía, me acomodé, me ajusté el cinturón de seguridad y, al contrario que muchos de los veteranos presentes, presté toda la atención posible a la azafata mientras explicaba cómo actuar en caso de emergencia por accidente aéreo. Cruzaba los dedos porque no ocurriese nada parecido, ya que resultaba sumamente dificultoso memorizar todas aquellas instrucciones a semejante velocidad. El chaleco debajo del asiento, la mascarilla aparece desde el techo... Pero ¿y si por error no apareciese? ¡No debía pensar en eso! Solo eran dos horas de viaje hasta Londres. Respiré profundo y cerré los ojos en busca de un instante de relajación.
En aquel momento, a mi lado tomó asiento un hombre de mediana edad y cabello ceniciento, con un enorme maletín entre sus manos, de apariencia y portes elegantes. Tuve que apartarme para permitirle el paso hacia su asiento, en el interior, sin perder la concentración en el vaivén de los brazos de la azafata mientras continuaba atenta a sus instrucciones.
—No te preocupes por no enterarte bien de lo que dice, si tenemos un accidente, nada de lo que está contando te va a salvar. Moriremos de pronto y ni lo notarás. —Aquella fue la primera frase que me dirigió mi compañero de asiento. Una frase “gentil” y muy alentadora para decirle a alguien en su primer viaje en avión.
—Je, je... —Forcé una sonrisa, pero lo cierto es que no conseguía dejar de apretar el estómago.
Mi intención no era otra que dormir durante el viaje para hacerlo más llevadero —y para olvidar que estaría volando a más de diez mil metros sobre la superficie—. Pero, por desgracia, no todo resulta tal y como planeamos. Junto a aquel hombre algo como pegar una cabezadita resultó pedir imposibles. Comenzó a hablarme con suma familiaridad, y parecía de ese tipo de personas incapaces de relajarse durante los viajes, que parlotean hasta volver loco a su acompañante. Le hice saber que era mi primera vez en avión e inmediatamente se esforzó por quitarle hierro el asunto e infundirme perspectiva dada su “envidiable experiencia”.
El avión comenzaba a moverse lentamente, recorriendo la pista, entre trepidantes rugidos de los motores, ¡madre mía! Miré a través de ventanilla, observando cómo avanzábamos por la pista de despegue, dejando cada vez más lejos el recinto del aeropuerto. El coloso alado giraba y encaraba la pista en línea recta, hacia un horizonte sin obstáculos. Sus motores se volvían más y más estrepitosos, reverberando en continuas sucesiones. De pronto, en un abrir y cerrar de ojos, la velocidad se acrecentó drásticamente. Se acrecentó hasta límites insospechados, más y más, a la par que los latidos de mi corazón. Parecía que no pudiera ir más rápido, pero sí que podía, era una velocidad sobrenatural. Sentía ganas de gritar. Entre tanto éxtasis, el señor a mi lado me dijo:
—Será mejor que te sientes erguida y apoyes la cabeza hacia atrás del asiento durante el despegue.
—Es que quiero mirar por la ventanilla. —No escuché su consejo. Y no tardé en arrepentirme.
El avión se elevó y, en aquel preciso instante sentí tal y como si me cayese una bolsa de cinco kilos de patatas en la espalda. No habría forma más concreta de describir aquel imprevisto golpe. Entonces entendí por qué mi acompañante me sugirió que me mantuviese erguida: la presión era insoportable. Pero la maravillosa e inigualable vista por la ventanilla lo compensó. Como si de una presentación de diapositivas se tratase, los primeros segundos veía la pista, posteriormente todo el aeropuerto, de seguido toda la ciudad y, finalmente, surcamos un mar de nubes infinito, semejante a como imaginaría el paraíso. El despegue fue una sensación terrorífica, pero todo el mundo debería experimentarla al menos una vez en la vida.
El avión se estabilizaba poco a poco, flotando en el aire como si su peso se hubiese reducido al de una pluma. Una voz mecánica indicó entonces que ya era seguro desabrochar los cinturones. Pero yo lo mantuve abrochado, por si acaso. Tampoco me molestaba en exceso. Mi compañero de asiento me daba unas palmaditas en la espalda para comentar:
—¿Ves como no pasa nada?
—Sí, gracias. —Le agradecí su preocupación y su apoyo, pese a su falta de tacto.
El precio a pagar por ello no se hizo esperar; llegó inminente: De buenas a primeras, retomó la oratoria, relatándome su historia, sin que nadie le hubiese preguntado. Aquel hombre tenía un talento especial para la retórica. Me hacía preguntas sobre mí, aparentando interés, y cuando apenas había comenzado a contestarle, aprovechaba con pericia para tomar el control y acabar relatando sus propias experiencias el torno a aquellos temas. Me crucé de brazos y traté de tener paciencia y escucharle. Al fin y al cabo, su conversación no resultaba tan tediosa. Me hablaba de sus negocios en Londres, relacionados con el mundo de las criptomonedas. De la clase de vida que, gracias a su suerte e inversión en Bitcoin, pudo darle a su familia, de sus dos hijas pequeñas... El problema de aquel hombre no era precisamente su charla, sino que su aliento... parecía que no se había cepillado los dientes aquella mañana. La mejor solución que se me ocurrió para tratar de liberarme de aquella presión fue recurrir a una “indirecta-directa”...
—Es muy interesante escuchar historias como la suya, y ojalá algún día pueda llegar tan lejos como usted. Pero, si no le importa, ahora voy a echar una cabezadita. Tengo un transbordo y me temo que no podré dormir nada en el otro avión, ya que no tendré a nadie como usted cerca para tranquilizarme, je, je.
—Claro, no te preocupes. Intenta dormir.
Él guardó insólito silencio. Entonces me apoyé en el respaldo del asiento y cerré los ojos. Para mi sorpresa, no hubo necesidad de fingir, enseguida caí rendida al sueño. Pareciera que no hubiera descansado apenas cuando él me despertó agitándome ligeramente. Ya habíamos llegado a Londres. Ni siquiera me había percatado del momento del aterrizaje. Parecía que, aunque me sentía llena de ilusión y energía, físicamente me encontraba muy agotada. Y todavía restaban doce horas de aquel viaje.
Todos los pasajeros tomaban sus equipajes de mano y se posicionaban prestos en una fila, como si abandonar el avión se tratase de una especie de competición por ver quién sale el primero. Su actitud arbitraria me provocaba cierta inquietud, ya que contaba con escasos cuarenta minutos para hacer el trasbordo y, por ello, me era preciso salir del avión antes que las personas cuyo destino concluía en Londres. Pero parecía que detalles así no se tenían en cuenta en el desalojo. Todos los pasajeros mostraban el mismo afán por salir. El pasillo se hallaba saturado; congestionado, tanto por las personas de los asientos de delante como las de atrás y sus equipajes de mano. No había forma de entremeterse. Me sentía realmente alterada, preocupada por tener que esperar a la última y perder el siguiente avión. Y, como de costumbre, incapaz de importunar a nadie para explicar mi situación. Entonces, el señor parlanchín que había viajado a mi lado, se adelantó. Pidiendo disculpas, consiguió introducirse en la fila y abrió un hueco con su maletín para mí. Me guiñó el ojo y me dijo: “adelante, sal”. Los cielos se abrieron ante mí. Aproveché su ayuda y ocupé rauda el espacio reservado por su maletín, agradeciéndole su auxilio con una sonrisa. Su gentil acto me demostró, una vez más, la importancia de ser amable y educado con todo el mundo, ya que nunca se sabe cuándo ni dónde se puede encontrar a un amigo o a una persona que se preocupe por ti y te preste su ayuda cuando más la necesitas. Y allí, en aquel lugar tan inesperado, la hallé yo.
Gracias a su ayuda, logré abandonar el avión de una pieza y a tiempo. Las azafatas, a la salida, se despedían de nosotros en inglés. Y es que estábamos en Londres. El idioma español quedaba legado al olvido desde aquel momento. Y no es que el inglés se me diese demasiado bien...
Algo confundida, seguí a la multitud con quienes compartí avión hasta tropezar con un indicador que decía “International Flights”. Traducido a nuestro idioma: “Vuelos Internacionales”. Aquel era mi objetivo. Anduve hacia allí, tras los talones de una pareja de japoneses quienes intuí que compartirían destino conmigo. Confié demasiado en la suerte, pero, pronto, supe que no había errado al seguirles hasta el área de “vuelos internacionales”, donde había una larguísima cola serpenteante que integraban personas de todas las etnias imaginables. Al verme posicionada detrás de tantísimos viajeros; tantos semblantes diferentes y distintas cualidades y conductas, no pude evitar pensar que tardaría en progresar en la cola mucho más de los veinte minutos que restaban para el transbordo. Pero, pronto, fui consciente de que me equivocaba. Había muchísimos puestos abiertos y la cola avanzaba, paso a paso, cada instante que transcurría, hasta llegar así mi turno.
Los empleados que me atendieron tomaron mis billetes y me indicaron, en un inglés desconsideradamente rápido, que estuviese atenta a las pantallas para conocer la puerta de embarque. En esta ocasión no sería tan sencillo como en Barcelona, donde me lo dieron por escrito. Despejé el puesto y continué caminando para ascender por unas escaleras mecánicas que me condujeron hasta el área de rayos X de este aeropuerto; el aeropuerto de Hearthrow. ¿Por cuántos escáneres tenía que pasar hasta llegar a Japón...?
En esta ocasión, me adelanté y me quité los tacones por propia iniciativa. Atravesé el arco detector de metal, el cual, para mi asombro, no detectó ninguna anomalía en esta ocasión, a diferencia de lo sucedido en el Prat. ¿Por qué? ¿Qué tenía de diferente? Lo desconocía. En cualquier caso, era un acontecimiento digno de celebrar, dado el escaso margen de tiempo con el que contaba. Recogí mis zapatos y los calcé rápidamente. Volé —casi literalmente— a ojear la pantalla de información de vuelos y comprobé que la puerta de embarque de mi avión se hallaba sumamente lejos, en el extremo opuesto del aeropuerto. De modo que me vi en la obligación de seguir adelante, corriendo, sin detenerme.
Cuando, de improvisto, un perro pastor alemán al que acompañaba un trabajador de seguridad del aeropuerto empezó a ladrarme en la distancia. El agente me pidió que me detuviese y yo, con los ojos sobreabiertos y asustada; como un flan al ser la primera vez que tenía encontronazos con agentes de la ley, obedecí sin rechistar. Contuve el aliento. El perro comenzó a olisquearme los zapatos. Me hacía una idea de por dónde iban los tiros. El agente llamó por walkie talkie a una de sus compañeras para que me cacheara —un gesto bastante caballeroso, ¡pero el tiempo apremiaba!—. La fugaz recién aparecida intercambió un par de palabras con él y, de seguido, me manoseó por todas partes con un severo gesto. Por fin convencida de que no suponía ninguna amenaza para la seguridad, me pidió disculpas y me preguntó adónde iba. Le respondí que a Japón, en el vuelo de la puerta de embarque H-53. Mi explicación le sobresaltó al comprobar que apenas contaba con siete minutos de límite para embarcar.
Con el tiempo en contra, aquella amable empleada de seguridad se ofreció a acompañarme hacia un ascensor descendente que nos transportó hasta una especie de metro subterráneo en el interior del propio aeropuerto. Allí, escasos segundos después, arribaron tres vagones de reducido tamaño. Ella se esforzó en tratar de explicarme en inglés cómo debía proceder. No comprendía del todo lo que decía debido al sonido ambiente, pero me señalaba con los dedos representando un “dos”, y eso me dio a entender que debía detenerme en la segunda parada. Accedí al vagón —solitario, no había nadie más allí— y aguardé, tal y como me indicó, hasta que se detuvo en la segunda parada. Allí me apeé y, extasiada, escuché un último aviso: La puerta de embarque de mi avión se iba a cerrar. Abandoné el vagón de un brinco e irrumpí en la sala de espera, frente a la puerta de embarque, sudorosa, jadeando, rogando a la azafata que allí aguardaba que chequease mi billete. Ella me miró con reticencia, como regañándome por mi arriesgada tardanza. Mientras “picaba” el billete, no pude evitar avistar a través de los ventanales el gigantesco avión que aguardaba estacionado en la pista. Este sí era un verdadero coloso, nunca lo imaginé tan grande. Nada que ver con el modelo que nos llevó a Londres. Este era un auténtico BOEING 747.
El billete me fue devuelto y, con él en mano, embarqué, correteando sonoramente por el corredor a una altura de más de diez metros del suelo. En cuanto hice entrada en el avión, volví la cabeza percatándome de que, en aquel preciso instante, dos empleados de la compañía estaban cerrando la puerta de embarque. Lo había logrado justo a tiempo.
Este avión, impecable y sin apenas señales de uso, constaba de tres filas de tres asientos cada una, lo que se traducía en una barbaridad de espacio, incluso entre filas. Aletargada por el cansancio y los sobresaltos vividos, buscaba el número de mi asiento entre la cascada, dando con él. Se ubicaba más o menos a la mitad del tronco del avión, en una fila central de tres asientos juntos. Sobre aquel asiento, el del medio, había una manta, una acolchada almohada de algodón y unos auriculares. La manta resultó muy conveniente, ya que hacía un poco de frío incluso tratándose del mes de agosto.
Este avión, dado que se trataba de un avión de largo recorrido, estaba mucho mejor acondicionado que el anterior para la comodidad del pasajero. Me provocaba somnolencia con tan solo observar la mullida almohada y la cálida manta aterciopelada. Me dejé caer sobre el cómodo y holgado asiento y descubrí que, frente a mí, había una pequeña pantalla propia, y un mando conectado a un cable. ¿También había entretenimiento? ¡Qué gloria de viaje! A mi derecha reposaba una mujer asiática, ya dormida, arrebujada en su manta a la par que encogida como un escarabajo. Por sus rasgos, me pareció japonesa. Me hubiera encantado hablar con ella y practicar un poco el idioma antes de llegar al país. Pero, en semejantes condiciones, resultaba imposible. El asiento de mi izquierda, que daba al pasillo, se encontraba vacío. Me tomé el descaro de apropiarme también de la manta de aquel asiento que nadie usaría para mi comodidad.
Ojeando en la fila de asientos junto al ala izquierda, paralela a la nuestra, me llamó la atención un hombre vestido con un yukata. Resultaba una imagen cuanto menos llamativa. Los japoneses de la actualidad no solían vestir la ropa tradicional, como lo eran los quimonos o yukatas, a no ser con motivo de alguna festividad; como una feria, pero él lo lucía en pleno viaje de avión.
Ajusté el cinturón y presté de nuevo atención a la azafata y a sus consejos en caso de accidente, en esta ocasión asistida por un vídeo de dibujos animados para facilitar la compresión a los más pequeños. La misma sensación de hacía unas horas se repetía. El avión se movía lento al principio sobre la pista, pero súbitamente ganó una velocidad abrumadora. A diferencia del último, los rugidos de los motores de este avión eran ensordecedores. ¿Cómo podía la chica de mi derecha dormir tan plácidamente en semejantes condiciones? A mí me temblaba todo el cuerpo, mi instinto de supervivencia me golpeaba el pecho a gritos. En aquellos estremecedores momentos fue cuando más eché de menos a alguien que hablase mi idioma a mi lado, asegurándome que todo saldría bien. Pero estaba sola y debía ser consecuente y hallar valor por mí misma. Tragué saliva sonoramente, cerré los ojos, y eché la cabeza hacia atrás como me aconsejaron en el viaje anterior.
Notaba cómo despegábamos y la presión iba en aumento, más y más, hasta, poco a poco, ir disminuyendo en el momento en que el avión se estabilizó en el aire, equilibrándose. Desde la distante ventanilla, podía contemplar el cielo azul y, en el horizonte, un brillante sol que nos bendecía con sus fantásticos haces dorados. Era una imagen idílica, casi irreal. Ahora, alrededor de doce horas después, arribaría a mi destino, Japón; el lugar donde esperaba poder cumplir mi sueño.
Incapaz de contener mi abobada sonrisa de felicidad, de cándida ilusión, ojeé el artefacto que parecía un mando a distancia conectado a la pantalla que correspondía a mi asiento. Logré encender aquella pantalla, que albergaba un surtido inagotable de películas y series para visualizar durante el viaje. ¡Algunas de ellas de estreno! Elegí ver la película de “Parque Jurásico”. Y no, no era un estreno. Pero aquella película era una de las favoritas de mi infancia.
Estaba emocionada con su comienzo, cuando me percaté de que el doblaje era inglés. ¡No me apetecía verla en inglés! Probé con otras películas, pero las opciones de audio del contenido, en general, se limitaban a inglés o japonés, y mi nivel en ambos idiomas no alcanzaba como para lograr entender una película. Me conformé y continué visualizándola aun así, mientras observaba cómo las azafatas tiraban de un carrito con alimentos y bebidas y los repartían a elección de los pasajeros. La chica de mi lado, como si una alarma le hubiese despertado, de pronto, se irguió ipso facta para recibir su bandeja de comida. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo sabía que estaban repartiendo las raciones si estaba profundamente dormida?
Nos daban a elegir entre pollo o pescado. Me decanté por el pollo, y me entregaron una especie de recipiente ardiendo, como recién salido de un microondas, cuyo contenido parecía de todo menos pollo. Abrí el saquito de plástico que contenía el tenedor, cuchillo, cuchara y servilleta, y traté de comérmelo. Si bien, resultó en vano, no toleraba aquel sabor tan artificial. La japonesa de mi lado, en cambio, lo devoraba todo con codicia, sin distinciones. Pero yo solo fui capaz de comerme la ensalada que acompañaba al plato y un vaso de agua: ni la mantequilla con pan, ni el pollo, ni la magdalena de mantequilla —para variar— del menú me resultaban nada apetitosos. Nos concedieron un margen de tiempo para terminar la ración —que en mi caso fue más que suficiente— y recogieron las bandejas.
Apenas habían transcurrido dos horas de vuelo, pero se me estaban haciendo eternas. Todavía faltaban otras diez. Me estiré y traté de hacer acopio de paciencia. Sin más ideas sobre qué hacer, decidí tratar de dormir. Pero un repetitivo sonido me lo impedía. Aquel hombre japonés cercano a mí que vestía un yukata, de actitud sumamente enérgica y activa, golpeaba la pantalla que correspondía a su asiento en el afán de que reconociese las huellas de sus dedos. Se levantó refunfuñando y, para mi sobresalto, tomó el asiento vacío que había a mi izquierda, sentándose a mi lado. Trataba de encender también esta pantalla con sus dedos. Sorprendida por su despreocupada actitud, le indiqué con gestos que la pantalla no era táctil, que había que utilizar el mando, y se lo entregué, posándolo en sus manos. Me sonrió en agradecimiento, tratando de decir “gracias” en inglés, pero tartamudeando. Gesticulé a la velocidad del rayo para indicarle que no necesitaba esforzarse en darme las gracias. Maldita sea, ¡tantos meses estudiando japonés con mi profesora Yuka y ahora no me atrevía a pronunciar ni una palabra!
En el avión a Londres llegué a pensar que conocer a aquel hombre de negocios parlanchín sería de lo más estresante que me sucedería en el viaje. Pero estaba muy equivocada. Había algo peor: que hablaran tanto o más, pero en un idioma diferente y que no podía entender. ¡Aquello precisamente fue lo que me estaba ocurriendo, aunque me costase dar crédito de ello! Aquel impredecible japonés me hablaba como si su lengua estuviese endemoniada, en japinglish —combinando inglés y japonés—, y no entendía absolutamente nada. Empleaba la respuesta universal: una sonrisa. Pero de poco me servía, puesto que él no guardaba silencio, aunque era perfectamente consciente de que no le estaba entendiendo. El concepto que tenía de los japoneses era muy diferente: personas serias, silenciosas, que no hablaban con desconocidos y trataban de no importunar al prójimo a toda costa. Pero él debía de ser la excepción.
Más allá de tener una conversación fuera de lugar con un hombre de mirada extraña y carcajadas delirantes, lo que realmente me inquietaba era que no dejaba de ordenar que le trajesen café. Era desconcertante. Se acababa una taza de café e, inmediatamente, llamaba la atención de la azafata para que le trajesen otra taza. ¡Le iba a dar un patatús! Estaba segura de que, aunque supiera japonés al nivel de un nativo, iba a ser imposible entender a este hombre.
Sonreí una última vez a sus comentarios y aproveché unos valiosos instantes de silencio para echar la cabeza hacia atrás, cerrar los ojos y aparentar estar dormida. Aun así, no podía conciliar el sueño y tenía que emplearme a fondo para contener la sonrisilla de incredulidad que escapaba de mis labios cada vez que le escuchaba reclamar a la azafata a voces, y a ella, apurada, trayendo un café tras otro.
Finalmente, pensamientos abstractos que erraban por mi mente me hicieron ser consciente de que me iba a quedar dormida de un momento a otro. Por fin iba a poder descansar y restar unas cuantas horas a este eterno viaje... Ilusa de mí. Adormecida y a razón de la característica pose que había adoptado, mi cuello perdió completamente el control y el peso de mi cabeza cayó hacia un lado, dando una súbita cabezada y propinándole un contundente cabezazo a aquel japonés en el hombro, ocasionando que se echase la taza de café que sostenía por encima.
“Tierra trágame”, pensaba. Traté de disculparme imitando una reverencia. Quién sabe cómo podría reaccionar un hombre como él. Gracias al cielo, sabía disculparme en japonés gracias a las lecciones con Yuka. Le repetía “perdón” o “gomen nasai” una y otra vez, muy avergonzada. Mi primer contacto con un japonés y acababa arrojándole una taza de café encima... Él rio y, lejos de aparentar enfadado, se abrió el yukata, dejando ver su abdomen sin ningún pudor y se secó con un pañuelo. En cuanto terminó de retirar todo el café, y dado que desearía no haber visto lo que vi, le ofrecí una de mis dos mantas, la que pertenecía al asiento del que se apropió, para que se resguardase. Agradecido, se la echó por encima y me sonrió como un niño. Al fin y al cabo, no era una mala persona. Solo un poco “raro”. Pero yo no era quién para hablar sobre “rarezas”.
Del resto del viaje únicamente fui capaz de recordar que, cada vez que trataba de dormir, por megafonía se anunciaba un aviso de turbulencias y el avión se tambaleaba como si fuese el fin del mundo, como si nos azotase un terremoto de gran escala. Este tipo gritaba y reía disfrutándolo, levantando los brazos como si se tratase de en una montaña rusa, pero yo me sentía abatida por el desasosiego y la desesperación. Los episodios posteriores trataban sobre mi compañero de asiento despertándome para comentar escenas de las películas que veía en su propia pantalla, mientras yo continuaba fingiendo una sonrisa y asintiendo, a estas alturas con el cuello rígido y dolorido.
Así, la última vez que abrí los ojos fui deslumbrada por una refulgente luz proveniente del exterior que me arrancó definitivamente de mi intermitente letargo. Los pasajeros japoneses sentados al lado de las ventanillas habían retirado las cortinas que las cubrían para contemplar la llegada a su país natal. No pude evitar resultar un poco maleducada y levantarme de mi sitio para acudir al lado de las ventanillas y así otear también aquella imagen. Para mí era uno de los momentos más esperados de toda mi vida. Desde las alturas, por fin podía admirar Japón; el país del Sol Naciente, el país de mis sueños y donde estaba segura de que me aguardarían inolvidables aventuras. En esta ocasión sería yo quien las protagonizaría, y no los personajes de mis libros. En aquel momento sentí que todos los sacrificios habían valido la pena por vivir aquel momento. Incontrolables lágrimas de emoción asediaban mis ojos y en su reflejo podía distinguir una vasta tierra verde de magnitudes abismales, compuesta por innumerables cadenas montañosas sobre las que relucía el sol, abrazada por el inmenso océano Pacífico que, a su lado, hacía parecer diminuto aquel extenso archipiélago formado por de más de seis mil islas. Por fin había llegado a Japón.