DE VARIA LECCIÓN

KATEŘINA VALENTOVÁ / DEL HOMBRE-MÁQUINA A LA MÁQUINA HOMBRE: EL MAQUINISMO EN LA DESHEREDADA DE GALDÓS Y EL POSHUMANISMO EN MÁQUINAS COMO YO DE MCEWAN

ÍNSULA 888
DICIEMBRE 2020

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Nota: este artículo empieza en la página 5 de la edición en papel. El número entre corchetes [Imagen 00X] corresponde a la página de esa edición

La rápida expansión del comercio y la industria que trajo consigo la Revolución Industrial grabó profundamente el carácter de la literatura de mediados del siglo XIX, marcada por sensibilidades estéticas de signo diverso, pero todas requeridas por el nuevo orden capitalista. Las grandes ciudades se convierten en escenario dilecto de las novelas realistas, y en ellas aparecen nuevos personajes surgidos de la clase trabajadora, testimonios o víctimas de los rápidos cambios. Se construyen numerosas fábricas, la producción en cadena es una nueva forma de organización y toda la industria crece exponencialmente, pero en detrimento de la calidad de vida de los más pobres, empujándolos a las periferias de las grandes ciudades. El hombre-máquina se convierte en un nuevo arquetipo literario, una figura metafórica que testifica las consecuencias sociales de una sociedad progresivamente sumergida en un nuevo sistema económico y político. Por otro lado, nuestra sociedad actual, en una nueva fase del régimen capitalista, se ha vuelto más global y más cosmopolita. El progreso tecnológico avanza rápidamente en muchas direcciones, no siempre concordantes, y trae consigo nuevos e interesantes temas para la dicotomía del hombre versus la máquina, un conflicto narrativo que se mantiene privilegiado en la literatura. Una importancia comparable a la que tenía la locomotora en el siglo XIX, la adquiere la inteligencia artificial para nuestra sociedad. En este artículo se trata el fenómeno de la maquinización del hombre, ejemplificando esta tendencia con la novela de Benito Pérez Galdós La desheredada (1881) y, por otro lado, la humanización de la máquina en la novela contemporánea Máquinas como yo (2019) de Ian McEwan, desde la perspectiva de los estudios poshumanísticos.

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Al margen de que sus adeptos hayan exagerado el caso, debemos a Foucault un importante golpe de efecto contra los alentadores y tradicionales tópicos del humanismo de la época renacentista; desde que este autor francés proclamó con énfasis la muerte del hombre, la corriente del pensamiento posmoderno se precipita en la elaboración de discursos que pretenden redefinir el lugar del hombre en el mundo (Braidotti 2013), siendo el poshumanismo entendido en este caso como una crítica, tanto para conceptualizar la naturaleza humana, como su polémica excepcionalidad. Esta se define por discursos filosóficos sobre la disolución o el desenfoque de los límites de lo humano como es el caso de los estructuralistas del siglo XX, o por planteamientos científicos y tecnológicos en diversos campos de la biotecnología, genética y cibernética (Simon 2003). Desde los mitos de Ícaro y Prometeo, la ambición del hombre ha sido el motor que empuja el ingenio para superar los límites del saber humano. La fuerza divina como creadora de vida se ha visto superada por la ciencia desde hace dos siglos, y el anhelo del ser humano para crear vida por su cuenta ha suscitado diversas reacciones.

A principios del siglo XIX, Mary Shelley muestra cierto temor a la ciencia en su novela gótica Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), donde el monstruo creado por el científico, cuyo nombre da título al libro, comienza su vida como un ser más noble. Sin embargo, por el miedo a lo desconocido y por su aspecto monstruoso, es repudiado hasta morir. La lección moral de esta obra expresa el temor al castigo divino por aspirar a crear vida por medio de la ciencia: el monstruo de Frankenstein es un ser maligno porque solamente la divinidad puede crear un ser perfecto. Sin embargo, este monstruo es moralmente superior a la sociedad en la que se encuentra, y reproduce el ideal rousseauniano del buen salvaje. La lección implícita es que la sociedad de su época no estaba preparada para aceptar a un ser creado artificialmente y todavía no se había sacudido el manto de la superstición y de la ignorancia denunciadas por los ilustrados.

A este ser de carne y hueso revitalizado por la electricidad le siguieron los primeros robots, máquinas capaces de cumplir eficazmente series interminables de órdenes y tareas cada vez más sofisticadas propias de los seres humanos. Es interesante observar que en un principio no fueron diseñadas con una configuración antropomórfica —salvo en la literatura—, sino que esta ha sido el objetivo de largos años de investigación tecnológica mediante prototipos diferentes. La inteligencia artificial, un fenómeno en auge, ha suscitado mucho debate en el campo del poshumanismo. Cuestiones como qué hace al hombre ser hombre, es decir, cuál es su esencia, y dónde quedaría un hombre creado artificialmente son muy interesantes no solo filosóficamente, sino también, por ejemplo, desde el punto de vista jurídico. ¿Tiene derechos un ser artificial que es capaz de pensar, se parece al hombre y actúa como un humano? ¿Es responsable de sus actos?

Aunque todavía no disponemos de tales seres, sí que existen máquinas inteligentes que son capaces de conducir, hacer numerosos cálculos o disparar y matar. Por lo tanto, el debate que gira alrededor de la inteligencia artificial debe resolver muchas preguntas y dudas.[Imagen 006] Donde se celebra el éxito del avance tecnológico, también surgen temores sobre las consecuencias y las implicaciones que este tendrá en el mundo. Y luego hay, por supuesto, este temor antiguo, la amenaza a la raza humana sustituida por un ser más perfecto, inteligente e inmortal. Encontramos así obras de ficción con fascinadoras intuiciones donde estos seres artificiales simulan los tejidos humanos, la manera de moverse y pensar, como el protagonista de Máquinas como yo de Ian McEwan, llamado irónicamente, o quizás muy conscientemente, Adán. Pero volvamos al siglo XIX, donde la dicotomía máquina versus hombre envuelve una fuerte crítica social y en cuyo sustrato estalló el germen de la ciencia.

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Benito Pérez Galdós

La segunda mitad del siglo XIX está marcada por la filosofía positivista de Auguste Comte y por el entusiasmo científico. Émile Zola intenta aplicar la metodología científica al arte de novelar, como defiende en su tratado Le roman expérimental (1880). La corriente literaria que se extiende, de una manera muy diluida, en el territorio español, acoge algunas técnicas del autor francés y las añade a la tradición cervantina y de la picaresca, creando una literatura nueva que despierta la atención del público, tanto lego como crítico.

En las novelas de Galdós podemos observar cierta experimentación con las nuevas posibilidades dramáticas que proporcionan el ambiente urbano y los personajes de clase obrera que viven en la capital, paulatina o atropelladamente concentrados como efecto de la Revolución Industrial. La explotación de ese nuevo escenario para el desarrollo de dramas sociales ni siquiera requería penetrar en los entresijos de la historia del desarrollo del capitalismo, sino que bastaba con observar los efectos de los movimientos demográficos derivados del crecimiento de las ciudades industrializadas. Una de las características particulares de esta literatura consiste en mostrar cómo la clase trabajadora sufre en las periferias de Madrid, sometida a duras condiciones de vida, dejándose la piel trabajando largas horas en las nuevas fábricas para poder pagarse el sustento y también para hacer competencia a las máquinas inánimes que amenazan al obrero con su incansable productividad, arrojando sobre él la infame sospecha de que es un ser inservible, destinado a extinguirse.

En esta dicotomía podemos observar cómo el hombre se deshumaniza para convertirse en una máquina muda, realizando su cometido rutinario, y, por otro lado, cómo la máquina cobra vida mediante la prosopopeya, añadiéndole características humanas. El prototipo de personaje deshumanizado, en la estética realista (o naturalista mitigada, como se ha convenido muchas veces en conceptuar al naturalismo español), surge en cierto modo de un procedimiento de animalización (al estilo de Esopo o La Fontaine) o, más precisamente, de un proceso de maquinización. Ambos recursos (la transfiguración del hombre en animal o en máquina) tienen como propósito evidente el de intensificar la impresión del grado de deshumanización de los personajes. El topos del hombre-máquina, al igual que el del hombre-animal, apunta de forma crítica al mal funcionamiento de la sociedad y a las duras condiciones de vida, que fuerzan al ser humano a actuar de forma tan bestial como mecánica. Por ejemplo, las inhumanas condiciones en el manicomio de Leganés con que abre la novela de La desheredada (1881) conducen a los loqueros a actuar inmisericordemente, sin la menor simpatía, como robots, tratando al paciente como un objeto:

Dos loqueros graves, membrudos, aburridos de su oficio, se pasean atentos como polizontes que espían el crimen. Son los inquisidores del disparate. No hay compasión en sus rostros, ni blandura en sus manos, ni caridad en sus almas. De cuantos funcionarios ha podido inventar la tutela del Estado, ninguno es tan antipático como el domador de locos. Carcelero-enfermero es una máquina muscular que ha de constreñir en sus brazos de hierro al rebelde y al furioso; tutea a los enfermos, los da de comer sin cariño, los acogota si es menester, vive siempre prevenido contra los ataques, carga como costales a los imbéciles, viste a los impedidos; sería un santo si no fuera un bruto. El día en que la ley haga desaparecer al verdugo, será un día grande si al mismo tiempo la caridad hace desaparecer al loquero (Desheredada: 73).

La manera como Galdós describe a los enfermeros, utilizando paralelismos con máquinas de hierro que ejecutan su tarea programada, sin lugar alguno para la compasión, despoja a estos individuos de los más ínfimos signos de humanidad. Naturalmente es posible hablar de cierta exageración, y en esta caracterización yace la crítica que el autor canario dirige contra las instituciones públicas y las abominables condiciones de trabajo, que también apreciaremos en el siguiente ejemplo.

La maquinización del hombre está diafanamente presentada sobre todo en el ambiente de la fábrica donde trabaja Mariano, cuando le visita Isidora con su tía Encarnación: «Isidora le abrazó y le besó tiernamente, admirándose del desarrollo y esbeltez de su cuerpo, de la fuerza de sus brazos, y afligiéndose mucho al notar su cansancio, el sudor de su rostro encendido, la aspereza de sus manos, la fatiga de su respiración» (Desheredada: 106). Mariano es un joven adolescente cuando se encuentra con Isidora. Pero el sudor, la aspereza de sus manos y sobre todo la respiración fatigada indican que trabaja muy duro para ser todavía un niño. Bravo-Villasante (1976: 153) ve en Mariano la imagen de un hombre-huso; representa al hombre convertido en instrumento de la máquina que, recíprocamente, cobra vida y adquiere el papel de una persona —metáfora que inunda toda la literatura socialista del siglo—:

El cáñamo se retorcía con áspero gemir, enroscándose lentamente sobre sí mismo. Los hilos montaban unos sobre otros, quejándose de la torsión violenta, y en toda su magnitud rectilínea había un estremecimiento de cosa dolorida y martirizada que irritaba los nervios del espectador, cual si también, a través de las carnes, los conductores de la sensibilidad estuviesen sometidos a una torsión semejante. Isidora lo sentía de[Imagen 007] esta manera, porque era muy nerviosa, y solía ver en las formas y movimientos objetivos acciones y estremecimientos de su propia persona […] ¡Oh! La soga era larga, la caverna parecía interminable. En lo obscuro, aun se veía la cuerda blanca gimiendo, sola, tiesa, vibrante. Cuando las dos mujeres anduvieron un poco más, dejaron de ver la soga; pero oyeron más fuerte el zumbar de la rueda acompañado de ligeros chirridos. Se adivinaba el roce del eje sobre los cojinetes mal engrasados y el estremecimiento de las transmisiones, de donde obtenían su girar las roldanas, en las cuales estaban atadas las sogas. Pero nada se podía ver (Desheredada: 104-105).

El gemir del cáñamo y la dolorosa torsión de los hilos vienen a describir metafóricamente las terribles condiciones del trabajo soportado por los obreros, de cuya inhumana magnitud se da cuenta Isidora por una especial sensibilidad que consiste justamente en una simpatía con esos mortificados objetos y sus movimientos. Galdós aproxima en densas frases ambos lados de la deshumanización: la personificación de los instrumentos y la cosificación de las personas; y aún le queda ánimo para juntar otras agobiantes prosopopeyas: la cuerda blanca que gime sola y vibrante, los chirridos y zumbidos de la rueda, y todo oculto a los ojos, solo revelado a la más penetrante inteligencia de los oídos… Estos objetos personifican al pobre Mariano, porque de hecho lo sustituyen (desplazándolo, robándole la vida que debería vivir como niño): a tan tierna edad ya se ve reducido a un apéndice de las máquinas, que, además, y de modo general, representan la permanente amenaza de reemplazar a los obreros como fuerza del trabajo. Además, en las manifestaciones paralingüísticas, normalmente asociadas a los humanos, apreciamos cómo las máquinas cobran vida. Este recurso, no exclusivo de Galdós, sino habitual también en otros novelistas naturalistas, no por metafórico se aleja de los designios del relato realista, y ayuda a aquilatar nuestros juicios sobre las duras condiciones de trabajo que se sufrían en la época.

Esta imagen que proporciona Galdós, pero también otros autores realistas y naturalistas como Dickens, Dreiser, Norris, Crane o el propio Zola, es una reminiscencia del ludismo, un movimiento de principios del siglo XIX encabezado por artesanos ingleses que sostenían que las máquinas representaban una amenaza al reemplazar al trabajador dejándolo sin trabajo. Aunque el salto en el tiempo pueda parecer desproporcionado, este pesimismo social actúa como puente entre la obra de Galdós y la de ciencia ficción Máquinas como yo (2019) de Ian McEwan. En ella se puede observar cierto neo-ludismo, también caracterizado como el temor de la clase trabajadora, que ahora se extiende a la burguesía, por ser sustituida por máquinas.

La alta eficiencia de las máquinas puede causar el reemplazo completo de un trabajador humano, lo que conduciría a peores condiciones de vida al quedar desempleado, como se predice en la novela: «Muy pronto, quizás para fin de año, robots estoicos de inteligencia insignificante recogerán la basura. Los hombres a que remplazarán serán aún más pobres. El desempleo era del dieciséis por ciento» (Máquinas: 45). Pero el temor se extiende más allá de la clase obrera, porque dada su inteligencia, estas máquinas podrían llegar a reemplazar a los médicos y a los abogados: «El reconocimiento de patrones y la memoria impecable serán aún más fáciles de calcular que recoger la suciedad de la ciudad» (Máquinas: 46). Este temor de verse sustituidos por mecanismos más eficientes recuerda la idea del «sueño de Aristóteles» al que apunta Paul Lafargue en su ensayo Le droit à la paresse (1880). En efecto, Aristóteles previó que «si cada herramienta pudiera ejecutarse sin sumar, o por sí misma, su propia función, ya que las obras maestras de Dédalo se movían solas, o como los trípodes de Vulcano espontáneamente en su sagrado trabajo; si, por ejemplo, las lanzaderas de los tejedores se tejieran, el gerente del taller ya no necesitaría ayuda, ni el maestro de esclavos». «El sueño de Aristóteles es nuestra realidad», decía a finales del siglo XIX Lafargue (1883: 53).

Con el problema de la sustitución del trabajador por las máquinas surge la traba del tiempo desocupado del trabajador que no tendría nada para hacer y cuyo modus vivendi se asemejaría, pues, al de la aristocracia, si disfrutase como esta de los bienes de consumo. En realidad, ese ocio impuesto tendría como consecuencia una paralización del consumo y por consiguiente una crisis del sistema capitalista. De todas formas, el obrero sufriría más por sentirse inútil que por seguir siendo explotado.

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Mary Shelley y Émile Zola.

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Charles Dickens y Isaac Asimov.

La acción de la novela de McEwan se sitúa en el Londres de los años 80, donde el matemático Alan Turing estaría vivo y la sociedad poseería los actuales conocimientos científicos de estilo futurista. En dicho Londres ficticio hay unos seres artificiales que se parecen, actúan y piensan como los humanos; unos seres perfectos, lejos del «monstruo» de Frankenstein o los roboti de Čapek de su célebre obra R. U. R. (1920), que pueden ser configurados a la carta por sus propietarios. Aunque nuestra ciencia está todavía lejos de semejante invención, la idea de poder crear vida mediante la programación eleva al ser humano a una cuasi-divinidad. Los Adanes y Evas de la novela están diseñados para ser física y moralmente perfectos; a fin de facilitar un interesante conflicto literario, McEwan les sitúa en una sociedad de posguerra, tras el conflicto de las Malvinas, durante el gobierno[Imagen 008] de Margaret Thatcher, amenazada por una profunda crisis social: creciente desempleo, inflación, numerosas protestas, aumento de la tasa de suicidios, embarazos de adolescentes, racismo, abuso de drogas, etc. (Máquinas: 112). El gobierno conservador se ve acosado por los socialdemócratas que prometen arreglar la preocupante situación social. Las ínfulas reformistas también aparecen en La desheredada, donde Mariano pretende cometer un regicidio para instaurar la república en España. En ambas historias el país atraviesa una crisis, a pesar de los grandes beneficios que, por un lado, aporta la Revolución Industrial al Madrid de Galdós y, por otro lado, los grandes avances científicos del Londres alternativo de McEwan.

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Este autor, además, yuxtapone los logros científicos a la moral decadente de la sociedad, lo que provoca un efecto estremecedor: ¿cómo es posible avanzar a pasos de gigante en cuestiones de tecnología y ciencia, y dejar que la sociedad caiga moralmente?

En el Royal Free Hospital de Londres, un minero de carbón retirado de setenta y cuatro años se curó de una artritis severa cuando se inyectó un cultivo de sus células madre justo debajo de las rodillas. Seis meses después corrió una milla en menos de ocho minutos. A una adolescente se le restauró la vista por medios similares. Era la edad de oro de las ciencias de la vida, de la robótica, por supuesto, y de la cosmología, la climatología, las matemáticas y la exploración espacial. […] Era la edad de oro del crimen organizado, la esclavitud doméstica, la falsificación y la prostitución. Varias formas de crisis florecieron como flores tropicales: en la pobreza infantil, en los dientes de niños, en la obesidad, en la construcción de casas y hospitales, números de policías, en el reclutamiento de maestros, en el abuso sexual de niños (Máquinas: 112-113).

Estas incongruencias serán detectadas por los seres de inteligencia artificial de McEwan, el cual la diseña muy sofisticada hasta alcanzar la autoconciencia. La imprevista reacción de los robots consistirá en buscar maneras de suicidarse o de dañar sus sistemas para anular su conciencia. No están preparados para afrontar las contradicciones del mundo. Este tópico o arquetipo de las máquinas inteligentes que son demasiado buenas para la sociedad que las crea se ha discutido desde Asimov en los años 40 o la novela de Clarke 2001: Odisea en el espacio del 1968, hasta el presente. Esta mayor bondad de la inteligencia artificial no se referiría solo a su aspecto cognitivo, sino también a sus facultades morales:

Creamos una máquina con inteligencia y autoconciencia y la llevamos a nuestro mundo imperfecto. Diseñada en líneas generalmente racionales, bien dispuestas para los demás, esa mente pronto se encuentra en un huracán de contradicciones. Hemos vivido con ellos y la lista nos cansa. Millones de personas muriendo de enfermedades que sabemos curar. Millones que viven en la pobreza cuando hay suficiente para todos. Destrozamos la biosfera cuando sabemos que es nuestro único hogar. Nos amenazamos mutuamente con armas nucleares cuando sabemos a dónde podría conducir. Amamos a los seres vivos, pero permitimos una extinción masiva de especies. Y todo lo demás: genocidio, tortura, esclavitud, asesinato doméstico, abuso infantil, tiroteos en escuelas, violaciones y decenas de atrocidades diarias. Vivimos junto a este tormento y no nos asombramos cuando todavía encontramos felicidad, incluso amor. Las mentes artificiales no están tan bien defendidas. […] ¿Queremos que nuestros nuevos amigos acepten que la tristeza y el dolor son la esencia de nuestra existencia? ¿Qué sucede cuando les pedimos que nos ayuden a combatir la injusticia? (Máquinas: 180).

La humanización de la máquina adquiere aquí dimensiones que van más allá de la mera personificación. Es un antropomorfismo completo, que transfiere a la inteligencia artificial el drama de las conciencias atormentadas; implícitamente, supone que algunos seres ultraracionales tendrían que compartir nuestras ideas sobre el sacrificio y la lucha por la justicia, asumiendo (cosa que no es cierta) que los hombres tienen una idea unánime y universal sobre estos temas. Según Alan Turing en la novela, estas máquinas no pueden soportar las incoherencias de la humanidad, porque «no hay nada en todo su hermoso código que pueda preparar a Adán y Eva para Auschwitz» (Máquina: 181), concluye el matemático.

Según McEwan, la sociedad tampoco está preparada para las máquinas que piensan por sí mismas de acuerdo con los valores de la humanidad. «No queremos que piensen por sí mismos […] sobre nuestra supervivencia o bienestar o algo completamente diferente, o cuya vida sea más digna de ser protegida» (Hauskeller 2020: 4). El hecho de que las máquinas podrían llegar a destronar al hombre de su suprema posición crea una ansiedad que en la novela expresa el propio factótum Adán: «No os quedaríais atrás. Como especie, sois demasiado competitivos. Incluso ahora, hay pacientes paralizados con electrodos implantados en la tira motora de sus cerebros que simplemente piensan en la acción y pueden levantar un brazo o doblar un dedo. Este es un comienzo humilde y hay muchos problemas que resolver» (Máquinas: 148). Sin embargo, McEwan plantea una leve esperanza de que algún día el hombre y la máquina puedan convivir en armonía y ser provechosos recíprocamente.

A modo de conclusión cabe decir que estas reflexiones en torno a la dicotomía hombre versus máquina, separadas un siglo entre sí, han aportado un fecundo caudal de ideas sobre la deshumanización del hombre y la personificación o humanización de la máquina. Se trata de reflexiones sobre las onerosas consecuencias del maquinismo y de la Revolución Industrial a fin del siglo XIX, por un lado, y sobre los avances tecnológicos y científicos que suscitan nuevas preocupaciones metafísicas y conceptuales un siglo después, por el otro. En la novela de Galdós, las duras condiciones de trabajo convirtieron al trabajador en un ser indefinido, sin voluntad individual, y las máquinas, por medio de la prosopopeya, son retratadas como personajes redondos que superan y eclipsan a los humanos. Galdós pretendió hacer una crítica semiexplícita al capitalismo centrada en los devastadores efectos morales del maquinismo; la máquina, fruto de la Revolución Industrial, parece exprimir al trabajador hasta la última gota de sus energías productivas y de su juventud e inocencia en el caso de Mariano.[Imagen 009] Esta novela ofrece una descripción del quebrantamiento de la salud física y moral de los trabajadores, incapaces de escapar de su monstruosa condición de servidumbre. La dicotomía del hombre contra la máquina es un recurso estético utilizado por Galdós que funciona como una pintura impresionista de la sociedad de su tiempo.

La visión utópica de McEwan de la sociedad que coexiste con la inteligencia artificial se convierte en distopía, marcada por un típico pesimismo sobre las posibilidades de cualquier tipo de mejora social, al estilo de las célebres distopías de Orwell, Bradbury o Huxley. Una maravilla tecnológica cómo Adán plantea preguntas en torno a temas no completamente entendidos, como la mente humana, sobre los cuales la ciencia aún tiene mucho por descubrir. McEwan se deja llevar por la idea de que la inteligencia artificial sería moralmente superior a la humana, tanto en la capacidad de discernir información relevante como en la de conducirse juiciosamente, «porque se supone que carece de prejuicios y debilidades humanas, así como de emociones como la ira o celos, y sería generalmente más objetivo e imparcial» (Hauskeller 2020: 14-15). De hecho, presenta una inversión significante del complejo de Frankenstein: son los humanos quienes destruyen las máquinas inteligentes, no porque aquellos sean perversos, sino todo lo contrario, porque los hombres no consienten la superioridad de estas. Por otro lado, como afirma Hauskeller, «no hay razón para esperar que su juicio sea, en ningún sentido relevante, mejor que el nuestro. La moralidad está, en esencia, llena de contradicciones» (15). El problema lo reformula Harnad (2000) en otros términos: los humanos no pueden determinar o predecir completamente el comportamiento de las máquinas, ya que no están y nunca estarán en su lugar.

En ambas novelas también se puede observar cierta crítica social: Galdós retrata al proletariado culturalmente estupefacto, pero carga contra el gobierno y su falta de interés en la educación que, según él y los krausistas de la época, solucionaría en gran parte el problema, porque el hombre está moralmente sano. En la novela de McEwan, la disyunción está moralmente invertida: quienes pierden en la comparación con las máquinas son los humanos (sin importar la condición social), frente a la excelencia de los nuevos proletarios artificiales. En ambos casos, la división es difícilmente reconciliable, trágica. Galdós no aprecia inteligencia en el proletariado y horrorizado apunta a la futura generación formada por los niños de las periferias que vociferan: «Somos granujas; no somos aún la humanidad, pero sí un croquis de ella. España, somos tus polluelos, y cansados de jugar a los toros, jugamos a la guerra civil» (Desheredada: 151). McEwan, por su parte, también tiene una perspectiva negativa que le impide imaginar que una parte de los trabajadores y de los empresarios pueda confiar en la integración social de hombres artificiales. No sugiere que sean inevitablemente inconciliables (la humanidad natural y la artificial), pero la solución final en su novela sugiere que esta deseable conciliación no es más que un sueño, si no inalcanzable, al menos muy lejano.

La dicotomía máquina versus hombre pone de manifiesto la fragilidad del último. Aunque la medicina y otras tecnologías han conseguido en nuestros días progresos asombrosos y prometedores, la cosa fue muy distinta hasta finales del siglo XIX. Aunque la esperanza de vida de un humanoide dotado de inteligencia artificial en la novela de McEwan es de 20 años, las partes del cuerpo de Adán pueden reemplazarse mucho más fácilmente de lo que permite la medicina actual en las personas. Sin embargo, cuando una persona muere, toda su experiencia humana, su mente, su identidad y su personalidad se desvanecen irremisiblemente. En cambio, en el caso de Adán, toda esta información recopilada se puede descargar y transferir a un centro de datos: «dijo que estaba seguro de que sería desmantelado antes de que terminaran sus veinte años. Vendrían modelos más nuevos. […] La estructura particular que habito no es importante. El punto es que mi existencia mental se transfiere fácilmente a otro dispositivo» (Máquinas: 212). Aunque la trasferencia de toda nuestra psique a otro cuerpo o dispositivo todavía es irrealizable, la idea de trascender como humanidad ya ha sido abordada por Julian Huxley (1957) en su famoso ensayo sobre el transhumanismo: «El hombre sigue siendo hombre, pero trascendiéndose a sí mismo, realizando nuevas posibilidades para la naturaleza humana» (2015: 15). El transhumanismo actual se inspira en las posibilidades inscritas en las evoluciones biológica y tecnológica, como la nanotecnología, carga mental y criónica o extensión radical de la vida (Ferrando 2013). El poshumanismo y el transhumanismo abren el debate de una futura relación entre lo orgánico y lo inorgánico, entre humanos y máquinas, desafiando el pensamiento dualista cartesiano del cogito ergo sum, mediante el cual Descartes apela al excepcionalismo humano en cuanto a la conciencia reflexiva (Wallace 2010), aunque McEwan en su novela da un paso a la paridad de ambos, e incluso la superioridad del último. Sin embargo, hace falta aún un importante avance en la mentalidad para superar el complejo del humano amenazado que permanece como leitmotiv en la literatura desde las obras de ciencia ficción iniciada con R. U. R. de Čapek, donde la rebelión de los robots conduce a la extinción de la raza humana.

K. V.—UNIVERSITAT DE LLEIDA

Bibliografía

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